Juego de tronos en Moncloa

No tengo la más remota idea de si habrá adelanto electoral. En realidad creo que nadie sabe qué ocurrirá, probablemente ni el responsable de dar el paso aunque esa opción seguramente forme parte de sus cálculos. Lo que sí está meridianamente claro es que la campaña electoral ha comenzado y va a ser tan agotadora e insufrible como todas las de los últimos tiempos, máxime si vampiriza lo que queda de legislatura. Pero antes que en posibles adelantos electorales, que no hay que descartar, y en trifulcas entre partidos con la conquista del poder como guía y razón de ser, pienso sobre todo en los parados, en los pobres, en los jóvenes sin trabajo que no se pueden emancipar, en el precio de la luz, en los inmigrantes hacinados en Canarias, en los golpeados por la pandemia o en los afectados por el volcán de La Palma y me pregunto qué pensarán de que, quienes deberían dedicar todos sus esfuerzos diarios a encontrar salidas a esos problemas, estén ya en traje de faena electoral. Hago intentos para imaginármelos medianamente preocupados por las desavenencias entre Yolanda Díaz y Pedro Sánchez o entre Pablo Casado y Santiago Abascal y no lo consigo.  Seguramente la clave reside en que ellos viven en el país real y los políticos en una realidad paralela en la que los ciudadanos somos poco más que carne de urna.


Un país irreal

Comprendo que los columnistas, atados como galeotes al duro banco de la pieza diaria de opinión, saliven extasiados ante la mina de oro que supone siempre una buena crisis de gobierno. Esto les proporciona munición abundante para días y hasta semanas aunque sus elucubraciones, cálculos e hipótesis no sean más que otra forma de contribuir al ruido ambiental de la política que impide escuchar el sonido del país real. No es mi intención restarle gravedad a la inestabilidad política que afecta al Gobierno, sino la de no dramatizar más de lo necesario una situación bastante lógica habida cuenta las querencias e intereses de los socios de la coalición. 

Estoy convencido de que habría habido crisis en la coalición más pronto que tarde, si no por la reforma laboral por cualquier otro motivo que permitiera marcar los respectivos territorios políticos. No obstante, el motivo de la pelea tiene el suficiente calado como para que sea trascendental lo que ocurra, más que con el Gobierno, que es contingente, con una contrarreforma laboral convertida ahora en la madre de todas las batallas políticas. De lo que resulte dependen de entrada unos 10.000 millones de euros de fondos europeos, condicionados a que los cambios en el mercado laboral se hagan con consenso y diálogo social.

Las discrepancias son tan conocidas y notorias que no es necesario ahondar. Para Yolanda Díaz la palabra mágica es "derogar": en ella le va consolidarse como la heroína mediática de la izquierda, que en parte ya la jalea en las redes y en los medios afines como si lo fuera; mientras, Sánchez habla de "modernizar" las relaciones laborales, atrapado en el dilema de que Bruselas cierre el grifo o de que  Díaz se quede con una buena porción de sus electores más izquierdistas. Tiene razón Díaz exigiendo la derogación porque así figura expresamente en el pacto con el PSOE, aunque si creyó al dedillo lo que Sánchez prometió es que le sobra ingenuidad y no está tan preparada para ese liderazgo como pretenden hacer creer sus corifeos. 

Juego de tronos 

El encontronazo, termine como termine, se veía venir de lejos. Las coaliciones de gobierno en las que los partidos no compiten por el mismo espacio político suelen ser más estables y duraderas. En cambio, las que integran fuerzas que se disputan el mismo nicho electoral entran antes en barrena, provocando inestabilidad política y adelanto de elecciones. El caso portugués ilustra muy bien el funcionamiento de ese tipo de alianzas. En realidad no hay nada nuevo, la única diferencia es que en esta ocasión no se ventila el futuro de un gobierno municipal o autonómico, sino el del Gobierno de la nación y quién se hará con el santo y seña de la izquierda en las siguientes elecciones. Esto, que figura en el primer amiguito de cualquier analista político, es lo que en realidad están ya dilucidando Sánchez y Díaz. 

"Asistimos una vez más al cansino y habitual  juego de tronos por el poder" 

A partir de ahí podemos hacer todas las conjeturas que nos apetezca sobre a cuál de los dos beneficiaría más un adelanto electoral o sobre si Sánchez padece ahora insomnio ante la herencia envenenada que le dejó Pablo Iglesias; incluso cabe aventurar la posibilidad de que se desprenda de Díaz y gobierne en solitario con las manos libres y abierto a acuerdos con otras fuerzas; también nos podemos entregar a la especulación sobre la pugna entre Belarra y Díaz por el liderazgo en Podemos, otra de las bazas que está en juego en estos momentos. En cualquier caso, el espectáculo me produce una invencible pereza como para hacer cábalas sobre algo que, en todo caso y por desgracia, no se resolverá pensando en los problemas reales de los españoles sino en el interés cortoplacista de los líderes políticos, que cada vez coincide menos con aquellos.

Lo que tenga que ser será, que dijo el estoico. Lo trágico es que, mientras llega lo que tenga que llegar y quieran los políticos que llegue, los graves y numerosos problemas del país dejarán de recibir toda la atención que requieren. Para los ciudadanos es una nueva demostración de que sus dificultados para llegar a fin de mes, conseguir trabajo, pagar la luz o hacer frente a calamidades sobrevenidas parecen preocupar mucho menos a los responsables públicos e incluso a los medios de comunicación que el cansino juego de tronos por el poder, doblemente cansino y doblemente extenuante a medida que se acercan las elecciones y los políticos entran en celo.  

Ni el volcán para ni las ayudas llegan

Escribí hace unos días en una red social que si las visitas semanales de Pedro Sánchez a La Palma no vienen acompañadas de la agilización de las ayudas prometidas a los afectados por la erupción volcánica, habría que suponer que lo suyo es una mera utilización política de esta situación. Más de cinco semanas después del inicio de la erupción y tras otros tantos viajes del presidente a la isla, así como del paso por ella de varios ministros y líderes políticos que poco o nada han aportado, me reafirmo más si cabe en esa idea. Salvo pequeñas entregas urgentes a cargo de las administraciones canarias, aún no han recibido las familias que lo han perdido todo prácticamente nada de las ayudas prometidas y aprobadas en Consejo de Ministros. De hecho, ha sido en la quinta visita cuando Sánchez ha venido a reconocer la necesidad de agilizar la burocracia para que las ayudas "lleguen cuanto antes". 

REUTERS

Las cosas de palacio...

