Mostrando entradas con la etiqueta Democracia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Democracia. Mostrar todas las entradas

La campaña interminable

Hubo una época, muy lejana ya, en la que era posible distinguir con una cierta claridad las campañas electorales de la acción de gobierno propiamente dicha. Sin embargo, de un tiempo largo a esta parte, los límites se han difuminado de tal manera que hoy ya es imposible identificar qué es una cosa y qué es otra. La gente suele decir que las campañas son cada vez más largas porque cada vez comienzan antes. Yo niego la mayor: las campañas ya no tienen principio ni final porque los partidos políticos, tanto los que gobiernan como los de la oposición, viven en campaña permanente e interminable. Ese agotador clima de campaña constante, artificialmente caldeado por los líderes políticos, sus asesores y sus seguidores a través de las redes, es una rémora democrática y un obstáculo muchas veces insalvable para que el gobierno y la oposición se pongan de acuerdo en asuntos de estado. No es posible alcanzar consensos ni compromisos útiles para el interés general si la acción política diaria está condicionada y orientada continuamente hacía la obtención de réditos electorales. 


Todo es campaña

El márquetin político está por todas partes y dirige con mano de hierro la acción política. Hasta tal punto es así que los asesores de campaña suelen ser los mismos que asesoran al presidente del gobierno cuando el partido asesorado accede al poder. Su objetivo es simple pero a la vez difícil en un escenario político cada día más competitivo y polarizado: conseguir que el líder no pierda comba ante la opinión pública, que sea centro de atención mediática todos los días, sin importar la consistencia del mensaje o su veracidad. Lo que interesa por encima de todo es mantenerse permanentemente en el candelero y generar titulares y apariciones en televisión.

Esta dinámica perversa impone decisiones, medidas y promesas cortoplacistas, pensadas solo en función de los votos que puedan arrastrar cuando lleguen las elecciones. Se pervierte así por completo la acción de gobernar y el papel que debe desempeñar la oposición en una democracia. También es cada vez más frecuente que se entremezclen el ámbito institucional y el electoral, cuando se utilizan con todo descaro las instituciones democráticas y los recursos públicos para hacer campaña partidista o para atacar a la oposición.

Las redes sociales: un antes y un después

Las redes sociales han marcado un antes y un después en este proceso por el que que se han terminado asimilando hasta confundirse el plano electoral con la acción de gobierno o el ejercicio de la oposición. Las redes son hoy el principal vínculo de comunicación entre los líderes políticos y los ciudadanos con las ventajas, pero también con los riesgos, que eso implica. Cierto es que son una oportunidad para que la comunicación fluya y para que los partidos pequeños puedan llegar más fácilmente a los electores, pero, al mismo tiempo, son canales propicios para diseminar bulos y mentiras, favorecer las injerencias y generar polarización con fines electorales.

A esa realidad no son ajenos los medios tradicionales, que en busca de audiencia replican de forma acrítica las polémicas de las redes, y en los que ya es casi imposible encontrar información política que no esté viciada de electoralismo o partidismo. Frente a la información y el comentario ponderado de la acción gubernamental, lo que se ofrece suele ser periodismo de declaraciones y de dimes y diretes tan ruidoso como estéril. 

Además, la profusión y la frecuencia con la que se publican encuestas y sondeos electorales, muchas veces a gusto del consumidor que las encarga con el fin de favorecer una opción política determinada, no hace sino alimentar la agobiante sensación de que vivimos continuamente en campaña. Con los políticos y los medios en celo electoral permanente surgen el hastío, el agotamiento y el cansancio de los ciudadanos que, en gran medida, esperan al último momento para decidir su voto. 

Diferencias entre político y estadista

Con razón cabe preguntarse qué tiempo real dedican los responsables políticos a ocuparse  de los grandes desafíos y problemas del país, muchos de ellos con un horizonte temporal superior a los cuatro años de la legislatura, si lo único que les mueve es ganar las próximas elecciones para conservar el poder o acceder a él. Ante esta realidad, la regulación de las campañas ha quedado obsoleta y a estas alturas suena absurdo hablar de “precampaña” y “campaña” o de “jornada de reflexión”. Todos esos preceptos se justificaban cuando los españoles aún estábamos dando los primeros pasos en democracia, pero hace mucho que han sido desbordados de largo por la nueva realidad mediática y la dinámica partidista.

A Bismarck se le suele atribuir haber dicho que un político se convierte en estadista cuando deja de pensar en las próximas elecciones y empieza a pensar en las próximas generaciones. Si eso es así, podemos concluir que los verdaderos estadistas actuales se podrían contar con los dedos de una mano y, siendo optimistas, sobrarían varios dedos. En general, lo que hay son líderes políticos de diseño, tan mediocres como mediáticos, obsesionados con su imagen y dedicados exclusivamente a vender los mensajes que sus asesores en márquetin electoral han precocinado para ellos. 

Líderes convencidos de que la clave para ganar las elecciones no pasa tanto por entregar un buen balance de gobierno a los electores u ofrecerles un proyecto alternativo sólido, como por desprestigiar y desacreditar a los rivales, cargándoles con la culpa de todos los males del país. El drama del que no parecen ser conscientes es que esa práctica nociva y cada vez más extendida también socava, deteriora y desacredita gravemente la democracia.

Teoría y práctica de la crispación

Dice el CIS – sí, el de Tezanos – que los españoles estamos hasta la coronilla de la crispación política: ocho de cada diez nos declaramos hondamente preocupados, 9 de cada diez queremos que los partidos se pongan de acuerdo en algo que no sea repartirse los cargos públicos y seis de cada diez creemos que son precisamente ellos, los políticos, los que se pirran por una buena bronca en la plaza pública. Aunque unos más que otros, porque también dice la encuesta de marras que son el PSOE y Vox los que más hacen por la causa crispadora, a mucha distancia del PP y Podemos. Si Tezanos lo dice, quién soy yo para contrariar a un sondeador de su probada independencia y nivel de aciertos. Sin embargo, a mí todo esto me escama mucho habida cuenta de que los políticos españoles tienen una larga tradición en la práctica de la filosofía Zen y el buen rollito, evitan a toda costa poner como chupa de dómine a sus adversarios y son unos rendidos admiradores de las somnolientas democracias escandinavas. Lo que parece claro es que, si los políticos crispan tanto como dice el CIS que dicen los ciudadanos, estos, por el contrario, están más aletargados que nunca. ¿Y el Gobierno? ¿No crispa también el Gobierno? Algo no cuadra aquí. 

Alberto di Lolli

El arte de tocar las narices siempre y por todo

Primero deberíamos ponernos de acuerdo sobre el significado de “crispación”, porque aquí cada cual usa el término para asar su sardina. Si tiramos de Academia, “crispar” es, según el DRAE, “irritar o exasperar a alguien”. Hay quien define “crispación” como el desacuerdo permanente y sistemático sobre las iniciativas, propuestas, gestos, actuaciones o decisiones del otro, presentados desde la otra parte como un cambio espurio de las reglas del juego, incompetencia, electoralismo, carencia de proyecto, corrupción, etc., etc. Hablando en plata y por lo llano, crispar viene a ser tocarle las narices por cualquier motivo y en todo momento al contrario político, todo ello con el único fin de que no decaiga la tensión social y que los respectivos hooligans tengan carnaza de la que alimentarse. Vista así, crispación y polarización son términos intercambiables y equivalentes.

