La democracia cuestionada (y IV)

Vamos terminando. No he escrito este largo post para proponer soluciones mágicas a algunos de los problemas del sistema democrático que apenas he espigado en estas líneas. Ante todo porque no creo que existan, aunque como decía más arriba esa sea hoy la divisa de algunas de las llamadas fuerzas políticas emergentes. Lo anterior no quiere decir que no tenga algunas ideas de la dirección en la que en mi opinión se deberían orientar esas soluciones que, en ningún caso, pueden ser sencillas porque el panorama es extraordinariamente complejo.

No hay soluciones simples ni mágicas

En cierto modo, los cambios que considero requiere el sistema democrático ya están implícitos en la crítica recogida en este post. Es urgente encontrar mecanismos institucionales que fomenten una verdadera separación de poderes, demanda planteada con insistencia pero sin éxito por la sociedad y por los propios actores jurídicos desde hace décadas. Una ciudadanía que desconfía de la independencia de su sistema judicial por la promiscuidad con el poder ejecutivo y político es una ciudadanía a la que se le hace cuesta arriba creer con convicción en la democracia. Los partidos son los responsables de la situación que ellos han creado y sobre ellos recae el deber democrático de resolverla.

Los parlamentos no pueden renunciar a su papel de espacio de debate  sobre los proyectos y las soluciones canalizados a través de los partidos mediante los representantes de la soberanía popular. Unas cámaras legislativas cuya actividad se limita a asentir o rechazar lo que proponga el Ejecutivo o el partido o partidos que lo apoyan pervierten el verdadero parlamentarismo y alejan a los ciudadanos aún más de la actividad política. El debate es consustancial a la vida democrática y los partidos  no tienen derecho a enrocarse en posiciones numantinas que provocan repeticiones electorales innecesarias y bloqueos institucionales con grave daño para el sistema y demora de las soluciones que los complejos problemas sociales actuales requieren. Negociar, consensuar, transigir, transaccionar no son opciones que se toman o se dejan: son una obligación democrática.


Voto imperativo y listas electorales

Los diputados, representantes de la soberanía popular, deben ser algo más que números para completar mayorías y ejercer una función mucho más proactiva que la que comporta apretar el botón de votar de acuerdo a lo que ordene el jefe de filas. En un país como España, cuya constitución prohíbe expresamente el voto imperativo, es imprescindible un espacio mayor para la discrepancia aunque eso pueda provocar en determinados momentos situaciones de inestabilidad política. Es por eso imprescindible que cale en los partidos la cultura del diálogo y el acuerdo en lugar del expediente disciplinario y el prietas las filas.

Las listas electorales cerradas continúan impidiendo a los ciudadanos una elección verdaderamente libre de quiénes quieren que sean sus representantes y quiénes no. No es raro que el sistema, justamente llamado "partitocrático", perpetúe a representantes públicos manifiestamente incompetentes cuando no sospechosos de corrupción con el respaldo impertérrito de sus partidos. La única opción que tiene el elector es votar con la nariz tapada, cambiar de partido o abstenerse, algo por cierto cada vez más frecuente.

Las reflexiones de los politólogos y los datos contundentes de informes, sondeos y encuestas sobre los achaques de la democracia no parecen haber hecho mella en los partidos políticos, que en buena medida siguen actuando como si nada pasara y el sistema de libertades y derechos nos hubiera sido dado por un ser superior perfecto y para siempre. La corrupción, el cáncer político que con toda seguridad más daño causa, aún sigue pareciéndole a no pocos líderes políticos episodios aislados sin mayor importancia ni riesgo. Esos mismos líderes presumen habitualmente de los cambios legislativos que han impulsado y por lo general solo ven la corrupción en el partido rival y casi nunca en el propio.

