Venezuela y la táctica del calamar

No me extraña que algunos – de algunos ya no me extraña casi nada – intenten justificar el golpe de Estado en Venezuela empleando la táctica del calamar.  La misma consiste en oscurecerlo todo para minimizar la gravedad de hechos que resulten incómodos e imposibles de justificar.  Así, cuando se les pregunta por lo ocurrido ayer  en Venezuela te dicen que es tan grave como condenar a una joven en España por unos tuits sobre el asesinato de Carrero Blanco. Son los mismos que dan por finiquitado el derecho a la libertad de expresión porque alguien no pueda mofarse impunemente de los muertos y luego decir que estaba de guasa.

Pero no nos dejemos enredar por la táctica del calamar y vayamos a lo que importa y a lo que otros pretenden ocultar o minimizar. Que lo ocurrido en Venezuela es un golpe de Estado es algo que Monstesquieu sería el primero en suscribir. Por añadidura, si los tres poderes clásicos de un sistema democrático se concentran en uno solo eso también tiene un nombre: dictadura, todo lo blanda que se quiera mientras los tanques no salgan a la calle, pero dictadura. Pero no hace falta ser Charles Louis de Secondat para llegar a esa conclusión. Cualquiera que tenga ojos y no sea deliberadamente ciego comprenderá que si el Ejecutivo controla al Judicial y este usurpa los poderes del Legislativo, en el sistema político venezolano se ha producido una concentración de poder en manos del presidente Maduro que ninguna constitución democrática del mundo puede amparar salvo en situaciones muy excepcionales y extremas. 


La excusa para este golpe o autogolpe de Estado es que la Asamblea Nacional, el único poder que no controlaba Nicolás Maduro después de perder las últimas elecciones legislativas, no acata las sentencias del Tribunal Supremo, un mero órgano ejecutor de las directrices políticas del presidente y muchos de cuyos magistrados ni siquiera reúnen los requisitos imprescindibles para desempeñar esa responsabilidad. En lugar de procesar por desacato a quien el Supremo entienda que no cumple sus fallos, lo que ha hecho es aprovechar la coyuntura para quedarse con los poderes atribuidos a la soberanía del pueblo venezolano.

Claro que, para quienes defienden la democracia al modo caraqueño, el Supremo ha tenido que actuar así para impedir el avance de las fuerzas imperialistas y sus secuaces, decididas todas ellas en comandita a acabar con la revolución bolivariana que tiene a uno de los principales países petroleros del mundo sumido en la crisis económica, social y política más grave de su historia. Estos irredentos del chavismo seguramente estarían encantados de que los militares se hubieran puesto ya del lado de Maduro en su cruzada contra los “títeres” del capitalismo. Es cierto que los militares, hasta el momento mudos ante lo que está pasando pero a los que la oposición ya acusa de complicidad con el golpe, son pieza clave en la salida de esta situación y son los que pueden inclinar la balanza a favor de la dictadura o de la democracia. Por lo pronto, la fiscal general Luisa Ortega, nada sospechosa de ser próxima a la oposición, ha denunciado la violación del orden constitucional y ahora veremos cuánto tiempo más permanecerá en el cargo.

La situación es incierta y potencialmente explosiva. Mucha capacidad de presión y de mediación tendrá que demostrar la comunidad internacional para encausar el conflicto y evitar que desemboque en una confrontación abierta entre venezolanos. La práctica totalidad de los países americanos, las instituciones europeas y unos cuantos países del viejo continente – entre ellos España -  han condenado sin ambages lo que ya se conoce como el  “madurazo”, un golpe de estado  que abre un escenario peligroso e imprevisible en un país ya sumido en una interminable crisis cada día más enquistada.Lo lamento por esas almas revolucionarias cándidas y puras si en esas condenas no se incluyen también las sentencias incómodas de la justicia española, la pobreza en Somalia o la caza de ballenas en la Antártida a ver si de ese modo logran ocultar o minimizar la gravedad de los hechos en Venezuela. La tinta de calamar, ya saben...