No hay que irse muy atrás en el tiempo para recordar los años que han tardado en recibir el apoyo público prometido los afectados por graves incendios o inundaciones, en muchos casos después de una interminable carrera de obstáculos burocráticos que no todos consiguieron sortear. De viejo es sabido que las cosas de palacio van despacio, pero ese manido tópico deberían haberlo dejado obsoleto hace mucho avances como el de las tecnologías de la información aplicadas a una administración que, sin embargo, sigue padeciendo el mal crónico de la lentitud exasperante, el formalismo absurdo y la desidia insensible. Males que se incrementan exponencialmente cuando no es solo una sino hasta cuatro las administraciones con competencias sobre el mismo asunto, mientras cunde la sospecha de que quien más y quien menos no quiere dejar pasar la oportunidad de sacar rédito político de su contribución a la causa. 

No solo falta un mayor espíritu de servicio público entre quienes tienen el deber de tramitar los expedientes a la mayor velocidad posible sino, sobre todo, una voluntad política decidida a remover trabas y procedimientos no imprescindibles de manera que unas ayudas que se necesitaban para ayer no se acaben entregando años después, cuando sus beneficiarios ya han perdido toda esperanza. Aunque no solo son las ayudas prometidas las que no llegan aún a sus potenciales beneficiarios. Tampoco se conoce por ahora un solo plan, siquiera sea provisional, para recuperar las infraestructuras y la actividad en las zonas afectadas por la lava. Vale que haya aún que aguardar la evolución de los acontecimientos, pero esa prudencia no excluye hacer cálculos y valoraciones preliminares de los daños para reservar partidas presupuestarias suficientes con las que paliarlos. 

¿Y las ayudas para cuándo?

El mismo principio de urgencia debería aplicarse a las ayudas económicas a los afectados que viven con lo puesto y de prestado en casas de familiares o amigos, en lugar de escudarse en la falacia de que hasta que el volcán no deje de expulsar lava es imposible determinar los criterios para repartirlas. A esa urgencia en la distribución de las ayudas debería añadirse una mayor dotación económica de las mismas. Los 30.000 euros por vivienda para las familias que se han quedado en la calle se antojan una cantidad a todas luces insuficiente, que apenas daría para un centenar de viviendas de unos cuarenta metros cuadrados. Igual de sangrante resulta que los trabajadores autónomos afectados se vean en la tesitura de tener que cesar en la actividad y despedir a sus empleados para poder acogerse a las ayudas. Que cinco semanas después de haberse iniciado este episodio volcánico aún no se haya resuelto ese asunto es una muestra más de la distancia que hay entre las promesas de los políticos y la dura realidad de los hechos. 

Nada se sabe tampoco de las gestiones ante Bruselas de los gobiernos central y canario para aprovechar los fondos ofrecidos por la Comisión Europea nada más producirse la erupción. Unas 7.000 personas fuera de sus hogares, 900 hectáreas arrasadas y más de 2.000 edificaciones sepultadas bajo la lava, mientras el volcán no ofrece síntomas de parar a corto plazo, no parecen ser razones suficientes para que las administraciones aceleren la maquinaria burocrática de una vez y atiendan en tiempo y forma la dramática situación. El rescate de unos perros por personas desconocidas, mientras se discutía en los despachos si eran galgos o podencos antes de ponerlos a salvo, ha dejado con las vergüenzas al aire a una administración acostumbrada a enredarse en los detalles y obviar lo importante. 

Quienes único han estado avispados y ágiles han sido los que han aprovechado la dramática situación para promocionarse en las redes sociales como los adalides de una solidaridad de campanario y alarde, muy alejada de la modestia y la discreción que debería rodear siempre ese tipo de prácticas. Así las cosas, o se exige celeridad y presteza a los responsables públicos mientras el volcán continúa bajo el foco mediático, político y social o pasará lo de tantas y tantas veces: las buenas palabras y los fondos prometidos también pueden terminar convertidas en ceniza cuando la lava deje de salir. 

Rubalcaba y el arte de enterrar bien

En España tenemos una rara habilidad para enterrar en vida a nuestros mejores personajes públicos y exhumarlos una vez muertos para que los colmen de elogios los mismos que les dieron la espalda cuando aún podían ser útiles al país. Para este arte tan español tuvo Alfredo Pérez Rubalcaba una frase genial que se aplicó a sí mismo: "En España enterramos muy bien". Me estoy acordando también de Adolfo Suárez, otro político al que se condenó en vida al ostracismo para rehabilitarlo nada más morir y convertirlo en el artífice providencial de la Transición de la dictadura a la democracia. A Rubalcaba su partido de toda la vida le acaba de rendir homenaje con ocasión del 40º Congreso celebrado en Valencia. Incluso se descubrió un busto que presuntamente representa al desaparecido político pero que, a decir verdad, se le parece tanto como el partido que él lideró al que lidera hoy su sucesor.  

Ignacio Gil

En España enterramos muy bien

Escuchando los ditirambos que se le dedicaron en Valencia me vino a la memoria el libro del periodista Antonio Caño, titulado "Rubalcaba. Un político de verdad" (Plaza y Janés, 2020). No soy un entusiasta de las biografías de políticos escritas por periodistas, ya que cuando no son meras hagiografías del biografiado son juicios sumarísimos sin derecho a defensa. El libro de Caño tiene, no obstante, un tono comedido que permite acercarse a la figura del que tal vez haya sido uno de los mejores y más leales políticos de este país en los últimos tiempos. Una figura que se ha ido agrandando no solo por méritos propios sino también por el contraste negativo cada día más intenso con quienes, tras su retirada, han tomado las riendas de su partido y del país.

