Contando olas de COVID-19

Confieso con sinceridad y sin asomo de ironía que ya dudo sobre la ola de COVID-19 en la que nos encontramos en este momento y lugar. En algunos medios leo que vamos por la sexta y en otros que aún estamos en la quinta, pero esperando por la siguiente en un suma y sigue continuo. Puede que sea solo el fruto de la confusión de la que sigue adoleciendo la lucha contra la pandemia con sus subidas y bajadas de nivel de riesgo y su galimatías de medidas contradictorias, el lío jurídico que la rodea y un cierto periodismo más interesado en ponernos los pelos de punta que en contarnos la realidad sin agravarla más de lo que ya está. En todo caso puede que el virus se vuelva endémico aunque menos peligroso y se quede para siempre entre nosotros, lo que permite suponer que las olas continuarán yendo y viniendo como las del mar. Pero eso es lo de menos, lo que realmente nos debe preocupar es ser capaces de construir diques para contenerlas y recuperar las libertades sacrificadas, el curso de nuestras vidas y la economía.  

EFE

Desescalar con prudencia

La clave es aprender de lo que se ha hecho mal, que tiempo de sobra ha habido, para no estrellarnos de nuevo contra los mismos o parecidos errores. A fecha de hoy parece que los contagios descienden, si bien la presión hospitalaria es aún elevada y todos los días mueren personas como consecuencia de la enfermedad. Nos queda como mínimo agosto para saber si se ha superado esta ola, sea la quinta o la sexta, tanto da. Respirar con relativo alivio cuando llegue septiembre y se acerque el otoño dependerá, entre otras cosas, de que la vacunación continúe a buen ritmo entre los jóvenes y de la responsabilidad social de vacunados y no vacunados.  

También es crucial que no aparezca una nueva mutación que deje inoperativas las vacunas disponibles y la pandemia se vuelva a descontrolar como ya nos ha pasado en varias ocasiones desde principios del año pasado. Especialistas de reconocida solvencia como Rafael Bengoa alertan de la necesidad de no empezar a correr de nuevo en la desescalada antes de haber afianzado el control sobre la situación actual. Ir con pies de plomo sería la consigna si queremos empezar a construir esos diques de los que hablaba antes.

"Nos queda como mínimo el mes de agosto para saber si se ha superado esta ola"

Hay pocas dudas a estas alturas de que, de haberse impuesto el principio de prudencia y no el cálculo político o la ansiedad económica, no se habría anunciado irresponsablemente el triunfo sobre el virus como hizo hace más de un año Pedro Sánchez; tampoco se habría levantado el estado de alarma sin legislar para dar cobertura legal a las comunidades autónomas y no se habría relajado el uso de la mascarilla ni se habría vendido cien veces la inminente vuelta de los turistas cuando las evidencias no apuntaban en esa dirección. 

La confusión sobre la tercera dosis y el reto del otoño

El principio de prudencia exige también estar atentos a la evolución de la pandemia en otros países para no desdeñar, como se hizo alegremente en primavera con la variante delta, los riesgos derivados de mutaciones con un alto poder de contagio y/o letalidad. Es imprescindible una vuelta al cole ordenada, habida cuenta de que aún no hay vacuna para menores de 12 años, así como prever el regreso de los universitarios a las aulas y el de los ciudadanos hoy de vacaciones a sus puestos de trabajo. Se trata de factores de riesgo en los que hay que pensar ahora y no cuando volvamos a tener la situación manga por hombro, la piedra en la que no hemos dejado de tropezar una y otra vez. 

También es muy conveniente que el Gobierno cese de enviar mensajes contradictorios a la población sobre la tercera dosis de la vacuna y aclare cuanto antes qué piensa hacer, cómo y cuándo. Mientras Alemania, Francia o el Reino Unido ya han anunciado que a partir de septiembre habrá un tercer pinchazo de refuerzo entre los grupos más vulnerables, en España la ministra de Sanidad y la de Ciencia se contradicen en público sobre si se administrará o no, añadiendo más confusión a la ya existente. 

