La democracia cuestionada (y IV)

Vamos terminando. No he escrito este largo post para proponer soluciones mágicas a algunos de los problemas del sistema democrático que apenas he espigado en estas líneas. Ante todo porque no creo que existan, aunque como decía más arriba esa sea hoy la divisa de algunas de las llamadas fuerzas políticas emergentes. Lo anterior no quiere decir que no tenga algunas ideas de la dirección en la que en mi opinión se deberían orientar esas soluciones que, en ningún caso, pueden ser sencillas porque el panorama es extraordinariamente complejo.

No hay soluciones simples ni mágicas

En cierto modo, los cambios que considero requiere el sistema democrático ya están implícitos en la crítica recogida en este post. Es urgente encontrar mecanismos institucionales que fomenten una verdadera separación de poderes, demanda planteada con insistencia pero sin éxito por la sociedad y por los propios actores jurídicos desde hace décadas. Una ciudadanía que desconfía de la independencia de su sistema judicial por la promiscuidad con el poder ejecutivo y político es una ciudadanía a la que se le hace cuesta arriba creer con convicción en la democracia. Los partidos son los responsables de la situación que ellos han creado y sobre ellos recae el deber democrático de resolverla.

Los parlamentos no pueden renunciar a su papel de espacio de debate  sobre los proyectos y las soluciones canalizados a través de los partidos mediante los representantes de la soberanía popular. Unas cámaras legislativas cuya actividad se limita a asentir o rechazar lo que proponga el Ejecutivo o el partido o partidos que lo apoyan pervierten el verdadero parlamentarismo y alejan a los ciudadanos aún más de la actividad política. El debate es consustancial a la vida democrática y los partidos  no tienen derecho a enrocarse en posiciones numantinas que provocan repeticiones electorales innecesarias y bloqueos institucionales con grave daño para el sistema y demora de las soluciones que los complejos problemas sociales actuales requieren. Negociar, consensuar, transigir, transaccionar no son opciones que se toman o se dejan: son una obligación democrática.


Voto imperativo y listas electorales

Los diputados, representantes de la soberanía popular, deben ser algo más que números para completar mayorías y ejercer una función mucho más proactiva que la que comporta apretar el botón de votar de acuerdo a lo que ordene el jefe de filas. En un país como España, cuya constitución prohíbe expresamente el voto imperativo, es imprescindible un espacio mayor para la discrepancia aunque eso pueda provocar en determinados momentos situaciones de inestabilidad política. Es por eso imprescindible que cale en los partidos la cultura del diálogo y el acuerdo en lugar del expediente disciplinario y el prietas las filas.

Las listas electorales cerradas continúan impidiendo a los ciudadanos una elección verdaderamente libre de quiénes quieren que sean sus representantes y quiénes no. No es raro que el sistema, justamente llamado "partitocrático", perpetúe a representantes públicos manifiestamente incompetentes cuando no sospechosos de corrupción con el respaldo impertérrito de sus partidos. La única opción que tiene el elector es votar con la nariz tapada, cambiar de partido o abstenerse, algo por cierto cada vez más frecuente.

Las reflexiones de los politólogos y los datos contundentes de informes, sondeos y encuestas sobre los achaques de la democracia no parecen haber hecho mella en los partidos políticos, que en buena medida siguen actuando como si nada pasara y el sistema de libertades y derechos nos hubiera sido dado por un ser superior perfecto y para siempre. La corrupción, el cáncer político que con toda seguridad más daño causa, aún sigue pareciéndole a no pocos líderes políticos episodios aislados sin mayor importancia ni riesgo. Esos mismos líderes presumen habitualmente de los cambios legislativos que han impulsado y por lo general solo ven la corrupción en el partido rival y casi nunca en el propio.

Los jueces encargados de instruir ese tipo de sumarios se suelen ver sometidos a toda suerte de presiones en un contexto de escasos medios materiales y humanos para desarrollar su labor. Con frecuencia se puede asistir incluso a maniobras torticeras para librarse de jueces  incómodos al tiempo que el poder ejecutivo controla la fiscalía. Por no ponerse de acuerdo, los partidos ni siquiera son capaces de acordar a qué nivel debe situarse el listón de la tolerancia de sus propios miembros ante la corrupción, si en la imputación, la apertura de juicio o la condena firme.

En resumen, si hay una tarea inaplazable es regenerar la vida pública y evitar que siga aumentando la percepción social de que quien más o quien menos entra en política para llenarse los bolsillos. Esa percepción es injusta por cuanto proyecta la sospecha sobre toda la clase política pero también y sobre todo, porque corroe el pilar de la confianza imprescindible en una democracia entre cargos públicos y ciudadanos.


