Un plátano no basta

Lo confieso: soy un macaco. Todos los días desayuno un par de plátanos de Canarias y me va estupendamente. Aclaro que no soy ghanés, camerunés ni brasileño y mucho menos futbolista, pero como plátanos igualmente. Si fuera futbolista y alguna cobarde bestia parda emboscada entre la multitud de la grada me lanzara un plátano con la intención de ofenderme, haría como Dani Alves, el futbolista del Barcelona: lo pelaría y me lo comería. Ese orangután – con perdón de los orangutanes – que acudió el otro día al estadio del Villarreal disfrazado de supuesto hincha futbolístico ha conseguido con una acción propia de quien sigue viviendo en la copa de los árboles un movimiento mundial de simpatía con el futbolista brasileño. 

Algunos  futbolistas - no todos -  se han solidarizado con él comiendo un plátano y otro tanto han hecho presidentes de gobierno como el italiano Renzi o jefes de estado como la brasileña Rousseff. Los medios de comunicación de medio mundo recogen estas muestras de rechazo del racismo de manera que, si el mono aullador que le tiró el plátano a Alves ha seguido en la red las consecuencias de su valerosa acción, a esta hora puede que esté pensando en emigrar a la selva de Papúa Nueva Guinea y establecer allí su residencia definitiva. Debería hacerlo, tanto él como otros muchos simios que domingo tras domingo aúllan en los estadios de fútbol, se mofan de los jugadores negros con cánticos racistas y ya encorajinados hasta les tiran plátanos. Sería la solución perfecta pero ese tipo de soluciones no suele ser muy habitual. 

Lo más probable es que otros micos como el de Villarreal reproduzcan el próximo domingo los cánticos racistas en cualquier estadio de fútbol de este país y alguno, envalentonado incluso y en solidaridad con el del domingo pasado, se lleve un racimo entero de plátanos para tirarlos al campo. Comer plátanos como han hecho estos días muchos personajes públicos para expresar su condena del racismo está muy bien pero es a todas luces insuficiente para acabar con esa jauría de mandriles que por desgracia pululan cada semana entre las tribus futbolísticas españolas. Más que plátanos hace faltan leyes y tolerancia cero y de eso estamos casi en pañales. 

Al descerebrado de Villarreal lo localizó el club, le ha quitado el abono y le ha prohibido la entrada de por vida al estadio. Bien está pero sigue siendo insuficiente. En países como Inglaterra la tolerancia con los gritos racistas es más que de cero de bajo cero. Chimpancé cazado coreando gritos ofensivos contra algún jugador por el color de su piel, chimpancé que es detenido y puesto ante un juez. Las estadísticas hablan por sí solas: en dos años se ha reducido en más de la mitad el número de este tipo de ofensas en los estadios de fútbol. En España aún falta mucho para llegar a eso, aquí incluso hay quienes les ríes las gracias a estos cobardes y consideran que sus acciones son meras anécdotas futbolísticas que no merecen que nadie se preocupe por ellas. De esa mentalidad comulgan incluso no pocos futbolistas españoles que a esta hora deberían de estar, como mínimo, exigiendo a quien tiene competencias para ello que legisle, vigile, persiga y extirpe esa lacra de los estadios. 

La responsabilidad de acabar con ese bochorno recae en primer lugar en los propios hinchas, que conocen perfectamente a los descerebrados que domingo a domingo insultan desde el asiento de al lado al futbolista negro del equipo rival, nunca al del equipo de sus colores. Empezar por afearles la conducta sería un primer paso de gigante. Sin embargo, el verdadero paso lo debe dar quien tiene la potestad para ello: el Gobierno y el Parlamento, legislando con dureza y haciendo cumplir la ley a rajatabla. Sin embargo, son otras cosas como los himnos o las banderas las que preocupan de verdad a este Gobierno y no el racismo que campa desde hace años por los estadios españoles. Así que dudo mucho que lleguemos a ver a Mariano Rajoy al menos comiéndose un plátano.

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