Brexit, un fracaso compartido

Si uno escribiera con las tripas, en un día como el de hoy escribiría que se alegra de que los británicos por fin hayan presentado los papeles del divorcio de la Unión Europea y empiecen a dejar de dar la lata.  Diría también que allá se las compongan solos en su brumosa isla y que deberían perder toda esperanza de mantener unas relaciones “profundas y especiales” a partir de ahora con la Unión Europea. Subrayaría que ellos se lo han buscado si se les empiezan a cerrar las puertas que han tenido abiertas hasta este momento y añadiría que no les echaremos en falta, porque han sido un incordio permanente durante los 44 años que han pertenecido a una Unión Europea, en la que entraron a disgusto y  de la que únicamente les ha interesado compartir las ventajas pero no las cargas.

Todo eso y más les podría decir y, aunque creo que no me faltaría razón, no me serviría para calmar la extraña sensación de que estamos ante un fracaso histórico inapelable a ambos lados del canal de la Mancha.  Un estrepitoso error de calculo político en el Reino Unido puso al país en la encrucijada de decidir entre seguir formando parte de una Europa a la que está estrechamente vinculado por  historia, economía y cultura o aislarse en su reducido espacio geográfico y cerrarse las puertas  que otros soñarían ver abiertas. 

Una campaña de mentiras y medias verdades – las peores de las mentiras – trufada de caduco orgullo nacional, chovinismo, xenofobia y unas gotas de racismo llevó a la mayoría de los británicos a tomar una decisión pueblerina de la que muchos se arrepintieron  al día siguiente mismo. De propina, las costuras escocesas del reino se vuelven a resentir en una historia que aún puede deparar más de una sorpresa desagradable para los ingleses.


Del otro lado, los dirigentes de la Unión Europea pasados y presentes serían estúpidos si concluyeran que los únicos responsables del brexit y sus consecuencias son los británicos. Aún siendo cierto que el Reino Unido nunca se ha sentido completamente integrado en la Unión Europea durante las más de cuatro décadas que ha pertenecido a la misma, las responsabilidad  del mal entendimiento tiene que ser compartida. Más allá de que la marcha de un socio del peso del Reino Unido siempre sería un fracaso, la burocracia y el intervencionismo asfixiantes, los ingentes recursos económicos para sostener a un gigante con pies de barro y la ausencia en las últimas décadas de un liderazgo político con el carisma y el  poder de convicción necesarios para tender puentes y fortalecer la unión, son factores de los que sus principales responsables han estado y están en Bruselas. También para la Unión Europea hay propina en forma de movimientos xenófobos y populistas que apuestan abiertamente por sacar a sus países del club comunitario siguiendo el ejemplo del Reino Unido.

Serán en todo caso los historiadores los que establezcan las causas de este fracaso compartido que va a desembocar ahora en un divorcio de final incierto tanto por las condiciones en las que se alcanzará como por el tiempo que se tardará en firmarlo definitivamente. Tengo pocas dudas de que los negociadores de la separación van a empezar hablando de las relaciones económicas después del brexit y de asuntos como la libre circulación de capitales entre el continente y el Reino Unido. Sospecho que condicionarán a esa aspecto de la negociación la situación en la que quedan con el brexit los ciudadanos comunitarios que viven y trabajan en el Reino Unido y los británicos que lo hacen en territorio comunitario. 

Y, sobre todo, temo que unos y otros terminen siendo usados como rehenes en esas negociaciones que deben iniciarse próximamente. Despejar cuanto antes la incertidumbre sobre el futuro de estos europeos debería ser la prioridad inmediata de Londres y Bruselas para no añadir al fracaso de sus relaciones el escarnio de usar a sus propios ciudadanos como moneda de cambio de sus diferencias. 