Una democracia para la globalización

El sistema democrático no puede ser un rígido molde eterno sino un sistema flexible capaz de adaptarse a las realidades sociales, políticas y económicas sin que ello suponga necesariamente abandonar sus grandes principios fundacionales. Las fronteras del estado nación vienen mostrando hace tiempo su impotencia ante la globalización: la soberanía nacional es un principio cada vez más cuestionado por los movimientos de capitales, los organismos multinacionales o la velocidad de las comunicaciones. Reflexionar sobre cómo incardinar la democracia en ese contexto global es uno de los grandes retos a los que hay que dar una respuesta que también debe ser lo más global posible: ¿tendremos que renunciar a más soberanía para poder tener más control compartido sobre los procesos económicos y sociales de ámbito planetario que  nos afectan? ¿ podremos afrontar esa realidad proteica no solo dentro de nuestras fronteras sino creando además nuevas fronteras artificiales con nuevos estados independientes?

Para terminar me gustaría llamar la atención sobre el hecho de que la democracia que en un país como España tardamos más de cuatro décadas en recuperar, es el resultado de un esfuerzo permanente de ciudadanos y representantes públicos para encauzar las demandas sociales a través de organizaciones e instituciones capaces de darles respuesta de forma pacífica. Llamar a todo eso "el régimen del 78" y la "casta" en tono despectivo, no es solo una irresponsabilidad política sino una demostración palmaria de deliberada ignorancia histórica. El mesianismo y el adanismo de determinados líderes políticos que se consideran a sí mismos poco menos que los inventores de la democracia al tiempo que sus salvadores, no puede sino irritar a quienes vivieron bajo la dictadura y conocen los esfuerzos y renuncias que hubo que hacer para restaurar un sistema de derechos y libertades en este país.

La democracia española, a pesar de lacras como la corrupción, es perfectamente homologable a la de los países de nuestro entorno y tiene en general los mismos achaques y problemas. Pero es ante todo un sistema de derechos y libertades que tampoco cayó del cielo sino que es el fruto del acuerdo de sucesivas generaciones de ciudadanos afanosos por vivir en una sociedad cada vez más próspera, tolerante, libre y abierta. Preservar, mejorar y ampliar esas conquistas históricas es deber y derecho de todos los ciudadanos frente a quienes, desde sus atalayas de supuesta superioridad moral, buscan atajos por la extrema derecha o por la extrema izquierda para llegar a presuntos paraísos que solo existe en sus imaginaciones calenturientas. Como dejó dicho Karl. Popper "constituye un error culpar a la democracia de los defectos políticos de un Estado democrático. Más bien deberíamos culparnos a nosotros mismos, es decir, a los ciudadanos del Estado democrático".

La democracia cuestionada (III)

A los males de la democracia citados en las entregas anteriores de este post (partitocracia, predominio del poder ejecutivo, listas electorales cerradas, corrupción, desafección ciudadana) ha venido a unirse en los últimos tiempos los que se han dado en denominar populismos. No hay acuerdo entre los politólogos en la definición de esa expresión política que, en realidad, tampoco es estrictamente nueva. No obstante y a grandes rasgos sí hay un cierto consenso sobre el caldo de cultivo en el que ha crecido. La desastrosa gestión de la crisis económica por parte de los gobiernos y de la UE, haciendo recaer sobre trabajadores y clases medias el peso de las draconianas medidas de austeridad fiscal, ha alimentado un sentimiento de rechazo e indignación en amplias capas de la población, al tiempo que las desigualdades sociales se ensanchaban.

Los populismos

Ese estado de cosas generó la aparición de un movimiento político de amplio espectro pero integrado principalmente por jóvenes, portador de un discurso proclive a desbordar unos límites institucionales y políticos que no habían sido capaces de procurar un reparto equilibrado de los sacrificios de la crisis. Los viejos partidos tradicionales y sus dirigentes fueron puestos en el disparadero ("no nos representan") y se apeló a la democracia directa y asamblearia como fórmula para superar una "casta" política que  había dado la espalda al "pueblo". Se trata de un movimiento que, más allá de algunos innegables aspectos positivos en tanto hizo reaccionar a buena parte de la sociedad y al propio establishment político, se caracteriza por un discurso simple cuando no maniqueo sobre una realidad compleja.

Para este tipo de populismo, convencionalmente relacionado con la extrema izquierda, la sociedad se divide básicamente en dos grandes bloques, la "casta" o privilegiados y el "pueblo" o sujeto inocente y sufriente de la insolidaridad y el egoísmo del primer grupo. Para un sistema social tan simple solo valen soluciones simples por complejos que sean los problemas en las sociedades modernas.


En paralelo y fruto también de los estragos causados por la crisis en concomitancia con la creciente llegada a Europa y a Estados Unidos de inmigrantes de zonas depauperadas o en conflicto, ha cobrado fuerza un populismo de extrema derecha que hace también de las soluciones simplistas su principal argumento político. El tristemente famoso muro que Donald Trump sigue prometiendo construir en la frontera con México para detener la llegada de inmigrantes es un ejemplo suficientemente ilustrativo. En Europa, las razones esgrimidas por conservadores y eurófobos británicos para abandonar la Unión Europea remiten también al mismo discurso basado en la xeonofobia cuando no en el racismo.

