Un crédito, por caridad

Desde que Zapatero habitaba en La Moncloa venimos los españoles asistiendo a una reforma del sistema financiero tras otra. En cada ocasión que se anuncia la reestructuración de los bancos, el anuncio se acompaña con la cantinela de que la medida permitirá que vuelva a fluir el crédito para los autónomos y los particulares. Así llevamos ya no menos de seis años y seguimos en las mismas. Ninguna de esas reformas ha servido más que para sanear los insondables balances bancarios de la indigestión inmobiliaria pero el crédito sigue sin aparecer por ningún lado, al menos para quienes de verdad lo necesitan y lo reclaman casi a gritos un día tras otro.

Aseguran las pequeñas y medianas empresas que siete de cada diez autónomos que acuden a una sucursal bancaria a pedir un préstamo se van por donde han venido sin conseguirlo. Lo más sangrante es que el porcentaje se eleva hasta el 80% si el crédito se le pide a uno de los bancos nacionalizados y ayudados a escapar de la quiebra con dinero público.

La falta de crédito, eso ni siquiera el Gobierno lo niega, es uno de los principales cuellos de botella de la economía española. El círculo vicioso es infernal: los bancos no dan crédito porque - dicen - no hay demanda ni proyectos solventes, lo que no se compadece con las quejas de los pequeños empresarios que sufren en sus negocios cómo las entidades les dan una y otra vez con la puerta en las narices o les piden intereses tan altos o condiciones tan leoninas que mejor echar el cierre y, en su caso, despedir unos cuantos trabajadores más. La repercusión sobre el consumo y la inversión es inmediata, lo que retroalimenta la espiral de la sequía crediticia. Argumentan también los bancos que, en muchos casos, las empresas sólo buscan refinanciar deudas y, claro, por ahí no están dispuestos a pasar porque les obligaría a proveer nuevos fondos y vuelta a empezar.


 
Soluciones

En ese círculo vicioso se sigue moviendo el crédito en este país sin que nadie sea capaz de romper el nudo gordiano. Podría hacerlo el Gobierno, el Banco Central Europeo, la troika o todos juntos, lo mismo da. Bastaría con que se obligara a los bancos salvados con dinero público a destinar una parte de las ayudas a la concesión de créditos o imponer intereses sobre los depósitos que muchos de esos bancos tienen en el Banco Central Europeo para que muevan el dinero. Nadie se atreve, en cambio. El BCE se limita a una ridícula bajada de los tipos de interés que, en la práctica, poco arregla. Lo único que consigue es que los bancos se sigan financiando a tipos de interés bajos y coloquen ese dinero en deuda pública cuatro o cinco puntos por encima, con lo que obtienen pingües beneficios destinados de nuevo a sanear sus cuentas.

La troika envía a sus hombres de negro a España y constata que el sistema financiero sigue hecho unos zorros y debe continuarse con la estrecha vigilancia de su evolución. A renglón seguido sale el Gobernador del Banco de España y dice que ya puede ir pensando el Gobierno español en ampliar el rescate de las entidades financieras echando mano de los 60.000 millones de euros aún no gastados. La oposición había propuesto que parte de ese dinero se destinara precisamente a la concesión de créditos, pero los aspavientos de Bruselas advirtiendo de que esa millonada debe emplearse sólo en rescatar a los bancos frenaron la iniciativa.

Así, mientras los bancos, tan esenciales ellos para la economía, siguen su interminable proceso de reestructuración, las pequeñas y medianas empresas, los autónomos y los particulares mueren de inanición crediticia al tiempo que las empresas alemanes, por ejemplo, se financian tranquilamente en condiciones infinitamente más ventajosas.

