Madrid, circo político de cinco pistas

Si algo bueno tiene a estas alturas la insufrible campaña madrileña es que solo le queda un suspiro: ha sido la más bronca y sucia en años y miren que las ha habido a cara de perro, faltonas, llenas de insultos y golpes bajos. Las causas tienen que ver con la importancia para los partidos de la plaza en disputa, pero sobre todo con la polarización de la democracia española desde que irrumpieron en escena Podemos y Vox, extremos que se tocan y retroalimentan, convirtiendo en un desierto el campo de la moderación y el compromiso entre fuerzas de distinta ideología. El PP y el PSOE, por cierto, han contribuido también a este juego envenenado al negarse la posibilidad de alcanzar acuerdos, como ocurre en democracias como la alemana, en las que muchos españoles nos miramos con envidia.

Un circo de cinco pistas

Esta dinámica perversa busca que nos alineemos en bloques: democracia o fascismo, libertad o comunismo; no hacerlo te convierte automáticamente en compañero de viaje del otro bloque. Con esa imagen en blanco y negro comenzó una campaña que solo en sus primeros compases abordó asuntos que, sin ser madrileño ni votar allí, estoy seguro son los que preocupan a los ciudadanos con derecho a voto: la sanidad, la economía, el medio ambiente, etc. Fue solo un espejismo, a los pocos días esos temas quedaron en un muy segundo plano y la batalla pasó a mayores con insultos, descalificaciones, acusaciones sin pruebas, manifiestos de parte sobre el "infierno madrileño" y, para rematar, sobres con balas y navajas sobrevolando la campaña, convertidos en armas políticas arrojadizas sin la más mínima decencia ni respeto por la verdad o por el adversario. 

Para completar este circo, la mayoría de los medios ha jaleado el disparate alineándose sin mucho disimulo con alguno de los bandos y lamentándose luego con fariseísmo del descontrol de la campaña. Entre esos medios y los líderes nacionales han convertido en asunto de estado unas elecciones que solo conciernen a Madrid, por mucho que algunos políticos se jueguen su ser o no ser. Los españoles que no residimos en la comunidad madrileña ni nos afectan de cerca sus problemas, llevamos semanas soportando un bombardeo constante de noticias, opiniones interesadas, bulos y tertulianos como si no hubiera un mañana y el país no tuviera otros problemas.
 

Polariza que algo queda

Todo en esta campaña es un ejemplo de manual de sobreactuación política, materia en la que Pablo Iglesias es un consumado maestro: después de justificar o eludir condenar en el pasado actos de violencia callejera o contra otros dirigentes y fuerzas políticas, no solo exige ahora a los demás que condenen los dirigidos contra él - que lo han hecho - sino que se pronuncie hasta la Casa Real. En el otro extremo, Vox, que no desmerece mucho del líder podemita, recurre a la ambigüedad calculada para no rechazar con rotundidad las amenazas y tira de exabrupto buscando la reacción de la izquierda y alimentar una espiral cada vez más tóxica. El miserable cartel de los menores no acompañados es buen ejemplo de esa estrategia. Pero nada es casual: Iglesias está literalmente desesperado, le va su futuro político en que gobierne la izquierda en Madrid o su salida de La Moncloa solo tendría arreglo retirándose a Galapagar. Vox, necesitado también de movilizar a su parroquia para hacerse imprescindible en un gobierno de Díaz Ayuso, no duda en echar más leña a esta hoguera de las irresponsabilidades políticas. 