Este problema no es nuevo en las democracias ni exclusivo de nuestro país. En esto España no es diferente de Italia, Francia o el Reino Unido, aunque, a ojos de la ciudadanía, aquí la dolencia parece que se ha agravado más rápido según las encuestas. Entre los analistas hay coincidencia en que el punto de inflexión fue la aparición de Podemos y poco después de Vox como su contraparte. En un ambiente crispado o polarizado, alimentado desde las redes y los medios, el diálogo y el compromiso se cotizan cada vez más caros por miedo a perder votos, la democracia se bloquea, las instituciones se desprestigian y la desafección ciudadana crece.

"La aparición de Podemos y Vox marcan un antes y un después en la crispación en España"

Del mismo modo se exaltan las emociones, se avientan las teorías de la conspiración y se cultiva la llamada “moral del asco”, que prescinde de la argumentación y reduce al máximo el espacio para el diálogo y el acuerdo. El partido, la ideología, el territorio, el feminismo, la corrupción, la inmigración, la pandemia, la economía, la monarquía, la Guerra Civil, el franquismo y hasta el Festival de Eurovisión: todo vale para polarizar o crispar, a veces también para desviar la atención, haciendo que los votantes fieles se sientan cada vez más aislados e incluso enfrentados a quienes no comparten sus puntos de vista: o conmigo o contra mí, no hay término medio ni espacio para la discrepancia. El viejo Torquemada habría disfrutado de lo lindo en la España de hoy.  

El comodín de la crispación para silenciar al adversario

Pero deplorar la crispación como un mal para la democracia no debe impedirnos ver el uso torticero que se hace del término para intentar acallar las críticas legítimas de los adversarios, con el mal disimulado objetivo de imponer el discurso oficial. En esto son maestros el presidente del Gobierno y su nutrida legión de cortesanos, a los que se les llena la boca de diálogo y sentido de Estado al tiempo que acusan de antidemócratas y fachas a los que se atreven a ponerle peros a las decisiones gubernamentales. Puestos a crispar que tire la primera piedra quien esté libre de culpa: la oposición no suele pecar por defecto sino todo lo contrario, pero el Gobierno, sus socios y sus voceros más manporreros tampoco son mancos, aunque ante la opinión pública aparezcan como inocentes corderos que no han roto un plato.

"No hay democracia sin crispación, el problema surge cuando se cruzan todas las líneas rojas"

Sin que esto suponga justificar la polarización de la vida pública, la democracia es un sistema político basado en la competencia por el poder de acuerdo con un marco normativo aceptado por la mayoría. Lo lógico y consustancial a un sistema de esas características es que se produzca un cierto grado de tensión entre los actores políticos que inevitablemente trasciende a la ciudadanía. La ausencia de enfrentamientos y controversias en defensa de los respectivos planteamientos y puntos de vista no sería precisamente síntoma de buena salud democrática, sino de todo lo contrario. En España todos conocemos desde hace mucho el significado de la expresión “la paz de los cementerios” y no creo que la mayoría la prefiriera a un poco de ruido político.

El problema surge cuando ese ruido se vuelve escandalera y se traspasan todas las líneas rojas del respeto a la verdad, al adversario y a las instituciones en las que se sustenta la democracia. Por desgracia, en España esa situación se produce con una frecuencia cada vez mayor, tanto en el Parlamento como fuera de él en las redes o en los medios. La crispación se ha convertido en un modus operandi muy poco democrático de hacer política y de que eso ocurra son responsables todos o casi todos los partidos y todos o casi todos los políticos en mayor o menor medida. Es mayor si cabe la responsabilidad del Gobierno, sobre el cual recae el deber de separar sus obligaciones institucionales del discurso de los partidos que lo sustentan, en lugar de esconderse tras la crispación para anatemizar las críticas y actuar como aquel que iba con la cruz en el pecho y el diablo en los hechos. 

Una legislatura zombi, un país exhausto

Si Pedro Sánchez atesorara solo un par de gramos de sentido de estado convocaría elecciones anticipadas mañana mismo y acabaría por la vía democrática con una legislatura que ya no da más de sí después de haber dado tan poco. Pero lo que natura non da, Salamanca non presta. El chusco y escandaloso caso del espionaje con Pegasus ha consumido hasta las heces las escasas reservas de confianza que quedaban en el presidente. Con el único fin de conservar el poder no solo ha expuesto al descrédito público e internacional a los servicios de los que depende la seguridad nacional, algo que ni al que asó la manteca se le ocurriría, sino que ordenó a la obediente presidenta del Congreso que metiera hasta la cocina de los secretos de estado a fuerzas políticamente hostiles al estado de derecho y a la Constitución. Que revelaran el contenido de la comparecencia de ayer de la responsable del CNI dos minutos después de acabar la reunión de la Comisión de Secretos Oficiales, solo es la confirmación del respeto a las normas de los socios en cuyas manos Sánchez ha decidido poner la seguridad nacional. 


El bochorno continúa

El bochorno, sin embargo, parece no tener fin. Ahora, todo el país debe asistir entre incrédulo y hastiado – ya no queda espacio para el asombro - a una batalla en el seno del ala socialista del propio Gobierno a propósito de quién es el ministerio responsable de garantizar la seguridad de las comunicaciones del presidente y de sus ministros. Todas las miradas están puestas en el ministro – bombero Bolaños, al que Sánchez emplea para un roto y un descosido como acudir raudo y veloz con la manguera a Barcelona, un domingo por la mañana, para sofocar el incendio provocado por los independentistas

Lo que no se entiende – o se entiende demasiado bien – es que el Gobierno tenga que dar explicaciones a unos soberanistas que han prometido reincidir en su desafío al Estado, sobre escuchas que el propio Gobierno asegura que cuentan siempre con aval judicial. ¿Desde cuándo es obligación del Gobierno informar a grupos separatistas de las actividades de la inteligencia nacional? Obviamente, desde que Sánchez depende de ellos para seguir en el poder. 

Sin embargo, pendiente de Cataluña y a pesar de que forma parte de sus responsabilidades, a Bolaños parece que se le pasó ocuparse de la seguridad de las llamadas del presidente y de los miembros del Gabinete y alguien, probablemente desde desiertos cercanos, se llevó una tonelada de datos de los teléfonos de Sánchez y de la ministra Robles. Si se llegaran a confirmar las fundadas sospechas de que es Marruecos el país que está detrás, no habría más remedio que concluir que el viraje de Sánchez en el Sahara obedeció a un chantaje marroquí al que el presidente se plegó. Es probable que nunca lo sepamos a ciencia cierta, pero la sombra de sospecha sobre las razones que llevaron al presidente a tomar una decisión unilateral tan importante, sin consultar con nadie y sin aparentemente sopesar sus graves consecuencias a múltiples niveles, será muy difícil de borrar.

¡Al suelo, que vienen los nuestros!

A Bolaños, quien también ejercer como ministro - ventrílocuo de Sánchez cuando este prefiere esconderse de los focos y los micrófonos, le resulta mucho más descansado y políticamente conveniente desprestigiar públicamente y ante todo el mundo a los servicios nacionales de inteligencia y poner en la picota a su responsable directa y a Robles para darle gusto al independentismo y a sus morados compañeros de viaje. Al fin y al cabo, la titular de Defensa es la única en el Ejecutivo que se atreve a levantarle la voz a Podemos y a los independentistas y supone por tanto un obstáculo para los indecentes juegos de manos entre Sánchez y sus tóxicos socios de investidura.

