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Saquen sus manos de la Historia

Se cuenta que cuando los turcos estaban a punto de conquistar Constantinopla, los sabios bizantinos se entretenían discutiendo sobre el sexo de los ángeles. En España, como si no tuviéramos otros asuntos más importantes que atender, también llevamos siglos discutiendo sobre las consecuencias de nuestra llegada a América pero con el mismo resultado que los bizantinos: cinco siglos después seguimos sin ponernos de acuerdo. Ni lo haremos jamás mientras en el debate interfiera la política, maestra de la tergiversación interesada y de poner la Historia al servicio de su discurso. Un par de frases inconcretas del papa Francisco para felicitar a los mexicanos por el segundo centenario de su independencia, han levantado un pequeño tsunami político, a los que tan acostumbrados estamos ya por estas latitudes, que ha demostrado una vez más que cuando los políticos meten sus manos en la Historia desaparecen los claroscuros y se impone el negro o el blanco sobre el conjunto. 

Lo que escribió el Papa

No me resisto a reproducir íntegro el pasaje de la carta del papa, causa del mencionado revuelo histórico - político. (Aquí pueden leer el texto íntegro de la misiva). 

"Para fortalecer las raíces es preciso hacer una relectura del pasado, teniendo en cuenta tanto las luces como las sombras que han forjado la historia del país. Esa mirada retrospectiva incluye necesariamente un proceso de purificación de la memoria, es decir, reconocer los errores cometidos en el pasado, que han sido muy dolorosos. Por eso, en diversas ocasiones, tanto mis antecesores como yo mismo, hemos pedido perdón por los pecados personales y sociales, por todas las acciones u omisiones que no contribuyeron a la evangelización. En esa misma perspectiva, tampoco se pueden ignorar las acciones que, en tiempos más recientes, se cometieron contra el sentimiento religioso cristiano de gran parte del Pueblo mexicano, provocando con ello un profundo sufrimiento. Pero no evocamos los dolores del pasado para quedarnos ahí, sino para aprender de ellos y seguir dando pasos, vistas a sanar las heridas, a cultivar un diálogo abierto y respetuoso entre las diferencias, y a construir la tan anhelada fraternidad, priorizando el bien común por encima de los intereses particulares, las tensiones y los conflictos". 

De este párrafo inconcreto, vago y cargado de buenas intenciones, que lo mismo alude a los soldados españoles, a la Iglesia católica o a los criollos que lideraron la independencia de México, se ha hecho una montaña política y, tomando el rábano por las hojas, se ha interpretado por unos que el papa se equivoca gravemente al pedir perdón por los grandes beneficios que implicó la conquista, mientras los de la acera ideológica contraria entienden que Francisco hace muy bien en pedir perdón por unos hechos que el pontífice ni siquiera menciona expresamente en su carta. De manera que asistimos al esperpento político de ver a los partidos de derecha arremetiendo contra el papa y  a los de izquierda, empezando por el presidente mexicano, paseándolo a hombros. ¡El mundo al revés!

Una discusión interminable

En el campo de la Historia la discusión tiene también un larguísimo recorrido, con una poderosa influencia de la llamada "leyenda negra" sobre España. Sin embargo, la posición predominante entre los estudiosos de aquel periodo de la historia mexicana, que es también parte inseparable de la historia española, es que la conquista no fue ni obra de la Providencia, como algunos han llegado a defender, ni un genocidio, como han sostenido otros. Entre otras razones porque Hernán Cortés nunca tuvo intención de extinguir a los indígenas, sino de lograr su sumisión. 