El socialista Gabilondo, candidato casi a la fuerza, ha ido de tropiezo en tropiezo y apenas ha encajado en una campaña marcada por la confrontación. Su partido, rendido con armas y bagajes a la estrategia de Podemos y haciendo propaganda hasta con el BOE, se asoma a un fracaso estrepitoso después de una campaña de contradicciones en asuntos como los impuestos y rectificaciones a la desesperada como la del pacto con Iglesias que antes había rechazado. Más Madrid, el hijo descarriado de Podemos al que Pablo Iglesias pretendió convertir en su muleta electoral, pesca en el caladero de un PSOE a la baja y seguramente superará en escaños a los morados sin la tutela del ex amado líder. Por su parte, Edmundo Bal, el moderado de centro que ha venido a salvar los pocos muebles que le quedan a Ciudadanos antes de su cierre por derribo, lo tiene muy difícil para alcanzar representación y su aportación para atemperar el frentismo político es por desgracia, a fecha de hoy, casi una quimera.

Díaz Ayuso y el cordón sanitario de la izquierda

Dejo para el final a Isabel Díaz Ayuso, la candidata popular a batir por todos, bestia negra de la izquierda, que descolocó a propios y a extraños adelantando unas elecciones que esa misma izquierda no quería celebrar. Más allá de discrepar de sus ideas sobre la economía, la sanidad o la propia democracia, varias de ellas en la órbita del populismo más genuino, lo que no se le puede negar es que ha hecho la campaña que más le conviene a sus aspiraciones y no tanto la que querían su partido y, sobre todo, sus rivales: ha condenado sin ambages ni aspavientos las amenazas violentas de las que también ha sido víctima, ha esquivado el cuerpo a cuerpo al que la han querido arrastrar la izquierda y sus medios afines y ha puesto a Pedro Sánchez en el centro de sus críticas, respondiendo a las que el presidente lanzó contra ella recurriendo incluso a la mentira. 

Dicen las encuestas que Díaz Ayuso ganará las elecciones, a falta de saber si será o no por mayoría absoluta. Aunque por ahora lo niegue, en caso de que deba recurrir a otra fuerza para gobernar la elegida podría ser Vox. La izquierda ya ha profetizado las siete plagas de Egipto si tal cosa ocurre y ha sacado a paseo el muy democrático "cordón sanitario". En cambio, no le causa reparos que sus pactos con los herederos del terrorismo etarra y con un partido cuyo líder cumple condena por sedición, bordeen y traspasen los límites constitucionales y condicionen toda la política nacional. Le niega a Díaz Ayuso el derecho a conformar una mayoría de gobierno de una autonomía con el partido que crea oportuno, aunque sus ideas nos produzcan urticaria, y se lo conceden graciosamente a Pedro Sánchez para el gobierno de España porque él lo vale y sus socios son la crème de la crème democrática. Por cosas como esta y por otras muchas, ya es tarea casi imposible coincidir con una izquierda que se cree iluminada por la luz de la superioridad moral y que no pasa día en el que no reparta certificados de demócratas a quienes la jalean y de fascistas a quienes se atreven a no comulgar con sus ruedas de molino. 

La banca hace majo y limpio

Creo que no soy el único que ha tenido la tentación de meter sus cuatro euros mal contados debajo del colchón y hacerle una higa al banco. Luego caigo en la cuenta de que entidades públicas y privadas me han obligado a domiciliar los recibos y me han convertido en un rehén bancario, así que me resigno a seguir pagando comisiones abusivas hasta por pisar una de las pocas sucursales que van quedando en este país. Quien a estas alturas crea que los bancos están para prestarle un servicio a los ciudadanos deberían abandonar de una vez esa romántica idea: el único y descarnado objetivo de un banco que se precie es obtener beneficios y, si no, no hay banco que valga o resista. También están los que creen que nacionalizando la banca resolveríamos el problema por arte de magia, pero después de lo ocurrido con las cajas no vale la pena perder mucho tiempo en comentar esas ocurrencias.