La guinda

La guinda ha venido a ponerla Rajoy en la presentación de una ley de Emprendedores que ha tardado año y medio en tener ultimada y que no entrará en vigor hasta el año que viene. Sabedor de que sin préstamos bancarios su proyecta estrella no pasa de puro papel mojado, ha venido a decir con tono serio que “los que tienen que dar crédito – ni siquiera se ha atrevido a pronunciar la palabra “bancos" – tienen que estar a la altura de las circunstancias”. No lo ha pedido por favor pero poco le ha faltado. Ha dicho que la línea de crédito del ICO está a disposición de los bancos para que fluya el dinero, cuando hace tiempo ya que debería haber implementado medidas para que el crédito pase directamente de esa entidad pública a los que lo demanden y en condiciones asequibles en tiempos de penuria como los actuales.

Claro que eso iría contra el negocio de los bancos, que podrían quejarse de competencia desleal, y eso sí que no puede ser, como no pudo ser tampoco aprobar la dación en pago para las hipotecas que ahora pide hasta el Parlamento Europeo. Por tanto, mientras la banca sigue recibiendo ayudas públicas para regurgitar todo el ladrillo que tragó durante la burbuja inmobiliaria y limpiar sus balances de una gestión desastrosa y en muchos casos delictiva, pymes y particulares harían mejor en dirigir sus oraciones a San Carlos Borromeo, el patrón de los banqueros. A lo mejor él sí atiende sus plegarias, aunque lo dudo.

Gran Hermano Obama

 
Barak Obama ya va camino de convertirse en el presidente de Estados Unidos que más expectativas favorables generó dentro y fuera de su país para irlas defraudando todas y cada una de ellas. La solemne promesa de poner fin a la ignominia de Guantánamo parece haber quedado aparcada indefinidamente al igual que el control de armas en Estados Unidos; la situación actual en Irak y Afganistán es la de sendos estados fallidos y la intervención militar estadounidense se ha revelado como un sonado fracaso. Es verdad que Obama puede en este caso recurrir en parte a la herencia envenenada que le dejó George W. Bush. Sin embargo, no es menos cierto que su primer mandato en la Casa Blanca se saldó con decepcionantes resultados en estos y otros asuntos tanto domésticos como de política internacional.


Obama, el presidente de los discursos brillantes y del precipitado y politizado Nobel de la Paz, proyecta una imagen cada vez más apagada y delatora de la distancia sideral que separa sus palabras de sus hechos. Y entre las cosas que por debilidad o indecisión no ha querido o podido hacer, acabamos de saber que tampoco fue capaz de poner fin al espionaje privado de las comunicaciones telefónicas y en la red de millones de ciudadanos en todo el mundo. En aras de la seguridad de la gran potencia, la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos lleva años espiando en secreto las llamadas telefónicas, mensajes, correos, chats, fotografías, comentarios y cualquier otra actividad que a criterio de oscuros funcionarios de inteligencia escondidos en sus guaridas puedan resultar sospechosos.

Obama lo sabía y, de hecho, había criticado la paranoia de Bush y sus invasoras medidas de la privacidad y la libertad individuales a raíz de los atentados contra las Torres Gemelas. Cuando llegó a la Casa Blanca expresó su escepticismo sobre la “utilidad” - que no su rechazo -  de ese tipo de investigaciones, pero sus asesores parece que no tuvieron demasiadas dificultades para hacerle ver que eran muy útiles para la seguridad de Estados Unidos.

Tal vez nunca nos habríamos enterado de lo que estaba haciendo Estados Unidos con nuestras comunicaciones privadas si un enigmático ex agente de la CIA – ahora en paradero desconocido - no lo hubiese revelado a dos periódicos mientras Obama dejaba hacer. La primera reacción del presidente ha sido, cuando menos, lamentable: “Para garantizar la seguridad de Estados Unidos hay que renunciar a un poco de libertad”. Sobra decir que en nada se diferencia el mensaje que encierran esas palabras del que lanzaba Bush en sus tiempos y, apurando, del que podría lanzar cualquier sátrapa de alguna república bananera o, incluso, de alguna gran potencia rival de Estados Unidos como China.

