Miguel Ángel Blanco y la desmemoria

Creo que a la mayoría de los españoles que entonces tenía algo de uso de razón y se preocupaba un poco por lo que pasaba en este país, no se le olvidará jamás el asesinato hace ahora 20 años de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA. En mi caso, solo escuchar el nombre del joven concejal del PP en Ermua reactiva casi como si hubiera ocurrido hoy la rabia de aquellos tres ominosos días de julio del 97, desde el secuestro, la extorsión y el chantaje, hasta los dos tiros infalibles en la nuca del hijo de emigrantes gallegos al que ni siquiera le interesaba mucho la política. Estos días, con ocasión del vigésimo aniversario de su martirio, el estómago se me ha vuelto a revolver de asco y repugnancia al revivir el cinismo sonriente con el que sus asesinos “Amaia” y “Txapote” afrontaron el juicio que se siguió contra ellos en la Audiencia Nacional.

¿Cómo olvidar aquellas horas de angustia y de impotencia, aquella agonía con la certeza casi completa de que Miguel Ángel Blanco sería asesinado por sus captores, que nada salvaría ya su joven vida de las balas criminales de ETA?. Es imposible salvo que un témpano de hielo ocupe el lugar del corazón y el fanatismo más absoluto haya nublado la razón como había ocurrido con la de los asesinos etarras. Pero no se trataba solo de condenar el asesinato de Blanco y olvidar lo ocurrido hasta que tuviera lugar un nuevo atentado, no en este caso. Ahora había sido diferente, ahora ETA había traspasado todos lo límites imaginables y había alcanzado el non plus ultra de su barbarie; como se dice últimamente, se había dado un tiro en un pie con el que probablemente fue el peor de los errores de la banda en su larga historia de muerte, extorsión y chantaje. 
“Con el asesinato de Miguel Ángel Blanco empezó el principio del fin de ETA” 
Seguramente no tardó en comprenderlo cuando millones de españoles se echaron a la calle para gritar ¡basta ya! y mostrar sus manos blancas contra el terrorismo. Los ciudadanos arrastraron a los partidos democráticos y obligaron a sus líderes a marcar de una vez por todas una línea divisora entre aquellos días de julio del 97 y el futuro: aquí tiene que comenzar el fin definitivo de ETA. Y así fue, el asesinato de Miguel Ángel Blanco significó el inicio del declive de la banda terrorista y, aunque aún hizo más daño, la cuenta atrás ya fue imparable hasta que en octubre de 2011 anunció el cese definitivo de sus atentados terroristas.


Lo que parecía casi inimaginable se había producido: la sociedad española se había puesto en primera línea en la lucha contra ETA y a muchos que hasta entonces solo veían en los terroristas a valerosos luchadores por la libertad de una “Euskalerría” sojuzgada por el fascismo y la dictadura, se les cayó la venda de los ojos para siempre. La eficaz acción coordinada de las fuerzas de seguridad españolas y francesas completo la tarea de convertir a ETA en una feroz pesadilla del pasado que ni la sociedad vasca ni la española podrán olvidar en décadas. 
“¿Es que nunca aprenderemos en este país de nuestros errores?” 
Hoy ETA es poco más que un cadáver sin mortaja del que lo único que se espera es que muera definitivamente para que pueda ser enterrado bien hondo y para siempre. Y es a esa tarea a la que deberían dedicar sus esfuerzos todos los partidos políticos democráticos sin excepción. Sin embargo, el vigésimo aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco ha vuelto a sacar a la luz lo peor de la política de este país: las absurdas excusas de la alcaldesa de Madrid para negarle un merecido homenaje a quien con su muerte activó los resortes de rechazo de una sociedad harta de violencia, la indisimulada patrimonialización por parte del PP de alguien que al segundo de su muerte ya había dejado de ser concejal popular para convertirse en símbolo social contra el terrorismo y, por último, un PSOE al que en asuntos como este le sobra demasiada tibieza y la falta mucha claridad y contundencia.   

Para las fuerzas políticas es como si el llamado “espíritu de Ermua”, que reunió a los demócratas bajo la bandera del rechazo a la violencia terrorista, hubiera caducado y la memoria de Miguel Ángel Blanco no mereciera más que trifulcas y dimes y diretes entrecruzados. Es descorazonador y lleva a preguntarse si en este país no hay nada capaz de unir a los partidos por encima de sus legítimas estrategias y si ni siquiera el ejemplo modélico de una sociedad volcada en la calle contra el látigo inmisericorde de ETA, el peligro más cierto al que se enfrentó la joven democracia, merece ser recordado y respetado sin poses ni numeritos. ¿Es que nunca seremos capaces en este país de aprender de nuestros errores?

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