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La campaña interminable

Hubo una época, muy lejana ya, en la que era posible distinguir con una cierta claridad las campañas electorales de la acción de gobierno propiamente dicha. Sin embargo, de un tiempo largo a esta parte, los límites se han difuminado de tal manera que hoy ya es imposible identificar qué es una cosa y qué es otra. La gente suele decir que las campañas son cada vez más largas porque cada vez comienzan antes. Yo niego la mayor: las campañas ya no tienen principio ni final porque los partidos políticos, tanto los que gobiernan como los de la oposición, viven en campaña permanente e interminable. Ese agotador clima de campaña constante, artificialmente caldeado por los líderes políticos, sus asesores y sus seguidores a través de las redes, es una rémora democrática y un obstáculo muchas veces insalvable para que el gobierno y la oposición se pongan de acuerdo en asuntos de estado. No es posible alcanzar consensos ni compromisos útiles para el interés general si la acción política diaria está condicionada y orientada continuamente hacía la obtención de réditos electorales. 


Todo es campaña

El márquetin político está por todas partes y dirige con mano de hierro la acción política. Hasta tal punto es así que los asesores de campaña suelen ser los mismos que asesoran al presidente del gobierno cuando el partido asesorado accede al poder. Su objetivo es simple pero a la vez difícil en un escenario político cada día más competitivo y polarizado: conseguir que el líder no pierda comba ante la opinión pública, que sea centro de atención mediática todos los días, sin importar la consistencia del mensaje o su veracidad. Lo que interesa por encima de todo es mantenerse permanentemente en el candelero y generar titulares y apariciones en televisión.

Esta dinámica perversa impone decisiones, medidas y promesas cortoplacistas, pensadas solo en función de los votos que puedan arrastrar cuando lleguen las elecciones. Se pervierte así por completo la acción de gobernar y el papel que debe desempeñar la oposición en una democracia. También es cada vez más frecuente que se entremezclen el ámbito institucional y el electoral, cuando se utilizan con todo descaro las instituciones democráticas y los recursos públicos para hacer campaña partidista o para atacar a la oposición.

Las redes sociales: un antes y un después

Las redes sociales han marcado un antes y un después en este proceso por el que que se han terminado asimilando hasta confundirse el plano electoral con la acción de gobierno o el ejercicio de la oposición. Las redes son hoy el principal vínculo de comunicación entre los líderes políticos y los ciudadanos con las ventajas, pero también con los riesgos, que eso implica. Cierto es que son una oportunidad para que la comunicación fluya y para que los partidos pequeños puedan llegar más fácilmente a los electores, pero, al mismo tiempo, son canales propicios para diseminar bulos y mentiras, favorecer las injerencias y generar polarización con fines electorales.

A esa realidad no son ajenos los medios tradicionales, que en busca de audiencia replican de forma acrítica las polémicas de las redes, y en los que ya es casi imposible encontrar información política que no esté viciada de electoralismo o partidismo. Frente a la información y el comentario ponderado de la acción gubernamental, lo que se ofrece suele ser periodismo de declaraciones y de dimes y diretes tan ruidoso como estéril. 

Además, la profusión y la frecuencia con la que se publican encuestas y sondeos electorales, muchas veces a gusto del consumidor que las encarga con el fin de favorecer una opción política determinada, no hace sino alimentar la agobiante sensación de que vivimos continuamente en campaña. Con los políticos y los medios en celo electoral permanente surgen el hastío, el agotamiento y el cansancio de los ciudadanos que, en gran medida, esperan al último momento para decidir su voto. 

Diferencias entre político y estadista

Con razón cabe preguntarse qué tiempo real dedican los responsables políticos a ocuparse  de los grandes desafíos y problemas del país, muchos de ellos con un horizonte temporal superior a los cuatro años de la legislatura, si lo único que les mueve es ganar las próximas elecciones para conservar el poder o acceder a él. Ante esta realidad, la regulación de las campañas ha quedado obsoleta y a estas alturas suena absurdo hablar de “precampaña” y “campaña” o de “jornada de reflexión”. Todos esos preceptos se justificaban cuando los españoles aún estábamos dando los primeros pasos en democracia, pero hace mucho que han sido desbordados de largo por la nueva realidad mediática y la dinámica partidista.

