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La democracia cuestionada (y IV)

Vamos terminando. No he escrito este largo post para proponer soluciones mágicas a algunos de los problemas del sistema democrático que apenas he espigado en estas líneas. Ante todo porque no creo que existan, aunque como decía más arriba esa sea hoy la divisa de algunas de las llamadas fuerzas políticas emergentes. Lo anterior no quiere decir que no tenga algunas ideas de la dirección en la que en mi opinión se deberían orientar esas soluciones que, en ningún caso, pueden ser sencillas porque el panorama es extraordinariamente complejo.

No hay soluciones simples ni mágicas

En cierto modo, los cambios que considero requiere el sistema democrático ya están implícitos en la crítica recogida en este post. Es urgente encontrar mecanismos institucionales que fomenten una verdadera separación de poderes, demanda planteada con insistencia pero sin éxito por la sociedad y por los propios actores jurídicos desde hace décadas. Una ciudadanía que desconfía de la independencia de su sistema judicial por la promiscuidad con el poder ejecutivo y político es una ciudadanía a la que se le hace cuesta arriba creer con convicción en la democracia. Los partidos son los responsables de la situación que ellos han creado y sobre ellos recae el deber democrático de resolverla.

Los parlamentos no pueden renunciar a su papel de espacio de debate  sobre los proyectos y las soluciones canalizados a través de los partidos mediante los representantes de la soberanía popular. Unas cámaras legislativas cuya actividad se limita a asentir o rechazar lo que proponga el Ejecutivo o el partido o partidos que lo apoyan pervierten el verdadero parlamentarismo y alejan a los ciudadanos aún más de la actividad política. El debate es consustancial a la vida democrática y los partidos  no tienen derecho a enrocarse en posiciones numantinas que provocan repeticiones electorales innecesarias y bloqueos institucionales con grave daño para el sistema y demora de las soluciones que los complejos problemas sociales actuales requieren. Negociar, consensuar, transigir, transaccionar no son opciones que se toman o se dejan: son una obligación democrática.


Voto imperativo y listas electorales

Los diputados, representantes de la soberanía popular, deben ser algo más que números para completar mayorías y ejercer una función mucho más proactiva que la que comporta apretar el botón de votar de acuerdo a lo que ordene el jefe de filas. En un país como España, cuya constitución prohíbe expresamente el voto imperativo, es imprescindible un espacio mayor para la discrepancia aunque eso pueda provocar en determinados momentos situaciones de inestabilidad política. Es por eso imprescindible que cale en los partidos la cultura del diálogo y el acuerdo en lugar del expediente disciplinario y el prietas las filas.

Las listas electorales cerradas continúan impidiendo a los ciudadanos una elección verdaderamente libre de quiénes quieren que sean sus representantes y quiénes no. No es raro que el sistema, justamente llamado "partitocrático", perpetúe a representantes públicos manifiestamente incompetentes cuando no sospechosos de corrupción con el respaldo impertérrito de sus partidos. La única opción que tiene el elector es votar con la nariz tapada, cambiar de partido o abstenerse, algo por cierto cada vez más frecuente.

Las reflexiones de los politólogos y los datos contundentes de informes, sondeos y encuestas sobre los achaques de la democracia no parecen haber hecho mella en los partidos políticos, que en buena medida siguen actuando como si nada pasara y el sistema de libertades y derechos nos hubiera sido dado por un ser superior perfecto y para siempre. La corrupción, el cáncer político que con toda seguridad más daño causa, aún sigue pareciéndole a no pocos líderes políticos episodios aislados sin mayor importancia ni riesgo. Esos mismos líderes presumen habitualmente de los cambios legislativos que han impulsado y por lo general solo ven la corrupción en el partido rival y casi nunca en el propio.

Los jueces encargados de instruir ese tipo de sumarios se suelen ver sometidos a toda suerte de presiones en un contexto de escasos medios materiales y humanos para desarrollar su labor. Con frecuencia se puede asistir incluso a maniobras torticeras para librarse de jueces  incómodos al tiempo que el poder ejecutivo controla la fiscalía. Por no ponerse de acuerdo, los partidos ni siquiera son capaces de acordar a qué nivel debe situarse el listón de la tolerancia de sus propios miembros ante la corrupción, si en la imputación, la apertura de juicio o la condena firme.