Al respecto me permito reproducir otro párrafo, en este caso de Antonio Domínguez Ortiz, reputado historiador español de referencia para el periodo histórico en cuestión: 

"Caso único en la historia, España se había adelantado haciendo una autocrítica [de la conquista de América] lo bastante dura como para dar armas a sus adversarios. Los informes, las juntas especiales, las instrucciones a los virreyes, las leyes de Indias, revelan el interés de los gobernantes españoles por resolver el problema del trato a los indígenas con una generosidad que sorprende, con unos escrúpulos de conciencia que aún hoy, tras cuatro siglos de lucha por los derechos humanos y la igualdad de las razas, no son frecuentes. En teoría todo quedó en regla; en la práctica se corrigieron muchas cosas, pero los abusos subsistieron y en parte subsisten. (...) En Tierra Firme los responsables de las hecatombes demográficas fueron las enfermedades introducidas por los invasores y frente a las cuales el organismo de los naturales no tenía defensas. Aún así, se produjo una recuperación, origen de los importante núcleos de nativos que subsisten en la América española y solo en ella". (Antonio Domínguez Ortiz, "España. Tres milenios de historia", pág. 213. Ed. Marcial Pons, 2007)

Con todo, más allá del debate historiográfico está el anacronismo que supone pedir perdón por hechos ocurridos hace cinco siglos, como si las sucesivas generaciones debieran cargar eterna y colectivamente con los hechos culposos de sus antepasados más remotos. Soy de los que opina que pedir perdón y ofrecer reparaciones por los daños ocasionados solo adquiere todo su sentido si se refiere a contemporáneos que puedan valorar el gesto de reconciliación. Cuando hace referencia a hechos ocurridos hace medio milenio, la exigencia de perdón tiene aroma a pose estética e incluso a trampantojo para desviar la atención de otros problemas, entre ellos las actuales condiciones de vida de las poblaciones indígenas. 

"Sacar sus manos de la Historia es el mayor favor que pueden hacerle los políticos al conocimiento del pasado"

En cualquier caso, no deberíamos perder de vista el interés secular del poder por hacerse un traje a la medida con la Historia y justificar así sus planteamientos ideológicos. Herramienta muy socorrida para lograr ese objetivo es lo que los historiadores denominan el "presentismo", que no es otra cosa que justificar o intentar justificar una posición política o ideológica del presente proyectando ese presente en el pasado. La conquista americana es precisamente uno de esos temas recurrentes de la historiografía sobre España que más se ha prestado a la manipulación del presentismo para utilizarla como arma política, incluso por algunos historiadores o pseudohistoriadores. 

La Historia ha sido, es y desgraciadamente seguirá siendo una de las disciplinas más maltratadas y tergiversadas por el poder político desde la Antigüedad hasta hoy. Ese poder, sobre todo si es dictatorial o autoritario, tiende a monopolizar los hechos, los adapta a su ideario y hacer lo que sea necesario para que la gente se los crea tal y como él los cuenta. Sacar sus manos de la Historia y dejarla en las de los historiadores rigurosos como Domínguez Ortiz y tantos otros, es el mayor favor que podrían hacerle los políticos no solo al conocimiento del pasado, sino también a la convivencia entre los ciudadanos.  

Primo Levi y la banalidad del mal

 Si esto es un hombre

Si gusta usted de libros amables y fáciles de leer, que no generen incomodidad física o moral y que siempre tengan un final feliz, no le recomiendo que abra las páginas de la "Trilogía de Auschwitz" de Primo Levi. Esta obra, especialmente la primera parte titulada "Si esto es un hombre", causa desasosiego y dolor, pone un nudo en la garganta y otro en el estómago y obliga con frecuencia a dejar la lectura para tomarse un respiro ante tanta miseria moral y tanta maldad reunidas. No, la "Trilogía de Auschwitz" no es un libro para leer junto a la piscina o en la playa, sino para apurarlo hasta la última sílaba en silencio y concentrado para captar y comprender cuánto sufrimiento destilan sus páginas. Solo así podrá el lector hacerse una imagen, siquiera sea débil y borrosa, de lo que debió suponer para el autor su paso por un campo nazi de extermino. La "Trilogía" es seguramente uno de los libros de memorias más sinceros y auténticos que se haya escrito jamás, con el mérito añadido de que el autor, lejos de lo que cabría esperar, no se deja arrastrar por el odio, el rencor o la desesperación, para los que no le hubieran faltado sobrados y legítimos motivos. 