A Bismarck se le suele atribuir haber dicho que un político se convierte en estadista cuando deja de pensar en las próximas elecciones y empieza a pensar en las próximas generaciones. Si eso es así, podemos concluir que los verdaderos estadistas actuales se podrían contar con los dedos de una mano y, siendo optimistas, sobrarían varios dedos. En general, lo que hay son líderes políticos de diseño, tan mediocres como mediáticos, obsesionados con su imagen y dedicados exclusivamente a vender los mensajes que sus asesores en márquetin electoral han precocinado para ellos. 

Líderes convencidos de que la clave para ganar las elecciones no pasa tanto por entregar un buen balance de gobierno a los electores u ofrecerles un proyecto alternativo sólido, como por desprestigiar y desacreditar a los rivales, cargándoles con la culpa de todos los males del país. El drama del que no parecen ser conscientes es que esa práctica nociva y cada vez más extendida también socava, deteriora y desacredita gravemente la democracia.

Vacuna obligatoria, de entrada no

Un fantasma recorre Europa, el fantasma de la vacuna obligatoria contra la COVID-19. Resurge este debate a raíz del importante aumento de los contagios en varios países europeos, cuyos gobiernos están poniendo en marcha una nueva tanda de restricciones de movilidad, acompañada esta vez de la obligatoriedad de vacunarse para la población que ha rechazado la vacuna o de determinados grupos profesionales como sanitarios, profesores y otros empleados públicos. Estas medidas han provocado manifestaciones violentas en Viena, Bruselas o Róterdam, instrumentalizadas por fuerzas populistas de extrema derecha. Estas formaciones están demostrando una preocupante capacidad de llevar a su molino el agua del hartazgo, el descontento y la desconfianza de muchos ciudadanos ante las élites políticas y los llamados expertos, cuya gestión de la pandemia no ha sido precisamente sobresaliente. 

Una vacuna segura y eficaz

Aunque con mucha menos fuerza, el debate también ha llegado a España a pesar de que la situación epidemiológica en nuestro país es aún comparativamente mucho mejor. La clave es el elevado porcentaje de vacunados con la pauta completa: un 89% de la población diana en España frente a dos tercios aproximadamente de Alemania, Austria o el Reino Unido. La primera conclusión es que a mayor porcentaje de vacunados menos presión hospitalaria y, sobre todo, menos casos graves. El aumento de los contagios y el leve repunte de hospitalizados e ingresados en unidades de cuidados intensivos de los últimos días, no desmienten, sin embargo, la eficacia de la vacuna. 

Que seis de cada diez pacientes en cuidados intensivos no estuvieran vacunados prueba precisamente la importancia de la vacuna para luchar contra las peores consecuencias del virus: el patógeno circula con mucha más facilidad y es mucho más dañino entre los no inoculados, cuya capacidad de contagio es también mucho mayor y de consecuencias más graves que la de quienes se han vacunado. Con este simple dato bastaría para darse cuenta de que la vacuna no es el problema, sino la solución. Con todo, con el virus circulando y provocando contagios como lo está haciendo, será necesario reactivar ciertas medidas preventivas para evitar que la situación se vuelva a desbocar. 

El repunte de los contagios está poniendo nerviosas a unas comunidades autónomas que empiezan a pensar de nuevo en restricciones y certificados de vacunación para acceder a lugares públicos o viajar. A pesar de la falta de consenso entre los especialistas sobre la eficacia de algunas de esas medidas y sin legislación estatal en la que ampararse por el cálculo político del Gobierno central, las autonomías se aprestan de nuevo a vérselas con los jueces y con el recelo de una población agotada después de más de año y medio de restricciones. La evolución de los datos de la pandemia y la recuperación económica anunciada por el Gobierno pero que no termina de llegar, condicionarán las medidas que se adopten cara a una Navidad que ya se barrunta nuevamente llena de pegas. Esto es particularmente relevante en Canarias, en donde el aumento de casos en los países emisores de turistas puede dar al traste con la segunda temporada de invierno consecutiva, la más importante en el Archipiélago. 