Con Podemos y los soberanistas pidiendo sangre a coro y con los propios ministros socialistas tirándose el espionaje a la cabeza, Pedro Sánchez se ha convertido en un presidente tan agotado y amortizado como la legislatura zombi y sin rumbo que padecemos, de la que ya solo cabe esperar ruido y furia política pero nada que sirva al interés general de los españoles. Aguantar así un año y medio más, bajo la permanente espada de Damocles del chantaje podemita e independentista, debería ser una opción a descartar hoy mismo por el presidente.

Maquillando la realidad

Los datos relativamente positivos del paro apenas bastan para maquillar el sombrío panorama económico del país, reconocido por el propio Gobierno, ni para contener el encarecimiento de una deuda ya monstruosa ni para paliar la crisis energética ni la subida de los precios ni las brutales secuelas económicas y sociales de la pandemia de la que parece que ya nos hemos olvidado por completo. No hay proyectos ni ideas, solo parches, votaciones agónicas y cesiones al independentismo y a los albaceas del terrorismo para conservar el poder a costa de las instituciones, del prestigio del país y hasta de su seguridad nacional. Es tal el desvarío y la cacofonía gubernamental que, a la vista de las posiciones de Podemos y de Yolanda Díaz en asuntos como la guerra en Ucrania o el caso del espionaje, ya no sabemos si la coalición de gobierno está formada por dos o tres partidos mal avenidos entre sí.

Mas no cabe hacerse ilusiones, ni a Sánchez ni a sus socios les interesa en estos momentos que haya elecciones. Primero porque le podrían poner en bandeja la victoria a un PP que parece renacer de sus cenizas tras la llegada de Feijóo; pero, además y sobre todo, porque cuanto más débil sea Sánchez y cuánto más consigan alargar sus socios esta legislatura agónica más rédito obtendrán de su extorsión política permanente. Solo al interés de los españoles le conviene pasar por las urnas cuanto antes para que el Gobierno rinda las cuentas que se niega empecinadamente a rendir en el Congreso. El drama de este país es que el interés de los españoles y el de Sánchez y sus socios hace tiempo que se parecen tanto como la noche y el día. 

Menos lobos, Elon

Me cuesta mucho ver a Elon Musk como un Superman al rescate de la libertad de expresión en Twitter. La misma dificultad tengo para imaginármelo como el Gran Hermano que controlará y dirigirá cada uno de nuestros pensamientos y deposiciones en la red del pajarito azul, con la que se acaba de hacer por la bonita cifra de 44.000 millones de dólares. Por fortuna aún no se ha aprobado ninguna ley en ningún país que obligue a nadie a ser usuario de esa red, en la que basta un solo click para entrar o salir de una ciénaga en la que abundan menos la razón, la información veraz, el respeto y la tolerancia que los trolls, los bulos, el odio, el acoso, el racismo, la propaganda política o simplemente la frivolidad y el narcisismo. En otras palabras, no veo a Musk ni como héroe ni como villano, que son las categorías a las que con pasión lo están asociando estos días uno y otro bando en un nuevo capítulo de la lucha por el control de la redes sociales.


¿Cómo será la “plaza pública” de Musk? Nadie lo sabe

Creo que Musk es un avispado empresario – bastante excéntrico y contradictorio, eso sí - que ha visto en Twitter una gran oportunidad de negocio con un importante potencial de crecimiento y se ha lanzado a por ella sin importarle pagar por el capricho un 38% más del valor de la empresa. Que haya acompañado esta mediática operación de compra con una campaña publicitaria en defensa de la libertad de expresión forma parte de su propio espectáculo, ante el que lo más prudente es mantener el escepticismo. Sobre todo porque aún no ha dicho qué piensa hacer para conseguir lo que promete, probablemente porque declararse “absolutista” de la libertad de expresión es mucho más fácil que lograr que su nuevo y costoso juguete se convierta en esa “plaza pública” de la que habla y en la que todos podremos expresarnos libremente.

No cuestiono que este señor haga con su dinero lo que estime oportuno y defienda con pasión la libertad de mercado, aunque eso no le impidiera aceptar la subvención de 4.000 millones de dólares que recibió de la Administración Obama para lanzar su empresa de coches eléctricos. Pero de ahí a verlo como el adalid de la libertad de expresión va un trecho que yo al menos no voy a recorrer. Para empezar, ni siquiera él es un ejemplo de respeto y tolerancia con quienes se atreven a llevarle la contraria en la red. Con su inconfundible estilo faltón y agresivo no dudó por ejemplo en predecir que en Estados Unidos no habría un solo caso de COVID - 19.

"Musk no se caracteriza por el respeto y la tolerancia en la red"

Que esto lo publique en las redes un Don Nadie no tendría la más mínima repercusión, pero que lo haga alguien que tiene detrás 87,5 millones de seguidores merece al menos enarcar una ceja de desconfianza ante este supuesto héroe sin capa de la libertad de expresión. Puede que esa sea la clase de libertad de expresión que a Musk le gusta ver en Twitter, aunque para ese viaje no hacía falta gastarse 44.000 millones de dólares: su red ya rezuma mensajes de ese tipo por los cuatro costados. Si ninguna de las grandes redes sociales de ámbito global ha conseguido hasta ahora resolver los problemas relacionados con la moderación de los contenidos, los llamados mensajes de odio, las campañas de acoso o las noticias falsas, será interesante ver cómo cumple Musk su promesa de hacer de Twitter la “plaza pública” de la democracia en la que reine la libertad de expresión sin más limitaciones que las establecidas en la ley. 

Musk y la libertad de expresión

Para empezar ya se puede ir preparando para cumplir la nueva normativa sobre servicios digitales de la UE que obliga a vigilar el contenido de lo que se publica en plataformas como la suya. Aunque Twitter es una red global, cada país tiene su propia legislación sobre este tipo de redes y están, además, los que ni siquiera tienen algo que merezca llamarse legislación sobre redes sociales o, peor aún, los que la utilizan para cercenar de cuajo la libertad de expresión. Como bien dice el propio Musk “la libertad de expresión es la base de una democracia que funcione”. Esa contundente e inapelable afirmación choca sin embargo con la frivolidad propagandística y un tanto irresponsable de la que él mismo rodea una libertad tan esencial en un sistema democrático que, se quiera o no, tiene límites definidos por otros derechos y libertades o por el interés general. 

“Si lo que pretende es manga ancha en Twitter el tiro le puede salir por la culata”

Esos límites no son sinónimo de censura, como parecen sugerir algunos entusiastas muskianos, sino garantía de respeto, tolerancia y convivencia, términos que cotizan cada vez más a la baja en las redes a pesar de las optimistas previsiones con las que algunos vieron el nacimiento de estas plataformas globales. Si lo que Musk pretende es manga ancha en Twitter con el objetivo de sacarle partido económico a lo que piensan y dicen más de 300 millones de usuarios, puede que el tiro le salga por la culata si los que llevan tiempo pensando en marcharse dan el paso definitivo y los que no lo habían pensando se lo empiezan a plantear.

Elon Musk, el hombre cuya fortuna ha valorado Forbes en 300.000 millones de dólares, no ha comprado Twitter para salvar la libertad de expresión ni para manipular y dirigir a placer nuestros débiles cerebros, como afirman aquellos otros con alma de censores, a los que sí les gustaría ser ellos los encargados de indicarnos lo que debemos pensar, decir y hacer y silenciar a los discrepantes. Musk viene a hacer negocios y no tengo nada que reprocharle, salvo que me intente vender la especie de que sin él la libertad de expresión está en peligro. De garantizar el ejercicio de ese derecho deben ocuparse las leyes y los jueces y lo mejor que puede y debe hacer Musk es cumplir las primeras y cooperar lealmente con los responsables de aplicarlas sin arrogarse atribuciones que no le corresponden. Para todo lo demás, MasterCard.