Uno se imagina a Rubalcaba sonriendo socarrón mientras escucha los halagos de Pedro Sánchez y tal vez respondiéndole aquello de que "en España enterramos muy bien". Las suyas son figuras políticas antitéticas por más que ahora Sánchez y los suyos reivindiquen la de Rubalcaba. Por solo citar un par de ejemplos, compárese el rechazo casi instintivo de Rubalcaba a aceptar cargos orgánicos en el PSOE con la adicción al liderazgo cesarista que caracteriza a Sánchez; Rubalcaba fue crucial para desactivar el Plan Ibarretxe, ante lo cual uno se pregunta cuál habría sido la respuesta de Sánchez ante aquel desafío a la vista de su posición sobre Cataluña

"Uno se imagina a Rubalcaba sonriendo socarrón mientras escucha los halagos de Pedro Sánchez"

El político cántabro antepuso el sentido de estado a sus intereses partidistas, se ciñó escrupulosamente a la Constitución y fue clave en asuntos de tanta trascendencia como la desactivación de ETA o la abdicación de Juan Carlos I, coincidiendo esto último con un PSOE contaminado ya por el lenguaje antimonárquico de Podemos. En cambio, para Sánchez no parece haber lealtad más importante que la que se debe a sí mismo, bordea e incluso rebasa los límites constitucionales y pacta con los albaceas del terrorismo etarra y el independentismo catalán para conservar el poder. Rubalcaba, en cambio, se tuvo que enfundar el traje de bombero para apagar los incendios que iba provocando a su paso Rodríguez Zapatero, ahora convertido por el PSOE en oráculo diario de la inanidad, bien fuera sobre el nuevo estatuto catalán o sobre los avances de las conversaciones con ETA.  

Rubalcaba se define más por sus principios que por su ideología

Cuenta Caño que Rubalcaba, un político que se define mucho mejor por sus principios que por su ideología, quedó en fuera de juego ante el arribismo de personajes como Sánchez, surgidos de la nada y abducidos por el lenguaje del populismo que no tardó en impregnar también las bases del partidoCon la llegada de Sánchez a la secretaría del PSOE, en donde arrasó con el equipo de su antecesor, y la vuelta  de Rubalcaba a sus clases de Química Orgánica en la Complutense, su ausencia de la vida pública no tardó en notarse: el Gobierno y el principal partido de la oposición dejaron de hablarse al suspenderse los encuentros discretos entre Rajoy y Rubalcaba, seguramente por orden de Sánchez, y la polarización política ganó enteros a pasos agigantados. 

Sería largo y prolijo recordar ahora el tormentoso proceso que llevó a Pedro Sánchez a la secretaría general del PSOE y la retirada de Rubalcaba de la vida pública con una dignidad cada vez más rara en la clase política. Sí cabe señalar que, a pesar de la debacle socialista en 2015, siguió asesorando a Sánchez las pocas veces que éste se lo pedía, aunque más por lealtad al partido que por confianza en el nuevo líder. Es oportuno recordar aquí el testimonio de Miquel Iceta, recogido en el libro de Caño, según el cual Rubalcaba pensaba que Sánchez "no era un socialista" ni un "socialdemócrata", sino que "lo tenía por un radical de izquierdas". El propio Iceta le reprochaba a Sánchez que no aprovechara más la experiencia de Rubalcaba, pero "no hubo manera". 

Denostado en vida, llorado tras su muerte

Aún así, el veterano político no se escondió para rechazar los pactos con Podemos y ERC - "gobierno Frankenstein" -  y le reprochó a Sánchez el "no es no" a la investidura de Rayoy. Y fue ahí en donde se acabaron las amistades para siempre, según Caño. Rubalcaba, ahora reivindicado por quien lo arrinconó en lugar de aprender de su dilatada experiencia política, fue el chivo expiatorio de una larga serie de errores colectivos que han hecho irreconocible al PSOE por el que se desvivió durante gran parte de su vida. No son inocentes tampoco los ciudadanos que lo masacraron en las urnas y lo lloraron tras su desaparición, por no hablar de una clase política que pretendió lavar su mala conciencia con unos funerales sobrecargados de emoción un tanto forzada.  

Más allá de bustos y homenajes oportunistas, los españoles deberíamos recordar a Rubalcaba como un político honesto y leal, que en los tiempos que corren es oro molido. Si bien cometió errores, como el resto de políticos y como todo humano, también tuvo grandes aciertos que los españoles, tan dados a llorar sobre la leche derramada, no supieron o quisieron reconocer. Es indiferente que el busto se parezca poco o nada a él, lo que debería importar es que el PSOE recobre sus rasgos históricos, hoy irreconocibles, y que la clase política haga de Rubalcaba un modelo a seguir en el servicio a los ciudadanos. En el famoso discurso fúnebre de Pericles recogido por Tucídides se afirma que "la tumba de los hombres ilustres es la tierra entera". En el caso de Rubalcaba esa tumba es una España a la que pudo seguir prestando buenos servicios, si quienes hoy se arropan con él para ocultar sus propias vergüenzas, hubieran tenido solo la mitad de su altura de miras y de su sentido de estado. 

El Brexit tenía un precio

No es fácil encontrar a alguien que aún crea sinceramente que a los británicos no los engañaron como a chinos quienes les vendieron la moto trucada de que tras el Brexit todo serían rosas y cerveza. Más de cinco años después de un referéndum del que hoy reniegan muchos de los que decidieron hacerle un corte de mangas a la UE, todo lo que podía salir mal está saliendo mal y aún puede empeorar bastante. Especialmente si continúa mucho más tiempo al frente del gobierno del país un señor que está consiguiendo lo que parecía inimaginable hasta no hace tanto, que el prestigio internacional de Gran Bretaña haya descendido hasta niveles que conseguirán hacer que Churchill y la reina Victoria se revuelvan en sus tumbas. Son los mismos cinco años largos que llevamos el resto de los europeos soportando una interminable murga de quien nunca se sintió del todo a gusto en el club comunitario como no fuera para beneficiarse de todas sus ventajas y eludir todas las obligaciones. Casi siempre les pudo más el aislacionismo frente al continente y mantener una relación privilegiada con los primos americanos, y fue al final esa visión alicorta la que los ha metido en un callejón del que seguramente saldrán, aunque a cambio de un enorme coste económico y social y de perder la imagen de país serio que hace honor a sus compromisos internacionales.

Cinco años mareando la perdiz

Si la negociación para acordar los términos de la salida del Reino Unido de la UE ya fue una historia interminable llena de desplantes, exigencias y moratorias por parte británica, la gestión de la situación posterior a la marcha definitiva está resultando no menos esperpéntica e insufrible. La piedra que aprieta ahora el zapato de Boris Johnson y los suyos es el protocolo sobre Irlanda del Norte, que el Gobierno británico califica de “altamente perjudicial” al entender que divide en dos el Reino Unido debido a los controles aduaneros en el Mar de Irlanda. Estos controles convierten a Irlanda del Norte en territorio sujeto a las normas del mercado único y a la unión aduanera de la UE y son la manera acordada por Londres y Bruselas de evitar una frontera física con la República de Irlanda para salvaguardar los Acuerdos de Paz del Viernes Santo.