Patronal y Podemos a favor de la obligatoriedad

En ese contexto se han escuchado las primeras voces a favor de la vacuna obligatoria. Además de la de algún epidemiólogo, también se han mostrado partidarios el presidente de la CEOE y Unidas Podemos, una coincidencia cuando menos llamativa. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como algunos creen. Echando la vista atrás, la historia de las vacunas está llena de dificultades, aunque con el paso del tiempo se han ido normalizando y aceptando por la inmensa mayoría de la población. Por solo citar un par de ejemplos, la primera vacuna contra la viruela involucró la linfa de la viruela de ganado. En el siglo XIX, para algunos sectores del ascendente movimiento vegetariano británico, esto era repugnante. El tejido porcino también ha llevado a algunos musulmanes a preguntarse por el uso de gelatina derivada del cerdo como estabilizador de la vacuna, lo que dificultó la vacunación contra el sarampión en Indonesia hasta una fecha tan reciente como 2018. 

Pero más allá del rechazo a la vacuna por motivos religiosos, sociales, políticos o filosóficos, o simplemente por estulticia incurable, hay una serie de requisitos cruciales que se deben tomar en consideración. Desde el punto de vista legal, solo bajo un estado de excepción sería posible imponer en estos momentos en España la vacuna obligatoria. El pasotismo del Gobierno y del Parlamento para cumplir sus obligaciones legislativas ante la pandemia es la causa de que a fecha de hoy no exista una norma concreta y específica que ampare, llegado el caso, una decisión como esa. Solo una sentencia judicial podría obligar a un ciudadano a vacunarse, aunque aquí no estamos hablando de unos pocos ciudadanos renuentes, sino del 11% de la población diana que ha rechazado la vacuna. 

Ni la ONU ni la OMS recomiendan la obligatoriedad

Además de los legales, deberían cumplirse otros supuestos que avalen y justifiquen la obligatoriedad. Organismos como la ONU recomiendan que solo se llegue a ese extremo si no hay alternativa para lograr el objetivo, en este caso poner el virus bajo control para reducir al máximo los casos hospitalarios y graves; también debe responder a una necesidad social urgente, ser proporcional a los intereses en juego, lo menos intrusiva posible y no discriminatoria. Dicho de forma resumida, para la ONU lo conveniente es que la vacuna sea voluntaria y no coercitiva con el fin de evitar la división social y no generar un problema añadido al que se pretende combatir. Tampoco la OMS ve con simpatía la vacuna obligatoria y de hecho no prevé recomendarla.

A efectos de extender la vacunación entre los reacios, tal vez sería mucho más eficaz mejorar sustancialmente la transparencia de la información pública para hacer frente a los bulos y combinar la pedagogía con algún tipo de incentivo que anime a vacunarse. Apostar por la obligatoriedad o aplicar medidas punitivas conduciría a un terreno resbaladizo que afectaría a derechos y libertades fundamentales, por mucho que a la inmensa mayoría nos resulte absolutamente incomprensible y merecedor del más severo reproche social que haya gente dispuesta a contagiar y a contagiarse y a sufrir las graves consecuencias, debido a vaya usted a saber qué extraña idea o teoría negacionista. Pero salvo que se dieran los requisitos de los que habla la ONU, una decisión así habría que enmarcarla más en las prácticas de los regímenes autoritarios que en las de la democracia. 

Aplicadas todas estas matizaciones, consideraciones y requisitos al caso español, creo que la conclusión solo puede ser una: vacunación obligatoria, de entrada no. No solo porque no se cuenta con el marco legal adecuado, sino porque el alto porcentaje de vacunados que ya hay en nuestro país y los datos epidemiológicos actuales no la justificarían y tendría en cambio importantes contraindicaciones sociales y políticas. 