Los jueces encargados de instruir ese tipo de sumarios se suelen ver sometidos a toda suerte de presiones en un contexto de escasos medios materiales y humanos para desarrollar su labor. Con frecuencia se puede asistir incluso a maniobras torticeras para librarse de jueces  incómodos al tiempo que el poder ejecutivo controla la fiscalía. Por no ponerse de acuerdo, los partidos ni siquiera son capaces de acordar a qué nivel debe situarse el listón de la tolerancia de sus propios miembros ante la corrupción, si en la imputación, la apertura de juicio o la condena firme.

En resumen, si hay una tarea inaplazable es regenerar la vida pública y evitar que siga aumentando la percepción social de que quien más o quien menos entra en política para llenarse los bolsillos. Esa percepción es injusta por cuanto proyecta la sospecha sobre toda la clase política pero también y sobre todo, porque corroe el pilar de la confianza imprescindible en una democracia entre cargos públicos y ciudadanos.


Una democracia para la globalización

El sistema democrático no puede ser un rígido molde eterno sino un sistema flexible capaz de adaptarse a las realidades sociales, políticas y económicas sin que ello suponga necesariamente abandonar sus grandes principios fundacionales. Las fronteras del estado nación vienen mostrando hace tiempo su impotencia ante la globalización: la soberanía nacional es un principio cada vez más cuestionado por los movimientos de capitales, los organismos multinacionales o la velocidad de las comunicaciones. Reflexionar sobre cómo incardinar la democracia en ese contexto global es uno de los grandes retos a los que hay que dar una respuesta que también debe ser lo más global posible: ¿tendremos que renunciar a más soberanía para poder tener más control compartido sobre los procesos económicos y sociales de ámbito planetario que  nos afectan? ¿ podremos afrontar esa realidad proteica no solo dentro de nuestras fronteras sino creando además nuevas fronteras artificiales con nuevos estados independientes?

Para terminar me gustaría llamar la atención sobre el hecho de que la democracia que en un país como España tardamos más de cuatro décadas en recuperar, es el resultado de un esfuerzo permanente de ciudadanos y representantes públicos para encauzar las demandas sociales a través de organizaciones e instituciones capaces de darles respuesta de forma pacífica. Llamar a todo eso "el régimen del 78" y la "casta" en tono despectivo, no es solo una irresponsabilidad política sino una demostración palmaria de deliberada ignorancia histórica. El mesianismo y el adanismo de determinados líderes políticos que se consideran a sí mismos poco menos que los inventores de la democracia al tiempo que sus salvadores, no puede sino irritar a quienes vivieron bajo la dictadura y conocen los esfuerzos y renuncias que hubo que hacer para restaurar un sistema de derechos y libertades en este país.

La democracia española, a pesar de lacras como la corrupción, es perfectamente homologable a la de los países de nuestro entorno y tiene en general los mismos achaques y problemas. Pero es ante todo un sistema de derechos y libertades que tampoco cayó del cielo sino que es el fruto del acuerdo de sucesivas generaciones de ciudadanos afanosos por vivir en una sociedad cada vez más próspera, tolerante, libre y abierta. Preservar, mejorar y ampliar esas conquistas históricas es deber y derecho de todos los ciudadanos frente a quienes, desde sus atalayas de supuesta superioridad moral, buscan atajos por la extrema derecha o por la extrema izquierda para llegar a presuntos paraísos que solo existe en sus imaginaciones calenturientas. Como dejó dicho Karl. Popper "constituye un error culpar a la democracia de los defectos políticos de un Estado democrático. Más bien deberíamos culparnos a nosotros mismos, es decir, a los ciudadanos del Estado democrático".

La democracia cuestionada (III)

A los males de la democracia citados en las entregas anteriores de este post (partitocracia, predominio del poder ejecutivo, listas electorales cerradas, corrupción, desafección ciudadana) ha venido a unirse en los últimos tiempos los que se han dado en denominar populismos. No hay acuerdo entre los politólogos en la definición de esa expresión política que, en realidad, tampoco es estrictamente nueva. No obstante y a grandes rasgos sí hay un cierto consenso sobre el caldo de cultivo en el que ha crecido. La desastrosa gestión de la crisis económica por parte de los gobiernos y de la UE, haciendo recaer sobre trabajadores y clases medias el peso de las draconianas medidas de austeridad fiscal, ha alimentado un sentimiento de rechazo e indignación en amplias capas de la población, al tiempo que las desigualdades sociales se ensanchaban.