"Resolver el alboroto jurídico debería ser prioritario"

Aunque para confusión y caos, achacable en exclusiva al Gobierno central, la generada tras el fin del estado de alarma sin dotar a las comunidades autónomas de cobertura jurídica que les ahorrara los revolcones judiciales. Aunque no es el único, el caso canario es paradigmático de las consecuencias de que el señor Sánchez decidiera en mayo desentenderse de la gestión de la crisis y pusiera el marrón en el tejado de las autonomías, mientras él se llenaba la boca de "cogobernanza" y se dedicaba en exclusiva a cantar las alabanzas de una recuperación económica aún más imaginada que real. Resolver este alboroto jurídico debería ser prioritario en cuanto comience el nuevo curso político, pero desgraciadamente no parece que haya intención de hacer nada al respecto.   

Obligatoriedad de la vacuna y certificado COVID

Ahora se debate sobre la vacunación obligatoria de determinados colectivos o si puede exigirse algún tipo de certificado para acceder a algunos establecimientos. Se trata de otro debate que afecta de nuevo a libertades y derechos fundamentales y que, en todo caso, se debería estar sustanciando en el Congreso de los Diputados y no en los medios de comunicación y en las redes sociales. España se nos muestra así como un país en el que, con tal de eludir responsabilidades y no cumplir sus obligaciones, los políticos con mando en plaza buscan chivos expiatorios en el negacionismo, en los jóvenes "irresponsables" que hacen botellones o en los jueces por no transigir con los trágalas del gobierno. 

"Se trata de otro debate que afecta a derechos fundamentales"

Particularmente grave e insidioso es el inmisericorde ataque contra el Poder Judicial por cumplir con su función constitucional y hacer valer la separación de poderes. Es absurdo e impropio que el poder ejecutivo pida a los jueces que "unifiquen criterios", como ha hecho el presidente canario. Si Ángel Víctor Torres fuera un político valiente habría pedido hace tiempo el estado de alarma en las islas o, mejor aún, habría exigido al Gobierno de su partido que cuanto antes impulse en el Congreso una legislación que ponga fin al desorden actual para poder actuar con amparo legal suficiente si fuera necesario. 

Sin embargo, parece que cualquier excusa, incluso deslegitimar a uno de los poderes del Estado y poner en solfa derechos y libertades constitucionales, es buena si sirve para ocultar que en no pocas ocasiones se ha actuado más por cálculo político que en función de la prudencia y el parecer científico. Puestos a hablar de negacionismo y de responsabilidad, la realidad es que la inmensa mayoría de los españoles merecen un sobresaliente a pesar de unos gestores políticos acreedores de un suspenso general. En su gestión imprudente y desnortada encontramos parte de la respuesta al actual clima social de hartazgo cuando no de indiferencia o rechazo frente a medidas muchas veces ininteligibles. Lo dramático es que mientras no hagan sus deberes y merezcan el aprobado seguiremos contando olas y sufriéndolas. 

Hablemos del suicidio

En las cerca de dos horas y media que he tardado en escribir este artículo una persona se ha suicidado en España. Son una media de diez al día, el doble de las que pierden la vida en accidentes de tráfico y once veces más que las provocadas por homicidios. En 2019, el último año del que hay estadísticas oficiales, hubo en España 3.671 suicidios (2.771 hombres y 900 mujeres). Fueron un 3,7% más que en 2018 y elevaron la tasa a 7,8 suicidios por cada 100.000 habitantes frente a los casi 12 de media de la UE. En Canarias se quitaron la vida ese año 197 personas (165 hombres y 32 mujeres) y la tasa se elevó a 9,5 casos, casi dos puntos más que la media nacional. Los profesionales insisten en alertar de los efectos del confinamiento sobre la salud mental y del incremento de las consultas psiquiátricas, especialmente entre los jóvenes. Las frías pero certeras estadísticas dicen que 309 jóvenes de entre 15 y 29 años se quitaron la vida en 2019 en nuestro país. Así que es hora de hablar abiertamente y con responsabilidad del suicidio, la primera causa de muerte no natural en España, que la OMS ya consideró una prioridad de salud pública mucho antes de que el COVID - 19 se cruzara en nuestras vidas.