Adiós a la democracia de partidos

Los partidos políticos siempre han estado en entredicho, aunque pocas veces tanto como en la actualidad: han cambiado de tal forma en las últimas décadas que ya es muy difícil reconocer en ellos a las organizaciones de masas que fueron en otros tiempos, especialmente tras la II Guerra Mundial, cuando su legitimación social alcanzó las máximas cotas. Hace poco comenté en el blog el libro de P. Ignazi "Partido y democracia", (Alianza, 2021)(Ver aquí) y vuelvo sobre el tema con otro trabajo clave para entender este proceso. Se trata de "Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental", de Peter Mair, publicado unos años antes pero de plena vigencia. Mair es contundente: "la era de la democracia de partidos ha pasado", afirma. En su opinión, aunque los partidos permanecen, se han desconectado hasta tal punto de la sociedad y están tan empeñados en una clase de competición que es tan carente de sentido, que no son capaces de ser soportes de la democracia. Mair incide especialmente en la creciente devaluación del demos ante una idea de la democracia en la que el componente popular se ha vuelto irrelevante.


Participación y afiliación a la baja

La reacción de los ciudadanos ante los partidos es la desafección, la indiferencia e incluso la hostilidad. Pruebas evidentes son el descenso de la participación en las elecciones y del número de afiliados. Y es a través de esa brecha - dice Mair - por la que se cuelan los populismos de diverso signo. Síntoma también de la distancia que separa al demos de los partidos es la volatilidad del voto, lo que además hace cada vez más inciertas las predicciones electorales. Esto significa que, como consecuencia de los cambios sociales de las últimas décadas (secularización, mejores condiciones de vida, globalización), cada vez es más frecuente que los electores cambien el sentido de su voto de unas elecciones a otras. Esa actitud se traduce en una caída de la lealtad partidaria y del número de electores que se identifican solo con unas siglas concretas. 

En opinión de Mair, "cuando la política se convierte en un entretenimiento para los espectadores es difícil mantener partidos fuertes. Cuando la competencia entre partidos apenas tiene consecuencias para la toma de decisiones, solo cabe esperar que derive hacia el teatro y el espectáculo". Según Mair, la política actual es cada vez menos partidista, aunque las apariencias puedan hacer creer lo contrario. Se extiende la indiferenciación entre los partidos, al menos por lo que se refiere a las decisiones de gran alcance para los ciudadanos. Se trata de un proceso muy vinculado a la globalización en el que los gobiernos y, consecuentemente, los partidos políticos han visto drásticamente recortada su autonomía política. 
"La única función de los partidos es el clientelismo y la organización del parlamento y el gobierno"
Esto conduce a que "los partidos políticos cada vez tienen más dificultades para mantener identidades diferenciadas". Lo cual, unido al retroceso del llamado voto de clase, ha dado paso a partidos "atrapalotodo" que buscan votos en todos los caladeros. De ahí - dice Mair - que la actual competición política se distinga por la "pugna por eslóganes socialmente inclusivos a fin de obtener el apoyo de electorados socialmente amorfos". Con líderes políticos de los que se valora ante todo su capacidad mediática para conectar con electorados de base social lo más amplia posible y una decreciente competencia entre izquierda y derecha, retrocede también el modelo de gobierno de partidos responsables.

Adiós a los partidos de masas

Con la implantación de los partidos "atrapalotodo" también se alteran las funciones tradicionales de las fuerzas políticas. Una de ellas era trasladar las demandas sociales a los núcleos del poder, un papel que interpretan ahora organizaciones y movimientos sociales de todo tipo que son los que han terminado estableciendo la agenda política. Para Mair, a la vista de este panorama la única función que mantienen aún los partidos es la del clientelismo y la organización del parlamento y el gobierno. El resultado de todo lo anterior es que "los ciudadanos dejan de se participantes para ser espectadores mientras las élites ocupan un espacio cada vez mayor en el que perseguir sus intereses particulares". 

