Huelga feminista


El próximo 8 de marzo es el Día Internacional de la Mujer, en tiempos llamado Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Con tal motivo se ha convocado una huelga de mujeres en unos 150 países de todo el mundo. Se trata de un acontecimiento inédito, tanto por el número de países en los que se va a desarrollar como, sobre todo, por el hecho de que sea solo de mujeres. Entre las principales reivindicaciones figura el rechazo a la discriminación salarial que sufren las mujeres con respecto a los hombres. Se mire por donde se mire, la práctica en cuestión supone una flagrante discriminación social por cuanto no hay razones objetivas que la sustenten: a igual trabajo el salario debe ser igual y nada puede oponerse a ese principio básico y democrático.  España es un caso flagrante de discriminación salarial de las mujeres, con una de las brechas más anchas de la Unión Europea: el salario bruto de un hombre en España ronda los 2.000 euros y el de la mujer no llega a los 1.700; las trabajadoras que ganan menos de 1.000 euros al mes son el doble que los hombres en la misma situación porque son ellas las que ocupan los empleos peor retribuidos. Esa realidad es objetiva y tangible por más que Rajoy prefiera escurrir el bulto o su ministra de Empleo diga que nunca antes había sido tan corta la discriminación. 


Sin embargo, hay algo en la convocatoria del 8 de marzo que me chirría. Puede que sea el hecho de que las convocadas a protestar sean sólo y exclusivamente las mujeres. Pareciera como si fuera una huelga contra los hombres, en cuyo caso me parece un completo error por cuanto desvía el tiro contra las estructuras sociales y económicas responsables de la discriminación salarial. Si este problema tiene solución, que no me cabe la menor duda de que la tiene, deben buscarla conjuntamente mujeres y hombres y no las primeras contra los segundos. Puede que lo que me chirríe también sea el discurso fundamentalista de determinadas organizaciones feministas que tienden a ver patriarcado y machismo por todas partes y en todos los hombres. Quienes así piensan y actúan se hacen un flaco favor a sí mismas y se lo hacen a la causa de la igualdad social y salarial. Concebir la lucha por los derechos de la mujer como una pelea a cara de perro entre mujeres y hombres – y viceversa – es la coartada perfecta para el inmovilismo de quienes prefieren que las cosas sigan exactamente igual: divide y vencerás, decían los latinos. Este tipo de feminismo de tintes excluyentes desprecia el hecho de que son mayoría los hombres – de eso tampoco me cabe la menor duda – que apoyan de buen grado la exigencia de que se acabe con la discrminación salarial de las mujeres con respecto a ellos. 

No me llama la atención ni me sorprende que la derecha desdeñe la protesta y hasta la tilde de “elitista”, como ha hecho la ministra de Sanidad. Lo que sí me sorprende es que la izquierda nominal de este país y los sindicatos mayoritarios se hayan alineado de manera acrítica con una huelga de cuya participación las convocantes no dudan en excluir expresamente a la mitad de la población. El argumento para esa exclusión - decir que se quiere subrayar la visibilidad de la mujer como víctima de la discriminación salarial - me resulta pueril y falaz. Sospecho que los partidos de izquierda, una vez amortajada y enterrada la lucha de clases y a falta de proyecto político que oponer a la derecha, no tienen ya otra salida que sumarse a las protestas sectoriales de mujeres, pensionistas, investigadores en precario, estudiantes o policías pidiendo aumentos salariales. Convertir la huelga del 8 de marzo en un acontecimiento mundial que marque un hito histórico en la lucha contra la discriminación salarial, dependerá de que quienes promueven la protesta sean capaces de convertir a los hombres en cómplices de su justa reivindicación y no en enemigos a batir. Por decirlo en lenguaje políticamente correcto, esta es una lucha de todas y de todos. 

Los límites de la libertad de expresión


Tal vez el título de este post extrañe un poco en un tiempo en el que está muy extendida la creencia de que los derechos son absolutos y no deben ir unidos a deberes, como la cara y la cruz de una misma moneda. No me cabe la menor duda de que también la libertad de expresión tiene límites, no todo vale ni todo está permitido en aras de este derecho. El respeto a lo que establecen las leyes sobre el honor o la propia imagen son algunos de esos límites en nuestro país. Cierto que son límites intangibles y difíciles de precisar pero existen. Admito que me adentro en un terreno muy pantanoso pero me niego a aceptar que con invocar el derecho a la libertad de expresión deben removerse todas las barreras que se le interpongan en su camino y quedar libre su ejercicio de cualquier tipo de reproche social o legal. Cuestión distinta es la intensidad de ese reproche en cada caso concreto. 

Me parece excesivo que al rapero mallorquín  se le condene a tres años y medio de cárcel por sus letras ofensivas para la Corona, amenazantes y enaltecedoras del terrorismo. El mal gusto que rezuman sus textos se podía haber zanjado con una sanción o una advertencia, teniendo en cuenta, además, la ausencia de antecedentes. Por otro lado, ordenar, pedir o sugerir la retirada de unas obras de una exposición porque aluden a unos señores a los que se presenta como “presos políticos”, es una supina estupidez de quienes tomaron y ejecutaron esa decisión amparados en un ridículo deseo de no perturbar el conjunto de la exposición. Con ella han terminado haciendo famoso y puede que rico a un artista  del que muy pocos habían oído hablar hasta ahora y a una obra que probablemente no pasará a la historia del arte por su calidad artística. 
Tanto en el caso del rapero mallorquín como en el del autor del montaje artístico me parece evidente el ánimo provocador de ambos, algo por otro lado más antiguo que la pana cuando lo que se pretende es llamar la atención social y sacar la cabeza en un mercado extraordinariamente competitivo. A fe que lo han conseguido los dos gracias a un exceso judicial y a una lamentable torpeza política. Un caso distinto es el del libro “Fariña” del periodista Nacho Carretero, secuestrado judicialmente ahora, tres años después de salir a la venta. El celo de una juez madrileña en defensa de los derechos de un cacique gallego ha disparado las ventas del libro, que se cotiza ya a 300 euros, y ha puesto los dientes largos a una cadena de televisión que ya ha anuncido el adelanto a esta semana de una serie para cuyo estreno aún no tenía fecha: la decisión judicial se la ha proporcionado gratis y camino va de convertir la obra en un best seller. Se trata, en mi opinión, de otra sobreactuación judicial que contiene también con claridad todos los elementos propios de la censura. 

