Échame a mi la culpa

Si el PP no quiere convertirse en un obstáculo democrático debería afrontar una profunda regeneración que, en ningún caso, puede pasar porque la lidere alguien como Mariano Rajoy. Sin embargo, su reciente designación como único candidato a la presidencia del PP en el congreso de febrero es la muestra más fehaciente de que entre los objetivos del cónclave no está convertirse en un partido nuevo que, frente a la corrupción, no sólo presuma de que adopta medidas sino que las adopte de verdad. Las que impulsó en su etapa de mayoría absoluta fueron insuficientes y pacatas por mucho que a Rajoy y a los suyos se les llene la boca alabándolas. La actitud habitual del  presidente y de una inmensa mayoría de los cargos públicos y orgánicos del PP ante la corrupción en sus filas ha sido la de callar cuando no minimizar, individualizar y, sobre todo, recurrir al “y tú más”.

Confiando en un electorado que les es fiel aunque los casos de corrupción rodeen al mismísimo presidente, los populares se aferran a toda suerte de coartadas y atajos para justificar comportamientos intolerables en la vida pública. Pero pueden cometer un error de consecuencias fatales para su futuro si dan por hecho que sus votantes son eternos y que la vida política española no puede sufrir cambios que tornen en lanzas lo que hoy son cañas. Hace poco más de dos años nadie hubiera apostado porque hoy gobernara un partido en minoría y el escenario político se hubiera fragmentado como lo ha hecho, algo de lo que en buena medida el PP y el PSOE actuales son causa y efecto al mismo tiempo.


La desproporcionada reacción de los populares ante el fallecimiento de Rita Barberá es otro ejemplo, el más reciente, de que en su ADN no termina de instalarse la prudencia y la mesura cuando se trata de corrupción en sus filas o en las de los demás partidos. Inscribir en el martirologio popular a alguien a quien hace sólo dos meses se había obligado a abandonar el partido porque estorbaba a que Mariano Rajoy fuera investido presidente, es cínico y deja al descubierto una preocupante mala conciencia por parte de dirigentes como el portavoz Hernando.

Su reacción y la de Celia Villalobos acusando a los medios de “hienas” y de haber “condenado” a Barberá merece figurar por derecho propio en el libro de honor del despropósito político. Es cierto que, buscando notoriedad y negocio,  hay medios de comunicación que han confundido deliberadamente la crítica y la exigencia de responsabilidades políticas con el más absoluto desprecio a la presunción de inocencia.  Pero no han sido todos y, así como en el PP la inmensa mayoría de sus militantes, cargos públicos y orgánicos no son unos corruptos, tampoco todos los medios de comunicación han “mordido” a Rita Barberá o la han “condenado” a muerte.

Hay que rechazar tajantemente ese tipo de peligrosos mensajes porque detrás se puede esconder la inconfesable intención de que los medios se autocensuren y dejen de cumplir una de sus funciones primordiales en un sistema democrático: la crítica política y la denuncia de comportamientos incompatibles con la ética que se requiere en la vida pública.  Una prueba más de que el PP actúa en este y en otros asuntos por mero cálculo político y no por convicción democrática es el intento de rebajar los acuerdos sobre corrupción firmados con Ciudadanos a cambio del apoyo a la investidura de Rajoy. De buenas a primeras, el fallecimiento de Barberá le sirve al PP para disparar indiscriminadamente contra los periodistas y para rebajar un acuerdo sobre corrupción del que Rajoy presumió en su sesión de investidura.

Lo suyo hubiera sido intentar extenderlo al resto de las fuerzas políticas y consensuar a qué altura debe estar la barrera judicial para que alguien salga de la vida pública o siga en ella. Si el PP quiere hacer creíble su regeneración, aunque lo tiene muy difícil, debe empezar por acabar con la práctica de orientar el ventilador de la porquería en todas las direcciones menos en la suya. Exigencia que, por supuesto, es de aplicación al resto de las fuerzas políticas y que debe ir acompañada de una profunda reflexión sobre la respuesta que la sociedad y los medios dan a esta lacra: ¿es la corrupción un castigo divino consustancial a toda actividad política o es posible erradicarla de la vida pública si hubiera auténtica voluntad de hacerlo? Esa es la cuestión. 

Si te quieres dir...