La UE es para Mair el paradigma de las transformaciones que han sufrido los partidos políticos. En el club comunitario ve el autor el espacio para el refugio de unos partidos y unos dirigentes alérgicos a rendir cuentas. Es en ese ámbito en el que se aprecia con más claridad la escasa competencia entre partidos. El ciudadano, mientras, observa que las decisiones relevantes se adoptan en lejanas instituciones no elegidas democráticamente y liberadas de rendir cuentasPara nuestro autor, la UE es una suerte de "estado regulador" o sistema político al que apenas se puede acceder por las vías y con los medios habituales en una democracia convencional. A su juicio, esta UE se ha construido de esta y no de otra manera porque la democracia convencional ya no es operativa ya que, si lo fuera, no sería necesaria la UE. 

Conclusiones

Es evidente que los partidos, piezas clave de esa democracia, han mutado en organizaciones divorciadas de unos ciudadanos que les pagan con la misma moneda. La cuestión es cómo revertir la situación y acortar la brecha y para eso el populismo no es la mejor de las alternativas. ¿Seguiría habiendo democracia si los partidos terminan convertidos en meros gestores de la agenda institucional, sin apenas contacto con la calle salvo en periodos electorales y a través de medios de comunicación y redes sociales? ¿se podría seguir hablando de democracia si continúa bajando la participación electoral y la afiliación? ¿en una democracia así a quiénes representarían los partidos? ¿Es concebible una democracia sin demos? Pocas respuestas hay de momento para estas y otras muchas preguntas que suscita la lectura del libro de Mair, aunque al menos una sí parece evidente: la democracia de partidos está evolucionando hacia un sistema aún borroso pero cada vez más inquietante. 

El liberalismo contra las cuerdas

El liberalismo está herido y es imprescindible y urgente que reviva para enfrentar rearmados con la razón los riesgos del populismo autoritario que esconde el neoliberalismo más cerril. Esta es, muy esquematizada, la tesis que sostiene en este libre José María Lassalle, profesor e investigador, además de exsecretario de Estado de Cultura y de Agenda Digital hasta su abandono de la política en 2018. "El liberalismo herido" (Arpa, 2021) esta a medio camino entre un libro de ciencia política y un manifiesto reivindicativo del liberalismo más genuino en tiempos de iliberalismo rampante por la izquierda y por la derecha del espectro político. El propio subtítulo del libro lo confiesa: "Reivindicación de la libertad frente a la nostalgia del autoritarismo"Es un trabajo útil y notable que, sin embargo, peca en algunos momentos de una visión apocalíptica del futuro o demasiado edulcorada de la historia liberal. Aún así merece la pena leerlo con atención y no desdeñar las herramientas que propone por más que algunas resulten algo utópicas. 


Pesimismo democrático y neoliberalismo

Aunque contiene algunas propuestas, este libro no es una hoja de ruta detallada para que el liberalismo recupere el esplendor perdido; es más bien una causa general contra el neoliberalismo al que se acusa de la deriva autoritaria que, en opinión del autor, se cierne sobre las democracias occidentales. Falta, sin embargo, una explicación más extensa de las causas por las que las ideas de Locke y otros han retrocedido frente a un neoliberalismo egoísta y adorador de "los mercados", que ascendió al poder con Thatcher y Reagan, y se ha reforzado con las grandes crisis del siglo XXI: el ataque a las Torres Gemelas de 2001, la crisis financiera de 2008 y la pandemia de COVID - 19. A raíz de esos hechos y a propósito de la creciente tentación de sacrificar determinadas libertades a cambio de seguridad, el autor hace suya la pregunta del filósofo británico John N. Gray y se cuestiona "qué parte de la libertad querrán los ciudadanos que les sea devuelta después de que hayamos vencido definitivamente la pandemia". 