"No es un libro para leer junto a la piscina"

Al contrario, las palabras de Levi entre tanta cochambre moral son como una flor que brota en medio del lodazal más espeso, en el que el autor de este relato insuperable se vio obligado a chapotear durante meses, consciente de la altísima probabilidad de no sobrevivir para contarlo. Dolor infinito, injusticia inabarcable, pero también serenidad y contención unidas a penalidades indecibles, que solo un ser humano de una fortaleza moral a prueba de la más cruel de las vesanias es capaz de mostrar cuando sabe que en cualquier momento le puede llegar la hora final en una de las "selecciones" de desgraciados prisiones que eran enviados a las cámaras de gas. Ese fue el final terrible de la mayoría de quienes le acompañaron en su vía crucis desde que fue detenido por los nazis cuando apenas era un joven imberbe que se acababa de unir a la resistencia italiana contra los alemanes. 

Su condición de judío hacía de él un candidato prácticamente seguro a las cámaras de gas, lo que le lleva a reconocer que, si sobrevivió al campo de concentración, se debió sobre todo a su buena suerte. Mientras esperaba que en cualquier momento llegara la hora terrible, Levi se aferró con todas sus fuerzas a la vida e intentó encontrar en la amistad con otros desgraciados como él una justificación que le permitiera seguir sintiéndose un ser humano y le ayudara a sobrellevar las penalidades y sufrimientos del cautiverio. Esa amistad era el último asidero a la capacidad humana para la compasión y la colaboración, en un entorno incomprensible en el que eran los propios prisioneros elegidos por los nazis quienes debían humillar a diario a sus compañeros de infortunios y castigarlos con la mayor crueldad. 

"Levi se aferró con todas sus fuerzas a la vida"

Ante la estrategia nazi de despojar a los prisioneros de cualquier asomo de resistencia, dignidad y voluntad, Levi se alza ante nuestros ojos como un gigante que nos muestra que, ni la más atroz e inhumana de las dictaduras, y la nazi tiene un terrible lugar de honor en la Historia, puede arrancarnos aquello que nos diferencia de los animales irracionales y nuestras ansias de libertadSolo la muerte consigue acabar con nuestra conciencia de seres racionales, aunque los castigos, las humillaciones y las vejaciones de todo tipo hayan conseguido reducir ese espíritu a la mínima expresión e incluso hacer que lo sepultemos en un oscuro rincón de nuestro interior mientras se intenta sobrevivir.  

Primo Levi
La tregua

Pudo haber llegado la muerte, de hecho era lo que Levi y sus compañeros de penalidades esperaban a diario durante su cautiverio en Auschwitz. Sin embargo, inopinadamente, llegó la libertad: los alemanes huyeron dejándolo todo atrás, incluidos sus prisioneros enfermos o moribundos, y llegaron los rusos, aunque aún tuvieron que pasar varias semanas antes de poder abandonar Auschwitz. Parece evidente que el Ejército ruso no esperaba encontrar centenares de prisiones de diferentes nacionalidades en unas condiciones tan lamentables y hubo de improvisar sobre la marcha para decidir qué hacer con ellos. Cuando al final abandonaron el lager o campo de concentración, no lo hicieron para volver inmediatamente a casa y empezar a olvidar cuanto antes los horrores de su inicua prisión. 

La pesadilla se prolongó aún varios meses más en los que se vieron obligados a vagar sin rumbo por Polonia, a bordo de trenes de carga desvencijados y sufriendo enfermedades, hambre y frío. Muchos de los que sobrevivieron a Auschwitz no lograron en cambio superar esta segunda parte de su cruel calvario. Sin embargo, el relato de Levi toma aquí un tono algo más esperanzado, una esperanza que radica siempre en la anhelada vuelta a casa con los suyos, que ni siquiera saben si aún está vivo o ha muerto. En ese deambular por ciudades, pueblos y villorrios polacos se generan nuevas relaciones de amistad pero también de competencia entre los prisioneros liberados, que en muchas ocasiones no tienen más remedio que recurrir a la picaresca y a la zancadilla para poder comer o encontrar un sitio donde dormir bajo techo.

