Una Constitución achacosa

Resonarán hoy en las paredes del Senado los encendidos discursos de los patricios de este país ensalzando los valores constitucionales, lo mucho y bueno que nos ha traído la Carta Magna y hasta abogando tal vez por adaptarla a los tiempos actuales. Me los sé de memoria y no tengo intención alguna de escucharlos. No porque no crea que, en efecto, la Constitución española ha sido y sigue siendo el marco social y político que, a pesar de sus numerosas carencias e incumplimientos, ha hecho posible que los españoles hayamos vivido un largo periodo en el que no hemos sentido la atávica tentación de despedazarnos mutuamente, que no es poco. 


No los seguiré porque preveo que quienes los van a pronunciar no son - o no representan - por acción u omisión, quienes pueden presumir de respetarla y hacerla cumplir. Eso es cada vez más evidente a raíz de la crisis económica y de las medidas que han tomado los que no han dudado en saltarse los principios constitucionales más básicos: derecho a la educación y a la sanidad universales y gratuitas, a la vivienda, al trabajo y a la tutela judicial efectiva. La Constitución, que hoy cumple 34 años, ha sucumbido también ante la presión de los mercados como puso de manifiesto la modificación de prisa y a la chita callando que urdieron el PP y el PSOE para limitar el déficit público.

Ha sido la muestra más evidente de que el ámbito de lo político, que en una democracia remite a su vez a la decisión soberana de los ciudadanos, se había rendido con armas y bagajes a los intereses de las grandes corporaciones empresariales y financieras, para las que una constitución no deja de ser un estorbo más que es necesario apartar del camino.

En el diseño territorial del modelo de Estado es también evidente que la Constitución ha cumplido su cometido y está agotada. Las costuras con las que se cosió el traje autonómico empiezan a saltar por lugares muy sensibles y no hay a la vista un sastre capaz de remendarlas. Se impone, por tanto, una reforma pero no hay ni voluntad política ni altura suficiente para diseñar un nuevo traje en el que las diferentes partes del cuerpo se sientan más cómodas. Nada cabe esperar por tanto en ese sentido, salvo hacer como que no ocurre nada hasta que el vestido se descomponga por completo. Entonces, ya veremos.

Celebramos por tanto los 34 años de una Constitución cada día más achacosa y arrinconada, que se incumple en lo más esencial y que pide a gritos cambios profundos y consensuados capaces de devolvernos la confianza en una Ley de leyes que nos ampare de verdad y en la que, por encima de otras consideraciones, prime la soberanía del país para tomar sus propias decisiones sin someterse a presiones espurias internas o externas. Nada de lo que los oradores de turno digan hoy en sus discursos institucionales servirá para ese fin.

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