Sin partidos no hay democracia

Es difícil concebir una democracia sin partidos políticos a pesar de que estos disten cada día más de estar a la altura de lo que la propia democracia espera y exige de ellos. Esta reflexión surge al hilo de la reciente implosión del PP, un asunto que provocó decenas de análisis y comentarios, de los cuales no fueron muchos los que subrayaron la importancia que tiene para el buen funcionamiento de nuestra defectuosa democracia que los partidos cumplan lo que establece la Constitución, a saber, que “los partidos políticos son instrumento fundamental para la participación política”. En España, aunque no solo en nuestro país, los partidos son hoy parte de los problemas de la democracia en tanto el cumplimiento de su función de instrumento democrático de participación y cauce de expresión de las demandas sociales deja mucho que desear. En resumen, sin partidos políticos que cumplan adecuadamente sus funciones no cabe esperar una democracia sana y fuerte. 


La "ley de hierro" sigue en vigor

En líneas generales los partidos políticos siguen funcionando como los describió hace más de un siglo Robert Michels en un libro ya clásico. A él le debemos la idea de la "ley de hierro" de los partidos que, en síntesis, viene a decir que la cúpula de estas organizaciones se suele suceder a sí misma, con lo que las posibilidades de ascender están condicionadas por la afinidad o discrepancia con los intereses que en cada momento defienda la dirección. Aplíquese este principio general a la reciente pugna por el poder en la cúpula del PP y el asunto, que ahora parece turbio y enredado, resplandecerá con mucha mayor claridad.

Los partidos políticos no pasan por el mejor momento de su historia, una historia llena de desconfianzas y recelos hacia organizaciones que han sido vistas tradicionalmente como la semilla de la división y la discordia y como agentes al servicio de intereses particulares y no del interés general. Según el politólogo italiano Piero Ignazi, los partidos han perdido el aura que adquirieron después de la II Guerra Mundial como instrumentos esenciales para la democracia y la libertad y para el bienestar general de sus electores”.  A su juicio, y creo que también a juicio de cualquier demócrata,la recuperación de su legitimidad es una necesidad imperiosa para contrarrestar la cada vez mayor ola populista y plebiscitaria”Los pésimos resultados de los partidos tradicionales en la reciente primera vuelta de las presidenciales francesas confirman esa necesidad.

Los peligros del antipartidismo

Paradójicamente fue esa desconfianza en los partidos la que abrió la puerta a formaciones totalitarias en Alemania, Italia o la Unión Soviética, y cuyo objetivo era uniformar la sociedad y taponar cualquier tipo de disidencia política. De ahí que debamos ponernos en guardia ante los movimientos antipartidos, en tanto suponen un ataque directo a la democracia y fomentan el populismo, el nacionalismo excluyente o el cantonalismo tan en boga estos días. La pregunta que cabe hacerse es cómo han llegado los partidos a esta situación de descrédito. Según Ignazi, los viejos partidos políticos de masas no han sido capaces de adaptarse a la realidad de la sociedad posindustrial y los nuevos no han hecho sino copiar los métodos y los vicios de los antiguos. El caso francés vuelve a ser un buen ejemplo.

"Las viejas estructuras internas de los partidos no han cambiado"

De hecho, las viejas estructuras internas permanecen prácticamente inalteradas a pesar de la caída de la militancia y, con ella, de una parte importante de los ingresos económicos. En paralelo surge el perfil de un nuevo votante, menos interesado e implicado en la política y, sobre todo, menos leal a unas siglas. Todas estas circunstancias han conducido a los partidos a un punto muerto del que intentan escapar por dos vías: tímidas reformas internas y parasitación de los recursos públicos. 

Cuando la democracia interna deja mucho que desear

Las primarias para elegir dirigentes y candidatos o la convocatoria de consultas no han aumentado la afiliación ni la participación ni la confianza pública en los partidos, por más que los dirigentes presuman de democracia interna. Antes al contrario, esos líderes ejercen ahora un mayor control con tendencia al cesarismo y al respaldo plebiscitario. Ante la carencia de democracia interna, los partidos fallan por la base: los jóvenes huyen del compromiso partidista y dejan el camino libre a los arribistas que buscan un sustento vitalicio al calor de la política. 

Escasean los cuadros bien formados y es muy difícil encontrar carreras profesionales que avalen el conocimiento y la experiencia necesarios para afrontar responsabilidades relacionadas con el interés general cuando se llega al gobierno. Surgen así líderes aparentemente fuertes pero intrínsecamente débiles, sin proyecto político definido y obsesionados por su imagen en los medios y en las redes. 

Es también revelador que, a pesar de la caída de la afiliación y con ella la reducción de los ingresos, los partidos europeos sean hoy más ricos que nunca gracias a la generosidad del Estado que ellos mismos se encargan de controlar. Se calcula que en países como España la financiación de los partidos depende del Estado en más del 70% y el resto procede de recursos privados. Ante ese dato no cabe esperar que ese asunto figure en la agenda política, a pesar de ser una de los motivos que alimentan el descontento y la desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos en particular y hacia la democracia en general.

Un futuro incierto

No sé si “la era de la democracia de partidos ha pasado”, como sentenció lapidariamente hace unos años Peter Mair. Lo que sí creo es que los partidos se han desconectado de la sociedad y parecen incapaces de ser soportes de la democracia representativaLa cuestión es cómo revertir la situación y acortar la brecha entre partidos y ciudadanos. ¿Podremos seguir hablando de democracia si los partidos acaban convertidos en gestores de la agenda institucional sin más contacto con la calle que a través de las redes y en campaña electoral? 

¿Hasta qué punto se puede hablar de democracia si sigue aumentando la abstención y descendiendo la participación a través de la afiliación política? ¿Qué esperan hoy los ciudadanos de los partidos políticos, si es que esperan algo a estas alturas? ¿Es preferible tener malos partidos que no tener ninguno? Hay muchas preguntas y una sola constatación: la democracia de partidos, la única imaginable a fecha de hoy, parece estar mutando hacia un sistema que aún no somos capaces de definir con precisión ni de dar nombre, pero que podría parecerse poco al actual y seguramente no para bien. 

La democracia se la juega en Ucrania

No nos deberíamos engañar, el objetivo de Putin al ordenar la invasión de Ucrania no es solo convertir a ese país en un vasallo de Moscú a través de un gobierno títere en Kiev. Sus dos fines principales son recomponer las ruinas del imperio soviético y, sobre todo, impedir que florezca la democracia en Ucrania y se convierta en un mal ejemplo para los rusos a los que el tirano gobierna con puño de hierro cada día más duro. Podría decirse incluso que, como todo buen dictador que se precie y que en el mundo ha sido, Putin teme a la democracia en sus fronteras tanto o más que a la entrada de Ucrania en la OTAN. Por elevación, el tirano del Kremlin quiere poner contra las cuerdas a las democracias occidentales, a las que percibe como sistemas débiles y decadentes y cuyo desprecio por ellas nunca ha ocultado. La respuesta firme y unida de los demócratas y el apoyo al pueblo ucraniano es la única manera de frustrar sus planes. 

EP

Una prueba de fuego para la democracia

La guerra que los ucranianos están librando contra las tropas invasores rusas y que tanto dolor y ruina está causando, es también una prueba de fuego para la democracia como el único sistema político que, a pesar de sus evidentes fallos y deficiencias, es capaz de garantizar los valores y los derechos y libertades que por definición niegan las dictaduras como la de Putin. Y si bien es cierto que la democracia en Ucrania está aún muy lejos de poder considerarse plena, también es verdad que está a años luz de la autocracia cleptómana rusa, en donde los opositores son envenenados o encarcelados, los medios de comunicación desafectos perseguidos, los periodistas asesinados y los ciudadanos que se oponen pacíficamente a la guerra, arrestados.