La visión que tiene Lassalle de la democracia actual es marcadamente pesimista: "nos acercamos al colapso global", anuncia. Sostiene que el mundo de ayer se resquebraja ante la ausencia de consensos estables para identificar y defender el bien común y echa en falta "gobernanza" mundial. Ve a los estados soberanos desbordados por la globalización y a las grandes corporaciones tecnológicas con un poder casi omnímodo para salvar o dejar caer democracias, como ocurrió en el asalto al Congreso de los Estados Unidos en enero de 2021. En aquella ocasión decidieron salvarla porque convenía a sus intereses, pero habrían podido decidir no silenciar a Trump y las consecuencias seguramente habrían sido muy diferentes. Ante ese escenario el autor cree que "el liberalismo debe ser capaz de encontrar su sentido dentro de la coyuntura aparentemente inevitable del populismo al que estamos abocados" y que puede llevarnos a "democraduras", como ha advertido también Pierre Rosanvallon. 

Contra el estado mínimo del neoliberalismo

Lassalle reivindica un "liberalismo autocrítico que asuma que hay que dejar atrás la obsesión por blindar materialmente una libertad que se confunde con el disfrute sin obstáculos de nuestras preferencias personales, para asumir que estas deben enmarcarse dentro del respeto de vínculos morales, condicionantes ecológicos y contextos culturales que convenzan al conjunto de la sociedad que debe seguir invocando la libertad como referente ético de una autonomía moral que sea nuestro acompañante en la toma de decisiones colectivas". El autor defiende la necesidad de que liberalismo y socialdemocracia unan esfuerzos de nuevo y colaboren como tras la II Guerra Mundial para enfrentar juntos el populismo iliberal. Según su tesis, la principal debilidad liberal es que no se ha sabido adaptar a los cambios que comporta un mundo globalizado y ha perdido su esencia. La posmodernidad y el ciberespacio - afirma - han hecho obsoleto su discurso y sus planteamientos, lo que ha llevado a que "se haya quedado sin conexión con el presente" y deba reinventarse. 

"La desregulación de los mercados se convirtió en una teología laica que se completó con la privatización de las empresas públicas"

Cuatro son para el autor los ejes de la refundación: el reconocimiento de la diversidad en una sociedad plural, el rechazo de la arbitrariedad particular y el fanatismo, el progreso técnico y científico y un gobierno limitado y al servicio de los gobernados. No obstante, Lassalle rechaza la tesis neoliberal de que el Estado deba ser lo más reducido posible y limitarse a proteger la propiedad privada y garantizar la seguridad. Sostiene que el neoliberalismo a ultranza de Hayek o Friedman ha llevado a "los mercados" a serlo todo y a justificarlo todo, incluso dictaduras como la de Pinochet en Chile. La desregulación de los mercados se convirtió así en una suerte de teología laica que se completó con la privatización de las empresas públicas, mientras se presentaba la globalización como la panacea para extender la democracia a todo del mundo tras la caída del bloque soviético.

La deriva del neoliberalismo autoritario

Todo cambió para siempre tras los ataques de 2001 a las Torres Gemelas: se impuso la unilateralidad y ganó terreno la tentación autoritaria, al tiempo que se acusó al liberalismo de debilidad ante la amenaza terrorista. El máximo exponente de ese giro fueron el Tea Party y Donald Trump, junto al avance hacia la llamada "Ilustración oscura" del control de los medios de comunicación, el uso de las redes sociales para la polarización política y el poder de las grandes corporaciones tecnológicas. Lassalle propone responder a la amenaza con lo que denomina "cooperación comunitaria", que no estaría basada en vínculos jurídicos sino en la voluntad, el humanitarismo, las relaciones de amistad o las asociaciones voluntarias. Junto a ese espíritu colaborativo voluntarista un tanto utópico, también reivindica una educación que forme a ciudadanos libres y apuesta por frenar la concentración de las empresas tecnológicas. Lassalle recela de las grandes compañías y defiende la necesidad de someterlas a normas y procedimientos democráticos que impidan la existencia de un poder que solo rinde cuentas ante sus accionistas. 
"Lassalle peca un poco de autocomplaciente y cae a veces en el catastrofismo"
En la forma, el libro adolece de un cierto desorden temático que transmite al lector la sensación de tropezar una y otra vez con argumentos ya expuestos con anterioridad. En este toque a rebato en defensa de la democracia liberal llama la atención que el autor no haga ninguna mención al populismo de izquierda y sus riesgos, apuntados entre otros por Rosanvallon en un libro recientemente comentado en el blog: "Populismo, una palabra de goma". Por lo demás, Lassalle cae por momentos en la autocomplacencia con el liberalismo y su análisis peca a veces de catastrofismo, lo que revela déficit de confianza en la fortaleza de los sistemas democráticos. Aún así, nadie con un mínimo de espíritu democrático debería tomar a la ligera sus llamadas de atención ante las amenazas que enfrenta la democracia en el siglo XXI. Como bien señala, "la democracia sigue siendo en términos morales y prácticos la forma de gobierno que mejor gestiona los asuntos humanos a pesar de las carencias de equidad que ha puesto en evidencia el siglo antiliberal que atravesamos".  