Reduciendo costes y maximizando beneficios

Notable ha sido el revuelo que han levantado los ERES de CaixaBank - que prevé prescindir de casi 8.300 trabajadores de una tacada -, BBVA, Santander o Sabadell: entre todos juntos pondrán en la calle o enviarán a la prejubilación a casi 18.000 empleados, aunque puede que la cifra se reduzca algo en la negociación con los sindicatos. En números redondos, en los últimos 11 años han dejado el sector unos 100.000 empleados, un tercio aproximadamente del total. Con los ERES anunciados estos días la plantilla bancaria se reducirá otro 10% y probablemente no será la última criba si, como se barrunta, hay nuevas fusiones al hilo de lo que piden el BCE e incluso el Gobierno español. Por otro lado y a pesar de una cierta contención en las retribuciones variables de los altos ejecutivos, sus sueldos siguen siendo una indecencia. Vale que sea una empresa privada que puede establecer los salarios que estime apropiados para sus directivos, pero debería haber un límite porque, pasar de percibir 500.000 euros a 1.600.000 como hará el presidente de CaixaBank tras la fusión, es de todo menos presentable socialmente en un país arrasado. 

Los bancos quieren cerrar también una nueva tanda de oficinas y reducir más el contacto directo con sus clientes. CaixaBank prevé cerrar 1.500 sucursales y el BBVA hará lo propio con otras 500. El número de oficinas bancarias en España ha retrocedido un 50% en la última década. Los principales afectados son las personas mayores, los clientes sin habilidades informáticas y las zonas más despobladas del país, en donde a este paso no se va a encontrar una oficina o un cajero automático ni para un remedio. Por cierto y entre paréntesis, es significativo que en todos los análisis y comentarios de opinión publicados estos días sobre los ERES de la banca, nadie incida precisamente en la situación social desfavorable en la que quedan esas personas, convertidas en simples números prescindibles para su banco. Aún así, se asegura que la red española de oficinas es la segunda más densa de la Unión Europea, de manera que hay que cerrar un buen número para reducir gastos le pese a quien le pese.

Es el mercado, estúpido

En la misma línea se justifica la destrucción de empleo, ya que el personal representa de media más del 50% de los costes de un banco. Si a lo anterior unimos la extensión de las nuevas tecnologías, los bajos tipos de interés sin visos de subir a corto o medio plazo, la creciente competencia de bancos que operan por internet, la situación económica y las exigencias de capital y solvencia por la crisis, tendremos todos los elementos para justificar un majo y limpio de empleo histórico como el que está a punto de realizar la banca española en su proceso de reestructuración y concentración. 

El Gobierno, que enseguida ha olvidado que tiene el 16% de CaixaBank y que incluso ha presumido de que supuestamente no se puede despedir en medio de la pandemia, ya se ha apresurado a calificar de "inaceptable" el recorte de empleo y a criticar los sueldos de los altos directivos. Era lo que tocaba teniendo en cuenta que la noticia ha coincidido con la feroz campaña madrileña. Sabedor de su estrecho margen de maniobra ha apelado al Banco de España para que "haga algo", sin especificar qué exactamente, y ha recordado el dinero público destinado a sanear entidades en apuros, que por su importancia para el sistema no se podían dejar caer a pesar de su mala cabeza durante el boom del ladrillo. Pero el Banco de España hace tiempo que tampoco puede ni quiere hacer mucho, ya que estos asuntos los maneja desde Frankfurt el Banco Central Europeo. Así que, salvo la amonestación moral de rigor para la galería, poco más puede hacer el Gobierno por mal que le venga este nuevo dato de destrucción de empleo.   

Asumir la realidad no es resignarse ante ella

Todo lo anterior no significa que nos debamos resignar. La defensa del empleo corresponde a los sindicatos que, en no pocas ocasiones, han callado y transigido en cuanto les han puesto sobre la mesa las compensaciones económicas que percibirán los despedidos. En el caso de los ERES de CaixaBank y BBVA hablamos de entre 200.000 y 300.000 euros por trabajador, la cual no es una mala compensación. En cuanto a las retribuciones de los altos directivos, el Banco Central Europeo debería establecer ciertos límites que eviten la alarma social por unos emolumentos absolutamente desproporcionados en relación con la situación económica general. También debería poner pies en pared ante el incremento desaforado e injustificado de las comisiones bancarias a unos clientes cautivos sin más opción que pagar o guardar su dinero en un calcetín. 