Los populismos

Ese estado de cosas generó la aparición de un movimiento político de amplio espectro pero integrado principalmente por jóvenes, portador de un discurso proclive a desbordar unos límites institucionales y políticos que no habían sido capaces de procurar un reparto equilibrado de los sacrificios de la crisis. Los viejos partidos tradicionales y sus dirigentes fueron puestos en el disparadero ("no nos representan") y se apeló a la democracia directa y asamblearia como fórmula para superar una "casta" política que  había dado la espalda al "pueblo". Se trata de un movimiento que, más allá de algunos innegables aspectos positivos en tanto hizo reaccionar a buena parte de la sociedad y al propio establishment político, se caracteriza por un discurso simple cuando no maniqueo sobre una realidad compleja.

Para este tipo de populismo, convencionalmente relacionado con la extrema izquierda, la sociedad se divide básicamente en dos grandes bloques, la "casta" o privilegiados y el "pueblo" o sujeto inocente y sufriente de la insolidaridad y el egoísmo del primer grupo. Para un sistema social tan simple solo valen soluciones simples por complejos que sean los problemas en las sociedades modernas.


En paralelo y fruto también de los estragos causados por la crisis en concomitancia con la creciente llegada a Europa y a Estados Unidos de inmigrantes de zonas depauperadas o en conflicto, ha cobrado fuerza un populismo de extrema derecha que hace también de las soluciones simplistas su principal argumento político. El tristemente famoso muro que Donald Trump sigue prometiendo construir en la frontera con México para detener la llegada de inmigrantes es un ejemplo suficientemente ilustrativo. En Europa, las razones esgrimidas por conservadores y eurófobos británicos para abandonar la Unión Europea remiten también al mismo discurso basado en la xeonofobia cuando no en el racismo.

El declive de los estados nación

La mundialización de la economía y la evidente pérdida de soberanía por parte de los estados nación a manos de gigantes empresariales de ámbito global, mercados financieros y organismos supranacionales o multilaterales como la UE, el BM, la OCDE o el FMI, que dictan políticas económicas y reprenden y amenazan a quienes no las sigan, alimenta el discurso del repliegue al interior de las fronteras y la defensa de los símbolos y las tradiciones nacionales. Son, además,  movimientos que se definen por un ideario social utraconservador que rechaza las políticas de igualdad de género o defienden un papel destacado para la religión en la enseñanza. Por eso preocupa para el futuro de la democracia que este tipo de movimientos esté creciendo y extendiéndose por Europa desde Grecia al Reino Unido pasando por Hungría, Polonia, Alemania, Holanda, Italia, Francia o España.

Mientras la clase política tradicional permanece absorta en sus luchas intestinas, los populismos de uno y otro signo captan con su mensaje simple y directo a un creciente número de ciudadanos descontentos que esperan de la política soluciones igual de rápidas y sencillas. Es un sector social que ve incompresibles y tediosos los ritos democráticos que hay que seguir, por ejemplo, para aprobar leyes y abogan por soluciones urgentes. Sin embargo, no es orillando o puenteando el marco institucional, sino agilizándolo, transparentándolo y descargándolo de procesos superfluos como se consigue mejorar la calidad y el funcionamiento de la democracia. En otras palabras, no es con menos sino con más democracia como se tiene que afrontar el embate de los populismos contra el sistema.
(Continuará)

La democracia cuestionada (II)