Populismo, una palabra de goma

Los términos "populismo" y "populista" ya forman parte del vocabulario político habitual, aunque el abuso con el que se emplean en situaciones políticas diversas no ayuda a diferenciar entre lo que es y lo que no es "populismo". Se escucha que el "populismo" puede ser de izquierdas o de derechas pero, si nos preguntaran, tendríamos dificultades para definir con precisión los puntos comunes y las divergencias. Su iliberalismo lo convierte además en un riesgo para la democracia, aunque no abundan las propuestas democráticas que permitan neutralizarlo, tal vez porque ha terminado contaminando a otras opciones políticas tradicionales. De todos estos aspectos relacionados con el populismo, así como de sus características, de su historia y de su crítica trata "El siglo del populismo", (Galaxia Gutenberg, 2020), un libro imprescindible para entender una opción política más complejo de lo que parece. Su autor es Pierre Rosanvallon, catedrático del Collège de France y politólogo de larga y reconocida trayectoria en el estudio de los sistemas democráticos. 


Rosanvallon califica el populismo de "palabra de goma" que alude a una "forma límite del proyecto democrático". La definición es tan amplia como insuficiente para entender un fenómeno político que se remonta al siglo XIX y a lugares tan distintos y distantes como la Rusia zarista o los Estados Unidos posterior a la expansión del ferrocarril. Después de una influencia intermitente en el XIX y en el XX, en el XXI ha irrumpido con renovada fuerza en las desencantadas democracias liberales azotadas por crisis sucesivas, contaminando incluso a otros proyectos políticos de izquierdas y de derechas. Según Rosanvallon "en el mundo reina una atmósfera de populismo", que él llama "populismo difuso". Así, "surgen de la nada personalidades vírgenes políticamente" mucho más atractivas que los distantes programas políticos desacreditados después de tantas mentiras y traiciones. A todos seguro que se nos vienen a la mente varios nombres de personalidades como las descritas por el autor, sin ir más  lejos el recién elegido presidente de Perú Pedro Castillo.

Democracia directa, polarización  y emociones: un cóctel explosivo

El sujeto político del populismo es el "pueblo", un concepto también vago y difuso que ocupa el puesto reservado en el marxismo a la clase obrera. La visión de la sociedad se vuelve transversal y las clases sociales que la estructuraban se sustituyen por "identidades". Se conforma así el "pueblo doliente", el "pueblo-sufriente", el "pueblo-relegado" o el "pueblo-virtuoso", siempre unánime e infalible y enfrentado a "la casta", al "neoliberalismo" o a la "oligarquía". El populismo aboga por la democracia directa y por el referéndum como la expresión más perfecta de la voluntad del "pueblo", supuestamente sojuzgada por la democracia representativa. No puede haber movimiento populista sin "hombre-pueblo" que lo encarne y guíe desde la cúspide de un poder de estructura jerárquica. Las semejanzas con el fascismo saltan a la vista en movimientos como el peronismo, cuyo líder Juan Domingo Perón gustaba decir que "vivía entre el pueblo"; más próximos a nosotros Pablo Iglesias o Santiago Abascal en España, Melenchon y Le Pen en Francia, Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, Putin en Rusia o Trump en Estados Unidos serían solo algunos ejemplos del hombre-pueblo populista en diferente grado y de diferente signo.