El declive de los estados nación

La mundialización de la economía y la evidente pérdida de soberanía por parte de los estados nación a manos de gigantes empresariales de ámbito global, mercados financieros y organismos supranacionales o multilaterales como la UE, el BM, la OCDE o el FMI, que dictan políticas económicas y reprenden y amenazan a quienes no las sigan, alimenta el discurso del repliegue al interior de las fronteras y la defensa de los símbolos y las tradiciones nacionales. Son, además,  movimientos que se definen por un ideario social utraconservador que rechaza las políticas de igualdad de género o defienden un papel destacado para la religión en la enseñanza. Por eso preocupa para el futuro de la democracia que este tipo de movimientos esté creciendo y extendiéndose por Europa desde Grecia al Reino Unido pasando por Hungría, Polonia, Alemania, Holanda, Italia, Francia o España.

Mientras la clase política tradicional permanece absorta en sus luchas intestinas, los populismos de uno y otro signo captan con su mensaje simple y directo a un creciente número de ciudadanos descontentos que esperan de la política soluciones igual de rápidas y sencillas. Es un sector social que ve incompresibles y tediosos los ritos democráticos que hay que seguir, por ejemplo, para aprobar leyes y abogan por soluciones urgentes. Sin embargo, no es orillando o puenteando el marco institucional, sino agilizándolo, transparentándolo y descargándolo de procesos superfluos como se consigue mejorar la calidad y el funcionamiento de la democracia. En otras palabras, no es con menos sino con más democracia como se tiene que afrontar el embate de los populismos contra el sistema.
(Continuará)

La democracia cuestionada (II)

Concluía  la primera parte del artículo indicando que es la cúpula de los partidos la que decide las listas electorales y la que tiene habitualmente la última palabra en el reparto de cargos públicos cuando se alcanza el poder. Se conforman de este modo parlamentos de leales diputados a sus respectivos jefes de filas, conscientes de que las discrepancias con la línea política del partido se suelen terminar pagando con el ostracismo. Las cámaras legislativas han ido perdiendo de este modo su función de foro de debate sobre los proyectos políticos de los diferentes partidos para convertirse en meras correas de transmisión de los gobiernos de turno: los partidos del gobierno apoyan sin rechistar y los de la oposición generalmente se oponen a todo lo que provenga del gobierno. Esto es evidente sobre todo en los gobiernos apoyados en una mayoría absoluta aunque tampoco es extraño en gobiernos de coalición. En otras palabras, tenemos en los parlamentos una nueva disfunción democrática en tanto su papel legislador se reduce a la postre a asentir o a rechazar lo que proceda del poder ejecutivo o sea impulsado por este.

El gran mal de la democracia: la corrupción política

Este estado de cosas, apoyado en una agobiante presencia de miembros del partido en el poder o de personas de confianza nombradas por él para ocupar puestos de responsabilidad en numerosos ámbitos de la vida pública e institucional, produce un nutritivo caldo de cultivo para que florezca uno de los problemas más graves y letales del sistema democrático: la corrupción política. Leyes demasiado laxas y benevolentes y connivencia expresa o implícita de los propios partidos con sus respectivos corruptos hacen el resto.

Cierto que no se puede hablar de un problema estrictamente nuevo, si bien en países como Italia o España, por ceñirnos solo al ámbito occidental, el nivel de indecencia política ha alcanzado en el pasado reciente cotas escandalosas. Es posible que los ciudadanos de a pie no comprendan los entresijos de la política económica o exterior, pero entienden perfectamente lo que significa la palabra corrupción aplicada a la política: lucrarse de forma ilegítima con dinero público. El repudio moral que produce este tipo de prácticas, reflejado a menudo en las encuestas sobre los asuntos que más preocupan a la opinión pública, no suele tener parangón ante otros problemas como el paro o la situación económica. En el plano de la moral política - si es que ambas palabras pueden convivir en la misma frase - se trata de la ruptura de un contrato tácito entre cargos públicos y ciudadanos por el cual aquellos recibirán un sueldo digno por sus servicios pero no robarán el dinero de las arcas públicas para sí o para sus partidos.


La sensación de impunidad no hace sino aumentar cuando los partidos - da igual el color - reaccionan invariablemente ante la corrupción negando la mayor en primer lugar, admitiéndola luego a regañadientes y por último arrastrando los pies para no tener que tomar medidas expeditivas contra los corruptos. Aquí se hace absolutamente esencial la respuesta de una ciudadanía que, ahíta ante tanto escándalo, opta por la indiferencia o la desafección convencida de que "todos los políticos son iguales". El círculo de la corrupción se cierra de forma aún más desvergonzada cuando cargos públicos bajo fuertes sospechas de haber obrado faltando a la ética pública más elemental vuelven a formar parte de listas electorales y a recibir apoyo mayoritario en las urnas.