En una sociedad democrática son en último extremos los jueces los encargados de determinar si se ha rebasado la línea roja de la libertad de expresión y se han conculcado otros derechos concurrentes con la misma. Esa línea, imprecisa y muchas veces borrosa, tiene que estar en todo momento lo más lejos posible de cualquier tentación de censura como se aprecia en estos tres casos, distintos entre sí pero unidos por un denominador común: el uso de la libertad de expresión. Estamos ante un derecho que constituye la clave de bóveda de la democracia, lo que no lo convierte sin embargo en absoluto. Por decirlo con palabras de la filósofa y catedrática de Ética de la Universidad de Barcelona, Victoria Camps, “uno no puede decir todo lo que quiera y, por tanto, conviene pensárselo dos veces antes de ofender o sentirse ofendido”. ¿No es de sentido común?

Sobre alertas y borrascas


¿Se exagera con las alertas meteorológicas como la que acabamos de vivir en Canarias? Yo creo que sí, que se sobreactúa tal vez con la intención de que si ocurre lo peor no haya motivo de reproche ni crítica. Este fin de semana ha llovido en Canarias y ha hecho viento pero tanto una como el otro han estado por debajo de las previsiones meteorológicas. Al margen de los problemas puntuales del tráfico aéreo en algunas islas, de algunos desprendimientos en determinadas carreteras y de varios cortes del suministro eléctrico, nada más hay que reseñar del paso de esta borrasca por las islas. A la alerta máxima por lluvias y viento decretada por el Gobierno canario, se unieron enseguida ayuntamientos y cabildos con un verdadero diluvio de comunicados sobre suspensiones y aplazamientos de actividades debido al mal tiempo; ni queriendo le habrían podido dar cauce los medios de comunicación a tantos comunicados. En muchos casos, estas comunicaciones han llegado también acompañadas de toda suerte de consejos de autoprotección para los ciudadanos ante lo que se suponía que se avecinaba. Puede que contagiados por la bola de nieve que no paraba de crecer y por la urgencia de aprovechar el fenómeno para generar visitas de internautas, la inmensa mayoría de las ediciones digitales de los periódicos de papel no pararon de alertar en grandes y gruesos titulares de la proximidad del fenómeno y de sus posibles consecuencias. 
De esta manera, entre instituciones públicas sobreactuando y medios de comunicación digitales a la caza de lectores ansiosos, se fue generando un clima de sobreexitación, palpable con claridad en las redes sociales, impropio de una sociedad adulta ante un fenómeno absolutamente normal en invierno, por más que en Canarias se prodigue ahora mucho menos que hace unas décadas. En mi modesta opinión, no creo que exagerando la nota para llamar la atención de la ciudadanía sobre los riesgos de una borrasca se garantice mejor la seguridad. Tiene por otro lado el inconveniente de tratar a los ciudadanos como infantes de pecho y no como adultos a los que, como tales, se les supone el sentido común para no arriesgar su seguridad y las de los demás innecesariamente. Y si eso ocurriera, existen normas y mecanismos para sancionar a los imprudentes que pongan en riesgo la vida de los demás o generen gastos públicos innecesariamente. Aplíquense a quienes hacen caso omiso de las recomendaciones. 

Vivimos ya en una sociedad notablemente infantilizada en la que se ha perdido buena parte de algo tan elemental como la percepción del riesgo y en la que no dudamos en apelar al estado para que venga en nuestro rescate cuando somos víctimas de nuestras propias niñerías. No creo que la máxima a seguir por parte de administraciones y medios de comunicación ante este tipo de fenómenos – da igual que sea una borrasca que una ola de calor, - sea pasarse con la cantidad de información que se difunde antes que quedarse corto: el exceso  genera ruido y distorsiona el mensaje, que en buena medida termina así transformado en memes y chascarrillos en las redes sociales en las que naufraga por completo. No lo digo yo, ya lo decían hace mucho tiempo los griegos: eso que llamamos virtud, aplicable también a este caso, es el punto intermedio determinado por la razón y por aquello que decidiría una persona prudente ante una borrasca como la del fin de semana. El mérito está en encontrar ese punto y acercarse lo más posible a él, no en pasarse por temor a quedarse corto.  

Enredando

La política en España es desde hace meses una insufrible trama de enredos sin término ni objetivo, debates de campanario sobre himnos, banderas, palabras, naciones o lenguas en los que tan a gusto se siente la derecha y la izquierda, tanto da que da lo mismo. En la derecha, los machos alfa Rajoy y Ribera se embisten con saña en su pugna por controlar el mismo espacio político y en la izquierda, que haberla se supone que la hay, Podemos y el PSOE dan muestras de la más completa sequía política. Más allá de eslóganes y proclamas, no se escucha ni una propuesta coherente ni un programa de gobierno que desmienta la indigencia intelectual y política de Sánchez e Iglesias. Completan el desolador panorama unos nacionalistas catalanes que van camino de batir todas las marcas del ridículo y que, como empiezan a poner de manifiesto algunas encuestas, aburren y hastían ya hasta a los suyos. 

Es patético que una discusión sobre lo símbolos traída por los pelos de una cantante en busca del protagonismo mediático perdido, ocupe el centro del debate político de un país cuyos ciudadanos lo que demandan es trabajo digno y decencia política. Por lo demás, no niego que haya que echarle una seria pensada al singular modelo de inmersión lingüista en Cataluña y al papel residual del castellano en esa comunidad autónoma. Eso es una cosa y otra bien distinta actuar con ventajismo político y ampararse en el poder que da el 155 para intentar perpetrar un golpe de mano en el sistema educativo. Por su parte, si a las fuerzas nacionalistas catalanas les queda un gramo de vergüenza torera, deberían abandonar de una vez el estúpido juego de tronos al que llevan entregados hace más de un mes y emplearlo en formar un gobierno que se ocupe por fin de la sanidad, la educación y la economía de los catalanes. Todo ello dejado de la mano de Dios desde que el calenturiento independentismo se enseñoreó de las instituciones catalanas y se embarcó en una ensoñación soberanista tan descabellada como perniciosa para los ciudadanos de Cataluña. 
Los españoles tienen problemas muy serios como para que los políticos se permitan perder el tiempo discutiendo cuestiones banales como la letra del himno o el sexismo de las palabras. Deben bajar de una vez del campanario en el que llevan tanto tiempo encaramados y darles una respuesta a los pensionistas en lugar de insultarlos, como ha hecho el inefable portavoz del PP al asegurar que no les ha ido tan mal con la crisis. Olvida éste, que más que portavoz es un bocazas incorregible, que han sido los pensionistas los que han sostenido a las familias en paro de este país a pesar de sus míseras pensiones. En el mismo sentido, es intolerable que las protestas ante la escandalosa discrininación salarial por razón de sexo sean calificadas de “elitistas” por el partido del Gobierno o que el mismísimo presidente despache el problema con un bochornoso “no entremos ahora en eso”. 