En resumen, si hay una tarea inaplazable es regenerar la vida pública y evitar que siga aumentando la percepción social de que quien más o quien menos entra en política para llenarse los bolsillos. Esa percepción es injusta por cuanto proyecta la sospecha sobre toda la clase política pero también y sobre todo, porque corroe el pilar de la confianza imprescindible en una democracia entre cargos públicos y ciudadanos.


Una democracia para la globalización

El sistema democrático no puede ser un rígido molde eterno sino un sistema flexible capaz de adaptarse a las realidades sociales, políticas y económicas sin que ello suponga necesariamente abandonar sus grandes principios fundacionales. Las fronteras del estado nación vienen mostrando hace tiempo su impotencia ante la globalización: la soberanía nacional es un principio cada vez más cuestionado por los movimientos de capitales, los organismos multinacionales o la velocidad de las comunicaciones. Reflexionar sobre cómo incardinar la democracia en ese contexto global es uno de los grandes retos a los que hay que dar una respuesta que también debe ser lo más global posible: ¿tendremos que renunciar a más soberanía para poder tener más control compartido sobre los procesos económicos y sociales de ámbito planetario que  nos afectan? ¿ podremos afrontar esa realidad proteica no solo dentro de nuestras fronteras sino creando además nuevas fronteras artificiales con nuevos estados independientes?

Para terminar me gustaría llamar la atención sobre el hecho de que la democracia que en un país como España tardamos más de cuatro décadas en recuperar, es el resultado de un esfuerzo permanente de ciudadanos y representantes públicos para encauzar las demandas sociales a través de organizaciones e instituciones capaces de darles respuesta de forma pacífica. Llamar a todo eso "el régimen del 78" y la "casta" en tono despectivo, no es solo una irresponsabilidad política sino una demostración palmaria de deliberada ignorancia histórica. El mesianismo y el adanismo de determinados líderes políticos que se consideran a sí mismos poco menos que los inventores de la democracia al tiempo que sus salvadores, no puede sino irritar a quienes vivieron bajo la dictadura y conocen los esfuerzos y renuncias que hubo que hacer para restaurar un sistema de derechos y libertades en este país.

La democracia española, a pesar de lacras como la corrupción, es perfectamente homologable a la de los países de nuestro entorno y tiene en general los mismos achaques y problemas. Pero es ante todo un sistema de derechos y libertades que tampoco cayó del cielo sino que es el fruto del acuerdo de sucesivas generaciones de ciudadanos afanosos por vivir en una sociedad cada vez más próspera, tolerante, libre y abierta. Preservar, mejorar y ampliar esas conquistas históricas es deber y derecho de todos los ciudadanos frente a quienes, desde sus atalayas de supuesta superioridad moral, buscan atajos por la extrema derecha o por la extrema izquierda para llegar a presuntos paraísos que solo existe en sus imaginaciones calenturientas. Como dejó dicho Karl. Popper "constituye un error culpar a la democracia de los defectos políticos de un Estado democrático. Más bien deberíamos culparnos a nosotros mismos, es decir, a los ciudadanos del Estado democrático".

La democracia cuestionada (II)

Concluía  la primera parte del artículo indicando que es la cúpula de los partidos la que decide las listas electorales y la que tiene habitualmente la última palabra en el reparto de cargos públicos cuando se alcanza el poder. Se conforman de este modo parlamentos de leales diputados a sus respectivos jefes de filas, conscientes de que las discrepancias con la línea política del partido se suelen terminar pagando con el ostracismo. Las cámaras legislativas han ido perdiendo de este modo su función de foro de debate sobre los proyectos políticos de los diferentes partidos para convertirse en meras correas de transmisión de los gobiernos de turno: los partidos del gobierno apoyan sin rechistar y los de la oposición generalmente se oponen a todo lo que provenga del gobierno. Esto es evidente sobre todo en los gobiernos apoyados en una mayoría absoluta aunque tampoco es extraño en gobiernos de coalición. En otras palabras, tenemos en los parlamentos una nueva disfunción democrática en tanto su papel legislador se reduce a la postre a asentir o a rechazar lo que proceda del poder ejecutivo o sea impulsado por este.