Las campañas electorales: cada vez más largas, cada vez más vacías.

En países como España - aunque no exclusivamente - las campañas electorales suelen ser el periodo preferido por los partidos para lanzarse a la cara los trapos sucios en una dinámica de "y tú más" estéril e indignante, que apenas consigue disimular la responsabilidad de estas organizaciones en el deterioro de la democracia y de sus instituciones. Y son precisamente las campañas, cada vez más largas y vacías de contenido, otro de los síntomas de la preocupante salud del sistema democrático. Desde luego, nunca ha sido ese periodo el mejor tiempo para la "política" y de ahí que cuanto más se alargan más cansancio provocan entre los ciudadanos. El objetivo se reduce a "vender"  el producto en forma de programa electoral que por lo general se olvida en algún cajón del partido cuando se llega al poder y se aterriza en la realidad.

En la era de las redes sociales los programas electorales son apenas eslóganes más o menos ingeniosos que buscan expandirse y convertirse en virales. Muy lejos empieza ya a quedar el tiempo en que un programa electoral no era invariablemente algo vacío de contenido y plagado de buenas intenciones, a veces simplemente utópicas e irreales, como ocurre en la actualidad. Más que los programas electorales o los mítines - práctica cada vez más carente de sentido por cuanto solo sirve para atraer a los convencidos - lo que hoy convoca a los líderes y a los candidatos son las redes sociales, con una legión de asesores permanentemente entregada a difundir las promesas de sus respectivos partidos. Redes sociales que, como la experiencia empieza a demostrar, pueden convertirse en dinamita para las instituciones democráticas cuando se coordinan ataques externos contra instituciones en fechas señaladas o durante convocatorias electorales. El ciberespionaje, la difusión de bulos y noticias falsas con fines desestabilizadores son solo un pequeño botón de muestra de otro de los riesgos que enfrenta el sistema democrático.

Junto al fenómeno de una sociedad cada vez menos interesada en la política, los cambios sociales y económicos de las últimas décadas también han producido modificaciones en el electorado que están obligando a los partidos a replantearse a fondo sus estrategias de obtención de votos. Los grandes partidos de masas no luchan ya tanto por trabajadores manuales o de cuello duro, burgueses o terratenientes, el objetivo hoy son las mujeres, los jóvenes, los parados, los pensionistas o las minorías étnicas con derecho a voto. Las organización políticas necesitan ahora una estrategia transversal que deje a un lado determinadas señas ideológicas y busque caladeros de votos en nichos tradicionales tanto de la derecha como de la izquierda.

(Continuará)

La democracia cuestionada (I)

Soy consciente de que me adentro en terreno minado y complejo pero seguirá adelante. No vengo aquí a pontificar sobre la democracia, sino a expresar mi desasosiego ante la deriva del que, como dijo W. Churchill, sigue siendo para mí "el peor de los sistemas políticos con excepción de todos los demás". Quede claro antes de continuar que ni la autocracia ni el autoritarismo disfrazados con determinados procesos políticos o institucionales (elecciones, parlamento, etc.) son en ningún caso sustitutivos de la democracia liberal aunque sus defensores los colmen de elogios. Tampoco me propongo abogar por una democracia idílica, de funcionamiento perfecto: los sistemas políticos son construcciones históricas ideadas por seres humanos hijos de su tiempo y la democracia no es ninguna excepción. Solo en el plano de la teoría política más abstracta es posible pensar en un sistema democrático exento de cualquier tipo de disfunciones o fallos.

Ahora bien, mi particular sensación es que lejos de avanzar en la dirección de superar esos defectos nos alejamos del objetivo. Tampoco creo útil recurrir a la Grecia clásica como modelo inspirador ante los males de la democracia contemporánea, aunque es innegable que hay un principio político común expresado en el propio nombre del sistema. Sin embargo, a efectos prácticos tienen poco que ver entre sí las polis griegas en las que floreció la democracia clásica con los estados nación en donde lo hizo hace relativamente poco tiempo la democracia liberal que hoy conocemos. Simplemente basta con recordar que en las ciudades griegas mujeres y esclavos estaban excluidas de la vida política, reservada exclusivamente a los hombres libres. En nuestras sociedades no existe la esclavitud, la mujer tiene una participación creciente en la vida pública y la globalización económica cuestiona cada vez más los viejos límites fronterizos del estado nación y la capacidad de sus gobiernos para actuar de forma plenamente soberana.