La ex primera ministra Theresa May lo rechazó en su día, pero su sucesor lo firmó sin rechistar en octubre de 2019 y no abrió la boca tampoco cuando en diciembre de 2020 cerró con Bruselas el acuerdo de la relación futura con la UE. Ha sido en octubre de este año cuando ha caído en la cuenta de que es “altamente perjudicial” para su país y se ha plantado, rechazando incluso la jurisdicción del TJUE para resolver las diferencias que pudieran surgir en la aplicación del acuerdo. 

Bruselas, siempre tan comprensiva con Londres, ha acudido rauda con la zanahoria y el palo: por un lado ofrece reducir un 80% los controles aduaneros y por otro amenaza con sanciones sin cuento al Reino Unido. A nadie se le escapa que unas buenas relaciones entre el Reino Unido y la UE benefician a ambas partes en muchos terrenos, no solo en el económico. Pero dicho esto, no es de recibo que el Gobierno británico tome el pelo a la otra parte, actúe unilateralmente y deshonre el cumplimiento de unos acuerdos que, según ha revelado estos días un exasesor resabiado de Johnson, en realidad éste nunca tuvo intención de cumplir.

Un prestigio por los suelos

Uno no puede menos que asombrarse ante la pendiente por la que se desliza el Reino Unido desde que se puso el Brexit sobre la mesa y se esparció por todo el país la especie falsa de que fuera de la Unión Europea los británicos no tardarían en atar los perros con longanizas. Sin embargo, cinco años después lo que se plantean es sacrificar 100.000 cerdos por falta de carniceros. Prometieron también que subirían los salarios cuando se fueran los inmigrantes y hoy casi no hay conductores suficientes para llevar combustible a las estaciones de servicio y tienen que recurrir a los militares. El ofrecimiento de 5.000 visados temporales para atraerse a parte de los camioneros que retornaron a sus países ha sido un completo fracaso: las nuevas leyes de inmigración hacen muy poco atractiva la oferta, lo que alimenta el temor de ver los puertos atestados de mercancías sin despachar y las estanterías de los supermercados vacías a las puertas de la Navidad. A todo eso hay que añadir una grave crisis de refugiados al negarse ahora Francia a aceptar la devolución de los inmigrantes que consiguen cruzar el Canal de La Mancha.

Parece la tormenta perfecta y puede que lo sea. Aunque eso no parece inquietar demasiado a un primer ministro que se fue de vacaciones a Marbella mientras en su país los conductores hacían colas en las gasolineras para repostar y en las tiendas escaseaban productos básicos como si se tratara de Venezuela. De un personaje de esa catadura política, cuya lamentable gestión de la pandemia provocó miles de muertes que se podían haber evitado, no cabe esperar que explique a sus conciudadanos qué ha salido mal con el Brexit para que no se estén cumpliendo ninguna de las doradas promesas de quienes apoyaron la salida de la UE. Johnson ha reaccionado ante la adversidad posponiendo a un futuro indefinido la felicidad que tanto se resiste a llegar, a pesar de las elevadas y patrióticas intenciones de quienes abogaron por envolverse en la Union Jack

Que no esperen los británicos que los políticos que los metieron en este desaguisado reconozcan ahora que les ocultaron las consecuencias negativas que tendría desconectar de la Unión Europea. Desde el continente sí se advirtió por activa y por pasiva de los riesgos, aunque pudieron más las mentiras y el ruido interesado de los partidarios de irse que la razón y la prudencia de quienes querían quedarse. Es lo que tienen los referendos populistas, en los que sólo cabe el "sí" o el "no" y de cuyas consecuencias negativas nadie se hace luego responsableAhora todos saben que el Brexit tenía un precio oculto del que no se les dijo una palabra y que tendrán que pagar de sus bolsillos. Se cumple aquello tan viejo pero cierto a la vez de que en el pecado está la penitencia, aunque en este caso también pagarán justos por pecadores. 

¿Democracia sin partidos?

La pregunta que da título a esta reseña es una de las muchas que se hace Piero Ignazi en este interesante libro titulado “Partido y democracia. El desigual camino a la legitimación de los partidos”. (Alianza Editorial, 2021). Ignazi, catedrático de política comparada en la Universidad de Bolonia, parte de la constatación de que “los partidos han perdido el aura que adquirieron inmediatamente después de la II Guerra Mundial como instrumentos esenciales para la democracia y la libertad y para el bienestar general de sus electores”. A partir de esa premisa, que ilustra con un amplio aparato estadístico, el autor subraya que “la recuperación de su legitimidad es una necesidad imperiosa para contrarrestar la cada vez mayor ola populista y plebiscitaria”. Y añade que “la democracia sería inconcebible sin partidos en la medida en la que reconocemos la legitimidad del conflicto político regulado”.


La vieja mala imagen de los partidos

Ignazi se remonta a la Antigüedad clásica para escudriñar en Grecia y en Roma en busca del germen de los partidos y llegar desde ahí a las repúblicas italianas y al nacimiento del Estado moderno. Pero el concepto moderno de partido político surge realmente en Inglaterra, en donde el terreno estaba más abonado, y llega mucho más tarde a Francia, Estados Unidos, Alemania o Italia. El libro recuerda que los partidos no han gozado de buena prensa en ninguna momento de su historia. Siempre se les ha visto como la semilla de la discordia y la desunión, e incluso como un peligro para la democracia, en tanto se les tiene por agentes al servicio de intereses particulares o sectoriales y no del bien general.

El caso francés es paradigmático: el triunfo de la Revolución no supuso la legitimación automática de los partidos sino su práctica proscripción de la vida política: los revolucionarios veían en los partidos unos intermediarios indeseables en la relación directa que debía existir entre los ciudadanos y la nación. No fue hasta finales del XIX y principios del XX cuando consiguieron ganarse la legitimidad, si bien las dudas y los recelos persisten hasta la fecha. Paradójicamente fue esa desconfianza la que dio pie a organizaciones totalitarias en Italia, Alemania y la Unión Soviética, e incluso España: el partido, divisivo por naturaleza, se convirtió así en el uniformador de una sociedad en la que no tenía cabida alguna la disidencia política.