"Por fin llegó el día de poner rumbo a casa"

Encoge el espíritu pensar en estos pobres desgraciados, que después de los horrores del campo de concentración nazi y cuando sueñan ya con abrazar a los suyos, deben vagabundear sin rumbo fijo por un país cuyo idioma desconocen y en el que deben arreglárselas prácticamente solos para sobrevivir. Los rusos se limitan a aparcarlos en algún pueblo durante semanas o a llevarlos de aquí para allá sin tener muy claro qué dirección tomar, mientras ellos se concentran solo en sobrevivir como pueden. Con todo, la narración tiene en esta segunda parte de la trilogía un cariz mucho más luminoso: ya no predominan las visiones de la muerte, las humillaciones y las penalidades diarias  sino la esperanza del regreso en algún momento que, por desgracia, nadie sabía cuándo llegaría, ni siquiera los rusos que se habían ocupado de ellos. 

Pero así como llegó la liberación del campo de exterminio, llegó también el día en el que por fin pusieron rumbo a casa para el reencuentro con los suyos, mas no sin antes haber protagonizado otra larga marcha en tren a través de Polonia, Rumanía, Alemania, Austria y, por fin, Italia. El nudo en la garganta y las imágenes del horror de Auschwitz han dado paso a un sueño que parecía inalcanzable pero que ya se ha hecho realidad, pero también a una profunda reflexión sobre la culpa, la vergüenza, la responsabilidad y el olvido, los grandes asuntos a los que Levi dedica la tercera y última parte de su trilogía a modo de corolario de su terrible experiencia. 

Entrada al campo de concentración de Auschwitz

Los hundidos y los salvados. 

¿Sabían los alemanes de la existencia de los campos de concentración nazi? Ni Levi ni historiadores profesionales posteriores que han estudiado este aspecto del Tercer Reich, tienen dudas de que lo conocían o al menos intuían o sospechaban de sus existencia y callaron o miraron a otro lado por miedo, comodidad o connivencia. A pesar del carácter hermético del estado nazi, basta pensar en los empleados de los ferrocarriles, en los maquinistas que transportaban a los prisioneros a los campos de concentración como carne de ganado o en la correspondencia de los soldados destinados a su vigilancia, para deducir que tuvieron que circular noticias y comentarios sobre lo que estaba ocurriendo. Además, por fuerza los alemanes debían hacerse preguntas sobre el paradero de los que habían sido sus vecinos judíos, que desaparecían de la noche a la mañana sin dar explicaciones. 

Muchas empresas como fábricas, minas o granjas agrícolas sacaban provecho de la mano de obra esclava de los lager a los que, además, suministraban todo tipo de productos, incluido el gas de las cámaras de la muerte. Es imposible imaginar que los responsables de esas empresas no supieran para quién trabajaban y tuvieran al menos sospechas sobre lo que ocurría en aquellos lugares. Es cierto que los nazis hicieron todo lo posible por borrar la enormidad de su crimen destruyendo documentos y arrasando las instalaciones. Pero no lo consiguieron por completo y la verdad terminó aflorando. Una verdad tan horrorosa que, como recuerda Levi, resultaba casi imposible de creer para las familias de los sobrevivientes. 