La separación de poderes

La democracia que conocemos y de la que - a pesar de sus evidentes fallos disfrutamos - tiene en realidad una vida bastante corta en comparación con la de otros sistemas políticos. Parece evidente que solo se puede hablar con propiedad de democracia a partir del momento en el que hay, al menos, sufragio universal de hombres y mujeres, reconocimiento expreso de derechos y libertades individuales y políticos, posibilidad de encauzar las discrepancias políticas a través de organizaciones partidistas, elecciones libres y un cierto grado de separación de poderes. Debo subrayar que cuando hablo de separación de poderes - judicial, legislativo, ejecutivo - me refiero ante todo a separación formal reconocida constitucionalmente. Cuestión distinta es la separación real y no quisiera parecer cínico: no creo que en ningún momento de la corta historia de la democracia esa separación haya sido completa, entre otras cosas porque la práctica política demuestra que sin algún grado de colaboración entre los tres poderes el sistema colapsaría.


Otra cuestión diferente es que esa necesaria colaboración sea en realidad injerencia, control o dominio de un poder sobre los otros dos, particularmente del ejecutivo sobre el legislativo y el judicial. Encontramos aquí precisamente uno de los aspectos más preocupantes del funcionamiento actual de la democracia: cuando los partidos políticos se reservan para sí en función de cuotas designar a los principales responsables del poder judicial, el único mensaje que la ciudadanía percibe es que la Justicia está politizada, en otros términos, que no es completamente independiente del poder político y que, por tanto, puede ser manipulada por este en su beneficio; y si la percepción es que la justicia está sujeta a intereses partidistas - aunque eso solo sea cierto en parte - la que sufre un deterioro importante no es solo la imagen del poder judicial sino la de todo el sistema democrático.

Democracia y partidos políticos

La reflexión anterior nos conduce a abordar la función de los partidos políticos en la democracia. Más que de función habría que hablar de elementos constitutivos e inseparables de la democracia aunque con algunas matizaciones importantes. Es cierto que en regímenes dictatoriales o autoritarios pueden existir partidos políticos y de hecho existen, aunque su papel habitual es de meras comparsas del poder ejecutivo que los utiliza para disfrazarse de democrático. En el mejor de los casos, las posibilidades de los partidos opositores en esos sistemas de llegar al gobierno - si es que el sistema los tolera - chocan con toda clase de obstáculos impuestos por el partido en el poder. Por tanto, junto con la existencia de partidos políticos es imprescindible que exista también un espacio de libertad lo suficientemente amplio en el que pueda tener lugar lo que Raymond Aron llamó "la competencia por el poder" traducido en elecciones periódicas y libres, rasgo característico de la democracia contemporánea. Toca por tanto analizar a grandes trazos cuál es la dinámica partidista para llegar al poder.

Partimos de que cuando hablamos de alcanzar el poder nos referimos a las mayores cotas posibles de poder, aunque solo sea como principio consustancial a la finalidad de cualquier organización política partidista. Ante eso, solo un entramado institucionalmente reforzado puede frenar la tendencia natural de los partidos a colonizar cuantas más instancias de poder mejor. Por eso es esencial que el propio sistema - obra en definitiva de los partidos - se refuerce ante esa apetencia casi instintiva que los caracteriza. En el diseño de contrapesos y filtros que frenen o limiten la extensión de los tentáculos partidistas hacia todos los ámbitos de poder se asienta un pilar fundamental de una democracia sana con espacio autónomo de actuación para otras organizaciones sociales no partidistas.

Más allá de las retóricas electorales de las que me ocuparé un poco más adelante, los partidos políticos siguen funcionando en la actualidad como los describió hace más de un siglo Robert Michels en un libro ya clásico. A él le debemos la idea de la "ley de hierro" de los partidos políticos que, en síntesis, viene a decir que la cúpula de estas organizaciones se suele suceder a sí misma, con lo que las posibilidades de ascender están condicionadas de forma determinante por la afinidad o discrepancia con los postulados que en cada momento defienda la dirección. Es esa cúpula la que determina las listas electorales cerradas y la que suele tener la última palabra en el reparto de cargos públicos cuando el partido alcanza el poder.

(Continuará)

Un galdosiano menos

Si fuera o me considerara galdosiano tendría que ponerme ya a escribir mi correspondiente artículo antes de que termine el centenario del fallecimiento del insigne literato canario. No debería ser yo menos que tantos como estos días echan su cuarto a espadas en defensa o detrimento de Galdós, aunque en su placentera vida literaria anterior no se les conozca una sola línea sobre si el homenajeado novelista era un pelmazo insufrible o el segundo Cervantes patrio. Por tanto, aclaro antes de continuar que no soy galdosiano aunque sí lector de Galdós. Lo digo porque, aunque parezca que lo segundo debe ser la condición para lo primero, no siempre ocurre así. De hecho empiezo a sospechar que el número de galdosianos sobrevenidos con motivo del centenario ya gana por goleada a los simples mortales que leen o han leído a Galdós en algún momento de sus simples vidas.