"La visión de la sociedad ya no es vertical sino transversal y las clases sociales se sustituyen por identidades"

La polarización social es otra nota característica del populismo. Aquí desempeñan un papel crucial las redes, empleadas para estigmatizar a los rivales y a los medios de comunicación o deslegitimar a los organismos intermedios y a otros poderes del estado como el judicial o los tribunales constitucionales, la imparcialidad de cuyos miembros se cuestiona por no haber sido elegidos en las urnas. Los ataques de Podemos al Constitucional español tras la reciente decisión sobre el estado de alarma es un ejemplo claro de esa polarización. Exacerbar las pasiones y las emociones está en el ADN populista, expresando resentimiento y desconfianza ante la democracia y sus instituciones, recreándose en visiones conspiratorias de los hechos y cultivando lo que el autor llama "la moral del asco", que prescinde de la argumentación y achica al máximo los espacios para el diálogo y el acuerdo. 

El riesgo de la "democradura"

Rosanvallon distingue entre movimiento y regímenes populistas. En Latinoamérica abundan más los gobiernos populistas de izquierdas (Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela, México) que los de derechas (Fujimori, Bolsonaro); mientras, en Europa y en Estados Unidos predominan los de derechas (Hungría, Polonia, Trump, etc.). Los puntos de contacto son la misma apelación al "pueblo", el mismo iliberalismo y la misma desconfianza hacia la democracia, sus instituciones o los medios de comunicación. Las grandes diferencias estriban de momento en asuntos como la respuesta a la inmigración y a los refugiados, si bien Rosanvallon advierte de que esa brecha podría empezar a debilitarse si el discurso xenófobo de la derecha terminara calando socialmente. Para el autor, una democracia polarizada como la que impulsa el populismo corre el riesgo de derivar en "democradura", un término acuñado en Francia que define un "régimen político que combina las apariencias democráticas con un ejercicio autoritario del poder"

"No se trata de exaltar a un pueblo imaginario, sino de construir una sociedad democrática"

Rosanvallon realiza una profunda crítica del referéndum y sus implicaciones y riesgos democráticos, aludiendo a casos como el brexit. En su opinión, "lo que se necesita para superar el desencanto democrático contemporáneo es una democracia más permanente. Una democracia interactiva en la que poder ser realmente responsable, que rinda cuentas más a menudo, que permita evaluar su acción a instituciones independientes". El autor define el pueblo como "una realidad cambiante y problemática, como un sujeto a construir y no como un hecho social dotado ya de plena consistencia". Y añade que "no se trata de exaltar a un pueblo imaginario, sino de construir una sociedad democrática fundada en principios aceptados de justicia distributiva y redistributiva, una visión común de lo que significa forjar una sociedad de iguales". 

El libro concluye ofreciendo una alternativa superadora tanto del populismo como del innegable desencanto democrático: "Así como la crítica populista del mundo tal como es, refleja el desasosiego, la ira y las impaciencias de un número creciente de habitantes del planeta, los proyectos y propuesta que tal crítica conlleva parecen simultáneamente reductores, problemáticos y hasta temibles". Sin embargo, para Rosanvallon "la alternativa no puede consistir en limitarse a defender el orden de cosas existente" sino en "ampliar la democracia para darle cuerpo, multiplicar sus modos de expresión, procedimientos e instituciones" más allá del simple ejercicio del voto. Dicho en otros términos, la mejor manera de abordar el desencanto ante la democracia no es erosionándola aún más y deslegitimando sus instituciones, sino mejorándola con más y mejor democracia. Como sentencia Rosanvallon, "la democracia es, por naturaleza, experimental".