"Los partidos no fueron capaces de adaptarse a los cambios de la sociedad posindustrial"

Llegado a este punto Ignazi se pregunta qué ha sobrevivido de los partidos totalitarios en los partidos actuales. La pregunta es provocadora a la vez que sugerente: en su opinión hay una tentación totalitaria en los actuales partidos con la que pretenden contrarrestar la deslegitimación social que sufren. Un síntoma sería, según el autor, el creciente drenaje de recursos del Estado para el funcionamiento de unos partidos que se han convertido en agencias de colocación de sus afiliados y simpatizantes y que cada vez interactúan menos con la sociedad y más con el Estado del que se nutren. Es lo que los politólogos Katz y Mair definieron hace tiempo como "partidos cártel", a los que definieron como "partidos escasamente ideológicos, dependientes en exceso de la financiación pública, y que tratan de impedir el acceso de otros partidos competidores a determinados recursos para maximizar sus beneficios"

 Inmovilismo y cesarismo

La cuestión es cómo han llegado los partidos a esta situación. Después de la II Guerra Mundial, la de mayor legitimación pública por su lucha contra el nazismo y el fascismo, los partidos no fueron capaces de acomodarse a la realidad de una sociedad posindustrial que ya no cuadraba con las viejas organizaciones de masas: “Han seguido un camino extraño de adaptación y han terminado en una situación de estancamiento, o incluso peor, han tomado una dirección equivocada provocando el descontento del electorado. La secularización, los cambios en la estratificación social y la mejora de las condiciones de vida diluyeron los viejos discursos y dieron paso al partido “atrapalotodo” que busca votos en sectores y clases sociales a los que nunca se había aproximado. La otra cara de esa moneda son las políticas de “consenso” como la Grosse Koalitionen alemana que, paradójicamente, también les valió la crítica social por no ofrecer alternativas reales y “no dividir lo suficiente”, como irónicamente señala Ignazi.

Mientras, las viejas estructuras internas permanecieron prácticamente inalterables a pesar de la caída de la militancia y, con ella, de una parte importante de los ingresos económicos. En paralelo surge el perfil de un nuevo votante, mucho menos interesado e implicado en la política y, sobre todo, menos leal a unas siglas concretas. Todas estas circunstancias condujeron a los partidos a un punto muerto del que intentan escapar por dos vías: tímidas reformas internas y parasitación de los recursos públicos. 

La celebración de primarias para elegir dirigentes y candidatos o la convocatoria de consultas sobre asuntos diversos, no han aumentado el número de afiliados ni la confianza pública en los partidos. Antes al contrario, los líderes ejercen ahora un mayor control con tendencia al cesarismo populista y al respaldo plebiscitario una vez que los mandos intermedios han sido puenteados. El modelo de relación líder – masa sin intermediarios que aplican los partidos políticos reduce el espacio para la discusión y empobrece el debate”, apostilla Ignazi. En algunos países incluso se ha legislado sobre el funcionamiento interno de los partidos sin resultados positivos apreciables. 

¿Están agonizando los partidos?

A pesar de la caída en picado de la afiliación, los partidos políticos europeos son hoy más ricos que nunca gracias a la "generosidad" del Estado. Según muestra Ignazi, la tendencia general indica un aumento de la financiación pública con respecto a la privada, lo que alimenta la corrupción y el clientelismo. Los partidos españoles e italianos son los más dependientes del Estado, del que reciben entre el 70% y el 80% de sus recursos, frente al 30% en Alemania. La consecuencia directa ante la sociedad es una mayor deslegitimación y un rechazo del 83% de los ciudadanos, en el caso español, a que se financien con dinero público. Según el Eurobarometro, cuatro de cada diez españoles no tienen confianza alguna en los partidos políticos, lo que afecta también a la confianza en una democracia que muchos ciudadanos interpretan como partitocracia. 

"Los partidos políticos son hay más ricos que nunca gracias a la generosidad del Estado"

En resumen, la fuerza de los partidos – su capacidad para drenar recursos públicos – es también su mayor debilidad. Como señala Ignazi, su papel como actores centrales del sistema político sigue siendo indiscutible a pesar de su descrédito social y de que su poder para reclutar afiliados está en franco declive. "Los partidos han firmado una suerte de pacto fáustico: han entregado su alma a cambio de una vida más larga (...). Se han involucrado en el Estado para beneficiarse abiertamente de sus recursos, abandonando así todo vínculo con la sociedad e incluso con sus militantes”. 

A pesar de experimentos muy poco convincentes y cargados de riesgos como el de los referendos, la revocación, el jurado ciudadano o la llamada “democracia deliberativa”, Ignazi no ve por ahora ninguna alternativa válida para sustituir a los partidos políticos y subraya que si caen estas organizaciones caerá también la democracia y se impondrá el populismo. De manera que queda respondida la pregunta del título: los partidos políticos siguen siendo “males necesarios” de la democracia. Lo que deberían hacer para recuperar la legitimidad que han perdido por sus errores está explicitado con claridad en las páginas de este provechoso libro. 

Paro juvenil y políticas de campanario

Como indiqué en un post reciente, en España somos expertos en discutir sobre el sexo de los ángeles mientras los turcos asedian las puertas de la ciudad. Nos sueltan una liebre y corremos detrás con un entusiasmo digno de mejor causa, sin pensar en que puede haber asuntos de más enjundia sobre los que enzarzarnos. La última de esas liebres la soltó hace poco el presidente Sánchez, un maestro redomado en desviar la atención de los problemas crónicos de este país, a los que su Gobierno enfrenta con más eslóganes que acciones para resolverlos. El nuevo trampantojo se llama “bono” y vale tanto para ayudar a los jóvenes a pagar el alquiler como para que accedan al “consumo” de cultura. En ninguno de los dos casos ha hecho mención el presidente al verdadero drama de la juventud española: el paro juvenil más elevado de la Unión Europea.

EFE
La panacea de los bonos

Ofrecer un bono plagado  de requisitos para ayudar a pagar el alquiler a una juventud a la que le resulta prácticamente imposible emanciparse, es otra de esas medidas propias de un Gobierno acostumbrado a quedarse en la espuma de los problemas en lugar de atacar sus causas últimas. Si es necesario se cuestiona el derecho a la propiedad y se interviene el mercado del alquiler, todo a mayor gloria del populismo, generando probablemente el efecto contrario al que se pretende: que la oferta de alquileres se reduzca y los precios, en lugar de disminuir, suban.

El otro bono de moda es el que el presidente quiere entregar a los jóvenes que cumplan 18 años para que “consuman” cultura. Aparte de lo chirriante y pedestre que suena la expresión “consumo de cultura”, se trata de otra decisión que ignora deliberadamente lo prioritario para centrarse en lo auxiliar. Sin desmerecer lo que tiene de positivo social y económicamente el acceso de la población a todo tipo de expresiones culturales, basta echar un vistazo a los datos del paro juvenil para comprender que los cimientos van siempre antes que el techo y que, cuando lo que está en juego es el dinero público, es imprescindible priorizar en lo que se emplea. 