Yo soy uno de esos simples mortales y ni tan siquiera puedo decir en mi descargo que empecé a leer a Galdós antes de decir ta-tá o desde que llevaba pantalón corto. Mi acercamiento a la obra galdosiana fue mucho más tardío, esporádico y asilvestrado, así que no tengo nada de lo que presumir por ese lado: ahora una obra de teatro, dentro de un año una novela y alguna vez que otra un episodio nacional. Y pare usted de contar, salvo que añada que de chico escuché en Radio Nacional lo que entonces me pareció una magnífica dramatización de los Episodios Nacionales y aprendí a solidarizarme con las penas y aventuras de Gabriel de Araceli.

La forma y el fondo

Si me preguntan si me gusta el estilo galdosiano no diría ni sí ni no sin dudarlo un segundo, aunque ese criterio lo suelo aplicar a cualquier escritor cuya obra caiga en mis manos: siempre hay aspectos con los que disfruto y otros con los que más bien me aburro, me fatigo o me irrito y en Galdós encuentro de todo esto en abundantes cantidades. Advierto de que si no quiero pasar por galdosiano menos quisiera parecer crítico literario, hablo solo desde el punto de vista de un lector que lee mucho y que, como cualquier otro en su lugar, tiene sus gustos y sus fobias. De Galdós valoro ante todo su portentosa capacidad para definir caracteres humanos y dotarlos de vida propia, tanto por la descripción física como por la moral, coronada siempre con el lenguaje adecuado para cada personaje real o ficticio.


Los chispeantes diálogos galdosianos - mero costumbrismo para los más puristas -  denotan un profundo conocimiento de las expresiones lingüísticas de los grupos sociales de la época, así como una suerte de ternura que Galdós no niega ni siquiera a algunos de sus personajes más abyectos: en todos encuentra siempre un resquicio, por pequeño que sea, que impide la condena total e inapelable. Pero tengo para mí que Galdós se dejaba llevar por los gustos de su tiempo y era un sentimental incorregible al que le apasionaban las largas escenas folletinescas, capaces de poner a prueba la paciencia del lector más curtido.

Con todo, no es tanto el estilo galdosiano lo que más me interesa de su obra: cuando leo a Galdós busco sobre todo el espíritu ético y moral que anima toda su creación literaria, me intereso por su visión de la España de su tiempo, sus atrasos y problemas seculares. Ese es el Galdós que más me atrae con permiso de Javier Cercas, para quien un escritor debería refugiarse en una suerte de torre de marfil y abstenerse de cualquier compromiso con la realidad de su tiempo. El autor canario no hace nada de eso, al contrario, se remanga y se mete en el barro: arremete contra una España plagada de frailes, monjas, curas, nobles decadentes, traidores, afrancesados, reyes felones y espadones. Deplora el atraso del país, el uso de las instituciones para el lucro personal y la prebenda de por vida, la conspiración constante, la traición, la falta de ética y de moral entre quienes deberían dar ejemplo.

Galdós puso una mirada mordaz y ética sobre una España que perdió el tren del siglo XIX en mil y una batallas estériles, atrapada entre un pasado de grandeza marchita y un presente de miseria moral y material.  En ese ambiente surgen con inusitado vigor moral los personajes más nobles de Galdós que generalmente son sencillos ciudadanos de a pie, como el que protagoniza la primera serie de sus Episodios Nacionales. Ellos son para Galdós los llamados a regenerar un país casi analfabeto, sumido en el oscurantismo de las sacristías, las covachuelas de los intrigantes y los salones de palacio a los que se acudía a pedir prebendas y canonjías a la monarquía.

Galdós tampoco ha sido profeta en su tierra

Dicho todo lo anterior, solo me queda añadir que la llegada del centenario de la muerte de Galdós no ha producido en mí unas ansias locas de ponerme a leer su obra como si no hubiera un mañana u otras cosas que leer. Lo que sí  he hecho es imponerme como objetivo seguir leyendo a Galdós sin pausa pero sin prisa, más allá de modas literarias y polémicas más relacionadas con la búsqueda de notoriedad pública que con un interés sincero por la obra galdosiana. A mí, esto de los centenarios de escritores muertos, los nombramientos de hijos predilectos o adoptivos y los homenajes de políticos por lo general iletrados, siempre me han olido a sahumerio rancio y a destiempo. Siempre he creído que a quienes por su obra merezcan reconocimiento público y social se les debe brindar en vida y no un siglo después de su muerte.

Lo dice todo y demuestra que nadie es profeta en su tierra, que el ayuntamiento de la ciudad que lo vio nacer y el cabildo de la isla en la que Galdós dio los primeros pasos lo nombren ahora hijo adoptivo, buscando más el efecto propagandístico del centenario que un verdadero interés por difundir y divulgar la obra del homenajeado tan a destiempo. Desde 1920 a 2020 lo más que ha hecho el ayuntamiento por su hijo predilecto ha sido rotular una calle con su nombre y bautizar con personajes galdosianos las calles de un barrio periférico. Algo más activo ha sido el cabildo con la apertura del museo y biblioteca en la casa natal de Galdós y la puesta en marcha en 1995 de una cátedra galdosiana en colaboración con la ULPGC dirigida - esta vez sí - por una verdadera galdosiana,  la investigadora que seguramente más sabe de la vida y obra de Galdós, la profesora Yolanda Arencibia.

