¡Que viene Podemos!

Arde la calle al sol de Poniente y hay tribus oscuras cerca del río esperando que caiga la noche. Esas tribus a las que alude la letra de Radio Futura puede que ya estén aquí y se hagan llamar Podemos. Los cenáculos políticos madrileños arden hoy en rumores ante la posibilidad de que la formación de Pablo Iglesias se haya convertido o esté a punto de hacerlo en la primera fuerza política de este país en intención directa de votos. Saldremos de dudas el lunes cuando el CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) publique su última encuesta. Soy incapaz de imaginarme el escenario político que un resultado así abriría en España y estoy convencido de que el PP y el PSOE tampoco. La encuesta está provocando un verdadero tsunami que tiene a socialistas y a populares agarrados al palo de la bandera para que no se los lleve la tempestad que supondría un triunfo electoral de Podemos. 

Tal es así que el PP perdería el ayuntamiento y la comunidad de Madrid a favor de Podemos, que también se erigiría en fuerza política de referencia en lugares como Cataluña o Valencia. De confirmarse estos datos del sondeo, no estaríamos ya ante un aldabonazo sino ante un verdadero martillazo en la cabeza de un PP fané y descangallado con los casos de corrupción y un PSOE metido en el quiero y no puedo de Pedro Sánchez para recuperar los favores electorales perdidos. Pero, más allá de que la encuesta del CIS confirme o desmienta los datos que hoy ya se vaticinan, lo cierto es que Podemos se está convirtiendo en un gran quebradero de cabeza para el bipartidismo nacional y la alternancia en el poder. De hecho, uno de los sondeos más recientes ya le daba a la formación de Iglesias cerca de 50 diputados en el Congreso y la convertía en la tercera fuerza política nacional por detrás del PP, que perdería la mayoría absoluta, y del PSOE, que caería aún más con respecto a sus deplorables resultados de 2011. Por detrás de Podemos quedaría IU, que vería como sus esperanzas de mejorar con respecto a las últimas generales se desvanecerían en beneficio de esta marejada política que representan Iglesias y los suyos. 

Contra Podemos y contra su indefinición programática e ideológica y su supuesto populismo se emplean casi a diario desde hace tiempo representantes del PSOE y del PP sin que por ello hayan conseguido, al parecer, frenar el avance de esta formación emergente. Es común también escuchar que el voto de Podemos es el del cabreo y el hartazgo – que ahora Rajoy tiene la bondad de compartir con todos nosotros – de millones de ciudadanos ante la corrupción sistémica y el descrédito de la política, mientras las medidas contra la crisis adoptadas por el Gobierno han evitado cuidadosamente castigar a quienes la generaron. Pero es el cabreo no sólo contra el Gobierno del PP sino contra la oposición del PSOE, que en tres años de legislatura sigue aún rumiando una salida por la izquierda a esta situación interminable. 


Es casi imposible no estar de acuerdo con el diagnóstico que hace Podemos de las causas y consecuencias de esta situación económica, social y política que sufre España. Al fin y al cabo, el análisis de esa realidad ha nacido en las calles y en las asambleas de ciudadanos de toda edad y condición que están convencidos de que otro modo de entender y de practicar la política no sólo es posible sino imprescindible. 

Entre esos ciudadanos no sólo hay “perroflautas”, como despectivamente se motejó en su momento a los movimientos que dieron origen a Podemos, sino incluso votantes habituales de los dos grandes partidos, como se deduce de las últimas encuestas de intención de voto. Son ciudadanos que no están dispuestos a ser meros espectadores con derecho a voto cada cuatro años y mientras resignarse a confiar de nuevo en las decisiones y en las medidas cocinadas en los despachos y en las cúpulas de los partidos convencionales. 


Más allá de simpatías o antipatías sobre la arrogancia política que suele mostrar Pablo Iglesias, cosa bien distinta son las recetas de Podemos para afrontar una situación extraordinariamente compleja y delicada desde el punto de vista social, político y económico que lo menos que necesita es un elefante en una cacharrería ya bastante abollada. Es aquí en donde flaquea la fuerza de Pablo Iglesias y los suyos, en la indefinición organizativa y el magma ideológico de un movimiento transversal y variopinto que irremisiblemente deriva en batiburrillo de propuestas que van desde la sensatez al delirio. Las encuestas – dicen los entendidos – son fotos fijas de lo que piensa o siente la sociedad en un momento dado. La que el lunes publicará el CIS se realizó en plena tormenta por las tarjetas opacas de Caja Madrid y el “caso Pujol” – de ahí, tal vez, el ascenso de Podemos en Cataluña – pero antes de que fuera imputado Ángel Acebes por los papeles de Bárcenas y de que estallara ante las narices del PP la Operación Púnica. 