Una muestra de la fragilidad humana y un drama vital

La mejor manera de encarar un problema no es escondiéndolo debajo de la alfombra, sino poniéndolo sobre la mesa para estudiarlo y definirlo con precisión y acordar cómo abordarlo. El silencio que impone el tabú de la muerte en nuestra cultura es una barrera que impide a la sociedad mirar este problema de frente. Con esta afirmación solo reflejo una posición que me atrevo a calificar de unánime entre los profesionales de la salud. Son ellos en realidad quienes intentan desde hace tiempo, aunque sin mucho éxito, superar la creencia de que hablar del suicidio, siempre que se haga con seriedad, tiene efectos contagiososEl problema de estos profesionales, que es también el de toda la sociedad, es que sus voces apenas consiguen traspasar sus ámbitos de discusión y muy a duras penas se les escucha en los medios de comunicación, a veces más proclives al sensacionalismo morboso y al trazo grueso. Pero sabido es que lo que no está en los medios tampoco está en la agenda política, así que pasa el tiempo, el problema se agrava y los poderes públicos siguen mirando a otro lado. 

"Un suicida es una persona que quiere seguir viviendo pero no sabe cómo"

Aunque ni por asomo se me ocurriría explayarme intentando sentar cátedra sobre las causas del suicidio, creo que cualquiera puede comprender que se trata de un fenómeno complejo, multidimensional y multifactorial que no se puede despachar con ligereza. Lo primero que deberíamos asumir es que el suicidio es, ante todo, una muestra de la vulnerabilidad del ser humano: siempre ha habido suicidas y siempre los habrá, lo que no quiere decir que debamos encogernos de hombros. En segundo lugar es imprescindible comprender que se trata de un drama vital y personal, no un frío caso clínico para las estadísticas: alguien dijo que un suicida es una persona que quiere seguir viviendo pero no sabe cómo. Esto conecta directamente con algo tan profundo como es el sentido de la vida y si merece la pena ser vivida, cuestiones tan antiguas como la humanidad para las que aún seguimos buscando respuestas. 

La salud mental y el suicidio

Aunque la OMS ha asociado el 90% de los suicidios con algún tipo de trastorno mental, hay profesionales de la salud que ponen el dato en cuarentena al considerar que es reduccionista y simplificador de un fenómeno mucho más complejo. Si bien existe y se conoce la relación entre salud mental y suicidio, es una falacia dar por sentado que la mayor parte de las personas con trastornos mentales se acaban suicidando. Además de estigmatizar a las personas en esa situación, es como afirmar que la conducta suicida es un síntoma del cáncer, algo que a nadie se le pasaría por la cabeza. De manera que la reducción de la tasa de casos no debería pasar solo por planes de prevención, que sin duda son necesarios, sino también por un conocimiento mucho más preciso de la compleja multicausalidad del fenómeno y una mayor comprensión y empatía de su sentido humano más profundo. De otra manera es posible que solo estemos atajando una parte del problema, pero no aplicando un tratamiento lo más integral posible. 

"Se puede y se debe hacer mucho más que cubrir el expediente político"

El drama es que en España apenas si hemos empezado a hacer los deberes: nuestro país es el único de la UE que carece de un Plan Nacional de Prevención en Salud Mental, aunque se viene anunciando uno desde hace tiempo para cuya aprobación y entrada en vigor no hay fecha ni presupuestoLo que sí tenemos son 17 modelos distintos de salud mental, uno por cada comunidad autónoma. En el caso de Canarias, el consejero de Sanidad anunció recientemente la próxima presentación de un Programa de Prevención enmarcado en el Plan de Salud Mental 2019-2023 de la comunidad autónoma, que la pandemia seguramente habrá dejado desfasado. Que Canarias dedique este año 2,7 millones de euros a salud mental en un presupuesto sanitario que rebasa los 3.300 millones es elocuente del nivel de prioridad que este asunto tiene para el Ejecutivo autonómico.