Rajoy en vía muerta

Rajoy se fue hace una semana a Barcelona a clausurar el congreso de su partido en Cataluña y aprovechó para darle estopa a los independentistas. Hoy ha vuelto con 4.500 millones de euros de inversión en el bolsillo y ha llamado a los empresarios catalanes a la moderación ante el independentismo. Si lo que el presidente pretende con esta lluvia de millones es ganarse el favor de los grandes empresarios catalanes puede que el gesto y el gasto sean superfluos porque seguramente ya cuenta con él. Si lo que busca en cambio es frenar el órdago independentista habría que concluir que sigue sin entender nada de nada de lo que pasa en Cataluña.

Y como no lo entiende tampoco hace nada que de verdad sirva para buscarle una salida al problema político más grave al que se enfrenta España. Considera que el meollo del problema es sólo económico y judicial y desdeña cualquier otra opción que implique negociación política. Así ha ido dejando pasar el tiempo y así se ha ido enquistando un problema en el que sólo impera ya el monólogo de sordos y la violación de las leyes y de la Constitución por parte de quienes ya no atienden a más razones que las suyas.

En este desalentador contexto la próxima semana verá la luz el libro “La tercera vía” del que es autor el líder de los socialistas catalanes, Miquel Iceta. Se le reconoce el optimismo y la buena voluntad a Iceta para encontrar una fórmula que evite el choque de trenes mediante una reforma constitucional que recoloque el modelo territorial del Estado de las autonomías.  Sin embargo, como él mismo admite,  la propuesta, que no es nueva, puede que llegue demasiado tarde. Ni los independentistas catalanes quieren oir hablar de nada que no sea volver a convocar otra consulta soberanista o declarar unilateralmente la independencia ni Mariano Rajoy y el PP son capaces de cambiar el discurso del palo por el del palo y la zanahoria.

Nadie en su sano juicio debería pedirle al Gobierno que ignore el incumplimiento de las leyes, por más que a Pablo Iglesias le parezca casi una monstruosidad democrática que se condene a alguien por sacar ilegalmente las urnas a la calle. No es eso lo que se le reclama desde hace años a Rajoy y al PP sino un actitud proactiva para modificar una Constitución a la que se le saltan las costuras. Admito que yo también albergo dudas de que una reforma constitucional a estas alturas consiga evitar lo que cada día que pasa parece más inevitable. Lo que lamento es que no se haya hecho absolutamente nada para impedirlo más allá de acudir a los tribunales y al Constitucional en una dinámica de acción – reacción que sólo ha conducido a polarizar y enrarecer el debate.

Y no es tampoco que la Constitución  deba reformarse con el único objetivo de evitar la ruptura con Cataluña sino porque hay otras comunidades autónomas como Canarias que también requieren un nuevo encaje constitucional. Y, además, porque se hace imprescindible y urgente poner orden en el caos competencial y en la duplicidad de instituciones, funciones y normativas de aluvión que han modificado de facto el texto fundamental y han desbordado de recursos contrapuestos entre gobierno central y comunidades autónomas el Tribunal Constitucional.

Sin mencionar otros cambios imprescindibles, los que tienen que ver con Título VIII son lo suficientemente relevantes como para que los partidos políticos hicieran algo más que intercambiarse reproches y abordaran una amplia reforma constitucional. La falta de consenso político que alega el PP para reformar la Carta Magna es un argumento falaz que no sirve para ocultar el inmovilismo de Rajoy. Si no hay consenso se busca como se buscó y se encontró, incluso contra todo pronóstico,  en 1978. No intentarlo al menos pone de manifiesto que la fe del presidente en el sistema democrático y en la madurez política de los españoles es escasa o nula.  Sólo cabe esperar que esa falta de fe en los mecanismos de la democracia no termine provocando una ruptura que no beneficiaría a nadie per cuyos responsables políticos tienen nombres y apellidos.