El gran mal de la democracia: la corrupción política

Este estado de cosas, apoyado en una agobiante presencia de miembros del partido en el poder o de personas de confianza nombradas por él para ocupar puestos de responsabilidad en numerosos ámbitos de la vida pública e institucional, produce un nutritivo caldo de cultivo para que florezca uno de los problemas más graves y letales del sistema democrático: la corrupción política. Leyes demasiado laxas y benevolentes y connivencia expresa o implícita de los propios partidos con sus respectivos corruptos hacen el resto.

Cierto que no se puede hablar de un problema estrictamente nuevo, si bien en países como Italia o España, por ceñirnos solo al ámbito occidental, el nivel de indecencia política ha alcanzado en el pasado reciente cotas escandalosas. Es posible que los ciudadanos de a pie no comprendan los entresijos de la política económica o exterior, pero entienden perfectamente lo que significa la palabra corrupción aplicada a la política: lucrarse de forma ilegítima con dinero público. El repudio moral que produce este tipo de prácticas, reflejado a menudo en las encuestas sobre los asuntos que más preocupan a la opinión pública, no suele tener parangón ante otros problemas como el paro o la situación económica. En el plano de la moral política - si es que ambas palabras pueden convivir en la misma frase - se trata de la ruptura de un contrato tácito entre cargos públicos y ciudadanos por el cual aquellos recibirán un sueldo digno por sus servicios pero no robarán el dinero de las arcas públicas para sí o para sus partidos.


La sensación de impunidad no hace sino aumentar cuando los partidos - da igual el color - reaccionan invariablemente ante la corrupción negando la mayor en primer lugar, admitiéndola luego a regañadientes y por último arrastrando los pies para no tener que tomar medidas expeditivas contra los corruptos. Aquí se hace absolutamente esencial la respuesta de una ciudadanía que, ahíta ante tanto escándalo, opta por la indiferencia o la desafección convencida de que "todos los políticos son iguales". El círculo de la corrupción se cierra de forma aún más desvergonzada cuando cargos públicos bajo fuertes sospechas de haber obrado faltando a la ética pública más elemental vuelven a formar parte de listas electorales y a recibir apoyo mayoritario en las urnas.

Las campañas electorales: cada vez más largas, cada vez más vacías.

En países como España - aunque no exclusivamente - las campañas electorales suelen ser el periodo preferido por los partidos para lanzarse a la cara los trapos sucios en una dinámica de "y tú más" estéril e indignante, que apenas consigue disimular la responsabilidad de estas organizaciones en el deterioro de la democracia y de sus instituciones. Y son precisamente las campañas, cada vez más largas y vacías de contenido, otro de los síntomas de la preocupante salud del sistema democrático. Desde luego, nunca ha sido ese periodo el mejor tiempo para la "política" y de ahí que cuanto más se alargan más cansancio provocan entre los ciudadanos. El objetivo se reduce a "vender"  el producto en forma de programa electoral que por lo general se olvida en algún cajón del partido cuando se llega al poder y se aterriza en la realidad.

En la era de las redes sociales los programas electorales son apenas eslóganes más o menos ingeniosos que buscan expandirse y convertirse en virales. Muy lejos empieza ya a quedar el tiempo en que un programa electoral no era invariablemente algo vacío de contenido y plagado de buenas intenciones, a veces simplemente utópicas e irreales, como ocurre en la actualidad. Más que los programas electorales o los mítines - práctica cada vez más carente de sentido por cuanto solo sirve para atraer a los convencidos - lo que hoy convoca a los líderes y a los candidatos son las redes sociales, con una legión de asesores permanentemente entregada a difundir las promesas de sus respectivos partidos. Redes sociales que, como la experiencia empieza a demostrar, pueden convertirse en dinamita para las instituciones democráticas cuando se coordinan ataques externos contra instituciones en fechas señaladas o durante convocatorias electorales. El ciberespionaje, la difusión de bulos y noticias falsas con fines desestabilizadores son solo un pequeño botón de muestra de otro de los riesgos que enfrenta el sistema democrático.