Intentar encontrar en el pensamiento político de Putin un mínimo de respeto por la democracia representativa, de la que su país a duras penas mantiene las apariencias, sería perder el tiempo. Su ideólogo de cabecera es el oscuro pensador fascista ruso Iván Illyín (1883 - 1954), admirador de Hitler y de Mussolini, que abogaba por anteponer la voluntad y la fuerza al imperio de la razón y de la ley. No cabe imaginar nada más alejado de la democracia que esa forma de pensar.  

Putin traduce ese pensamiento en un liderazgo populista de comunión mística con el pueblo, la manipulación de la opinión pública y una actitud amenazante ante sus opositores y ante quienes discutan el derecho de Rusia a recuperar y a unir de nuevo bajo su égida los restos dispersos de la extinta Unión Soviética. Ese modus operandi del dictador lo estamos comprobando estos días con sus amenazas nucleares, el bombardeo de civiles, la censura de los medios, la detención de ciudadanos que se oponen a la guerra o el descarnado cinismo con el que propone corredores humanitarios que solo van a dar al país agresor y a su cómplice Bielorrusia.

El imprescindible enemigo exterior de toda dictadura

En todo régimen autocrático o dictadura que se precie es obligatorio echar mano de un enemigo exterior al que responsabilizar de los problemas internos, que sirva además de coartada para justificar decisiones como la invasión de un país soberano. Los enemigos exteriores preferidos de Putin son los Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea. Contra ellos dirige no solo sus tanques sino su arsenal mediático, sus ataques cibernéticos y la propalación de bulos con el fin de polarizar y dividir a la opinión pública. Las injerencias en procesos electorales como el de Estados Unidos en 2016 o el apoyo a causas separatistas como la catalana son buenos ejemplos de esa estrategia basada en la vieja máxima de divide y vencerás o, por lo menos, debilitarás a tus adversarios.  

Más allá de lo que ocurra en los próximos días y semanas, conforta comprobar el elevado grado de unidad con el que el mundo libre está respondiendo al brutal desafío que ha lanzado Putin contra la democracia con la muy mal disimulada complicidad china. Aunque suponga recurrir a la historia virtual, es muy probable que la situación actual fuera otra si Occidente hubiera demostrado la misma unidad, contundencia y determinación cuando Putin se anexionó Crimea y dio alas a dos repúblicas separatistas pro rusas en el este de Ucrania. Que nadie dude de que si consigue salirse de nuevo con la suya, los siguientes países en verse amenazados serían Moldavia, Letonia, Lituania y Estonia, mientras que Suecia y Finlandia tampoco estarían seguros. 

España sigue siendo diferente

En esto, como en tantas otras cosas, España vuelve a ser diferente. El único gobierno claramente dividido ante el envío directo de armas a la resistencia ucraniana es el español. No solo eso, es también el único en el que uno de los dos socios de la coalición en el poder se atreve a acusar al otro de ser “el partido de la guerra”, sin que una aseveración tan grave se traduzca en ceses inmediatos por parte de un presidente titubeante, más preocupado por conservar el poder que por la penosa imagen internacional que ha dado España en unos momentos tan graves. Es el precio que Sánchez está dispuesto a pagar a cambio del apoyo de Podemos, un partido incapaz de diferenciar entre el agresor y el agredido y cuya sinceridad a la hora de defender la democracia y sus valores esenciales deja cada día más que desear.

El ascenso del capitalismo de estado comunista chino y el régimen autocrático instalado en Rusia, apoyado por quintacolumnistas en países occidentales como España, son hoy dos de las principales amenazas para un mundo más libre, democrático, justo y en paz. Ante el momento histórico que vive la democracia, es vital mantener la unidad para evitar que aparezcan Putins de todos los colores hasta debajo de las piedras. La invasión rusa de Ucrania debe ser un poderoso acicate para que comprendamos que la democracia no nos ha caído del cielo como una especie de gracia divina, sino que es algo que ha costado mucho conquistar y que hay que ejercer y defender día a día de sus múltiples enemigos, “con sangre, sudor y lágrimas” y sin equidistancias, ambigüedades o medias tintas. O no tardaremos en lamentarlo.

No a la guerra, sí a la democracia

Con este mismo título publiqué un post a finales de enero en el que expresaba las débiles esperanzas que tenía entonces de que la diplomacia consiguiera evitar el ataque contra Ucrania que preparaba el sátrapa de Moscú. Había reuniones e intercambio de documentos, contactos telefónicos e incluso algún líder europeo como Macron se acercó al Kremlin para intentar convencer al zar Putin de que depusiera las armas. Si repito hoy ese título es porque los acontecimientos de las últimas horas hacen que esté más vigente que nunca, a pesar de que no tengo dudas de que todo ha sido un paripé urdido y planificado desde hacia tiempo por el macho alfa de Moscú, por cuya cabeza probablemente nunca pasó la posibilidad de dar marcha atrás y retirar la amenazante presencia de sus tropas en las fronteras con el país vecino. Su verdadero objetivo no era evitar la guerra, sino ganar tiempo para crear el relato y buscar la excusa que justificara su intolerable agresión militar a un país soberano.


REUTERS

No hay término medio: o con la democracia o con la dictadura

Con la agresión rusa contra Ucrania han renacido de sus cenizas muchos de los viejos demonios europeos, esos que creíamos enterrados para siempre después de la guerra en Yugoslavia o tras la derrota del nazismo y las sangrientas invasiones de países soberanos por las tropas hitlerianas. No es momento de andarse con rodeos, medias tintas, excusas o equidistancias, ni de buscar en otras invasiones del pasado la coartada para intentar justificar la que ha iniciado Rusia contra Ucrania; es momento de solidarizarse con el agredido pueblo ucraniano y con su Gobierno y rechazar con la máxima contundencia el autoritarismo de Moscú y su desprecio a la convivencia internacional bajo reglas compartidas. Es momento, en definitiva, para estar con la democracia representada por el pueblo de Ucrania y contra el autoritarismo encarnado por Vladimir Putin.

La tan infame como gigantesca agresión rusa a Ucrania tiene un objetivo claro y preciso que solo los ciegos voluntarios o los compañeros de viaje de Putin, entre los que figuran algunos de los apoyos de Pedro Sánchez, se niegan a ver: convertir a ese país en el patio trasero de Moscú y frustrar la posibilidad de que la democracia arraigue en Kiev, lo cual representaría un mal ejemplo para el pueblo ruso al que el dictador del Kremlin gobierna con puño de hierro en falso guante democrático. De este modo pretende evitar también que Ucrania, en el pleno ejercicio de su soberanía, se acerque a la Unión Europea y se integre en la OTAN si así lo decidieran los ucranianos. 

La OTAN y el sueño expansionista de Putin

El avance ruso hacia la capital del país atacado hace pensar que entre los planes de Putin está colocar un gobierno títere en Kiev, al estilo de los que ya controla en Bielorrusia y otras exrepúblicas de la desaparecida Unión Soviética. Por ahora, el hecho de que varios países de la antigua órbita soviética como Letonia, Lituania, Estonia, Rumanía, Polonia o Bulgaria sean hoy miembros de la OTAN supone un serio obstáculo para sus planes expansionistas y su sueño de recomponer y poner de nuevo bajo control moscovita los restos del derruido imperio comunista. 