Se puede y se debe hacer mucho más que cubrir el expediente político con un proyecto sin ambición frente a un problema que ni la sociedad ni los poderes públicos pueden ignorar por más tiempo. Así que perdamos el miedo a hablar del suicidio con prudencia y el máximo respeto: como sociedad tenemos que esforzarnos en superar la aprensión, escuchar y acabar con el estigma y la incomprensión que rodean este fenómeno; de los poderes públicos es la responsabilidad de afrontarlo con rigor y aportar los recursos y las medidas adecuados para que quienes quieren seguir viviendo pero no saben cómo, sientan que no están solos, que se les escucha y se les ayuda a encontrar la forma de lograrlo.

El liberalismo contra las cuerdas

El liberalismo está herido y es imprescindible y urgente que reviva para enfrentar rearmados con la razón los riesgos del populismo autoritario que esconde el neoliberalismo más cerril. Esta es, muy esquematizada, la tesis que sostiene en este libre José María Lassalle, profesor e investigador, además de exsecretario de Estado de Cultura y de Agenda Digital hasta su abandono de la política en 2018. "El liberalismo herido" (Arpa, 2021) esta a medio camino entre un libro de ciencia política y un manifiesto reivindicativo del liberalismo más genuino en tiempos de iliberalismo rampante por la izquierda y por la derecha del espectro político. El propio subtítulo del libro lo confiesa: "Reivindicación de la libertad frente a la nostalgia del autoritarismo"Es un trabajo útil y notable que, sin embargo, peca en algunos momentos de una visión apocalíptica del futuro o demasiado edulcorada de la historia liberal. Aún así merece la pena leerlo con atención y no desdeñar las herramientas que propone por más que algunas resulten algo utópicas. 


Pesimismo democrático y neoliberalismo

Aunque contiene algunas propuestas, este libro no es una hoja de ruta detallada para que el liberalismo recupere el esplendor perdido; es más bien una causa general contra el neoliberalismo al que se acusa de la deriva autoritaria que, en opinión del autor, se cierne sobre las democracias occidentales. Falta, sin embargo, una explicación más extensa de las causas por las que las ideas de Locke y otros han retrocedido frente a un neoliberalismo egoísta y adorador de "los mercados", que ascendió al poder con Thatcher y Reagan, y se ha reforzado con las grandes crisis del siglo XXI: el ataque a las Torres Gemelas de 2001, la crisis financiera de 2008 y la pandemia de COVID - 19. A raíz de esos hechos y a propósito de la creciente tentación de sacrificar determinadas libertades a cambio de seguridad, el autor hace suya la pregunta del filósofo británico John N. Gray y se cuestiona "qué parte de la libertad querrán los ciudadanos que les sea devuelta después de que hayamos vencido definitivamente la pandemia". 

La visión que tiene Lassalle de la democracia actual es marcadamente pesimista: "nos acercamos al colapso global", anuncia. Sostiene que el mundo de ayer se resquebraja ante la ausencia de consensos estables para identificar y defender el bien común y echa en falta "gobernanza" mundial. Ve a los estados soberanos desbordados por la globalización y a las grandes corporaciones tecnológicas con un poder casi omnímodo para salvar o dejar caer democracias, como ocurrió en el asalto al Congreso de los Estados Unidos en enero de 2021. En aquella ocasión decidieron salvarla porque convenía a sus intereses, pero habrían podido decidir no silenciar a Trump y las consecuencias seguramente habrían sido muy diferentes. Ante ese escenario el autor cree que "el liberalismo debe ser capaz de encontrar su sentido dentro de la coyuntura aparentemente inevitable del populismo al que estamos abocados" y que puede llevarnos a "democraduras", como ha advertido también Pierre Rosanvallon. 