Paro juvenil: una realidad pavorosa.

Cuatro de cada diez jóvenes españoles de menos de 25 años estén en paro, una cifra escandalosa que, en una región como Canarias, con más del 60% de la juventud en esa situación, se torna trágica. Somos el país de la UE con más jóvenes en paro y liderando la clasificación está Canarias, con un desempleo juvenil veinte puntos por encima de un país como Sudáfrica. Por desgracia, esto no es nada nuevo: a la llegada de Zapatero el paro juvenil en España rondaba el 22% y a la de Rajoy había subido hasta casi el 50%. A la llegada de Sánchez había descendido al 34% para repuntar de nuevo ahora a casi el 40%. Cierto que en medio se ha sufrido la crisis financiera y la pandemia, a pesar de lo cual, en países como Alemania el paro juvenil se sitúa en el 6% y el español supera en más de veinte puntos la media europea.  El paro de los jóvenes españoles es una rémora crónica y estructural, consecuencia de un sistema educativo devaluado y un mercado laboral incapaz de absorber la mano de obra que pide paso. Los millones de euros públicos que las administraciones han destinado en los últimos años a la lucha contra del desempleo apenas han servido para disimular una realidad que se resiste al tratamiento con tiritas.

"El paro juvenil en España es un drama social que se pretende atender con tiritas"

Seguramente somos también el país europeo con más planes contra el paro juvenil. Eso no ha impedido que Yolanda Díaz se privara de presentar el suyo cuando aún está vigente el que presentó Sánchez en diciembre de 2018 para el periodo 2019 - 2021El nuevo cuenta con 5.000 millones de euros y está cargado de tantas y tan buenas y elevadas intenciones como los otros. Sin embargo, los resultados obtenidos por todos ellos se reflejan de forma constante en las pavorosas estadísticas oficiales. Y así es muy probable que continuemos, mientras no se afronten con grandes consensos de estado las dos causas principales que provocan este drama social: un sistema educativo que desprecia el esfuerzo y la excelencia igualando a los alumnos por abajo y un juego de relaciones laborales alérgico a la juventud

Suena tópico advertir de la falta de conexión entre los planes de enseñanza y el mercado de trabajo y que la FP aún es vista como una salida de menor prestigio social que la universidad.  Por otro lado, un tejido empresarial con un fuerte peso de las pymes y los autónomos, tampoco es de gran ayuda para la inserción laboral de los jóvenes si la mayoría de las empresas no tiene interés en prolongar el vínculo laboral con los alumnos en prácticas cuando estas terminan. La otra pata del problema es precisamente un marco de relaciones laborales en el que los jóvenes son los actores más vulnerables. Si añadimos la maraña burocrática de la contratación, tendremos algunas de las claves principales del este fracaso social: sobrecualificación, precariedad, abuso de la temporalidad y, en resumen, despilfarro de un valiosísimo capital humano.

Una política electoralista para un drama social

Además del futuro de la economía y de la sostenibilidad de un pilar del estado del bienestar como las pensiones públicas, un paro juvenil como el español tiene otras graves consecuencias: desde el desánimo ante un futuro en negro a la marginalidad social o la inmersión en la economía sumergida. Las familias han de asumir gastos extra si la emancipación se pospone; además, los proyectos personales se aplazan hasta que la economía doméstica los permitan, influyendo negativamente en la baja tasa de natalidad en un país que envejece a ojos vista. Ante esta situación hay dos opciones: una, continuar como hasta ahora, con cada gobierno deshaciendo lo que hizo el anterior en educación y relaciones laborales y gastando dinero público en planes ineficaces; la otra, ponernos de una vez de acuerdo sobre qué sistema educativo y qué marco de relaciones laborales necesita este país para que los jóvenes encuentren en España el futuro digno que merecen y les debemos como sociedad.

El Gobierno de Sánchez opta por la primera solución y deja en un segundo plano las causas reales del mal causado. A la poca eficacia de los planes de empleo añade ahora unos cuantos millones más en pólvora del rey en forma de bonos. Hay que estar ciego o ser un rendido admirador de Sánchez – lo cual viene siendo casi lo mismo - para no ver en esa medida, financiada con dinero de todos los españoles, un descarado intento de ganarse el voto juvenil. Sus políticas se caracterizan por no superar el próximo horizonte electoral, lo que requiere gastar sin tasa ni medida el dinero público y no pensar en las consecuencias para el país a medio y largo plazo. Por eso Sánchez siempre será un político mendaz que no alcanzará la categoría de estadista, aquella a la que, según Churchill, solo se llega cuando se pone la mirada en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones.

¿De verdad ha habido una pandemia?

Por su práctica desaparición de la agenda política y por el lugar cada vez más residual que ocupa en las redes sociales y en los medios de comunicación, se podría afirmar que la pandemia de COVID-19 ha terminado sin que nos hayamos enterado, o mejor aún, que casi no ha existido y si lo ha hecho no ha sido nada del otro jueves. Cierto es que incluso flota en la calle la sensación de que lo peor ha pasado y que toca volver a la vieja normalidad. Sin embargo, ni esta historia ha terminado aún del todo ni nos podemos permitir pasar página como si no hubieran muerto casi cinco millones de personas en el mundo, de ellas unas 86.000 en España y de estas últimas casi 1.000 en Canarias. Las consecuencias de todo tipo, tanto las pasadas y presentes como las que se atisban a corto y medio plazo, son lo suficientemente graves y profundas como para correr un tupido velo y olvidarnos de ellas para siempre. Por muy humano que sea enterrar nuestros peores recuerdos. 


Desescalando ma non troppo

Todos los indicadores relacionados con la pandemia van a la baja y el porcentaje de vacunación ya es muy elevado. Comunidades como Madrid o Navarra han anunciado que levantarán parte de las restricciones, algo que los epidemiólogos no rechazan aunque advierten de los riesgos de pisar demasiado el acelerador. Conviene valorar la situación en cada territorio antes de lanzarse de nuevo a vivir la vida loca. Cerca del 25% de la población aún no ha recibido la segunda dosis y más de 5 millones de menores de 12 años no se han vacunado, lo que debería convertir los colegios en un foco de atención epidemiológica prioritario. Nadie niega el agotamiento social después de año y media de estrecheces, pero parece lógico mantener algunas medidas de control en honor al principio de precaución. A lo largo de la pandemia se ha cometido varias veces el error de anteponer la economía o el cálculo político a la salud con los pésimos resultados conocidos. No deberíamos volver a tropezar en esa piedra aunque, al mismo tiempo, hay que ir recuperando parte de la normalidad y hacerlo con un mínimo de coherencia social: no se entiende que los estadios puedan albergar la totalidad del aforo mientras nuestro médico nos sigue atendiendo por teléfono.