Junto al fenómeno de una sociedad cada vez menos interesada en la política, los cambios sociales y económicos de las últimas décadas también han producido modificaciones en el electorado que están obligando a los partidos a replantearse a fondo sus estrategias de obtención de votos. Los grandes partidos de masas no luchan ya tanto por trabajadores manuales o de cuello duro, burgueses o terratenientes, el objetivo hoy son las mujeres, los jóvenes, los parados, los pensionistas o las minorías étnicas con derecho a voto. Las organización políticas necesitan ahora una estrategia transversal que deje a un lado determinadas señas ideológicas y busque caladeros de votos en nichos tradicionales tanto de la derecha como de la izquierda.

(Continuará)

La democracia cuestionada (I)

Soy consciente de que me adentro en terreno minado y complejo pero seguirá adelante. No vengo aquí a pontificar sobre la democracia, sino a expresar mi desasosiego ante la deriva del que, como dijo W. Churchill, sigue siendo para mí "el peor de los sistemas políticos con excepción de todos los demás". Quede claro antes de continuar que ni la autocracia ni el autoritarismo disfrazados con determinados procesos políticos o institucionales (elecciones, parlamento, etc.) son en ningún caso sustitutivos de la democracia liberal aunque sus defensores los colmen de elogios. Tampoco me propongo abogar por una democracia idílica, de funcionamiento perfecto: los sistemas políticos son construcciones históricas ideadas por seres humanos hijos de su tiempo y la democracia no es ninguna excepción. Solo en el plano de la teoría política más abstracta es posible pensar en un sistema democrático exento de cualquier tipo de disfunciones o fallos.

Ahora bien, mi particular sensación es que lejos de avanzar en la dirección de superar esos defectos nos alejamos del objetivo. Tampoco creo útil recurrir a la Grecia clásica como modelo inspirador ante los males de la democracia contemporánea, aunque es innegable que hay un principio político común expresado en el propio nombre del sistema. Sin embargo, a efectos prácticos tienen poco que ver entre sí las polis griegas en las que floreció la democracia clásica con los estados nación en donde lo hizo hace relativamente poco tiempo la democracia liberal que hoy conocemos. Simplemente basta con recordar que en las ciudades griegas mujeres y esclavos estaban excluidas de la vida política, reservada exclusivamente a los hombres libres. En nuestras sociedades no existe la esclavitud, la mujer tiene una participación creciente en la vida pública y la globalización económica cuestiona cada vez más los viejos límites fronterizos del estado nación y la capacidad de sus gobiernos para actuar de forma plenamente soberana.

La separación de poderes

La democracia que conocemos y de la que - a pesar de sus evidentes fallos disfrutamos - tiene en realidad una vida bastante corta en comparación con la de otros sistemas políticos. Parece evidente que solo se puede hablar con propiedad de democracia a partir del momento en el que hay, al menos, sufragio universal de hombres y mujeres, reconocimiento expreso de derechos y libertades individuales y políticos, posibilidad de encauzar las discrepancias políticas a través de organizaciones partidistas, elecciones libres y un cierto grado de separación de poderes. Debo subrayar que cuando hablo de separación de poderes - judicial, legislativo, ejecutivo - me refiero ante todo a separación formal reconocida constitucionalmente. Cuestión distinta es la separación real y no quisiera parecer cínico: no creo que en ningún momento de la corta historia de la democracia esa separación haya sido completa, entre otras cosas porque la práctica política demuestra que sin algún grado de colaboración entre los tres poderes el sistema colapsaría.


Otra cuestión diferente es que esa necesaria colaboración sea en realidad injerencia, control o dominio de un poder sobre los otros dos, particularmente del ejecutivo sobre el legislativo y el judicial. Encontramos aquí precisamente uno de los aspectos más preocupantes del funcionamiento actual de la democracia: cuando los partidos políticos se reservan para sí en función de cuotas designar a los principales responsables del poder judicial, el único mensaje que la ciudadanía percibe es que la Justicia está politizada, en otros términos, que no es completamente independiente del poder político y que, por tanto, puede ser manipulada por este en su beneficio; y si la percepción es que la justicia está sujeta a intereses partidistas - aunque eso solo sea cierto en parte - la que sufre un deterioro importante no es solo la imagen del poder judicial sino la de todo el sistema democrático.