Sospecho que CC y el PSOE no asistieron a los cursillos prematriomoniales antes de estampar sus respectivas firmas al pie del acta de sus esponsales. O eso o faltaron a clase el día en el que se explicaron las virtudes que deben presidir el sagrado sacramento de los matrimonios políticos: tolerancia, respeto, sacrificio y amor, cantidades industriales de amor para saber perdonar y aceptar los defectos y humanos errores de la otra parte contratante. Sobre esos pilares inmarcesibles se han levantado históricamente las grandes alianzas políticas de conveniencia hasta que las siguientes elecciones o la traición las han destruido y vuelto a levantar más adelante, o no. Hay que aclarar que las citadas virtudes deben ser escrupulosamente observadas por ambos contrayentes y no sólo por uno de ellos ya que eso da lugar a la situación en la que vive en un sin vivir permanente el pacto canario de gobierno.  

El año y medio que hace ya desde que CC y el PSOE decidieron compartir el mismo techo ha sido un continuo desasosiego y disgusto. Al día siguiente mismo de que los contrayentes se intercambiaran las arras, ya estaba la primera parte contratante haciéndole la vida imposible a la segunda parte: que si una patadita en las canillas en aquel ayuntamiento, que si una puñaladita trapera en un cabildo, ahora unas declaraciones en público poco favorecedoras de sus cualidades, después un yo me lo guiso y yo me lo como y no te digo nada y así, suma y sigue. La segunda parte contratante, mientras tanto, ha respondido con beatífica mansedumbre y ha contado hasta cien millones antes de elevar la voz.


Pero cuando lo ha hecho, no ha sido tanto para quejarse de la mala vida que le da la primera parte como para proclamar  lo bueno y beneficioso que es este matrimonio que deberíamos mantener per secula seculorum y más allá, digan lo que digan los demás, que cantaba Raphael. La primera parte también comparte en público lo bueno que es haber conocido a la segunda parte y haber ido con ella al altar, aunque eso no le impide hace manitas sin mucho disimulo con una tercera parte que aspira a sustituir a la segunda en cuanto se presente la oportunidad y la ocasión.

Dos millones de canarios siguen con pasión y capítulo tras capítulo un culebrón que a poco que nos descuidemos va a durar más que “Simplemente María” y “Ama Rosa” juntas. A diario se preguntan de dónde saca tanta paciencia como demuestra la segunda parte y concluyen que si el santo Job gastara picadura y militara en el PSOE ya se le habría rebosado la cachimba hace tiempo y habría decidido que es mucho mejor vivir solo que mal acompañado.

El nuevo capítulo de la saga que protagoniza esta desavenida pareja tiene como argumento principal un impuesto que está dando más guerra que los diezmos y primicias de la Iglesia y del que tengo la sensación que se lleva hablando desde la última glaciación sin que la madeja se desenrede. Disgustada la segunda parte con los criterios de la primera para gastarse las perras del impuesto, se ha levantado de la mesa del salón y ha dado un portazo alto y fuerte.

Yo, ciudadano al que le gusta estar al cabo de la calle y que ha seguido con atención digna de mejor causa las interminables discusiones de la pareja en cuestión, soy incapaz de predecir si esto que suena es devuélveme el rosario de mi madre y quedate con todo lo demás, lo tuyo te lo envío cualquier tarde, no quiero que me nombres nunca más. Tengo para mi que es más bien un si te quieres dir dite, que yo no te juleo respondido por un échame si te atreves que yo de aquí no me meneo. Y así, pasando y pasando el tiempo, la relación de nuestra pareja se parece cada día más al cruce de un diálogo de los hermanos Marx con una canción de Pimpinela.   

Fidel ante la historia

Los juicios apresurados tienen el riesgo de terminar en sentencias injustas y el buen jugador debe templar la pelota antes de repartir juego. Juicios con sentencias apresuradas condenando o absolviendo a Fidel Castro hemos podido leer decenas este fin de semana, pero que intenten al menos ser ecuánimes y tener en cuenta agravantes y atenuantes sólo unos pocos. Habida cuenta de que hay mucha gente que sólo sigue viendo en Fidel un dechado de virtudes políticas y humanas, cabe aclarar de antemano que, bajo mi punto de vista, el mandatario muerto ha sido un autócrata que durante más de cinco décadas ha sojuzgado las libertades políticas y los derechos humanos de todo un pueblo, el cubano.