Contra el estado mínimo del neoliberalismo

Lassalle reivindica un "liberalismo autocrítico que asuma que hay que dejar atrás la obsesión por blindar materialmente una libertad que se confunde con el disfrute sin obstáculos de nuestras preferencias personales, para asumir que estas deben enmarcarse dentro del respeto de vínculos morales, condicionantes ecológicos y contextos culturales que convenzan al conjunto de la sociedad que debe seguir invocando la libertad como referente ético de una autonomía moral que sea nuestro acompañante en la toma de decisiones colectivas". El autor defiende la necesidad de que liberalismo y socialdemocracia unan esfuerzos de nuevo y colaboren como tras la II Guerra Mundial para enfrentar juntos el populismo iliberal. Según su tesis, la principal debilidad liberal es que no se ha sabido adaptar a los cambios que comporta un mundo globalizado y ha perdido su esencia. La posmodernidad y el ciberespacio - afirma - han hecho obsoleto su discurso y sus planteamientos, lo que ha llevado a que "se haya quedado sin conexión con el presente" y deba reinventarse. 

"La desregulación de los mercados se convirtió en una teología laica que se completó con la privatización de las empresas públicas"

Cuatro son para el autor los ejes de la refundación: el reconocimiento de la diversidad en una sociedad plural, el rechazo de la arbitrariedad particular y el fanatismo, el progreso técnico y científico y un gobierno limitado y al servicio de los gobernados. No obstante, Lassalle rechaza la tesis neoliberal de que el Estado deba ser lo más reducido posible y limitarse a proteger la propiedad privada y garantizar la seguridad. Sostiene que el neoliberalismo a ultranza de Hayek o Friedman ha llevado a "los mercados" a serlo todo y a justificarlo todo, incluso dictaduras como la de Pinochet en Chile. La desregulación de los mercados se convirtió así en una suerte de teología laica que se completó con la privatización de las empresas públicas, mientras se presentaba la globalización como la panacea para extender la democracia a todo del mundo tras la caída del bloque soviético.

La deriva del neoliberalismo autoritario

Todo cambió para siempre tras los ataques de 2001 a las Torres Gemelas: se impuso la unilateralidad y ganó terreno la tentación autoritaria, al tiempo que se acusó al liberalismo de debilidad ante la amenaza terrorista. El máximo exponente de ese giro fueron el Tea Party y Donald Trump, junto al avance hacia la llamada "Ilustración oscura" del control de los medios de comunicación, el uso de las redes sociales para la polarización política y el poder de las grandes corporaciones tecnológicas. Lassalle propone responder a la amenaza con lo que denomina "cooperación comunitaria", que no estaría basada en vínculos jurídicos sino en la voluntad, el humanitarismo, las relaciones de amistad o las asociaciones voluntarias. Junto a ese espíritu colaborativo voluntarista un tanto utópico, también reivindica una educación que forme a ciudadanos libres y apuesta por frenar la concentración de las empresas tecnológicas. Lassalle recela de las grandes compañías y defiende la necesidad de someterlas a normas y procedimientos democráticos que impidan la existencia de un poder que solo rinde cuentas ante sus accionistas. 
"Lassalle peca un poco de autocomplaciente y cae a veces en el catastrofismo"
En la forma, el libro adolece de un cierto desorden temático que transmite al lector la sensación de tropezar una y otra vez con argumentos ya expuestos con anterioridad. En este toque a rebato en defensa de la democracia liberal llama la atención que el autor no haga ninguna mención al populismo de izquierda y sus riesgos, apuntados entre otros por Rosanvallon en un libro recientemente comentado en el blog: "Populismo, una palabra de goma". Por lo demás, Lassalle cae por momentos en la autocomplacencia con el liberalismo y su análisis peca a veces de catastrofismo, lo que revela déficit de confianza en la fortaleza de los sistemas democráticos. Aún así, nadie con un mínimo de espíritu democrático debería tomar a la ligera sus llamadas de atención ante las amenazas que enfrenta la democracia en el siglo XXI. Como bien señala, "la democracia sigue siendo en términos morales y prácticos la forma de gobierno que mejor gestiona los asuntos humanos a pesar de las carencias de equidad que ha puesto en evidencia el siglo antiliberal que atravesamos".