Y, por último, respecto a la drástica reducción de oficinas deberían encontrarse fórmulas que refuercen la colaboración público - privada para continuar prestando servicio de calidad a los usuarios de zonas poco pobladas o mayores de edad sin capacidad para desenvolverse en internet. A la banca se le puede y debe exigir una responsabilidad social de la que muchas veces presume pero no siempre practica. Ahora bien, a partir de ahí y para todo lo demás, se impone la lógica inmisericorde de la competencia del mercado y su evolución. Esto no es dar por buena la ley de la selva sin exigir nada a cambio a unas entidades que, en ningún caso, tienen derecho a reclamar patente de corso para ignorar lo que la sociedad exige de ellas, más allá de una legítima ambición de obtener beneficios económicos para sus accionistas. 

El manoseo de la Justicia

Si pidiéramos que levantaran la mano los partidos que nunca han tenido la tentación de meter baza en el Poder Judicial la levantarían todos, los nuevos y los viejos, la izquierda y la derecha, los regeneradores y los degenerados, los que criticaban en la oposición lo que no hacían en el gobierno y viceversa: sin embargo, todos mentirían. Da igual lo que digan y cuando lo digan, el sueño mal disimulado de todo partido con posibles es colocar en el órgano de gobierno de los jueces gente de ideología o sensibilidad próximas. Esto no es, por supuesto, una descalificación generalizada del colectivo judicial, en su inmensa mayoría profesional e imparcial, pero tampoco es una buena carta de presentación para presumir de estado de derecho, en el que la separación de poderes debe ser lo más nítida posible. 

Aturdidos y dopados por la pandemia, el ruido de la insufrible campaña madrileña y la megalomanía del presidente de un equipo privado de fútbol, los españoles no hemos sido conscientes de la bofetada sin manos que nos ha propinado esta semana la Comisión Europea a través del Gobierno. Solo de bochorno para España se me ocurre calificar que Bruselas nos diga cómo debemos organizarnos para que se respeten los estándares básicos de una democracia. Que esto ocurra a estas alturas de la historia de la democracia española es un síntoma más, tal vez de los más graves, del deterioro de nuestro sistema de convivencia, hecho unos zorros para satisfacer las ansias de poder y control de una clase política que, da igual su color ideológico, no se para en barras democráticas para alcanzar sus objetivos. 

Del bipartidismo a la rebatiña del Poder Judicial

El origen de la enfermedad data de 1985, cuando el PSOE y el PP, entonces amos y señores del cotarro, decidieron cambiar la ley que permitía a los jueces designar a doce de los veinte vocales que conforman el Consejo del Poder Judicial (CGPJ) y elegirlos ellos en el Congreso en función de cuotas de "progresistas" y "conservadores". Los otros ocho vocales, correspondientes a juristas de prestigio, los seguiría eligiendo también el Parlamento en función de afinidades ideológicas más o menos cercanas. Este sistema, que pervertía claramente el espíritu de la Constitución, fue recurrido ante el Tribunal Constitucional y éste, en un fallo aún hoy inexplicable, le dio el visto bueno con la ingenua condición de que los partidos no abusaran del intercambio de cromos de jueces. 

Aquel lenguaje perverso que los medios siguen empleando en la actualidad, marcó un antes y un después: los integrantes del CGPJ aparecían señalados políticamente y a la luz de ese criterio se examinan muchas de sus decisiones: todo lo demás, su trayectoria, su preparación profesional o la calidad de sus resoluciones judiciales, pasó a un muy segundo plano. Mientras el bipartidismo gozó de buena salud este sistema viciado funcionó sin grandes sobresaltos: cuando llegaba el momento de la renovación de los vocales, los partidos volvían a sacar sus estampitas judiciales y no tardaban en ponerse de acuerdo. A decir verdad, no recuerdo que entonces el estamento judicial protestara mucho por un enjuague que ya ponía en entredicho su independencia del poder político.