Después de la agresión de 2014, en la que Moscú se anexionó Crimea por la fuerza y dio pábulo a dos repúblicas separatistas pro rusas en el este de Ucrania ante la impotencia de Occidente, la nueva invasión supone un serio desafío para la OTAN, para Estados Unidos y para una inerme Unión Europea, a cuyas puertas se desarrolla este flagrante atropello al derecho internacional. Descartado un enfrentamiento militar entre Rusia y la OTAN por las consecuencias apocalípticas a las que podría dar lugar, la respuesta occidental no puede ser otra que la de sancionar de manera verdaderamente ejemplar y aislar al régimen autoritario ruso, sobre el que debe caer el oprobio y el desprecio de la comunidad democrática internacional y de todos los demócratas del mundo. Como ha señalado Biden, el presidente ruso merece convertirse en un paria de la comunidad internacional. 

"Dejar las manos libres a Putin no es una opción"

Las sanciones deben ser inmediatas y contundentes, de manera que sus efectos se dejen sentir cuanto antes tanto sobre los responsables políticos del ataque como en los sectores más estratégicos de la economía rusa. Aún así no oculto que soy escéptico sobre la eficacia de las sanciones, que además pueden funcionar como un boomerang para las economías europeas, pero no imagino de qué otra manera puede responder el mundo democrático ante este atropello si descartamos la alternativa militar. Dejar las manos libres a Putin no es una opción por el precedente que ya supuso la invasión de 2014 y porque no es solo Ucrania la que está en su punto de mira. En todo caso, la imposición de sanciones tiene que ser compatible con la posibilidad de encauzar la situación por la vía diplomática, lo cual debería ser prioritario. 

La ambigüedad china

Con todo, la principal dificultad para obligar a Putin a dar marcha atrás la encontramos en la ambigüedad de China, cuyo líder ha condenado el ataque a la soberanía ucraniana al tiempo que se ha mostrado comprensivo con “las necesidades de seguridad de Rusia”. Mucho me temo que si la dictadura comunista china no se desmarca de la autocracia rusa, algo poco probable por ahora, Europa en particular y el mundo en general pueden situarse a un paso del abismo. Hoy más que nunca se echa en falta unidad, determinación y liderazgo democrático mundial capaz de parar los pies a Putin y de reconducir una situación altamente volátil y de una potencialidad destructiva brutal. Por desgracia, si buscamos liderazgo en la ONU no lo hayamos, si miramos a Estados Unidos deja bastante que desear y sobre la vieja Europa, a cuya seguridad afecta directamente el belicismo ruso, es mejor correr un tupido velo. 

La caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética despertaron en su día grandes dosis de esperanza en el avance de la democracia en todo el mundo, pero la desilusión no tardó en llegar. El ascenso mundial del capitalismo de estado chino sin libertades y el régimen a caballo entre la autocracia y la cleptocracia que ha implantado Putin en Rusia, son hoy dos de las principales amenazas para un mundo más libre, democrático, justo y en paz. Espero no parecer alarmista, pero creo que el injustificado y bárbaro ataque ruso a Ucrania puede ser un nuevo paso hacia un conflicto global que nos alejaría aún más de lo que ya estamos de ese objetivo y que podría convertirse en el conflicto final. Es imprescindible y urgente parar esta locura. 

La democracia enredada

Tal vez les sorprenda saber que cuatro de cada diez españoles reconocen tener dificultades para diferenciar entre información veraz y falsa. Es lo que aseguraba el Eurobarómetro de 2018, poniendo de relieve uno de los agujeros negros de las democracias occidentales: la creciente carencia de información fiable sobre la que basar la toma de decisiones razonadas e informadas que afectan a toda la comunidad. El problema, sin embargo, no tiene nada de nuevo. En su libro "Verdad y mentira en política" (Página Indómita, 2016) la filósofa alemana Hanna Arendt advirtió de que "la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza una información objetiva y no se aceptan los hechos mismos". Me pregunto qué habría dicho Arendt, que escribió esto a comienzos de la década de los setenta, si hubiera vivido en plena expansión de las noticias falsas en las redes sociales y de la política convertida en el pan y circo que enloquecía a los antiguos romanos. 

Ciberoptimistas versus ciberpesimistas

Los efectos de las redes sobre las democracias han sido objeto de mil y un análisis, cuyas conclusiones se pueden resumir en dos posiciones relativamente antagónicas. De un lado estan los llamados “ciberoptimistas”, para los cuales la irrupción de estas plataformas socavó el monopolio de la intermediación que entre el poder y la sociedad ejercían los medios de comunicación tradicionales como la radio, la televisión y los periódicos, además de otras organizaciones como sindicatos, patronales, etc. Las redes habrían democratizado y ampliado la participación política de los ciudadanos sin ningún tipo de filtro o censura previa y de manera globalizada. 

Por su parte, los “ciberpesimistas” consideran que este fenómeno ha distorsionado el debate público al empobrecer y falsificar la información y generar “burbujas” o “cámaras de eco”, en las que solo buscamos confirmar nuestras ideas y renunciamos a confrontarlas con las discrepantes. Ya se encargan los famosos logaritmos de seleccionar por nosotros lo que más concuerde con nuestro perfil de internautas y de excluir lo que más aversión nos produzca.

"Las redes no han satisfechos las expectativas con las que nacieron"

Resulta evidente que las redes sociales no han respondido a los parabienes con los que fue recibido su nacimiento. Pasamos así de un optimismo tal vez exagerado e injustificado a la decepción y al pesimismo sobre el daño de las redes sociales para la democracia e incluso para la convivencia cívica. Lo que ya nadie puede negar es que las redes llegaron para quedarse: hoy son millones de personas en todo el mundo las que solo se "informan" a través de ellas y que nunca han tenido o ya han perdido el hábito de acudir a los medios convencionales para seguir la actualidad, algo que requiere de un tiempo y unos recursos que pocos están dispuestos a invertir.

Pluralismo sin debate

Millones de ciudadanos se fían hoy mucho más de lo que les llega por Whatsapp o de lo que leen en las redes, sea cierto o inventado, que de lo que publican los medios convencionales. No afirmo que estos medios sean sinónimo de pureza e independencia y que no respondan también a intereses económicos y políticos. Sin embargo, aún así deben pasar algunos filtros de veracidad y calidad que las redes no requieren, lo que las convierte en una tupida selva de desinformación, carente de mecanismos eficientes de prevención contra el odio, el racismo o la violencia. Con el agravante de la viralidad, es decir, la posibilidad de expandirse globalmente en muy poco tiempo y contaminar a millones de personas. Un botón de muestra: se calcula que la mitad de los votantes estadounidenses recibieron noticias falsas a través de las redes durante la campaña que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca. 

"Las redes han dado lugar a un pluralismo sin debate"

Como señaló el politólogo Bernard Manin, las redes han dado lugar a un “pluralismo sin debate” en el que cada cual defiende sus puntos de vista y aísla y estigmatiza a quienes piensen de forma diferente. Este debate solipsista nos aleja de la realidad y de la discusión pausada y razonada, esencial en la democracia, para abocarnos a la crispación, a la división y a la polarización. Se trata de un ecosistema social que el populismo aprovecha de forma sistemática para obtener rédito político a costa de poner en peligro la cohesión social y las instituciones democráticas.