Nadie a estas alturas, a siete meses para las elecciones locales y autonómicas y a un año para las generales, puede asegurar que Podemos sea capaz a la hora de la verdad, la de depositar el voto en las urnas, de reflejar en el recuento oficial lo que ahora le auguran las encuestas. Sin embargo, PP y PSOE siguen tardando en preguntarse a qué obedece el ascenso de Podemos: un buen examen de conciencia y un propósito sincero de enmienda por parte de ambos tal vez pueda ayudarles a salvar al menos los muebles. Y una manera muy sana e higiénica de empezar a hacerlo cuanto antes es dejar de escribirle el programa electoral a Podemos, acabar de una vez con el “y tú más” de la corrupción y pasar a la acción. El problema para ellos y tal vez para el país es que se les está acabando el tiempo y no se aprecian demasiados signos de arrepentimiento mientras las tribus están cada vez más cerca.   

Pedir perdón no basta

Mariano Rajoy ha pedido esta tarde perdón a los ciudadanos por los casos de corrupción que afectan principalmente a su partido. Ha dicho sentirse avergonzado y comprender la indignación de los ciudadanos. No está de más pero es absolutamente insuficiente: pedir perdón y disculpas, de manera forzada, obligado por los escándalos y leyéndolas de una nota escrita, no es lo que los españoles reclaman. O, al menos, no es lo único que reclaman. Ni siquiera después de que hace sólo dos días, el mismo presidente que hoy dice sentirse avergonzado, entender nuestra indignación y compartir nuestro hartazgo, aludiera a los casos de corrupción como “algunas cosas que no afectan a los cuarenta y seis millones de habitantes de este país”. 

Ahora, sin embargo, dice sentirse abochornado cuando el domingo parecía tan pagado de sí mismo y tan convencido de que la corrupción es cosa, en todo caso, de otros y no algo que le afecte principalmente a él, a su partido y al Gobierno que preside. No se puede creer en la sinceridad de sus disculpas porque la mayoría absoluta de la que ha gozado en esta legislatura que enfila ya su tramo final sólo la ha usado para hacernos pagar la crisis a quienes no la generamos pero no para limpiar de basura la vida política de este país, empezando por la que anega a su propio partido. Para más escarnio, muchos de los que ahora avergüenzan al presidente son los mismos que pedían más reformas, más ajustes y más recortes y nos echaban en cara a los demás haber vivido por encima de nuestras posibilidades mientras ellos se lo llevaban crudo de nuestros bolsillos. 

Sin duda es para estar avergonzado pero dudo de que las palabras de Rajoy sean mucho más que una forma de salir del paso a la espera de que escampe y, con suerte, no le vuelva a salpicar otro escandalazo como el de la Operación Púnica. Hasta ahora, en su haber de la lucha contra la corrupción, el presidente sólo tiene promesas tibias y claramente insuficientes que en muchos casos se han quedado por el camino. Y no es creíble tampoco su jeremiada de esta tarde porque, siendo su partido el que más corruptos alberga de este país, siempre han buscado él y los suyos la manera de contemporizar, dilatar y excusar las decisiones que la sociedad le pedía a gritos en las encuestas de opinión. El caso de Rodrigo Rato es más que paradigmático: sólo cuando se vio arrastrado por el escándalo de la Operación Púnica dio el paso el PP de expulsar de sus filas al ex ministro de Economía. 

Es ahora, en medio de la tormenta perfecta de corrupción que vuelve a poner a este país en la picota del descrédito político si es que ha dejado de estarlo en los últimos años, cuando el presidente y los suyos quieren impulsar leyes contra la corrupción. No les quepa la menor duda: las elecciones autonómicas y generales están a la vuelta de la esquina y preocupa mucho en las filas populares que estos asuntos terminen pasándoles factura en las urnas. Si la indignación ciudadana que se respira estos días en la calle y que se ha reflejado reiteradamente en las encuestas sobre los asuntos que más preocupan a los españoles no es flor de un día sino una clara actitud de rechazo cívico y democrático al latrocinio organizado desde las instituciones, los populares pueden llevarse el gran castigo de su historia. 

De ahí que ahora tengan prisa el PP y el Gobierno para impulsar medidas contra la corrupción que, sin embargo, ni concreta ni acuerda con todas las fuerzas políticas tras un debate social en profundidad de las causas de esta lacra y de las medidas para erradicarla. Por todas estas razones es imposible creer en la sinceridad de las disculpas expresadas esta tarde por Rajoy que, fiel al principio de no mentar la soga en casa del ahorcado, se sigue cuidando de mencionar los nombres de los que en tan mal lugar dejan su propio nombre y el de su partido. Que se avergüence y abochorne todo lo que estime oportuno el presidente, ese es su problema y el de su partido, no el nuestro. El de los españoles es tener a un presidente que ha perdido a pulso y desde hace tiempo toda la credibilidad política que se le suponía y que es incapaz de ir más allá de pedir perdón aunque las aguas sucias de la corrupción bañen sus barbas.