Democracia y partidos políticos

La reflexión anterior nos conduce a abordar la función de los partidos políticos en la democracia. Más que de función habría que hablar de elementos constitutivos e inseparables de la democracia aunque con algunas matizaciones importantes. Es cierto que en regímenes dictatoriales o autoritarios pueden existir partidos políticos y de hecho existen, aunque su papel habitual es de meras comparsas del poder ejecutivo que los utiliza para disfrazarse de democrático. En el mejor de los casos, las posibilidades de los partidos opositores en esos sistemas de llegar al gobierno - si es que el sistema los tolera - chocan con toda clase de obstáculos impuestos por el partido en el poder. Por tanto, junto con la existencia de partidos políticos es imprescindible que exista también un espacio de libertad lo suficientemente amplio en el que pueda tener lugar lo que Raymond Aron llamó "la competencia por el poder" traducido en elecciones periódicas y libres, rasgo característico de la democracia contemporánea. Toca por tanto analizar a grandes trazos cuál es la dinámica partidista para llegar al poder.

Partimos de que cuando hablamos de alcanzar el poder nos referimos a las mayores cotas posibles de poder, aunque solo sea como principio consustancial a la finalidad de cualquier organización política partidista. Ante eso, solo un entramado institucionalmente reforzado puede frenar la tendencia natural de los partidos a colonizar cuantas más instancias de poder mejor. Por eso es esencial que el propio sistema - obra en definitiva de los partidos - se refuerce ante esa apetencia casi instintiva que los caracteriza. En el diseño de contrapesos y filtros que frenen o limiten la extensión de los tentáculos partidistas hacia todos los ámbitos de poder se asienta un pilar fundamental de una democracia sana con espacio autónomo de actuación para otras organizaciones sociales no partidistas.

Más allá de las retóricas electorales de las que me ocuparé un poco más adelante, los partidos políticos siguen funcionando en la actualidad como los describió hace más de un siglo Robert Michels en un libro ya clásico. A él le debemos la idea de la "ley de hierro" de los partidos políticos que, en síntesis, viene a decir que la cúpula de estas organizaciones se suele suceder a sí misma, con lo que las posibilidades de ascender están condicionadas de forma determinante por la afinidad o discrepancia con los postulados que en cada momento defienda la dirección. Es esa cúpula la que determina las listas electorales cerradas y la que suele tener la última palabra en el reparto de cargos públicos cuando el partido alcanza el poder.

(Continuará)

Cuenta atrás para Sánchez

El plazo de gracia que por cortesía se concede a los nuevos gobernantes para que formen equipo, aclaren sus ideas y fijen sus prioridades toca a su fin para Pedro Sánchez. El presidente lleva tres meses en La Moncloa y lo mejor que se puede decir de su ejecutoria es que lo único que parece moverle es el deseo de seguir en el puesto. Sus primeros pasos con Cataluña fueron prometedores por cuanto apaciguaron el tenso clima político. No obstante, la evidente ausencia de una clara hoja de ruta y la contumacia de un independentismo dispuesto a persistir en sus tesis, han llevado a Sánchez a cometer algunos errores de bulto, entre ellos dudar sobre la conveniencia de defender al juez Llarena tras la denuncia de Puigdemont. Al presidente se le nota demasiado que hace lo imposible para no incomodar al independentismo, hasta el punto de que se aviene a la obscenidad de poner sobre la mesa la posibilidad de influir sobre la Fiscalía para que sea comprensiva con los líderes del procès en prisión. Los independentistas, mientras, responden a sus desvelos con más de lo mismo y con un soberano corte de mangas a su conocida propuesta de elaborar un nuevo Estatut y someterlo a referéndum. 