"Los nazis hicieron todo lo posible para borrar la enormidad de su crimen"

La tercera parte de la trilogía es también una minuciosa radiografía del microcosmos de los campos de concentración, un mundo hermético con reglas incomprensibles, dictadas en un idioma desconocido para muchos, y ante las que de nada valía emplear la razón para desentrañarlas. La vida en el campo de concentración se limitaba a sobrevivir evitando en la medida de lo posible las patadas, los golpes, los insultos y las vejaciones diarias. Tal vez lo más incomprensible de todo para ellos era que los protagonistas de esa brutalidad eran también prisioneros obligados por los nazis a vigilar y castigar a sus propios compañeros de cautiverio. El caso más extremo es el de los escuadrones especiales, integrados por prisioneros judíos que tenían encomendado el funcionamiento de las cámaras de gas, de gasear a los desgraciados que habían sido "seleccionados" y de retirar luego los cadáveres para arrojarlos en fosas comunes; cámaras de gas a las que indefectiblemente terminaban siendo conducidos ellos también para no dejar memoria viva del horror. Hasta este punto de crueldad y maldad llegaba el régimen nazi. 

Pero la memoria es frágil y no es la misma la de los opresores que la de los oprimidos. Los primeros no tardan en "olvidar", muestran lagunas incomprensibles o alegan que tuvieron que obedecer para salvar la vida. Las víctimas también recuerda de forma deficiente, pero no con intención de engañar como sus verdugos. Ellas, además, arrastran para siempre el estigma de la vergüenza: "Era la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro, que le pesa por su mismo existencia, porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla"

La liberación tan anhelada había abierto una puerta a un nuevo sufrimiento: la familia dispersada o destruida, la incredulidad de la magnitud del horror, el dolor universal, la extenuación que parecía no poder curarse, la vida que había que empezar de nuevo...y la vergüenza. Levi admite haber sentido esa culpa durante y después del cautiverio, un dolor profundo que llevó a muchos sobrevivientes al suicidio. "Emergía la conciencia de no haber hecho nada, o lo suficiente, contra el sistema por el que estábamos absorbidos". El autor nos cuenta que casi todos los sobrevivientes tenían sentimiento de culpa por omisión de socorro a sus compañeros: "Faltaba tiempo, espacio, condiciones para las confidencias, paciencia, fuerza". 

Conclusiones

La Trilogía es una obra profundamente vindicativa de la condición humana frente a lo que la filósofa Hanna Arendt definió como "la banalidad del mal", entendiendo por esta expresión la existencia de individuos que se someten al sistema por inicuo que sea y actúan según sus reglas sin preguntarse sobre sus actos y sus consecuencias. Esa banalidad estaba tan presente en Auschwitz como en otros lager y supuso un elemento decisivo en los planes de exterminio previstos por Hitler y el régimen nazi

Levi despliega una extraordinaria capacidad para mostrarnos un cuadro completo de la barbarie en sus términos más dantescos y a la luz del principio más elemental de toda moral: la condición sagrada e inviolable de la vida y la dignidad humanas. A pesar de la fragilidad de la memoria a la que él mismo alude, la suya ha hecho posible este testimonio imperecedero del que puede considerarse uno de los momentos más siniestros y oscuros de la historia de la Humanidad. Es también, o debería ser, una luz roja permanente que avise cada día a las nuevas generaciones de hasta dónde puede llegar la crueldad del ser humano para con sus semejantes cuando el fanatismo, el odio y el sectarismo anulan la razón y la moral y aplastan todo aquello que nos distingue de las bestias más feroces.  

Historia sin adjetivos

Condensar con rigor y amenidad tres milenios de historia de España en poco más de cuatrocientas páginas no está al alcance de todos los historiadores. Afrontar una tarea de esa magnitud requiere una aquilatada trayectoria de servicios a la Historia y tener bien pensado desde dónde se quiere partir, los estaciones por las que hay que pasar y adónde se quiere llegar. Antonio Domínguez Ortiz, fallecido en 2003 a los 93 años después de una larga y fructífera carrera que dejó un legado de casi cuarenta libros y unos 400 artículos, atesoraba con creces esas virtudes. Esto hace de "España. Tres milenios de historia" (Marcial Pons, 2007), publicado por primera vez dos años antes de su muerte y que va ya por cerca de la veintena de reimpresiones, un libro riguroso a la par que sugerente que supone el reencuentro con la Historia sin apriorismos.