Corrupción: no podemos seguir así

Empieza la semana y la corrupción vuelve a enseñorearse de los titulares periodísticos cuando no habíamos sido capaces aún de digerir la imputación de Ángel Acebes por los papeles de Bárcenas o la faz de hormigón armado de los de las tarjetas opacas de Caja Madrid. De una tacada la Guardia Civil ha detenido hoy a medio centenar de personas contando a empresarios, políticos y funcionarios. Entre los arrestados figuran el número dos de Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid, Francisco Granados, también ex secretario del PP madrileño y habitual fustigador de la izquierda en las tertulias de la caverna mediática. Se le suman hasta seis alcaldes, cuatro de ellos del PP, uno del PSOE y otro de un partido independiente. Y como guinda, el presidente de la Diputación de León, también del PP, que llegó al cargo tras el asesinato de Isabel Carrasco. En total, detenciones y registros en cuatro comunidades autónomas – Castilla-León, Valencia, Murcia y Madrid – unidas así por el vínculo de la corrupción y en las cuatro – será mera coincidencia – gobierna el PP. 

De todos ellos se sospecha que forman parte de una amplia red dedicada al cobro de comisiones ilegales. Nada nuevo bajo el sol de la España de nuestras desesperanzas. Todo esto ocurre menos de 24 horas después de que el presidente del Gobierno aludiera a la corrupción sin mencionarla con una de esas frases que indignan y asombran a partes iguales: “unas pocas cosas - dijo - no son 46 millones de españoles ni el conjunto de España”. Con una frase tan absurda e irresponsable y en línea con su ridícula manía de no pronunciar palabras como Bárcenas, Rato o Acebes, sólo cabe concluir que el presidente es de la opinión de que la basura toca a menos en su partido si la reparte equitativamente entre todos los españoles, que por cierto sería lo único equitativo que repartiría.

Pocas horas antes, su número dos en el PP, María Dolores de Cospedal, había dicho con gesto encendido que los populares “están indignados” con los casos de corrupción, como si el asunto no fuera principalmente con ellos aunque sin desmerecer un ápice lo que le toca en el reparto de responsabilidades al PSOE. Así, con Rajoy aventando la porquería para que toque a menos en el PP, con Cospedal indignadísima y con el PSOE desmarcándose ahora como una damisela ofendida de las discretas negociaciones sobre corrupción con los populares, los ciudadanos empezamos a preguntarnos si estamos condenados a padecer esta suerte de maldición bíblica sin que nadie haga nada para acabar con ella.


Y sin duda es mucho lo que pueden hacer pero falta voluntad política para hacerlo, la que sí tuvieron cuando no les tembló el pulso para reformar la Constitución en pleno mes de agosto para dar gusto a los mercados financieros. Podrían – y deberían – sacar de una vez sus tentáculos de la cúpula judicial y del Constitucional, propiciar estabilidad y medios humanos y materiales a los jueces que investigan casos de corrupción, transparentar la financiación de los partidos hasta el último céntimo, dotar de capacidad, agilidad y verdadera independencia al Tribunal de Cuentas, expulsar sin contemplaciones a los militantes corruptos o sospechosos de corrupción, implantar listas electorales abiertas y endurecer la calificación y las penas para este tipo de delitos.

No es tolerable que los grandes partidos de este país, los que tienen capacidad para que esto cambie de raíz, sigan instalados en el “y tú más” y que, encima, el presidente del Gobierno pretenda dividir los múltiples asuntos sucios que afectan a su formación entre los 46 millones de españoles. Estamos más que hartos de que los que se han llenado los bolsillos a costa del erario público sean los mismos que nos han acusado de haber vivido por encima de nuestras posibilidades y hayan defendido que debíamos pagar por nuestra vida de lujo y derroche con paro, bajada de sueldos y recortes de todo tipo. 

Ahora bien, escandalizarse por la corrupción es un sano ejercicio de higiene democrática pero no es suficiente: no debemos olvidar ni por un momento que a los políticos corruptos los hemos elegido nosotros, incluso a sabiendas de que muchos de ellos no presentaban las mejores credenciales de honradez. Aprendamos de una vez la lección y no esperemos indignados pero de brazos cruzados a que los partidos políticos actúen. Tenemos que hacerlo primero los ciudadanos mostrando tolerancia cero con la corrupción y los corruptos: la regeneración política de este país sólo será realidad si empieza por una ciudadanía que asuma de una vez que así no se puede continuar mucho tiempo más sin poner en riesgo lo más importante de todo, la democracia misma.