La corrupción, de la que todos se acusan mutuamente, requiere soluciones: no pueden continuar con el palabrerío y el postureo que no engaña a nadie y demuestra que la voluntad real de luchar contra esa lacra es exactamente ninguna. A los trabajadores que no salen de pobres o a los investigadores que tienen que hacer las maletas o los parados de más de 45 años que han perdido las esperanzas de volver a trabajar o a los jóvenes tratados como mano de obra barata no se les resuelve el problema poniéndole letra al himno nacional. Ya vale de tomarnos el pelo y ya es hora de que todos estos asuntos reciban atención por parte de quienes tienen la obligación de afrontarlos porque para eso han sido elegidos y para eso cobran de nuestros impuestos. Es indignante este enredo permanente y absurdo de unos políticos a los que parece preocuparles mucho más poner su culo a salvo en las próximas elecciones que cumplir con sus obligaciones democráticas. ¡País!, que diría el llorado Forges.  

Forges, que estás en los cielos


Por mucho que lo intente,  nada que yo o cualquier otro pueda escribir hoy será capaz de mejorar y ni siquiera igualar una sola de las miles de viñetas que dibujó Forges a lo largo de sus más de 50 años dedicados al humorismo gráfico. Antonio Fraguas “el Forges” ha sido el cronista perspicaz, penetrante y certero del último medio siglo de la vida española, de sus grandes alegrías, de sus tristezas y de sus no pocas miserias. Sus funcionarios gandules, sus obsesos del fútbol y la televisión, sus burócratas insensibles de mente cuadriculada, sus náufragos, sus empresarios orondos o sus trabajadores esmirriados, son parte por derecho propio del imaginario de este país. También sus palabros que – esos sí y no otros impostados que algunas intentan meter con calzador –  se han integrado de tal manera en el lenguaje común desde hace décadas que los usamos con absoluta naturalidad: sociata, bocata, muslamen y tantas otras palabras de nuestra jerga diaria. Sus a veces desolados personajes del mundo rural y de la ciudad, sus mendigos o sus banqueros hinchados nos hablan también de una sociedad que cambia a pasos agigantados y de forma muchas veces descontrolada. 
Las viñetas de Forges han sido el altavoz de la denuncia diaria de la injusticia social, de la miseria, de la explotación laboral, de la burocracia ridícula o del desprecio por la cultura y, en muchas ocasiones también, gritos explícitos contra el terrorismo o el machismo o contra cualquier otra lacra social. Nada de lo que de relevante ha ocurrido en todos los ámbitos en este país e incluso del mundo durante el último medio siglo ha sido ajeno a la ironía – a veces tierna, a veces ácida y a veces dura – del gran Forges. En muchas ocasiones, sus caricaturas han dicho más y con más claridad que cien sesudos editoriales y páginas de opinión. Porque escribir un buen artículo sobre un asunto determinado no es tarea fácil, pero mucho menos lo es condensar con profundidad en unos cuantos trazos y en un par de frases humorísticas todo un modo de ser y de estar ante la realidad. Forges ha sido ante todo un demócrata cabal, fiel durante toda su trayectoria a los principios y valores que nos hacen ciudadanos libres pero tolerantes, sujetos de derechos pero también de deberes. Su espíritu crítico y de profundas convicciones democráticas se puede rastrear sin dificultad alguna en todas y cada una de sus viñetas y en cada una de las frases que las acompañan. Por su enriquecedora trayectoria es merecedor de formar parte de la historia reciente de este país y este país le debe mucho a su aguda y sensible visión del mundo. El humorismo gráfico español ha perdido hoy a un maestro pero deja un legado tan ingente como imprescindible para entender los 50 últimos años de la vida española.

EEUU: una matanza más


El Gobierno de un país en el que 17 inocentes mueren tiroteados en una escuela y el presidente se limita a lamentarlo en las redes sociales, es un gobierno indigno con su máximo responsable en la cúspide de la indignidad. La sociedad de un país que no se pone en pie cuando un chaval de 19 años puede disponer con relativa facilidad de un arma de fuego semiautomática y causar una masacre a la salida de una escuela, es una sociedad enferma. Si los Estados Unidos no estuvieran gobernados por un gobierno indigno presidido por un presidente más indigno aún, lo ocurrido ayer en una escuela de Florida tendría que haber provocado un compromiso inmediato de poner los medios para evitar hasta donde sea posible que algo así ocurra otra vez. Si la inmensa mayoría de la sociedad estadounidense no estuviera enferma del virus de las armas y en verdad valorara la vida humana, una ola de protesta se habría levantado ya en muchos estados de la Unión para exigir el fin de  estas masacres convertidas en rutinario espectáculo televisivo. Pero ni el actual ni los anteriores gobiernos de Estados Unidos han tenido lo que se necesita para frenar estas carnicerías: dignidad y valentía para hacer frente al poderoso lobby de las armas y establecer un control mucho más férreo sobre su uso y tenencia. Ni Trump ni Obama ni Bush ni Clinton ni Reagan: ninguno de ellos ni de sus antecesores han hecho otra cosa que lamentarse y condolerse a cada nueva matanza. 
Desde este punto de vista, todos ellos han sido presidentes indignos por incumplir una de las obligaciones inherentes al gobierno de cualquier estado democrático que se precie: garantizar hasta donde sea humana y técnicamente posible la vida de sus ciudadanos. Clinton se atrevió en su día a restringir el acceso a las armas de asalto con una especie de moratoria que concluyó en 2004 y que recibió más críticas que apoyos. También Obama lo intentó en 2015 a raíz de la matanza en otra escuela,  en aquella ocasión en Conneticut, en la que murieron 20 niños y 6 adultos. También él tardó poco en desistir ante el poder de los defensores de las armas y el convencimiento de una gran parte de la sociedad americana de que tener una pistola o un rifle en el cajón de la cómoda o detrás de la puerta de la cocina te hace más libre frente a las injerencias del Gobierno o frente a quien invada tu propiedad sin permiso. 