Y es también a esa selva a la que acuden los medios tradicionales para buscar audiencia y clientes en dura competencia con empresas, gobiernos, partidos políticos, organizaciones de todo tipo y millones de ciudadanos que se baten el cobre por un lugar, por pequeño que sea, bajo el sol de las redes. Para no desentonar con el ambiente general los medios se camuflan cada vez más con los ropajes propios del entorno: el sensacionalismo, el amarillismo, las falsedades, las mentiras y la mezcla descarada de opiniones e información. 

Los hechos son sagrados, las opinión es libre

El respeto a los hechos ha dejado de ser la línea roja que no se podía traspasar: "los hechos son sagrados, la opinión es libre", decía un viejo principio periodístico que parece haber pasado a mejor vida. Hemos llegado a un punto en el que los hechos ya no son la prioridad, sino la opinión sobre unos hechos que pueden haber sido manipulado e incluso inventados. Lo que cuenta es el "relato", un eufemismo para referirse a la mentira o a la falsedad, porque el objetivo no es tanto informar y valorar los hechos con la mayor ecuanimidad posible, sino "colocar el relato" que más interese en cada momento. 

"Los políticos son las grandes estrellas de estos tiempos líquidos"

La política se hace hoy con el corazón en la mano y con eslóganes hueros pero pegadizos para que sean titulares en todos los medios y circulen por las redes. No importan la realidad ni las contradicciones, solo cuentan los sentimientos y la empatía: en estos tiempos en los que todo el mundo opina de todo, lo de menos es que se mienta o se prometan imposibles, lo importante es que el relato cale en una sociedad ávida de escuchar mensajes que confirmen sus prejuicios.

Las redes y el periodismo de calidad, retos democráticos

Los políticos son las grandes estrellas de estos tiempos líquidos, con su presencia y sus mensajes prefabricados saturan todos los canales de comunicación y convierten la actualidad en un estado permanente de opinión y confrontación. No queda tiempo para digerir el diluvio de trivialidades que se hacen pasar por noticias, las opiniones suceden a las opiniones en una carrera vertiginosa en la que se opina sin conocimiento y por no parecer fuera de juego,

Una sociedad bien informada es poderosa y temible para el populismo; sin embargo, en una sociedad desinformada, los ciudadanos están menos comprometidos, son menos tolerantes y más manipulables. De ahí la trascendencia que tiene para la democracia una prensa independiente e imparcial, capaz de canalizar las múltiples voces de sociedades complejas como las actuales. Un periodismo de calidad y encontrar la manera de que las redes sociales cumplan algunas de las optimistas expectativas con las que irrumpieron en la plaza pública, son probablemente dos de los retos más decisivos a los que se enfrenta la democracia representativa.

Del bipartidismo a la polarización

Me refería en el último post a la incapacidad crónica del PP y el PSOE para llegar entre sí a pactos de gobierno y sobre asuntos de estado. Señalé entonces que esa dificultad nace de la polarización de la vida pública, uno de los principales achaques que sufre la defectuosa democracia española, The Economist dixit, y del que se derivan muchos otros. El problema de la polarización en las democracias occidentales no es precisamente nuevo y estudios que lo miden y lo ponen de manifiesto hay en abundancia. Sin embargo, en España la dolencia ha experimentado un agravamiento mucho más rápido que en otros países de nuestro entorno: a fecha de hoy se considera a nuestro país como uno de los más polarizados de la Unión Europea, si bien Francia, Italia o Grecia no se quedan muy atrás. Entre los analistas hay también coincidencia en que el punto de inflexión a partir del cual se aceleró este fenómeno en España se encuentra en la llegada de Podemos al escenario político y la aparición poco después de Vox como su contraparte.

Polariza, que algo ganas 

Junto con Ciudadanos, Podemos y Vox consiguieron acabar con el bipartidismo, pero no para insuflar en el panorama político el aire fresco de la regeneración que prometieron, sino para polarizarlo. Su objetivo principal ha sido arrastrar al PSOE y al PP a los extremos del espectro político, en donde abundan  las líneas rojas y las consignas predominantes suelen ser “al enemigo, ni agua” y el "no es no". En buena medida, el harakiri que se está haciendo el PP a propósito del supuesto espionaje a Díaz Ayuso, además de una pugna por el poder en el partido, es el fruto de esa atracción fatal hacia los límites del espacio político, tal y como en su día lo fue también la crisis que protagonizaron Pedro Sánchez y los barones del PSOE.  

Llegados a esos extremos, el diálogo, el compromiso y el acuerdo se vuelven imposibles por miedo a perder votos, la democracia se bloquea, las instituciones se desprestigian, la desafección ciudadana crece y se entra en un círculo vicioso que se retroalimenta permanentemente. Dicho en otras palabras, la polarización es un cáncer para la democracia.

En síntesis, la polarización es el alineamiento de los partidos y de sus parroquias más fieles en torno a posiciones numantinas y antagónicas entre sí. Desde esas posiciones extremas se estigmatiza a los adversarios políticos y se les convierte en enemigos con los que no es posible entendimiento alguno. Igualmente se atacan y deslegitiman las instituciones democráticas y los poderes del Estado como el judicial, se exaltan las pasiones y las emociones, se apoyan las teorías de la conspiración y se cultiva la llamada “moral del asco”, que prescinde de la argumentación y reduce al máximo los espacios para el diálogo y el acuerdo.

O conmigo o contra mí

El partido, la ideología, el territorio, el feminismo, la corrupción, la inmigración, la Guerra Civil o el franquismo son algunos de los asuntos más recurrentes en España para generar polarización social y política, haciendo que los votantes fieles se sientan cada vez más aislados y excluyentes e incluso enfrentados a quienes no comparten sus puntos de vista: o conmigo o contra mí, no hay término medio ni espacio para la discrepancia. Los debates sobre las políticas públicas en sanidad, educación, servicios sociales o mercado laboral se trufan a menudo de superficialidad y demagogia populista o sencillamente se relegan a un segundo plano y se olvidan. En otros términos, la polarización que padece la democracia española y que en menor o mayor medida practican todos los partidos, va estrechamente unida al auge del populismo como la otra cara de una misma moneda.

"Populismo y polarización son como las dos caras de una misma moneda"

Las causas de este fenómeno tienen que ver con la creciente desigualdad social y la perdida de confianza en una clase política alejada de la realidad y en unas instituciones que no cumplen su cometido. La globalización, la inmigración, la revolución tecnológica y la incertidumbre ante el futuro completan el cuadro. Frente a esa realidad compleja se recurre a recetas simplistas por parte de líderes populistas que interpretan la música que mejor suena a los oídos de unos ciudadanos desengañados de la política. Ninguna democracia se quiebra por un cierto nivel de polarización, deseable por otra parte en un sistema político basado en la competencia entre distintos partidos. El problema surge cuando se supera ese nivel aceptable y la gobernabilidad e incluso la propia convivencia social se tornan cada vez más difíciles. ¿Hemos superado en España ese nivel? ¿Cómo de cerca estaríamos de superarlo? Sea como sea, este estado de cosas es dinamita para la estabilidad de la democracia.

Las redes, el vehículo ideal para la polarización

La polarización, exacerbada y elevada a la enésima potencia a través de las ineludibles redes sociales y de los medios de comunicación desesperados por incrementar la audiencia, genera bloqueo institucional y costes de oportunidad por la incapacidad de las fuerzas políticas para abordar los problemas del país en tiempo y forma. Se entra así en un círculo vicioso en el que, en lugar de gestionar los asuntos públicos, se fomenta el liderazgo incontestable y cuasi mesiánico y se vive en una permanente campaña electoral. Como explica el politólogo Pierre Rosanvallon en uno de sus libros, una democracia polarizada como la que impulsa el populismo corre el riesgo de derivar en "democradura", un término acuñado en Francia que define un "régimen político que combina las apariencias democráticas con un ejercicio autoritario del poder". 