Mi modesta recomendación es que ignoremos olímpicamente polémicas de campanario y leamos a Galdós sin elevarlo a lo más alto de los altares ni despeñarlo al fondo de los abismos literarios. Fue hijo de un tiempo del que nos ha dejado un retrato de España que en no pocos aspectos sigue vigente cien años después de su muerte, por más que a algunos parezca pesarle aún.

Nos queda la palabra


Parafraseo en el título un poema de Blas de Otero que he recordado cuando pensaba en cómo iniciar este artículo: "Si he perdido la vida, el tiempo / todo lo tiré como un anillo al agua./Si he perdido la voz en la maleza,/ me queda la palabra.
La palabra nos humaniza porque nos diferencia del resto de los animales al tiempo que nos dota de una herramienta con un poder inigualable. Aunque perdamos todo lo demás, mientras nos quede la palabra conservaremos la condición humana. En la Grecia clásica, de cuya cultura seguimos siendo deudores, aunque la mayoría de nuestra sociedad lo ignore o lo desprecie, la palabra integra un concepto mucho más amplio que incluye también el pensamiento y la razón: el logos.

En realidad estamos ante diferentes manifestaciones de una misma idea, la capacidad humana para el pensamiento racional y su comunicación mediante la palabra escrita o hablada. Si la palabra fuera solo una herramienta para satisfacer nuestras necesidades primarias – aunque también sirva a ese fin – su función no se diferenciaría demasiado del lenguaje de otros animales. La diferencia radical es la capacidad de transmitir con palabras ideas y conceptos abstractos con los que buscamos convencer, disuadir, entusiasmar o emocionar a quienes nos escuchan. En las palabras viajan miedos y esperanzas, tristezas y alegrías, proyectos e intereses; en definitiva nuestra percepción de una realidad de la que queremos que nuestros oyentes sean en alguna medida copartícipes.

Al transmitir así nuestra cosmovisión nos abrimos también a recibir la de los demás, generando un complejo proceso de comunicación de ida y vuelta característico de las relaciones humanas. En ese proceso la palabra puede ser tanto una poderosa herramienta de libertad como de esclavitud en el sentido moral y ético de este término. “Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios”, dice un antiguo proverbio. Porque de la palabra nacen las más nobles y elevadas aspiraciones del ser humano pero también las más viles y ruines; la palabra sirvió a la causa de la Revolución Francesa pero también a la del nazismo; ha peleado por la razón y la justicia contra la sinrazón de la esclavitud y ha justificado las atrocidades de los campos de exterminio. Con sus dos caras según el uso con el que se emplee, la palabra es con diferencia el arma más poderosa de los seres humanos para bien y para mal, para el avance hacia un mundo mejor o para la regresión.


Todo cambia, también la palabra

Tengo la inquietante sensación de que avanzamos rumbo a una sociedad cada día más ágrafa e incapaz de ponderar el peso, el valor y el poder de la palabra. En la era de las tecnologías de la información, la palabra padece una profunda transformación de consecuencias aún imprevisibles para la comunicación humana. Los mensajes sincopados en las redes sociales están empobreciendo el proceso de la comunicación que ya se desarrolla en buena medida en ese tipo de ámbitos en detrimento de otros canales. Pareciera como si ya solo fuéramos capaces de transmitir gran parte de nuestros pensamientos o estados de ánimo a través de mensajes breves y emoticonos, convencidos de que al hacerlo en redes encontraremos un eco mayor cuando en realidad solo contribuimos a generar más ruido y a aislarnos más de nuestros semejantes.

Los usuarios de las redes somos invitados a intentar transmitir en unos pocos caracteres ideas complejas y apoyarlas en todo caso con algunos emoticonos estandarizados que a duras penas pueden reflejar los matices del pensamiento y las emociones: no hay espacio para la reflexión, el matiz o la duda que solo la palabra hablada o escrita sin limitaciones artificiales puede reflejar. En resumen, se nos empuja a ser usuarios compulsivos de redes en las que es imposible la reflexión o el debate, las grandes virtudes de la palabra tal y como la concebían los griegos.

Soy periodista radiofónico, por lo que la palabra ha sido necesariamente mi principal herramienta de trabajo. Bastantes años después de haber dado los primeros pasos en este medio, mi respeto por la palabra no ha dejado de crecer. Estoy convencido de que una vida entera no es suficiente para desentrañar todos los secretos y posibilidades de la palabra escrita o hablada, como es mi caso. No me refiero solo a los aspectos formales (gramática, sintaxis), conjunto de reglas que es imprescindible respetar y manejar con una cierta solvencia para conseguir una comunicación eficaz. Hablo sobre todo de una serie de aspectos mucho más sutiles que tienen que ver con el sentido y la intencionalidad consciente o inconsciente en el empleo de las palabras.