Cuando el acceso a las armas es relativamente tan sencillo como en Estados Unidos, a nadie puede extrañarle que dispongan de ellas no sólo las honradas familias sino también personas desquiciadas con cuentas atrasadas en su empresa o en su colegio por un maltrato real o imaginario y las empleen para cobrárselas. Ese primitivo atavismo del pueblo norteamericano en relación con la posesión privada de armas de fuego, reflejado incluso en su Constitución como un derecho, ha costado ya demasiadas vidas inocentes como para conformarse con derramar unas cuantas lágrimas y cruzar los dedos para que algo igual no vuelva a pasar en mucho tiempo. ¿Cuántas víctimas inocentes más deben caer para que el Gobierno del país más poderoso de la tierra le ponga coto por fin a la barbarie de la adoración a las armas de fuego? Por desgracia, me temo que muchas más.

Vuelve un clásico: "Y tú, más"


En la pantalla grande del Congreso se repone estos días un clásico de la política española: “Y tú, más”. En esta ocasión protagonizan la serie Albert Rivera “el Impaciente” y Mariano Rajoy “el Impasible”. El argumento tiene que ver con la corrupción en la política y narra cómo los partidos, en lugar de luchar contra el trinque de lo público, se lo echan recíprocamente a la cara mientras los espectadores se tapan la nariz. Es esta en realidad una vieja cinta, muy conocida ya del público nacional, sólo que ahora se renueva en parte el elenco protagonista. Así, el papel que hasta hace poco ocupaba el líder de turno en el PSOE lo desempeña ahora el de Ciudadanos,  mientras que en el papel de agraviado por “casos puntuales” de malas mañas en el PP, lo sigue desempeñando Mariano Rajoy, su líder vitalicio y plenipotenciario. La nueva saga trae causa en que al PP le salen casos de corrupción hasta donde menos se lo espera. Véase si no lo que ha dicho todo un Francisco Granados, presunto cerebro gris de la trama Púnica, sobre la supuesta implicación de la presidenta popular de Madrid, Cristina Cifuentes, en la financiación de la caja b del PP. De ese hilo y de una senadora murciana del PP de apellido Barreiro, a la que los jueces tienen enfilada por cinco presuntos delitos relacionados con esa misma trama, viene tirando Ciudadanos para apretarle las tuercas a un PP que, en cuanto se desinfla el suflé catalán, ya no sabe qué hacer con los casos de corrupción que le atosigan por todas las esquinas. 
Por si lo de Granados sobre Cifuentes no fuera un escándalo, también le sale por Valencia el ex secretario de los populares de allí, Ricardo Costa, afirmando con aplomo que “sí, en efecto, en el PP había financiación irregular”; por no mencionar a un personaje como Francisco Correa explicándo que siempre tuvo la sensación de que nada se hacía en materia de financiación de campañas electorales sin el “ok de Rajoy”.  A modo de defensa y agarrándose a un clavo ardiendo, los populares han echado mano de un informe del Tribunal de Cuentas en el que se aprecian ciertos asuntillos poco claros en la financiación de las huestes de Rivera. El Tribunal ni siquiera ha ido más allá ni ha abierto expediente a Ciudadanos, pero el detalle apuntado en su informe es más que suficiente para el PP. De ese hilo tiran ahora los de Rajoy para hacerle pupa a los naranja y procurar de este modo aliviar la presión a la que se encuentran sometidos. A este tira y afloja que pretende sin conseguirlo darle emoción y suspense a esta tragicomedia política, se han sumado unos sondeos sobre intención de voto que tienen a Ciudadanos flotando en una nube y a punto de mandar a hacer puñetas los compromisos con la investidura de Rajoy y pedir elecciones anticipadas, antes de que se desinfle la burbuja. Todo esto viene a demostrar aquello de que no hay peor cuña que la de la misma madera y que “el Impasible” y “el Impaciente” se disputan a cara de perro el mismo espacio político, usando la corrupción como arma arrojadiza. Y mientras, a los españoles se nos obliga a hacer de espectadores forzosos de una película de argumento tan cansino y predecible que no consiguen animar ni las apariciones esporádicas de ese gran showman llamado Rafael Hernando.   

Pensión Rajoy


En su loca carrera para recortar distancia electoral con Ciudadanos, Mariano Rajoy se ha sacado de la chistera dos medidas de signo claramente populista. La primera ha sido la ya comentada aquí prisión permanente revisable, que ahora el Gobierno quiere aplicar a varios nuevos supuestos. La que se suponía iba a ser una pena prevista solo para casos de especial gravedad, empieza ya a generalizarse a golpe de titulares y en aras de satisfacer más las entrañas que la razón y pescar votos en río revuelto. La segunda de esas medidas es la modificación que permitirá rescatar total o parcialmente los planes privados de pensiones a los 10 años de la primera aportación. La idea se le ha ocurrido a Rajoy justo cuando crece la incertidumbre social sobre el futuro de las pensiones públicas, cuya garantía debería ser el objetivo prioritario del Gobierno

Rescatar los planes de pensiones sin más requisito que el de que hayan pasado diez años, desnaturaliza por completo una herramienta pensada para complementar las raquíticas pensiones públicas que se pagan en España. La medida del Gobierno los convierte ahora en una suerte de depósitos a plazo fijo, aunque con una fiscalidad algo más favorable, de manera que en el momento de la jubilación puede que ya no haya nada que rescatar. Alega Rajoy que se fomenta el ahorro de las familias, argumento  que merece al menos un par de reflexiones. En primer lugar, a la vista de la precariedad laboral y de los míseros salarios que se pagan en España, no creo que Rajoy esté pensando en la inmensa mayoría de los españoles, sino en esa minoría que efectivamente puede aportar un porcentaje de sus ingresos a un plan privado de pensiones para la jubilación. En segundo lugar, la medida invita inevitablemente a pensar que, lejos de estar garantizadas, las pensiones públicas corren más peligro que nunca. 
Porque lo que el Gobierno ha hecho es advertir a navegantes de que en un futuro más o menos cercano, sólo habrá jubilaciones para quienes hayan tenido medios y capacidad de ahorro. El resto pasaría a engrosar la beneficencia pública y a depender de los servicios sociales. Sé que lo que digo puede parecer excesivo y exagerado, pero no da este Gobierno – ni los partidos políticos  en general – muestras de que realmente estén preocupados por el sostenimiento del sistema público de pensiones. Si hubiera verdadera voluntad de resolver el déficit de la Seguridad Social y garantizar así las pensiones en un contexto de envejecimiento poblacional, podría comenzar el Gobierno por modificar las relaciones laborales para favorecer el empleo de calidad y la subida de los salarios. Eso, además de volver a llevar recursos a la caja común de las pensiones, permitiría también que quienes lo deseen opten por un plan privado de jubilación si sus ingresos se lo permiten. 

