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El manoseo de la Justicia

Si pidiéramos que levantaran la mano los partidos que nunca han tenido la tentación de meter baza en el Poder Judicial la levantarían todos, los nuevos y los viejos, la izquierda y la derecha, los regeneradores y los degenerados, los que criticaban en la oposición lo que no hacían en el gobierno y viceversa: sin embargo, todos mentirían. Da igual lo que digan y cuando lo digan, el sueño mal disimulado de todo partido con posibles es colocar en el órgano de gobierno de los jueces gente de ideología o sensibilidad próximas. Esto no es, por supuesto, una descalificación generalizada del colectivo judicial, en su inmensa mayoría profesional e imparcial, pero tampoco es una buena carta de presentación para presumir de estado de derecho, en el que la separación de poderes debe ser lo más nítida posible. 

Aturdidos y dopados por la pandemia, el ruido de la insufrible campaña madrileña y la megalomanía del presidente de un equipo privado de fútbol, los españoles no hemos sido conscientes de la bofetada sin manos que nos ha propinado esta semana la Comisión Europea a través del Gobierno. Solo de bochorno para España se me ocurre calificar que Bruselas nos diga cómo debemos organizarnos para que se respeten los estándares básicos de una democracia. Que esto ocurra a estas alturas de la historia de la democracia española es un síntoma más, tal vez de los más graves, del deterioro de nuestro sistema de convivencia, hecho unos zorros para satisfacer las ansias de poder y control de una clase política que, da igual su color ideológico, no se para en barras democráticas para alcanzar sus objetivos. 

Del bipartidismo a la rebatiña del Poder Judicial

El origen de la enfermedad data de 1985, cuando el PSOE y el PP, entonces amos y señores del cotarro, decidieron cambiar la ley que permitía a los jueces designar a doce de los veinte vocales que conforman el Consejo del Poder Judicial (CGPJ) y elegirlos ellos en el Congreso en función de cuotas de "progresistas" y "conservadores". Los otros ocho vocales, correspondientes a juristas de prestigio, los seguiría eligiendo también el Parlamento en función de afinidades ideológicas más o menos cercanas. Este sistema, que pervertía claramente el espíritu de la Constitución, fue recurrido ante el Tribunal Constitucional y éste, en un fallo aún hoy inexplicable, le dio el visto bueno con la ingenua condición de que los partidos no abusaran del intercambio de cromos de jueces. 

Aquel lenguaje perverso que los medios siguen empleando en la actualidad, marcó un antes y un después: los integrantes del CGPJ aparecían señalados políticamente y a la luz de ese criterio se examinan muchas de sus decisiones: todo lo demás, su trayectoria, su preparación profesional o la calidad de sus resoluciones judiciales, pasó a un muy segundo plano. Mientras el bipartidismo gozó de buena salud este sistema viciado funcionó sin grandes sobresaltos: cuando llegaba el momento de la renovación de los vocales, los partidos volvían a sacar sus estampitas judiciales y no tardaban en ponerse de acuerdo. A decir verdad, no recuerdo que entonces el estamento judicial protestara mucho por un enjuague que ya ponía en entredicho su independencia del poder político.

Sin embargo, cuando irrumpieron en el escenario los nuevos partidos que venían a regenerarnos, el plácido bipartidismo se alborotó y lo que hasta entonces se repartía solo entre dos debía repartirse ahora al menos entre cuatro o cinco. Enseguida aparecieron los vetos y las líneas rojas, lo que explica que el actual CGPJ lleve en funciones desde diciembre de 2018 por la sencilla razón de que los partidos ni siquiera son ya capaces de repartirse el pastel de la Justicia. Ante el bloqueo, del que el PP como principal partido de la oposición es tan responsable como el resto, el Gobierno del PSOE y Podemos optó por  la calle de en medio y llevó al Congreso una proposición de ley que rebajaba de tres quintos a mayoría absoluta la exigencia de votos para elegir a los vocales del Poder Judicial. 

Bruselas nos lee la cartilla

La propuesta era una vuelta de tuerca más en el descarado intento de estos partidos de controlar la Justicia solo con sus votos y los de sus aliados, ignorando a una oposición que hacía alardes de voluntad negociadora mientras bloqueaba la negociación. El escándalo político obligó a congelar la tramitación de la propuesta en el Congreso, en donde sí salió adelante y ya está en vigor otro hachazo al CGPJ: recortarle sus atribuciones para nombramientos mientras permanezca en funciones, lo que tiene paralizada la designación de varios presidentes de tribunales superiores de justicia. 

Después de que tres de las cuatro asociaciones judiciales españolas, que representan a casi la mitad del colectivo de jueces del país, elevaran su queja a Bruselas, la principal novedad ahora es que el Gobierno ha retirado la reforma ante el riesgo de terminar ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea por incumplir los estándares exigibles en un estado de derecho en materia de separación de poderes. Esto habría podido comprometer incluso el acceso a los fondos europeos, como establecen los reglamentos del Parlamento y del Consejo Europeo. 

España ha estado a punto de quedar al nivel de Hungría y Polonia, países a los que Bruselas ya ha denunciado por vulnerar la separación de poderes y concentrarlos en manos del Ejecutivo. Es más, la Comisión Europea también se ha permitido sugerir a España que la mitad de los vocales del CGPJ la elijan los jueces, algo que reclama el más elemental sentido común y la calidad del sistema democrático, aunque aún es insuficiente: como mínimo debería volverse al sistema anterior a 1985, aunque sería mucho más conveniente y democrático encontrar una fórmula que impida el manoseo político constante del Poder Judicial. El escollo a salvar es que eso depende precisamente de los mismos partidos que, solo un día después del tirón de orejas comunitario, ya andaban de nuevo a la greña con el asunto. Les puede la tentación de seguir contaminando un poder que, a pesar de los pesares y de todos los intentos para someterlo, funciona de manera razonable e impide que los partidos colonicen todos los rincones del estado.