En busca de la idea de España

El hispanista británico John Elliott escribe en el prólogo que Domínguez Ortiz nunca perteneció a ninguna escuela histórica, aunque siguió con interés los cambios historiográficos. Tal vez no haya mayor elogio de alguien que concibió la investigación histórica alejada de corsés como el único camino para entender el pasado y comprender el presente sin sesgos deformadores. De ahí que sea imposible encasillar su trabajo con las etiquetas al uso y que la suya merezca por derecho propio ser considerada Historia sin adjetivos. Ese conocimiento riguroso del pasado es el que Domínguez Ortiz reivindica en el escueto prólogo, en el que se lamenta del tratamiento de la Historia en los planes de enseñanza y critica lo que llama obsesión por el "sociologismo" en la historia contemporánea española. 

Un hilo conductor recorre el denso resumen de esos tres milenios desde la época tartésica a la Transición de 1978. Desde el inicio Domínguez Ortiz se esfuerza en encontrar los  factores históricos que han moldeado la idea de España como nación, un concepto aún en discusión. Así, al hablar de la romanización escribe que "fue un hecho decisivo en nuestra historia; está en la base de la existencia de España como unidad nacional". Tras la romanización, la conquista musulmana y la respuesta de los reinos cristianos representa un proceso tan largo como rico en consecuencias de todo tipo para la idea de España como nación, que Domínguez Ortiz ya ve prefigurada en el oscuro periodo visigodo con la conversión de los arrianos al catolicismo. Sin embargo, para el autor "la gran debilidad de al-Ándalus (...) fue su incapacidad de consolidar un modelo territorial que aunara la unidad de Hispania con su diversidad". 
"Domínguez Ortiz se esfuerza en encontrar los factores históricos que han moldeado la idea de España como nación"
El avance de los reinos cristianos debilitó a los musulmanes, sumidos en disputas internas, y fortaleció a Castilla como actor principal de la situación tras la victoria sobre los musulmanes. En ese contexto Domínguez Ortiz subraya con precisión que el matrimonio de Fernando e Isabel fue una unión personal y no la de Aragón y Castilla, como se suele creer incorrectamente. Es esta una época de grandes acontecimientos históricos, unos afortunados y otros lamentables: entre los primeros la llegada de Colón a lo que nunca creyó fuera un nuevo continente, y entre los segundos la expulsión de los judíos y la Inquisición de infausto recuerdo. En este contexto Domínguez Ortiz se refiere a la trascendencia histórica del descubrimiento y recuerda las leyes de la Corona en defensa de los indios, si bien subraya que no siempre se respetaron. 

Auge y decadencia

La expansión española alcanzó su cénit con Carlos I y Felipe II, tras los cuales accedieron al trono Felipe III y Felipe IV, muy alejados en todos los sentidos de sus antecesores. El siglo XVII quedó marcado por la injusta expulsión de los moriscos y el ascenso de  validos como Lerma y Olivares, virreyes de facto ante la incompetencia o la inhibición de los titulares del trono. La pérdida de Portugal en 1680, las pestes y las malas cosechas terminaron de malograr un siglo XVII funesto. De las colonias recibía España riquezas sin cuento, que en gran medida se dilapidaron en guerras inútiles para sostener una política exterior más orientada a perpetuar la imagen de la monarquía que a fortalecer la posición en Europa. 

El XVIII no fue mejor, con una guerra de Sucesión que terminó con la llegada de los Borbones al trono de España a través de Felipe V, un rey que nuestro autor tilda de "mediocre". Francia e Inglaterra eran cada vez más fuertes y España más débil: en la paz de Utrech se perdieron las posesiones en Flandes e Italia junto con Gibraltar y Menorca. En política interna se aprobaron los Decretos de Nueva Planta que abolieron los fueros catalanes, generando un agravio que aún hoy alimenta el secesionismo. El nacimiento del XIX fue un periodo crítico para el país: aunque la Ilustración tuvo escaso eco en España, el miedo a los efectos de la Revolución Francesa, la invasión napoleónica y la independencia de las colonias supusieron un nuevo hito en la historia española. Todo ello con una Hacienda pública casi en ruinas y una monarquía secuestrada en Francia y añorada en España por el absolutismo. 