"No se entiende que los estadios estén al 100% y el médico nos siga atendiendo por teléfono"

Entre los especialistas hay un amplio acuerdo en que la pandemia está remitiendo. En cuanto a lo que pueda pasar a partir del momento en el que se declare oficialmente finalizada, también se coincide mayoritariamente en que no es probable que se repitan oleadas de contagios como las que hemos vivido, aunque en ningún caso sería prudente descartarlas por completo. Lo más probable es que de la pandemia pasemos a la epidemia, con la incógnita aún pendiente de saber cuánto tiempo durará la inmunidad adquirida mediante la vacuna o después de haber superado la enfermedad. 

Los daños colaterales de la pandemia

La pandemia arrastra otros muchos daños colaterales sobre los que sería imperdonable echar tierra. Es urgente recuperar la atención que requieren los enfermos crónicos, semiabandonados en estos largos meses. No menos urgente es hacer frente a los problemas de salud mental, un área de la sanidad pública a la que el COVID-19 pilló prácticamente en pañales y en la que hay mucho que hacer y muchos recursos que emplear para salir de la postración en la que se encuentra. Espero equivocarme pero me temo que los datos oficiales de suicidios durante este tiempo pueden ser terribles. Lo ocurrido en la pandemia debería servir también para comprender de una vez la importancia de una atención primaria robusta, que funcione como una verdadera puerta de acceso al sistema de salud pública y que no colapse, mostrando todas sus costuras, en cuanto se ve obligada a forzar la máquina. 

No sé si nos encaminamos hacia una nueva normalidad, hacia la anterior a la pandemia o hacia una mezcla de ambas. Probablemente pervivirá más de lo anterior que de lo supuestamente nuevo, entre otras cosas porque los humanos somos animales de costumbres y nos resulta muy difícil acomodarnos en poco tiempo a cambios en nuestro modo de ser y comportarnos. Me inclino a pensar que esa "nueva normalidad" se irá construyendo día a día en función de una gran cantidad de factores que ningún gurú de la sociología ni mucho menos un político pueden aventurar sin correr el riesgo de meter la pata. 

"El Ingreso Mínimo Vital no ha llegado ni a la mitad de las personas que lo necesitan"

Más allá de elucubraciones sobre cómo será el futuro próximo, los poderes públicos tienen que preguntarse seriamente por qué la pandemia ha ensanchado tanto las desigualdades sociales y hacer una autocrítica sobre la inanidad de sus medidas para intentar estrecharlas. Es el caso del famoso y publicitado Ingreso Mínimo Vital, con el que tanto pecho sacó el Gobierno en su momento, que no ha llegado ni a la mitad de las personas que realmente lo necesitan, según Cáritas. La misma autocrítica que aún estamos pendientes de escuchar sobre el hecho de que más de un tercio de las víctimas de la COVID-19 se hayan producido en residencias de mayores. Salvo error u omisión por mi parte, no conozco aún ni una sola iniciativa, plan o proyecto de los responsables públicos para que algo así no se repita. 

Una economía tocada y un balance político lamentable

En el plano económico la pandemia ha arrasado miles de empresas, muchas de las cuales se podrían haber salvado si el Gobierno hubiera actuado con la celeridad requerida inyectando liquidez en tiempo y forma. Ahora, a la espera de conocer los efectos del maná de los fondos europeos, presume de un crecimiento económico que las estadísticas oficiales desmienten e ignora el desolador panorama que ha dejado el virus, agravado más si cabe por la brutal subida del precio de la luz, una enmienda a la totalidad de las promesas que lanzó alegremente en la oposición. Si el empleo ha recuperado parte del pulso anterior a la crisis se ha debido en buena medida a la largueza contratadora del Gobierno, que siempre tira con pólvora del rey, más que a la iniciativa privada. Por el camino ha resultado seriamente dañado el turismo, una industria vital para la economía de comunidades como Canarias, mientras el Gobierno se ha limitado a prorrogar los ERTES sin haber sido capaz de concretar un plan para relanzar la actividad en un escenario aún lleno de nubarrones.

El balance político provisional no es menos descorazonador. Seguimos sin contar con una legislación adaptada a situaciones de pandemia mientras el Gobierno colecciona varapalos del Constitucional por vulnerar repetidamente derechos y libertades de los ciudadanos. Los españoles deberemos esperar a las urnas para valorar la gestión de un presidente que proclamó en dos ocasiones la victoria sobre el virus, pero al que podemos perder toda esperanza de ver en el Congreso haciendo balance y autocrítica como corresponde a una democracia madura. Huyó de la Cámara y prefirió depositar la gestión sobre el tejado de unas comunidades autónomas que no disponían de las herramientas jurídicas que les permitieran adoptar determinadas restricciones con amparo legal claro y suficiente. En resumen, la suya ha sido una permanente huida hacia adelante con la vista puesta más en sus intereses políticos cortoplacistas que en una gestión eficaz y eficiente de la crisis. 

"La pandemia ha desaparecido casi por completo de la agenda del Gobierno"

La pandemia y sus consecuencias de todo tipo parecen haber desaparecido casi por completo de la agenda del Gobierno. Illa se fue a Cataluña sin rendir cuentas, Fernando Simón también ha desaparecido de nuestras pantallas y la figura de Darias se va diluyendo lentamente a pesar de las grandes dudas aún pendientes de resolver sobre asuntos como la tercera dosis de la vacuna. Uno diría que el Ejecutivo se ha propuesto borrar de la memoria de los españoles el último año y medio y crear la ilusión de que nunca ha habido una pandemia que ha causado 86.000 muertos en nuestro país. La proximidad de las elecciones obliga a ir enterrando el drama de la COVID-19 e ir desviando la atención de la opinión pública con debates de campanario y trampantojos variados como los próximos presupuestos, los bonos juveniles o las "negociaciones" con Cataluña, entre otros muchos. Empiezo a tener la sensación de que dentro de poco también nos intentarán convencer de que la pandemia solo ha sido un bulo más o, en el mejor de los casos, que pudo ser mucho peor de no haber sido por la brillante gestión del Gobierno con su presidente al frente.  