Por lo demás, estos tres meses se han caracterizado por un goteo permanente de propuestas y anuncios pensados más para la galería y la hinchada ideológica de parte del PSOE y de Podemos, su implacable socio parlamentario. En la mayoría de los casos se trata de iniciativas traídas por los pelos, como la brillante idea de la vicepresidenta Calvo de reescribir la Constitución para dotarla de un lenguaje "inclusivo". En ese grupo cabe también incluir la llamada "resignificación" del Valle de los Caídos que ha devenido ahora en "cementerio civil". Franco y la memoria histórica se han convertido en los banderines de enganche de un Gobierno que, consciente de su debilidad política, intenta disimularla con trucos de magia como la creación de una "Comisión de la Verdad sobre la Guerra Civil", nada menos que ochenta años después de su fin y como si la gigantesca bibliografía histórica sobre ese asunto no hubiera aclarado nada Lo anterior no significa que no deba el Gobierno dar cumplimiento a la Ley de Memoria Histórica y al acuerdo parlamentario sobre la exhumación de los restos del dictador. Lo que se cuestiona es la urgencia y el expeditivo sistema del decreto ley empleado para la puesta en práctica de la medida. Tanto gusto parece haberle cogido Sánchez al decreto ley que ya se ha olvidado de cuando criticaba al PP por hacer lo mismo que él hace ahora sin que medie ni urgencia ni necesidad inaplazable. 
Foto: EFE
En esta feria de propuestas, anuncios y ocurrencias no faltan los resbalones, los olvidos y las contradicciones de un Gobierno al que se le nota descoordinado y falto de ideas concretas de lo que se propone hacer. El último de esos episodios ha sido el incremento de la fiscalidad del diesel, anunciado por la mañana en la radio por el presidente y calificado poco después de "globo sonda" por la ministra de Industria; por no hablar del "gol por la escuadra" del sindicato de prostitutas, o del impuesto a la banca que iba a contribuir a financiar las pensiones y del que nada más se ha vuelto a saber. No ha sido menor el desconcierto y la cofusión en inmigración, con un Gobierno que empezó enarbolando la bandera del Aquarius para pasar a las devoluciones en caliente por las que tan duras y merecidas críticas recibió el PP por parte del PSOE en la oposición. 

Sánchez dice ahora que la única opción del Gobierno es aprobar unos nuevos presupuestos en el primer trimestre del año que viene. Lo que no dice es si está dispuesto a adelantar las elecciones si no lo consigue, aunque es lo que parece deducirse de su afirmación. De buscar el acuerdo con el PP y Ciudadanos no ha dicho nada Sánchez, que en esto tampoco se diferencia de Rajoy, quien ni siquiera se molestaba en llamar a negociar a aquellos con los que daba por hecho a priori que no podría llegar a acuerdos. Tengo la impresión de que Sánchez empieza a tentar a su suerte y a estirar su estancia en La Moncloa más allá de lo que le conviene electoralmente. Tal vez convendría que fuera pensando en llamar a las urnas antes de que el souflé de las encuestas empiece a bajar, algo de lo que empieza a detectarse algún que otro síntoma. El tiempo y su manifiestamente mejorable presidencia de estos tres meses empiezan a jugar seriamente en su contra. 

Sondea, que algo queda

Ni me enfría ni me caliente que el PSOE se "dispare", que Podemos se "hunda" o que el PP y Ciudadanos "empaten" en la encuesta electoral publicada  este miércoles por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Ni siquiera los contundentes términos empleados por los medios para atraer visitas a sus ediciones digitales pueden con mi escepticismo. Que me perdonen los estadísticos, pero mi nivel de confianza en sus proyecciones de voto lleva tiempo bajo mínimos. Las causas son varias, pero la principal es el escaso grado de acierto de esos sondeos cuando llega la hora de la verdad y los ciudadanos se expresan en las urnas. Aunque me ha dado un  poco de pereza comprobarlo, supongo que los medios estarán plagados de sesudos análisis sobre las causas y consecuencias de los datos de la encuesta del CIS. Imagino también que tendremos, como en botica, explicaciones para todos los gustos, desde quienes auguran elecciones anticipadas para pasado mañana hasta quienes no tienen duda de que Pedro Sánchez agotará la legislatura.