"En la España decimonónica se aprecian ya los gérmenes de la descomposición de la sociedad estamental"

Fue el siglo de las constituciones efímeras con la de 1812 a la cabeza, de las "guerrillas", de los espadones y los pronunciamientos, de las desamortizaciones, del carlismo reaccionario, de los "afrancesados" y del "liberalismo", una palabra española llamada a tener mucha más fortuna fuera que dentro de España. En la comprimida descripción que hace Domínguez Ortiz de la España decimonónica se aprecian ya los gérmenes de la descomposición de la sociedad estamental, aunque su sustitución por una sociedad nueva tardará aún mucho en materializarse. El XIX trajo también la Primera República y la vuelta a la monarquía en un brevísimo periodo de tiempo. La Restauración fue la etapa del caciquismo, del amaño de las elecciones censitarias y masculinas y del turnismo de liberales y conservadores, dos partidos prácticamente indistinguibles entre sí. El siglo se despidió con la pérdida de las últimas colonias y una profunda crisis identitaria de la que dejaron testimonio doliente y pesimista los que con el tiempo llamaríamos intelectuales. 

Hacia un siglo XX de esperanzas frustradas

España enfiló el siglo XX sumida en el secular atraso económico y social que padecía respecto a una Europa que ya afilaba los cuchillos para la Gran Guerra. El país sacó provecho manteniéndose al margen aunque dividido entre aliadófilos y germanófilos. Pero los problemas económicos y sociales, largo tiempo ignorados, no hacían sino agravarse y surgieron las primeras luchas obreras al tiempo que se expandió el anarquismo terrorista con su cosecha de magnicidios. La huelga general de 1917, la Semana Trágica de Barcelona y el desastre de Annual contribuyeron a agravar la deteriorada situación social y política. El viejo sistema clientelar quebró con el golpe militar de Primo de Rivera en 1923 y la instauración de una dictadura ante la que Alfonso XIII respiró aliviado. La turbulenta II República, que llegó cargada de ilusiones pero que no tardó en sumirse en la división y el enfrentamiento, dio paso a otro golpe militar y a una cruenta guerra civil, seguida de una represora y larga dictadura a la que solo puso fin la muerte del dictador. La Transición del 78, estación final de este recorrido histórico, que algunos se permiten hoy denostar porque nunca han vivido bajo una dictadura, fue la puerta al periodo más largo de estabilidad política, social y económica que ha conocido España. 

Es el muy apretado esquema de un libro que es en sí mismo una visión condensada y crítica de tres mil años de historia en los que por fuerza ha habido avances y retrocesos como en cualquier otro lugar. Leyendo este libro con atención se concluye que España no es un exotismo histórico que haya que estudiar aisladamente del resto. Es, con sus luces y sus sombras, un viejo país dueño de una historia rica, compleja y apasionante, a veces trágica y sangrienta y a veces brillante y fructífera, moldeada a través de un sinfín de factores y circunstancias, que conviene conocer para no hacer juicios anacrónicos, precipitados o sesgados que nos lleven a creernos mejores o peores de lo que somos como pueblo y como nación. Como bien nos recuerda el propio autor, "por su carga ideológica la Historia siempre ha tenido la desgracia de ser utilizada como arma propagandística". El interminable debate sobre la memoria histórica de la Guerra Civil es un buen ejemplo de ese uso de la Historia. No hacer de esta ciencia un arma propagandística sino un vehículo de conocimiento y comprensión de nuestro pasado y nuestro presente es la gran aportación de Domínguez Ortiz y por eso es tan recomendable este libro.