Por otro lado, si la preocupación de Rajoy por el ahorro de los españoles fuera sincera, modificaría también la fiscalidad de estos planes y eliminaría, por ejemplo, que haya que pagar impuestos dos veces por las mismas rentas del trabajo: en el IRPF y al rescate del plan de pensiones. Por no hablar de la escasa transparencia en la gestión de los planes y de su rentabilidad poco más que testimonial, superada con creces por los bonos del Tesoro o la bolsa.  Sin embargo, sobre fiscalidad y sobre transparencia no se toca ni una coma en este cambio que el Gobierno quiere hacer pasar por la panacea del ahorro familiar. En resumen, flexibilizar el rescate de los planes privados de pensiones para convertirlos en depósitos a largo plazo no era ni es lo que demanbaba y demanda la sociedad española, ahora que el PP y el Gobierno son tan sensibles a las demandas sociales aunque sea solo para endurecer la prisión permanente revisable. Lo que se demanda con insistencia desde hace años es que se garantice el derecho constitucional a una pensión pública digna,  aunque para esa demanda el Gobierno, por lo que parece, no tiene ni oídos ni ideas.     

Sobre portavozas y otros tonteríos


Nada parece más prioritario en España desde ayer que discutir si son galgas o podencas. Si lo que la portavoz – sí, la portavoz – de Podemos quería conseguir era llamar la atención y abrir un debate inútil, pedestre y desenfocado hay que reconocerle que lo ha conseguido. Lástima que haya sido para reivindicar algo tan ajeno a los problemas reales de los ciudadanos como que a las portavoces se las llame portavozas para visibilizar – dice – la realidad femenina. Doy por supuesto que Irene Montero tiene estudios primarios, en cuyo caso debe saber que el término “portavoz” solo significa “persona autorizada para comunicar a la opinión pública lo que piensan acerca de un asunto determinado las instituciones políticas o sus representantes”. Exactamente lo que ella hace cuando habla en la tribuna del Congreso o en una rueda de prensa: transmitir, comunicar. 

Podríamos decir que “portavoz” es sencillamente quien porta o transmite la voz – femenino, por cierto -, no la voza.  Por lo demás, se trata de una palabra de género común – igual en masculino que en femenino – que  se define por el artículo que la precede. Así, decimos la portavoz o el portavoz y nada ni nadie se debería violentar por ello. En consecuencia, me parece digno del que asó la manteca afirmar que decir “portavoz” y no “portavoza”, cuando quien ejerce esa función es una mujer, es una muestra más de lenguaje sexista. Tengo para mi que  el problema está en la propia Irene Montero, puesto que no son las palabras sino quienes las oyen y las interpretan de una manera determinada a quienes se les puede motejar de sexistas. Nadie más que ella había visto hasta ahora sexismo en una palabra como "portavoz", libre de sospecha hasta que la portavoza ha ordenado enviarla al fuego eterno. 
Claro que hay numerosas palabras en el diccionario que responden a los inveterados usos y costumbres de una sociedad patriarcal y que es imprescindible ir desterrando del lenguaje común para hacerlo más integrador. De hecho, muchas de ellas han ido desapareciendo a medida que ha ido cambiando la mentalidad social, un proceso que no se hace de hoy para mañana ni a golpe de proclama política. Los propios académicos lo reconocen, aunque también recuerdan que no son los miembros de la Academia los que quitan o ponen palabras en el diccionario, sino la sociedad al usarlas u olvidarlas. Portavoza no es precisamente un término que se escuche en la calle o en las cafeterías a la hora de tomar café. Por eso, la pretensión numantina de Montero y la sonrojante adhesión del PSOE a su posición para convertir el palabro de marras en una suerte de bandera reivindicativa del feminismo, es cuando menos digna de mejor causa. Pues no habrá peleas en defensa de la igualdad de género en las que luchar que no pasan precisamente por retorcer las palabras para que digan lo que una determinada y muy concreta opción ideológica quiere hacerles decir. 

Porque ahí es donde reside la clave de todo esta absurda polémica, en la pretensión de Podemos de imponer su visión ideológica de la realidad y descalificar como machista  y sexista a quienes osen llevarle la contraria. Lo sorprendente es que el PSOE le haya comprado esa fruta averiada al partido de Pablo Iglesias, de donde se deduce que tampoco por Ferraz andan para muchos trotes ideológicos. De hecho, Montero ni siquiera es original en su defensa a machamartillo del lenguaje feministamente correcto. Hace años ya que Carmen Romero, la ex esposa de Felipe González, se lució para los restos con sus “jóvenes” y “jóvenas”;  algo más recientemente también subió al podio de las batatadas patrias la ex ministra Bibiana Aído con los “miembros y las miembras”, provocando ambas más hilaridad que reflexión sobre el sexismo en el lenguaje. Se olvidan ellas y quienes defienden ese tipo de argumentos en los que se confunde el género con el sexo, que el sexismo no radica en las palabras sino en las personas. Es ahí en donde de verdad deberíamos todos poner el esfuerzo y no en polémicas de campanario para conseguir titulares y titularas.  