La palabra, medio y fin

Me sorprendo cada día descubriendo nuevos matices en la entonación o en el ritmo de las frases; percibo posibilidades nuevas en una inflexión de la voz, en una parada enfática o en un sesgo irónico. Soy consciente de transmitir de una manera más o menos explícita mi visión de la realidad o mi estado de ánimo. No creo en el lenguaje neutro e impersonal y veo imposible que el uso de determinadas palabras en lugar de otras o la fuerza y el acento con la que se pronuncian no denoten de algún modo el pensamiento de quien las emplea. Si se me permite el símil, creo que la palabra es como el cincel del escultor que se expresa a través de la obra que esculpe: los humanos damos forma a nuestro mundo y le conferimos orden y sentido con palabras al igual que el escultor organiza y modela el suyo a golpe de cincel.

Sería una locura por mi parte atreverme a predecir el futuro de la palabra pero lo que percibo me intranquiliza. Doy por hecho que la necesidad de comunicación de la especie humana a través de esa herramienta única no podrá desaparecer porque sería como si la propia especie perdiera su característica más definitoria. Cuestión diferente es la calidad y la profundidad de esa comunicación, si es algo más que una serie de espasmódicos mensajes en medio de un océano inabarcable de mensajes similares o es un intercambio razonablemente fluido de pensamientos, experiencias y estados de ánimo.

No es mi intención restarle ni un gramo de importancia al avance que han supuesto las redes para la transmisión de noticias casi en tiempo real; no es imposible, aunque no frecuente, encontrar reflexiones breves pero con enjundia o análisis certeros de la realidad, capaces de decir más en unos pocos caracteres que en unos cuantos folios. Las redes nos acercan de forma instantánea las reacciones y valoraciones de la gente corriente ante todo tipo de acontecimientos públicos de trascendencia social, aunque también suelen ser el vehículo de la banalidad o la trivialidad más absolutas. Es precisamente la tentación de reaccionar a toda prisa y hacerlo con las entrañas antes que con la razón la que genera climas por momentos irrespirables y cargados de una inusitada violencia verbal. Al mismo tiempo, los bulos y las noticias falsas que circulan en las redes se han convertido en una seria preocupación política por la capacidad desestabilizadora que tienen para el sistema democrático.

El panorama de la palabra

Lo que tenemos ante nosotros es una comunicación cada vez más atomizada, plana y atenta sobre todo a provocar el efecto inmediato sobre el receptor: que esos mensajes sean ignorados por la red o que nadie o muy pocos nos respalden con comentarios o “me gusta” decepciona y hasta genera problemas de ansiedad y aislamiento entre los jóvenes nativos digitales, a quienes parece como si les costara imaginar formas distintas de comunicación.

Reducir cada vez más la comunicación al estrecho marco que nos impone el imperio de las redes, es renunciar al universo infinito de posibilidades que nos ofrece la palabra como vehículo insustituible para interactuar socialmente, con toda la flexibilidad y la riqueza de matices que un mensaje de unos cuantos caracteres nunca podrá lograr por muchos emoticonos que lo acompañen. No permitamos que nos roben la palabra viva y rica que nos define como seres racionales, aprendamos a amarla, a respetarla y no nos rindamos nunca ante la engañosa facilidad de comunicación que nos ofrecen las redes, lo cual no implica actuar como si no existieran o no constituyeran un fenómeno social con el que hay que contar. Pero ante todo, no perdamos la palabra y nuestro contacto cotidiano vivo y profundo con ella porque entonces estaremos en trance de haberlo perdido todo.

Los tiempos están cambiando

¡¿Qué sorpresa, verdad?! Seguramente muchos habían pensado que este blog había pasado a mejor vida como tantos otros en la blogosfera global. Pues no, no estaba muerto ni estaba de parranda, solo estaba ivernando una larga temporada. Ahora empieza a desperazarse poco a poco y en un tiempo prudencial puede que vuelva a estar bien despierto y atento a lo que acontezca por aquí y por allá. Eso sí, se tomará su tiempo antes de estar de nuevo en forma pero ese momento está cada más cerca a partir de hoy. Aún no sabe si vendrá con cambios o recuperará las viejas costumbres que, no por viejas, son menos respetables. Tal vez sea preferible mantener el toque vintage para llevar la contraria a la hipermodernidad con la que cierta tropa más bien ignara cree haber descubierto la pólvora y hasta la rueda. Pero no adelantemos acontecimientos, todo se irá desvelando en su momento justo. Solo hay que seguir atentos al blog y él avisará. Hasta más o menos pronto.