"Hay que sacar el debate del terreno de las emociones y centrarlo en el de las políticas públicas"

El propio Rosanvallon señalaba que la alternativa a la polarización populista "no puede consistir en limitarse a defender el orden de cosas existente" sino en "ampliar la democracia para darle cuerpo, multiplicar sus modos de expresión, procedimientos e institucionesmás allá del simple ejercicio del voto. O lo que es lo mismo, la mejor manera de despolarizar la democracia no es erosionándola aún más y deslegitimando sus instituciones, sino mejorándola con más y mejor democracia. 

Esto pasa, entre otras cosas, por sacar el debate del terreno de las identidades y las emociones y centrarlo en las políticas públicas que afectan a la vida de los ciudadanos. Los líderes políticos son los primeros que deben dar ejemplo de responsabilidad, subrayando lo que une en lugar de lo que separa y huyendo de las descalificaciones personales y del uso de las redes para crispar y dividir. Y en último lugar, pero no menos importante, los medios de comunicación tienen la obligación de autorregularse para no echar más leña al fuego de una hoguera que se nos puede terminar escapando de las manos. Si todo esto les parece utópico, confieso que no sé qué otra cosa se puede hacer. 

Democracia enferma

Uno de los síntomas de la defectuosa democracia española de la que habla The Economist es la imposibilidad casi congénita de que el PP y el PSOE lleguen a acuerdos de gobierno o sobre grandes asuntos de estado. El ejemplo más próximo está en Castilla y León, en donde se da por hecho que el PP tendrá que llegar a compromisos con Vox para mantenerse en el gobierno tras su pírrica victoria en las elecciones del domingo. Ni populares ni socialistas parecen darle ninguna opción a la posibilidad de algún tipo de acuerdo entre ambos, como si en lugar de ser adversarios democráticos que han competido en unas elecciones fueran enemigos irreconciliables. Para que tal cosa ocurriera haría falta un sentido de estado mucho más acusado que el que vienen demostrando los líderes nacionales de ambos partidos y, sobre todo, anteponer el interés general, la estabilidad de las instituciones y la moderación política a los tacticismos cortoplacistas de uno y otro. Esa polarización política es precisamente uno de los síntomas de que la salud de la democracia española necesita cuidados intensivos para evitar el agravamiento del cuadro clínico.


Retroceso global

El informe de The Economist sobre la salud de la democracia en el mundo no es la verdad revelada, aunque constituye un buen termómetro para medir si el menos malo de los sistema políticos conocidos avanza o retrocede globalmente. Las conclusiones demuestran que retrocede y que los dos años de pandemia no han hecho sino agravar los preocupantes síntomas detectados ya a raíz de la crisis financiera de 2008. Ese retroceso ha afectado sobre todo a las libertades individuales como nunca antes había ocurrido en tiempos de paz y casi que en época de guerra también. Por desgracia, el índice no valora las consecuencias que en términos de desigualdad o acceso a los servicios públicos ha provocado esta crisis, lo que nos permitiría disponer de una visión menos centrada únicamente en las libertades formales y más atenta también a la realidad social.

Entre las democracias que según The Economist han retrocedido en el último año está la española, que ha bajado de primera a segunda división al pasar de “democracia plena” a “democracia defectuosa”. Nuestro país cae del puesto 22 al 24 en la lista mundial, una caída que se añade a los seis escalones que ya había descendido el año anterior. El deterioro coincide en el tiempo con el Gobierno de Pedro Sánchez, que tiene en su haber el dudoso honor de haber decretado dos estados de alarma inconstitucionales o el cierre del Congreso, entre otras decisiones que casan muy mal con el respeto debido a los principios y normas democráticos y a las instituciones en una democracia plena.

Independencia judicial y calidad democrática

Entrando al detalle, es en el capítulo de la independencia judicial en donde The Economist propina el mayor tirón de orejas a la democracia española debido al bloqueo de la renovación del Consejo del Poder Judicial, que cumple ya más de tres años en funciones. Con su incapacidad para el acuerdo y su pugna por el control del gobierno de los jueces, los dos grandes partidos deterioran gravemente uno de los tres poderes del Estado. Aparte de que sea necesario modificar el sistema de renovación de los vocales del Consejo para garantizar su independencia, tal y como han demandado reiteradamente las instancias europeas, PP y PSOE deben acabar cuanto antes con una situación que degrada la calidad democrática de nuestro país.

"En España, las deficiencias de la democracia siempre son responsabilidad de otros"

La primera obligación de un enfermo es reconocer sus dolencias y someterse al tratamiento adecuado para recuperar la salud. En el caso español ocurre, sin embargo, que la culpa de nuestras deficiencias democráticas siempre es de un tercero, nunca propia. Síntoma de esa enfermedad es precisamente que, nada más conocerse el índice de The Economist, el Gobierno y los partidos de izquierda se apresuraron a culpar a los de derechas, y viceversa, del retroceso en la calidad de nuestra democracia. Lo responsable y democrático tendría que haber sido reconocer los achaques y proponer soluciones, en lugar de aprovechar la oportunidad para capitalizar el informe y polarizar aún más el ambiente.

Democracia, un sistema complejo y frágil

Tendemos a pensar que la democracia vino para quedarse per saecula saeculorum y descartamos que las cosas puedan empeorar, que de hecho es lo que está sucediendo. En los poco más de dos siglos que tiene de edad este sistema político ha habido avances y retrocesos y, en no pocas ocasiones, se ha acabado imponiendo el autoritarismo o el totalitarismo puro y duro. Su propia naturaleza hace de la democracia un sistema inestable y vulnerable frente a sus enemigos, situados sobre todo en los extremos del espectro político, aunque prácticamente no exista ningún país que no mencione la democracia en su constitución y ningún partido se atrevería hoy a proclamar abiertamente que su objetivo es imponer una dictadura o un régimen autoritario. 

La democracia siempre ha vivido condicionada por las contradicciones insalvables entre cómo nos gustaría que fuera y cómo funciona en la realidad. Se puede afirmar incluso que “defectuosa” es un adjetivo que casa bien con democracia: una democracia perfecta no ha existido ni existirá jamás en ninguna parte, si bien eso no debería llevarnos a una peligrosa autocomplacencia y a restarle importancia al agravamiento de los síntomas que viene presentando el paciente en los últimos años. 

"La democracia perfecta no ha existido ni existirá nunca"

Porque puede llegar un momento, tal vez cuando menos lo esperemos, que la enfermedad esté tan extendida que los remedios a la desesperada ya no sirvan de nada: la pérdida de legitimidad ante los ciudadanos, la deslealtad de los partidos, el desprestigio y la colonización política de las instituciones, los ataques sistemáticos al poder judicial, la falta de eficacia y efectividad del gobierno, el populismo y la polarización son síntomas bien visibles de que la salud de la democracia española empieza a requerir atención urgente.

Ni la clase política ni los ciudadanos deberían olvidar lo que supone vivir en un sistema democrático ni la travesía del desierto que tuvo que pasar este país para dejar atrás el largo y oscuro túnel de la dictadura. Sobre todo, no debemos olvidar que tenemos en nuestras manos un complicado a la vez que delicado mecanismo político que hay que cuidar con el mimo y el respeto que merece para que dure y mejore su funcionamiento, conscientes siempre de que nunca será perfecto pero sí perfectible.