Concluía  la primera parte del artículo indicando que es la cúpula de los partidos la que decide las listas electorales y la que tiene habitualmente la última palabra en el reparto de cargos públicos cuando se alcanza el poder. Se conforman de este modo parlamentos de leales diputados a sus respectivos jefes de filas, conscientes de que las discrepancias con la línea política del partido se suelen terminar pagando con el ostracismo. Las cámaras legislativas han ido perdiendo de este modo su función de foro de debate sobre los proyectos políticos de los diferentes partidos para convertirse en meras correas de transmisión de los gobiernos de turno: los partidos del gobierno apoyan sin rechistar y los de la oposición generalmente se oponen a todo lo que provenga del gobierno. Esto es evidente sobre todo en los gobiernos apoyados en una mayoría absoluta aunque tampoco es extraño en gobiernos de coalición. En otras palabras, tenemos en los parlamentos una nueva disfunción democrática en tanto su papel legislador se reduce a la postre a asentir o a rechazar lo que proceda del poder ejecutivo o sea impulsado por este.

El gran mal de la democracia: la corrupción política

Este estado de cosas, apoyado en una agobiante presencia de miembros del partido en el poder o de personas de confianza nombradas por él para ocupar puestos de responsabilidad en numerosos ámbitos de la vida pública e institucional, produce un nutritivo caldo de cultivo para que florezca uno de los problemas más graves y letales del sistema democrático: la corrupción política. Leyes demasiado laxas y benevolentes y connivencia expresa o implícita de los propios partidos con sus respectivos corruptos hacen el resto.

Cierto que no se puede hablar de un problema estrictamente nuevo, si bien en países como Italia o España, por ceñirnos solo al ámbito occidental, el nivel de indecencia política ha alcanzado en el pasado reciente cotas escandalosas. Es posible que los ciudadanos de a pie no comprendan los entresijos de la política económica o exterior, pero entienden perfectamente lo que significa la palabra corrupción aplicada a la política: lucrarse de forma ilegítima con dinero público. El repudio moral que produce este tipo de prácticas, reflejado a menudo en las encuestas sobre los asuntos que más preocupan a la opinión pública, no suele tener parangón ante otros problemas como el paro o la situación económica. En el plano de la moral política - si es que ambas palabras pueden convivir en la misma frase - se trata de la ruptura de un contrato tácito entre cargos públicos y ciudadanos por el cual aquellos recibirán un sueldo digno por sus servicios pero no robarán el dinero de las arcas públicas para sí o para sus partidos.


La sensación de impunidad no hace sino aumentar cuando los partidos - da igual el color - reaccionan invariablemente ante la corrupción negando la mayor en primer lugar, admitiéndola luego a regañadientes y por último arrastrando los pies para no tener que tomar medidas expeditivas contra los corruptos. Aquí se hace absolutamente esencial la respuesta de una ciudadanía que, ahíta ante tanto escándalo, opta por la indiferencia o la desafección convencida de que "todos los políticos son iguales". El círculo de la corrupción se cierra de forma aún más desvergonzada cuando cargos públicos bajo fuertes sospechas de haber obrado faltando a la ética pública más elemental vuelven a formar parte de listas electorales y a recibir apoyo mayoritario en las urnas.

Las campañas electorales: cada vez más largas, cada vez más vacías.

En países como España - aunque no exclusivamente - las campañas electorales suelen ser el periodo preferido por los partidos para lanzarse a la cara los trapos sucios en una dinámica de "y tú más" estéril e indignante, que apenas consigue disimular la responsabilidad de estas organizaciones en el deterioro de la democracia y de sus instituciones. Y son precisamente las campañas, cada vez más largas y vacías de contenido, otro de los síntomas de la preocupante salud del sistema democrático. Desde luego, nunca ha sido ese periodo el mejor tiempo para la "política" y de ahí que cuanto más se alargan más cansancio provocan entre los ciudadanos. El objetivo se reduce a "vender"  el producto en forma de programa electoral que por lo general se olvida en algún cajón del partido cuando se llega al poder y se aterriza en la realidad.