Saquen sus manos de la Historia

Se cuenta que cuando los turcos estaban a punto de conquistar Constantinopla, los sabios bizantinos se entretenían discutiendo sobre el sexo de los ángeles. En España, como si no tuviéramos otros asuntos más importantes que atender, también llevamos siglos discutiendo sobre las consecuencias de nuestra llegada a América pero con el mismo resultado que los bizantinos: cinco siglos después seguimos sin ponernos de acuerdo. Ni lo haremos jamás mientras en el debate interfiera la política, maestra de la tergiversación interesada y de poner la Historia al servicio de su discurso. Un par de frases inconcretas del papa Francisco para felicitar a los mexicanos por el segundo centenario de su independencia, han levantado un pequeño tsunami político, a los que tan acostumbrados estamos ya por estas latitudes, que ha demostrado una vez más que cuando los políticos meten sus manos en la Historia desaparecen los claroscuros y se impone el negro o el blanco sobre el conjunto. 

Lo que escribió el Papa

No me resisto a reproducir íntegro el pasaje de la carta del papa, causa del mencionado revuelo histórico - político. (Aquí pueden leer el texto íntegro de la misiva). 

"Para fortalecer las raíces es preciso hacer una relectura del pasado, teniendo en cuenta tanto las luces como las sombras que han forjado la historia del país. Esa mirada retrospectiva incluye necesariamente un proceso de purificación de la memoria, es decir, reconocer los errores cometidos en el pasado, que han sido muy dolorosos. Por eso, en diversas ocasiones, tanto mis antecesores como yo mismo, hemos pedido perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización. En esa misma perspectiva, tampoco se pueden ignorar las acciones que, en tiempos más recientes, se cometieron contra el sentimiento religioso cristiano de gran parte del Pueblo mexicano, provocando con ello un profundo sufrimiento. Pero no evocamos los dolores del pasado para quedarnos ahí, sino para aprender de ellos y seguir dando pasos, vistas a sanar las heridas, a cultivar un diálogo abierto y respetuoso entre las diferencias, y a construir la tan anhelada fraternidad, priorizando el bien común por encima de los intereses particulares, las tensiones y los conflictos". 

De este párrafo inconcreto, vago y cargado de buenas intenciones, que lo mismo alude a los soldados españoles, a la Iglesia católica o a los criollos que lideraron la independencia de México, se ha hecho una montaña política y, tomando el rábano por las hojas, se ha interpretado por unos que el papa se equivoca gravemente al pedir perdón por los grandes beneficios que implicó la conquista, mientras los de la acera ideológica contraria entienden que Francisco hace muy bien en pedir perdón por unos hechos que el pontífice ni siquiera menciona expresamente en su carta. De manera que asistimos al esperpento político de ver a los partidos de derecha arremetiendo contra el papa y  a los de izquierda, empezando por el presidente mexicano, paseándolo a hombros. ¡El mundo al revés!

Una discusión interminable

En el campo de la Historia la discusión tiene también un larguísimo recorrido, con una poderosa influencia de la llamada "leyenda negra" sobre España. Sin embargo, la posición predominante entre los estudiosos de aquel periodo de la historia mexicana, que es también parte inseparable de la historia española, es que la conquista no fue ni obra de la Providencia, como algunos han llegado a defender, ni un genocidio, como han sostenido otros. Entre otras razones porque Hernán Cortés nunca tuvo intención de extinguir a los indígenas, sino de lograr su sumisión. 

Al respecto me permito reproducir otro párrafo, en este caso de Antonio Domínguez Ortiz, reputado historiador español de referencia para el periodo histórico en cuestión: 

"Caso único en la historia, España se había adelantado haciendo una autocrítica [de la conquista de América] lo bastante dura como para dar armas a sus adversarios. Los informes, las juntas especiales, las instrucciones a los virreyes, las leyes de Indias, revelan el interés de los gobernantes españoles por resolver el problema del trato a los indígenas con una generosidad que sorprende, con unos escrúpulos de conciencia que aún hoy, tras cuatro siglos de lucha por los derechos humanos y la igualdad de las razas, no son frecuentes. En teoría todo quedó en regla; en la práctica se corrigieron muchas cosas, pero los abusos subsistieron y en parte subsisten. (...) En Tierra Firme los responsables de las hecatombes demográficas fueron las enfermedades introducidas por los invasores y frente a las cuales el organismo de los naturales no tenía defensas. Aún así, se produjo una recuperación, origen de los importante núcleos de nativos que subsisten en la América española y solo en ella". (Antonio Domínguez Ortiz, "España. Tres milenios de historia", pág. 213. Ed. Marcial Pons, 2007)

Con todo, más allá del debate historiográfico está el anacronismo que supone pedir perdón por hechos ocurridos hace cinco siglos, como si las sucesivas generaciones debieran cargar eterna y colectivamente con los hechos culposos de sus antepasados más remotos. Soy de los que opina que pedir perdón y ofrecer reparaciones por los daños ocasionados solo adquiere todo su sentido si se refiere a contemporáneos que puedan valorar el gesto de reconciliación. Cuando hace referencia a hechos ocurridos hace medio milenio, la exigencia de perdón tiene aroma a pose estética e incluso a trampantojo para desviar la atención de otros problemas, entre ellos las actuales condiciones de vida de las poblaciones indígenas. 

"Sacar sus manos de la Historia es el mayor favor que pueden hacerle los políticos al conocimiento del pasado"

En cualquier caso, no deberíamos perder de vista el interés secular del poder por hacerse un traje a la medida con la Historia y justificar así sus planteamientos ideológicos. Herramienta muy socorrida para lograr ese objetivo es lo que los historiadores denominan el "presentismo", que no es otra cosa que justificar o intentar justificar una posición política o ideológica del presente proyectando ese presente en el pasado. La conquista americana es precisamente uno de esos temas recurrentes de la historiografía sobre España que más se ha prestado a la manipulación del presentismo para utilizarla como arma política, incluso por algunos historiadores o pseudohistoriadores. 

La Historia ha sido, es y desgraciadamente seguirá siendo una de las disciplinas más maltratadas y tergiversadas por el poder político desde la Antigüedad hasta hoy. Ese poder, sobre todo si es dictatorial o autoritario, tiende a monopolizar los hechos, los adapta a su ideario y hacer lo que sea necesario para que la gente se los crea tal y como él los cuenta. Sacar sus manos de la Historia y dejarla en las de los historiadores rigurosos como Domínguez Ortiz y tantos otros, es el mayor favor que podrían hacerle los políticos no solo al conocimiento del pasado, sino también a la convivencia entre los ciudadanos.