Con los votos no se juega


Les comentaba ayer lo bueno y saludable que sería para la democracia que de vez en cuando los partidos políticos pospusieran sus tácticas y estrategias en bien del interés general. Sin embargo, lo que me acabo de encontrar hoy es que, dos partidos que hasta ahora ni a tomar café juntos iban, acaban de conchabarse para cambiar el sistema electoral español. Me refiero a Ciudadanos y a Podemos, el agua y el aceite o, si lo prefieren, la noche y el día. El milagro hay que achacárselo a la posibilidad de que cambiando las reglas del juego, naranjas y morados les hagan un descosido electoral al PP y al PSOE, particularmente en las zonas rurales o en las provincias menos pobladas. En la tarea parece que llevan desde hace meses pero ha sido hoy cuando la portavoz – perdón, la portavoza  - de Podemos, Irene Montero, y el de Ciudadanos, Juan Carlos Girauta, se han reunido y han convocado a los medios para comunicarles la buena nueva. Al término ambos han posado para las cámaras y han declarado eso tan original de que “hay muy buena sintonía”.  De lo que se trata – dicen los dos  – es de  atraer al PSOE al acuerdo sin necesidad de tocar la Constitución. Para ello proponen jubilar el sistema del señor D’Hont, que favorece al partido más votado, y sustituirlo por el de Sainte – Lagüe, más beneficioso para los partidos pequeños. Podemos quiere que se pueda votar a los 16 años, acabar con el voto rogado e imponer las listas cremallera que obliga a alternar candidato y candidata o viceversa. 
Ciudadanos, por su parte, quiere reducir de 2 a 1 el número mínimo de escaños por circunscripción provincial – aquí las provincias menos pobladas perderían peso – y elegir la mitad del Congreso – 175 escaños - por circunscripciones unipersonales de unos 230.000 electores. La otra mitad se elegiría de las listas de ámbito nacional, para cuyo reparto hay que obtener al menos el 3% de los votos en todo el país.  Algunos medios han hecho ya algunas simulaciones por las que, de aplicarse el sistema Sainte – Lagüe en la asignación de escaños, los primeros perjudicados serían el PP y el PSOE y los beneficiados – qué casualidad -  Ciudadanos y Podemos. Argumentan que este sistema es mucho más proporcional en cuanto se acerca al principio de un “un ciudadano, un voto”, algo que conocemos muy bien por Canarias justamene por todo lo contrario, porque pocos sistemas electorales debe haber que se alejen más de ese principio. Así pues, nada hay que objetar a la democrática intención de mejorar la proporcionalidad de la representación política. 

Lo que hace dudar de la sinceridad democrática de estas propuestas, que necesitan al menos del PSOE para prosperar, es la prisa con la que Ciudadanos y Podemos han empezado a venderla para que esté lista en las generales de 2020. Por cierto, es llamativo que ni Podemos ni Ciudadanos hayan puesto el foco en las listas electorales abiertas, una vieja reclamación democrática por la que ambos pasan de puntillas de momento. Cambiar el sistema electoral, en el que se basa algo tan esencial como la representación política, debería ser algo menos precipitado y mucho más meditado por los efectos negativos que pueda tener para la gobernabilidad del país. No es que no sea necesario mejorar la proporcionalidad del sistema, aunque eso también se puede obtener cambiando la circunscripción provincial por la autonómica y evitándonos el lío de las tropecientas circunscripciones que propone Ciudadanos. Un cambio de este calado debe valorar con cuidado sus posibles consecuencias negativas para el funcionamiento general de sistema y no solo los irrefrenables deseos de tocar poder por parte de quienes lo proponen. Ya ven que para eso el agua y el aceite sí son capaces de juntarse.

¡Que viene Ciudadanos, Mariano!

Como en las ferias, ante las encuestas electorales los partidos hacen la lectura que más interesa a sus fines y tácticas. Pasa igual que en las noches electorales, en las que nadie pierde y en las que hasta los peor parados ven la botella medio llena. Lo acabamos de volver a ver con el sondeo del Centro de Investigaciones Sociológicas publicado esta semana, el primero tras las elecciones catalanas del 21 de diciembre y la aplicación del 155. Aunque el PP se haya dejado siete puntos en intención de voto desde las elecciones de 2016 y dos con respecto al sondeo anterior, los populares aseguran que no gobiernan a golpe de encuestas. No será por eso entonces por lo que, despertando de la siesta, Rajoy ha tocado a rebato a los barones para que acudan a Génova el lunes y preguntarles allí por qué sigue disparada la cotización de las naranjas en el mercado de votos. O tampoco tendrá nada que ver el populismo penal en el que se ha embarcado, prometiendo ampliar a tres nuevos supuestos la infumable prisión permanente revisable. 

Porque, en efecto, los otrora desdeñados naranjitos de Rivera escalan posiciones sin parar a costa hasta de Podemos, que sigue más plano que un día de mar con calma chicha aunque mejore levemente. Por no hablar de los socialistas, a los que los aspavientos y la indefinición de Pedro Sánchez no les están beneficiando por más que sigan siendo segunda fuerza. Claro que ninguno de ellos lo ven de esa manera: el PP, que se despeñó en Cataluña con todo el equipo, prefiere agarrarse a que supera en siete puntos a Ciudadanos y el PSOE se consuela con que ha recortado distancias con respecto al PP. Que se deba a la caída en picado de Rajoy y no al avance de Sánchez es algo que el PSOE prefiere obviar. Podemos se limita a decir que aún no se ha celebrado su funeral y a Ciudadanos le cuesta horrores dárselas de modesto por más que no sean ni siquiera segundos, sino terceros. 
Ya sé que un sondeo no es el resultado de unas elecciones y que en España – y en otros países – las encuestas hay que analizarlas con pinzas y guantes. Lo que es innegable es que han quedado definitivamente atrás los tiempos en los que la política en España era cosa de dos que, educadamente, se cedían el poder cada cierto número de años. Si la tendencia se mantiene – que es lo más probable a la vista del resultado de las últimas convocatorias electorales - será cosa de tres y puede incluso que de más y eso es algo a lo que en este país no estamos acostumbrados ni los ciudadanos ni los partidos. Si hasta en Alemania, en donde han sido frecuentes las “grandes coaliciones”, llevan semanas intentando ponerse de acuerdo la derecha y la socialdemocracia, en España la tarea se me antoja épica. Por eso, más allá de sus interesados análisis para la galería sobre la cotización del voto, los partidos con aspiraciones a gobernar deberían empezar a cambiar la vieja mentalidad de la mayoría absoluta y sustutuirla por la del diálogo y el acuerdo

No imagino mayor signo de normalidad democrática que ver a los partidos políticos evitando sobreactuar y aparcando sus legítimas diferencias en bien del interés general. De hecho, estaría bien que se pusieran ahora mismo manos a la obra sin necesidad de esperar a unas nuevas elecciones. Un país empantanado como es España en estos momentos por un Gobierno en huelga de brazos caídos y escudado en la crisis catalana, necesita un impulso político que lo ponga en marcha de nuevo. Eso, solo hay dos maneras de conseguirlo: con la negociación de los asuntos atascados como los nuevos presupuestos o, si son incapaces,  con la convocatoria de elecciones anticipadas. Por ellas parece morirse Ciudadanos y seguramente las temen los demás y eso es lo malo: en este país la legislatura apenas es poco más que un paréntesis entre dos campañas electorales. 