Creo que sacar conclusiones tan contundentes sobre un instante concreto de la coyuntura política es un ejercicio estéril y ocioso que no conduce a ninguna parte ni tiene más posibilidades de hacerse realidad que de acertar la Primitiva. No quiero decir con ello que los partidos no valoren el dato y lo tengan en cuenta en la definición de sus estrategia. En realidad, creo que uno de los grandes problemas de la política actual, es que los partidos tienen tanta dependencia de los sondeos que no dudan en decir Diego donde habían dicho digo para adaptarse a la volátil opinión pública. Pero de ahí a concluir que con los datos de esta encuesta es más probable un adelanto electoral dista un buen trecho. En primer lugar porque dudo mucho de que los propios partidos crean ciegamente en los resultados del sondeo, por mucho que lo firme el CIS. No creo que lo hagan ni los que mejores resultados obtienen - el PSOE en este caso - y mucho menos los peor parados. Salvo que el dato se repita y consolide en sondeos sucesivos, sería un atrevimiento político poco responsable tomar una decisión de esa trascendencia sin sopesar otros muchos factores.

En todo caso, este sondeo del CIS publicado hoy me da pie para un par de reflexiones sobre la proliferación de este tipo de encuestas en los últimos tiempos, a pesar de sus reiterados desaciertos cuando se enfrentan al veredicto de las urnas. En todo sondeo es imprescindible la participación de dos actores, el encuestador y el encuestado. El primero suele ser una empresa demoscópica contratada por uno o varios medios de comunicación que hacen uso a discreción de los resultados y los comentan y analizan profusamente, que para eso han pagado. Al ciudadano apenas si le llega una parte mínima de los entresijos del trabajo: muestra, fecha de la encuesta, margen estimado de error y poco más. Sin embargo, nada sabe de la "cocina" empleada en el proceso e interpretación de los datos recogidos. 

Cuestiones como a quién se pregunta, qué se pregunta o cómo se pregunta no son baladíes y pueden cambiar sustancialmente los datos. Estudios sociológicos han demostrado que el resultado se altera si se cambia el orden en el que se colocan en una encuesta los diferentes candidatos a una elección. Por poner un ejemplo, no es lo mismo preguntar si se prefiere para presidente del gobierno a Pedro Sánchez o a Pablo Casado que preguntar si se prefiere a Pablo Casado o a Pedro Sánchez.  Por otro lado, las muestras son a veces literalmente ridículas y cuesta creer que se puedan extrapolar las respuestas de dos mil o tres mil ciudadanos a las de un censo de más de 36 millones de electores. 

Desde el punto de vista del encuestado, no son menos ni menos importantes las pegas que cabe interponer a la fiabilidad de los sondeos. Por lo general, al ciudadano se le insta a responder sobre la marcha a cuestiones sobre las que no ha tenido tiempo de formarse una opinión o carece de elementos de juicio suficientes para decidir en cuestión de segundos a quién prefiere de presidente del gobierno. En esas circunstancias, el abanico de posibles respuestas puede ir desde ser sincero a ocultar el voto, pasando por mentir o afirmar que no votará. Respuestas todas ellas que se corresponden a un momento concreto y determinado y que pueden variar por completo en muy poco tiempo. Todo ello, unido a la menguante fidelidad de los votantes a un partido concreto y al hecho de que el voto se decide cada vez más en el último momento, imprimen una elevada volatilidad a las intenciones electorales de los ciudadanos que impide hacer previsiones con algo de fiabilidad más allá de periodos cada vez más cortos.

En este fenómeno tienen una influencia decisiva las omnipresentes redes sociales y  los propios medios de comunicación que encargan las encuestas: los asuntos de actualidad que las redes y los medios priorizan y el tratamiento informativo que reciben, son un factor clave en la conformación de la opinión pública que, con razón, muchos llaman opinión publicada. Como señaló el profesor Giovanni Sartori, "los sondeos son un eco de retorno, un rebote de los medios de comunicación, y por tanto ya no expresan una opinión del público sino opiniones inyectadas en el público". En otras palabras, sondea, que algo queda ya que el espectáculo debe continuar.