Y eso, por mucho que se quiera, no se puede obviar ni justificar con la excusa de las circunstancias históricas, la resistencia ante el imperialismo estadounidense o los avances innegables en sanidad o en alfabetización registrados en Cuba. Porque los derechos sin pan son tan inútiles e injustos como el pan sin derechos y, por desgracia para ellos, los cubanos llevan más de medio siglo sin que les sobren de ninguna de ambas cosas. Castro no fue un demócrata no porque no le dejaran los Estados Unidos sino porque no quiso serlo.


La leyenda trenzada en torno a su numantina resistencia ante Estados Unidos se tambalea cuando se recuerda que no tuvo reparos a la hora de entregarse con armas y bagajes al imperialismo soviético, tan expansionista e intervencionista como su contrario. Con la ayuda muy interesada por razones geoestratégicas de la Unión Soviética, Castro apoyó las guerrillas latinoamericanas y africanas que – es justo reconocerlo – pusieron sobre el tablero internacional las miserables condiciones de vida en muchos de esos países y alimentaron esperanzas entre millones de desposeídos de todo el mundo. El líder cubano encabezó también un movimiento de países falsamente “no alineados” que, sin embargo, estaba mucho más cerca de las posiciones de Moscú que de las de Washington y que se usó de forma permanente como caja de resonancia de la política internacional soviética.

Con todo ello y con su innegable destreza para la estrategia política, el comandante consiguió distraer la atención y mantener a raya a su poderoso vecino mientras se perpetuaba en el poder hasta que la muerte lo ha separado definitivamente de él. Fue esa gigantesca e influyente proyección internacional y su innegable carisma, devenido en mito revolucionario mundial,  el que le granjeó a Fidel las simpatías y el apoyo acrítico de una izquierda occidental y de una burguesía nacionalista que, sin embargo, no dudó en mirar para otro lado y hacer oídos sordos ante la vulneración constante de las libertades y de los derechos humanos en Cuba.


Era la izquierda que pedía esas mismas libertades para los españoles pero que, mientras escuchaba y cantaba las canciones de Silvio Rodríguez o Pablo Milanés, no tenía nada que reivindicar para los cubanos, salvo tal vez que Fidel no muriera nunca. Y lo sé bien porque yo, como muchos otros, nunca quisimos dar crédito a las noticias sobre torturas, purgas, ejecuciones y destierros en Cuba ni creímos que debiera haber otro partido que no fuera el comunista o que debiera existir libertad de expresión y de prensa. Todo eso se tenía por burda propaganda yanki o en el mejor de los casos por decisiones dolorosas pero inevitables para defender la revolución de sus enemigos internos y externos.


Con todo, la muerte de Fidel Castro no es el fin del castrismo, al menos mientras su hermano Raúl mantenga las riendas del poder en sus manos. Por mucho que la presidencia que asumió hace diez años haya supuesto alguna tímida apertura política y económica, no hay ningún elemento de juicio que permita atisbar cómo será el futuro de la isla cuando Raúl Castro, que ya no es un jovencito llegado de Sierra Maestra, también desaparezca del escenario político. Por otro lado, la presencia de un personaje como Donald Trump al frente de los Estados Unidos abre si cabe más incógnitas sobre la posibilidad de que los cubanos puedan avanzar  de manera pacífica hacia un régimen político abierto en el que se respeten los derechos humanos y las más elementales libertades políticas y hacia una economía menos dependiente del exterior y capaz de satisfacer las necesidades del país. Aunque sí hay un riesgo cierto y es que, con la excusa de la necesaria democratización del régimen político, Cuba cambie su dependencia actual de China y Venezuela por la de Estados Unidos como ocurría hace casi seis décadas.

“La historia me absolverá”, dijo Fidel en su defensa cuando fue juzgado por el fracasado asalto al cuartel Moncada en 1953. Con sus luces y sus muchas sombras, la historia ya considera a Fidel desde hace tiempo una figura política clave e irrepetible en el devenir de la segunda mitad del siglo XX y no es – o no debería ser – función de los historiadores condenar o absolver a nadie. Esa es potestad exclusiva de los pueblos y son por tanto los cubanos, a la luz de la historia de más de cinco décadas de castrismo con todas sus consecuencias, los que tienen la última palabra.