El rapto místico de Carlos Alonso

En un rapto místico digno de Santa Teresa, el presidente del cabildo de Tenerife acaba de proponer  que la virgen de Candelaria sea declarada presidenta honorífica de la corporación insular. Tal vez transportado por la visión divina, Carlos Alonso olvidó por completo lo que dice el artículo 16.3 de la Constitución Española: Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Dudo que las “consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones” a las que alude la Constitución incluyan convertir a las patronas, por muy patronas archipielágicas que sean, según Alonso, en presidentas de una institución política como un cabildo. Claro que no soy doctor en teología e igual estoy equivocado de medio a medio. De hecho, Alonso se provee de poderosas razones teológicas para sustentar su propuesta: “Elevarla a Presidenta de Honor del cabildo de Tenerife – ha dicho – es hacernos un gran honor a nosotros mismos y es algo que merece la virgen morena de Candelaria, que reina en el corazón de todas las Islas Canarias”. No creo  que el obispo nivariense lo hubiera expresado de manera tan honda y sentida como Alonso. 
 
La propuesta de Alonso me recuerda que cuarenta años después de aprobada la Constitución aún no se ha puesto fin en este país a la promiscuidad entre los ámbitos religioso y civil y que lo del Estado aconfesional no es más que un concepto vacío de escasos efectos prácticos. Sin detenernos ahora en la enseñanza de la religión o en los impuestos que no paga la Iglesia Católica, ya lo ponen de manifiesto con excesiva frecuencia las procesiones escoltadas por compañías militares; por no mencionar las presididas por alcaldes y concejales, las peinetas de Cospedal en el Corpus de Toledo, los funerales de estado presididos por obispos y la jura de la mismísima Carta Magna ante un crucifijo. Resabios de un nacionalcatolicismo cutre del que no terminamos los españoles de liberarnos del todo y con los que la práctica totalidad de los representantes públicos no parecen sentirse muy incómodos

De manera que si el ex ministro del Interior Fernández Díaz no tuvo nunca empacho alguno en condecorar de forma reiterada a alguna virgen de su devoción como la de los Dolores, lo que hace Carlos Alonso no es más que ser fiel a la vieja y acreditada tradición patria de entronizar vírgenes y santos al frente de instituciones civiles. Que los ciudadanos a los que se debe y representa el cabildo comulguen o no con las creencias religiosas del presidente, que sean católicos, protestantes, musulmanes, budistas, ateos o agnósticos, no parece que sea asunto sobre el que Carlos Alonso se haya parado mucho a pensar. Lo más peligroso que tienen estos arrebatos de éxtasis es que se empieza nombrando presidenta de Honor del cabildo a la virgen de Candelaria y se acaban organizando novenarios y romerías para que llueva o se solucionen los atascos de tráfico. Aunque ya puestos a nombrar presidente de Honor Plenipotenciario a alguien con muchos poderes para resolver lo de las carreteras, sería mucho más práctico inclinarse por San Mariano. 

Antona: soplar o sorber


No es fácil soplar y sorber al mismo tiempo: o sorbes o soplas, pero hacer las dos cosas simultáneamente sólo está reservado a los magos y a los contorsionistas. Por lo mismo tampoco es tarea sencilla para un político presentarse ante su electorado como el adalid de la oposición pero no tener más remedio que darle estabilidad al Gobierno al que le gustaría sustituir. En ese dilema casi hamletiano se encuentra desde hace tiempo el líder de los populares canarios. Asier Antona lanzó hace un año un órdago a CC para entrar en el Gobierno en minoría de Fernando Clavijo pero los nacionalistas le dieron una larga cambiada: no entró en el Gobierno y encima no tuvo más remedio que apoyar los presupuestos autonómicos de este año. Es verdad que sacó mucho pecho con las enmiendas que había conseguido colocar en el trámite parlamentario de esas cuentas pero, a la postre, éstas fueron cosecha casi íntegra de CC si acaso con un leve aroma popular. Véase, por ejemplo, en qué quedó la rebaja generalizada del IGIC que exigía Antona y la que terminó aceptando CC.  Pero la estabilidad política nacional mandaba y era mucho más importante y trascendental el voto favorable de Ana Oramas a las cuentas de Rajoy en Madrid que las ansias de Antona por poner a Clavijo contra las cuerdas. 

Ahora, quien se encuentra desde hace tiempo entre la espada y la pared  es el propio Antona, al que los suyos en Madrid relegan en aras del apoyo de CC en el Congreso, necesitado como está el PP de que alguien le apoye. La “discreta” reunión que Rajoy y Clavijo mantuvieron hace unos días en La Moncloa para analizar la “agenda canaria” fue convenientemente filtrada a los medios de comunicación para que el líder de los populares canarias saboreara la hiel del ninguneo, de la que también le pueden dar cumplida información los socialistas. Acuérdense, si no, de los “medianeros” con los que Clavijo no tenía nada de lo que hablar. No lo sé a ciencia cierta pero intuyo que la reunión de Madrid, en la que no se contó con el PP canario y al que ni siquiera parece que se le informó de que se iba a producir, es el pago de CC a los populares por sus críticas a las listas de espera en la sanidad o por sumarse a la propuesta del PSOE, NC y Podemos para acabar con la triple paridad del sistema electoral canario. Tras la reunión, los nacionalistas han dejado claro que sus acuerdos van bien y son ante todo con Rajoy y con Sáenz de Santamaría, no con Antona. Pero lo que de verdad parece haber puesto a cien al político palmero es la insinuación de que Madrid no ve con buenos ojos su oposición a Clavijo y de que incluso le habría dado un toque de atención para que baje el diapasón de sus críticas. De ahí que este fin de semana haya optado por sobreactuar y haya anunciado que va incluso a endurecer el marcaje al gobierno nacionalista en minoría para mandarlo a la oposición después de tres décadas en el machito. Se le podría recordar que en el pecado de no haber promovido un moción de censura lleva la penitencia con la que carga. En cualquier caso va a tener muy complicado cumplir lo que dice salvo que aprenda a sorber y a soplar al mismo tiempo.

¿Prisión permanente revisable o cadena perpetua?