El presidente norteamericano ha intentado justificar este espionaje masivo a millones de ciudadanos no estadounidenses con legalismos del estilo de “el Congreso está informado” y la vigilancia “cuenta con respaldo judicial”. Es la palabra de Obama y cada uno le puede dar el valor que desee, aunque a estas alturas ya empieza a ser menguante. En cualquier caso, yo me pregunto, y creo que pueden preguntarse otros millones de personas en todo el mundo que no sean estadounidenses, qué derecho le asiste al Congreso o a los jueces de Estados Unidos para amparar legal y judicialmente el espionaje de mis comunicaciones privadas.

Aún en el supuesto de que el ciberespionaje masivo sirviera para garantizar la seguridad de Estados Unidos – lo que es mucho suponer - la práctica vulnera abiertamente dos principios elementales y sagrados: la libertad y el derecho a la privacidad. Que sea precisamente la potencia que más presume de defenderlos la que los pisotee a conciencia y que lo haga con el conocimiento pleno de su presidente sólo puede producir indignación y una profunda decepción. 

El Obama de las grandes frases – ahora se ve que para la galería - se ha convertido en el Gran Hermano que imaginó Orwell hace décadas, demostrando que la realidad puede superar a la ficción. El Obama de hoy ya no es el del “yes, we can” que tantas esperanzas generó en todo el mundo, sino el del “no, I can´t”. Por acción u omisión.

El gobierno de los expertos

Propongo que a partir de ahora las leyes y reformas las hagan expertos en todos los ámbitos posibles, pero especialmente en todos aquellos que afectan a la vida cotidiana de los ciudadanos de este país: pensiones, mercado de trabajo, impuestos, sanidad, educación, justicia, igualdad, etc. Créanme, es lo mejor a la vista de la impericia y desidia de nuestros diputados y senadores elegidos en las urnas, a lo que se ve, incapaces de proponer y consensuar las reformas que necesita España para salir de la crisis.

La designación de esos expertos correría a cargo del Gobierno que, a su vez, quedaría sometido a sus decisiones y a la posibilidad de que algún ministro particularmente torpe pueda ser removido del puesto y sustituido por un brillante experto en la competencia correspondiente. De esa vigilancia no estaría exento tampoco el presidente, al que igualmente se le puede apartar de sus funciones, eso sí, después de un completo informe científico cuajado de complejas fórmulas matemáticas que demuestren que es un peligroso zote y un riesgo inasumible para el país.

Es muy importante que estos tecnócratas sean unas eminencias en sus respectivas disciplinas, con muchos títulos, premios, masters en Estados Unidos y condecoraciones, y que tengan bien claros sus objetivos. Si se trata de acabar con el sistema de pensiones para convertirlas en caridad para pobres, es imprescindible que sean personas vinculadas directa o indirectamente a los bancos y a las aseguradoras privadas; si hablamos de reforma laboral para flexibilizar al máximo los despidos, nada mejor que unos cuantos cerebros grises salidos de los think tank conservadores o de la patronal; para reformar el sistema fiscal nada mejor que algunas de las grandes fortunas del país; para la reforma y derribo de la sanidad pública son fundamentales las opiniones y propuestas de los expertos en la sanidad privada y para la contrarreforma educativa no pueden faltar las de los obispos.

Con el fin de dotar de algo de color y animar los debates, es conveniente incluir a algún experto discordante pero asegurándose siempre de que sus opiniones sean claramente minoritarias. La misión de este parlamento experto en la sombra sería la de marcarle con claridad y sin ambigüedades ni contradicciones la agenda política al Gobierno, que ya no se vería obligado a someterse a las Cortes y solo tendría que aplicar las medidas y reformas propuestas mediante el BOE, sin más engorros legislativos, debates, enmiendas y votaciones. 

Puesto que estos acreditados expertos cobrarían ya de las empresas cuyos intereses defienden, podríamos así suprimir el Congreso y el Senado y, por supuesto, los parlamentos autonómicos. Los españoles nos ahorraríamos así un pastizal en campañas electorales, sueldos, dietas y viajes, nos evitaríamos perder un domingo de campo o playa para ir a votar, tendríamos un Gobierno decidido y competente y cumpliríamos holgadamente con el objetivo de déficit. ¿Qué más se puede pedir?