En la era de las redes sociales los programas electorales son apenas eslóganes más o menos ingeniosos que buscan expandirse y convertirse en virales. Muy lejos empieza ya a quedar el tiempo en que un programa electoral no era invariablemente algo vacío de contenido y plagado de buenas intenciones, a veces simplemente utópicas e irreales, como ocurre en la actualidad. Más que los programas electorales o los mítines - práctica cada vez más carente de sentido por cuanto solo sirve para atraer a los convencidos - lo que hoy convoca a los líderes y a los candidatos son las redes sociales, con una legión de asesores permanentemente entregada a difundir las promesas de sus respectivos partidos. Redes sociales que, como la experiencia empieza a demostrar, pueden convertirse en dinamita para las instituciones democráticas cuando se coordinan ataques externos contra instituciones en fechas señaladas o durante convocatorias electorales. El ciberespionaje, la difusión de bulos y noticias falsas con fines desestabilizadores son solo un pequeño botón de muestra de otro de los riesgos que enfrenta el sistema democrático.

Junto al fenómeno de una sociedad cada vez menos interesada en la política, los cambios sociales y económicos de las últimas décadas también han producido modificaciones en el electorado que están obligando a los partidos a replantearse a fondo sus estrategias de obtención de votos. Los grandes partidos de masas no luchan ya tanto por trabajadores manuales o de cuello duro, burgueses o terratenientes, el objetivo hoy son las mujeres, los jóvenes, los parados, los pensionistas o las minorías étnicas con derecho a voto. Las organización políticas necesitan ahora una estrategia transversal que deje a un lado determinadas señas ideológicas y busque caladeros de votos en nichos tradicionales tanto de la derecha como de la izquierda.

(Continuará)

La democracia cuestionada (I)

Soy consciente de que me adentro en terreno minado y complejo pero seguirá adelante. No vengo aquí a pontificar sobre la democracia, sino a expresar mi desasosiego ante la deriva del que, como dijo W. Churchill, sigue siendo para mí "el peor de los sistemas políticos con excepción de todos los demás". Quede claro antes de continuar que ni la autocracia ni el autoritarismo disfrazados con determinados procesos políticos o institucionales (elecciones, parlamento, etc.) son en ningún caso sustitutivos de la democracia liberal aunque sus defensores los colmen de elogios. Tampoco me propongo abogar por una democracia idílica, de funcionamiento perfecto: los sistemas políticos son construcciones históricas ideadas por seres humanos hijos de su tiempo y la democracia no es ninguna excepción. Solo en el plano de la teoría política más abstracta es posible pensar en un sistema democrático exento de cualquier tipo de disfunciones o fallos.

Ahora bien, mi particular sensación es que lejos de avanzar en la dirección de superar esos defectos nos alejamos del objetivo. Tampoco creo útil recurrir a la Grecia clásica como modelo inspirador ante los males de la democracia contemporánea, aunque es innegable que hay un principio político común expresado en el propio nombre del sistema. Sin embargo, a efectos prácticos tienen poco que ver entre sí las polis griegas en las que floreció la democracia clásica con los estados nación en donde lo hizo hace relativamente poco tiempo la democracia liberal que hoy conocemos. Simplemente basta con recordar que en las ciudades griegas mujeres y esclavos estaban excluidas de la vida política, reservada exclusivamente a los hombres libres. En nuestras sociedades no existe la esclavitud, la mujer tiene una participación creciente en la vida pública y la globalización económica cuestiona cada vez más los viejos límites fronterizos del estado nación y la capacidad de sus gobiernos para actuar de forma plenamente soberana.