Aunque lo pueda parecer, no es cierto que el Gobierno y el PP se encuentren en estado de postración catatónica ante la crisis catalana, como paralizados políticamente ante las piruetas de un saltimbanqui llamado Carles Puigdemont. También hacen cosas como convocar una convención nacional, presentar mociones en ayuntamientos y parlamentos autonómicos y poner en marcha una campaña de recogida de firmas para evitar que la mayoría del Congreso siga adelante con la derogación de la prisión permanente revisable. Se trata de una contradicción en los términos que, cuando era el mandamás parlamentario, introdujo el PP en al Código Penal a pesar del amplio rechazo social y jurídico que cosechó. En ese objetivo viene a coincidir con Ciudadanos, cada día más indistinguible del PP en una serie de propuestas que adelantan a Rajoy por la derecha a toda velocidad. Se suman los populares a la campaña de recogida de firmas de los padres de Diana Quer apoyada por los familiares de otros casos especialmente relevantes por el eco social y mediático que los ha rodeado. Vaya por delante el respeto hacia los sentimientos de los familiares de todas las víctimas de muerte violenta, en la mayoría de los casos silenciosos y alejados de los inmisericordes focos mediáticos y las redes sociales. Con todo, es imprescindible poner de relieve que la legislación penal de un estado de derecho no se puede sustentar en los sentimientos o en un latente deseo de venganza por parte de los ofendidos y de quienes apelando más al corazón que a la razón se solidarizan con ellos. Son otras las consideraciones las que deben primar, como por ejemplo la reeducación y la reinserción social del preso. Eso es exactamente lo que recoge la Constitución Española en su artículo 25: “Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”

Es precisamente uno de los artículos en los que se basó la oposición para recurrir la prisión permanente ante el Tribunal Constitucional. En lugar de esperar el fallo, el PP ha optado por subirse a la ola del populismo punitivo en busca de réditos electorales que le permitan recuperar puestos en las encuestas frente a Ciudadanos. Con la prisión permanente revisable estamos ante un eufemismo jurídico que salta a la legua porque de lo que se trata es, simple y llanamente, de cadena perpetua. Entre otras cosas, porque el tiempo mínimo para la revisión de la pena es de 25 a 35 años, muy superior al que se establece en otros países con una pena similar. España ha ido cambiando su código penal  más a impulsos de titulares escandalosos que de una reflexión serena sobre el contenido, el alcance y el fin que deben tener las penas de privación de libertad. Así, una de las características de estos tiempos de posverdad es hacer como si la realidad no existiera y guiarse sobre todo por los sentimientos y las emociones más primarios: si las estadísticas dicen que España es un país bastante seguro en comparación con otros, que sus presos pasan más años que los de otros países entre rejas  y que su código penal es de los más draconianos, mucho peor para las estadísticas. 

¿Qué hará el Gobierno si a pesar del endurecimiento de las penas siguen produciéndose casos como el de Diana Quer o Marta del Castillo? ¿Ha disminuido el número de homicidios y asesinatos en Estados Unidos por aplicarse en muchos estados la pena de muerte? ¿Cuál sería el siguiente paso para satisfacer el humano pero poco racional deseo de venganza? ¿Prisión perpetua sin florituras revisables? ¿La pena de muerte? ¿La ley del Talión? ¿Hasta dónde habría que llegar para acabar con ese tipo de hechos? El PP y el Gobierno harían un gran beneficio a la sociedad española si se implicaran con medios humanos y económicos en la lucha contra la violencia machista y en la educación en el respeto y la igualdad desde la escuela. En definitiva, si contribuyera a hacer realidad aquella frase de Concepción Arenal que sigue teniendo hoy toda su vigencia: “Abran escuelas y se cerrarán cárceles”.  

JK5022: una comisión útil


Nunca he confiado mucho en las comisiones de investigación que se crean en los parlamentos, por lo general a mayor gloria del rifi rafe político. Da igual el asunto sobre el que se investigue  ya que lo que se suele terminar imponiendo es el encontronazo político más que la voluntad de esclarecimiento. Viene esto a propósito del acuerdo para crear en el Congreso de los Diputados una comisión que investigue las circunstancias del accidente del avión de Spanair que en agosto de 2008 causó 154 muertos cuando despegaba del aeropuerto de Barajas con destino a Gran Canaria. Cerradas todas las puertas judiciales españolas y comunitarias y pendiente solo de las causas civiles para fijar las indemnizaciones, la asociación de afectados que preside desde hace casi 10 años la incansable Pilar Vera se propuso llevar el caso al Congreso y reabrirlo judicialmente si fuera preciso. No lo ha tenido nada fácil ya que tanto el PP como el PSOE se han venido oponiendo sistemáticamente. Hay que recordar al respecto que era precisamente el PSOE el partido que gobernaba cuando ocurrió la catástrofe y que su gestión para el esclarecimiento de los hechos dejó muy insatisfechas a las familias. Ahora ha cambiado de parecer y se ha sumado a Unidos Podemos - impulsor de la iniciativa -  para constituir una comisión que el PP ha permitido con su abstención. Ciudadanos, en cambio, ha votado en contra agarrándose al peregrino argumento de que ya no es posible dirimir ningún tipo de responsabilidad política. 


Lo que la asociación de afectados ha demandado ante todo es que se revisen y actualicen los protocolos de actuación y las medidas de seguridad para que una tragedia como aquella no se repita. No parece que sea mucho pedir para que todos los grupos hubieran hecho suya la causa de unos familiares a los que, tras el accidente, se les prometió todo el apoyo que fuera necesario para conocer la verdad de lo ocurrido. Si en el ámbito judicial se ha entendido – aunque no compartido por muchos – que el accidente obedeció a una serie de errores humanos, en el ámbito político y legislativo es posible analizar si las normas de seguridad, que entonces y ahora son las mismas, son las más adecuadas y legislar en consecuencia. Si a raíz de esa investigación se concluyera que hubo algún tipo de responsabilidad política no veo por qué no se habría de depurar, aunque en este país esa sea una de nuestra grandes carencias democráticas. Es más, si se concluyera incluso que hubo responsabilidades de tipo penal habría que reabrir el caso en el ámbito judicial y enjuiciarlo a la luz de los nuevos datos. Nada en ello hay que deba escandalizar ni sorprender a nadie en un estado de derecho, salvo que se quiera dar definitivamente la espalda a los familiares de las víctimas y echar tierra sobre los numerosos interrogantes que una década después del accidente siguen sin respuesta. Aunque en mi fuero interno temo que me equivocaré, quiero por una vez confiar en que esta comisión y las conclusiones que de ella se obtengan sí será útil para las familias de las víctimas y para la sociedad española. Por el contrario, convertirla en una nueva oportunidad para la irresponsable riña política haría un flaco favor a ambas y a quienes pensamos que el Parlamento  tiene que ser mucho más que una simple caja de resonancia de las estrategias de los partidos y de sus intereses a corto plazo.