La separación de poderes

La democracia que conocemos y de la que - a pesar de sus evidentes fallos disfrutamos - tiene en realidad una vida bastante corta en comparación con la de otros sistemas políticos. Parece evidente que solo se puede hablar con propiedad de democracia a partir del momento en el que hay, al menos, sufragio universal de hombres y mujeres, reconocimiento expreso de derechos y libertades individuales y políticos, posibilidad de encauzar las discrepancias políticas a través de organizaciones partidistas, elecciones libres y un cierto grado de separación de poderes. Debo subrayar que cuando hablo de separación de poderes - judicial, legislativo, ejecutivo - me refiero ante todo a separación formal reconocida constitucionalmente. Cuestión distinta es la separación real y no quisiera parecer cínico: no creo que en ningún momento de la corta historia de la democracia esa separación haya sido completa, entre otras cosas porque la práctica política demuestra que sin algún grado de colaboración entre los tres poderes el sistema colapsaría.


Otra cuestión diferente es que esa necesaria colaboración sea en realidad injerencia, control o dominio de un poder sobre los otros dos, particularmente del ejecutivo sobre el legislativo y el judicial. Encontramos aquí precisamente uno de los aspectos más preocupantes del funcionamiento actual de la democracia: cuando los partidos políticos se reservan para sí en función de cuotas designar a los principales responsables del poder judicial, el único mensaje que la ciudadanía percibe es que la Justicia está politizada, en otros términos, que no es completamente independiente del poder político y que, por tanto, puede ser manipulada por este en su beneficio; y si la percepción es que la justicia está sujeta a intereses partidistas - aunque eso solo sea cierto en parte - la que sufre un deterioro importante no es solo la imagen del poder judicial sino la de todo el sistema democrático.

Democracia y partidos políticos

La reflexión anterior nos conduce a abordar la función de los partidos políticos en la democracia. Más que de función habría que hablar de elementos constitutivos e inseparables de la democracia aunque con algunas matizaciones importantes. Es cierto que en regímenes dictatoriales o autoritarios pueden existir partidos políticos y de hecho existen, aunque su papel habitual es de meras comparsas del poder ejecutivo que los utiliza para disfrazarse de democrático. En el mejor de los casos, las posibilidades de los partidos opositores en esos sistemas de llegar al gobierno - si es que el sistema los tolera - chocan con toda clase de obstáculos impuestos por el partido en el poder. Por tanto, junto con la existencia de partidos políticos es imprescindible que exista también un espacio de libertad lo suficientemente amplio en el que pueda tener lugar lo que Raymond Aron llamó "la competencia por el poder" traducido en elecciones periódicas y libres, rasgo característico de la democracia contemporánea. Toca por tanto analizar a grandes trazos cuál es la dinámica partidista para llegar al poder.

Partimos de que cuando hablamos de alcanzar el poder nos referimos a las mayores cotas posibles de poder, aunque solo sea como principio consustancial a la finalidad de cualquier organización política partidista. Ante eso, solo un entramado institucionalmente reforzado puede frenar la tendencia natural de los partidos a colonizar cuantas más instancias de poder mejor. Por eso es esencial que el propio sistema - obra en definitiva de los partidos - se refuerce ante esa apetencia casi instintiva que los caracteriza. En el diseño de contrapesos y filtros que frenen o limiten la extensión de los tentáculos partidistas hacia todos los ámbitos de poder se asienta un pilar fundamental de una democracia sana con espacio autónomo de actuación para otras organizaciones sociales no partidistas.

Más allá de las retóricas electorales de las que me ocuparé un poco más adelante, los partidos políticos siguen funcionando en la actualidad como los describió hace más de un siglo Robert Michels en un libro ya clásico. A él le debemos la idea de la "ley de hierro" de los partidos políticos que, en síntesis, viene a decir que la cúpula de estas organizaciones se suele suceder a sí misma, con lo que las posibilidades de ascender están condicionadas de forma determinante por la afinidad o discrepancia con los postulados que en cada momento defienda la dirección. Es esa cúpula la que determina las listas electorales cerradas y la que suele tener la última palabra en el reparto de cargos públicos cuando el partido alcanza el poder.

(Continuará)