Sin embargo, cuando irrumpieron en el escenario los nuevos partidos que venían a regenerarnos, el plácido bipartidismo se alborotó y lo que hasta entonces se repartía solo entre dos debía repartirse ahora al menos entre cuatro o cinco. Enseguida aparecieron los vetos y las líneas rojas, lo que explica que el actual CGPJ lleve en funciones desde diciembre de 2018 por la sencilla razón de que los partidos ni siquiera son ya capaces de repartirse el pastel de la Justicia. Ante el bloqueo, del que el PP como principal partido de la oposición es tan responsable como el resto, el Gobierno del PSOE y Podemos optó por  la calle de en medio y llevó al Congreso una proposición de ley que rebajaba de tres quintos a mayoría absoluta la exigencia de votos para elegir a los vocales del Poder Judicial. 

Bruselas nos lee la cartilla

La propuesta era una vuelta de tuerca más en el descarado intento de estos partidos de controlar la Justicia solo con sus votos y los de sus aliados, ignorando a una oposición que hacía alardes de voluntad negociadora mientras bloqueaba la negociación. El escándalo político obligó a congelar la tramitación de la propuesta en el Congreso, en donde sí salió adelante y ya está en vigor otro hachazo al CGPJ: recortarle sus atribuciones para nombramientos mientras permanezca en funciones, lo que tiene paralizada la designación de varios presidentes de tribunales superiores de justicia. 

Después de que tres de las cuatro asociaciones judiciales españolas, que representan a casi la mitad del colectivo de jueces del país, elevaran su queja a Bruselas, la principal novedad ahora es que el Gobierno ha retirado la reforma ante el riesgo de terminar ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea por incumplir los estándares exigibles en un estado de derecho en materia de separación de poderes. Esto habría podido comprometer incluso el acceso a los fondos europeos, como establecen los reglamentos del Parlamento y del Consejo Europeo. 

España ha estado a punto de quedar al nivel de Hungría y Polonia, países a los que Bruselas ya ha denunciado por vulnerar la separación de poderes y concentrarlos en manos del Ejecutivo. Es más, la Comisión Europea también se ha permitido sugerir a España que la mitad de los vocales del CGPJ la elijan los jueces, algo que reclama el más elemental sentido común y la calidad del sistema democrático, aunque aún es insuficiente: como mínimo debería volverse al sistema anterior a 1985, aunque sería mucho más conveniente y democrático encontrar una fórmula que impida el manoseo político constante del Poder Judicial. El escollo a salvar es que eso depende precisamente de los mismos partidos que, solo un día después del tirón de orejas comunitario, ya andaban de nuevo a la greña con el asunto. Les puede la tentación de seguir contaminando un poder que, a pesar de los pesares y de todos los intentos para someterlo, funciona de manera razonable e impide que los partidos colonicen todos los rincones del estado. 

No, vivir aquí no es una suerte

Dice un viejo y manoseado lema publicitario, falaz como casi todos los de su tipo y empleado para un roto y un descosido, que es una suerte vivir en Canarias. Yo niego la mayor, vivir en Canarias nunca ha sido una suerte y menos que nunca en los pandémicos tiempos actuales. Apenas que miremos más allá de las playas paradisiacas y de otros cuatro o cinco tópicos con los que los canarios solemos consolarnos, descubriremos un horizonte preñado de incertidumbres en el que es casi imposible atisbar algo que sugiera un futuro menos gris y deprimente para la gente de esta tierra. Dirán ustedes que he amanecido algo pesimista y no lo niego, pero no encuentro razones para el optimismo por más que las busque. 

Si uno comienza el día echando un vistazo a los periódicos apenas encuentra otra cosa que no sea el cansino conteo diario de contagiados, fallecidos y vacunados y poco más a lo que merezca la pena dedicarle algo de tiempo y atención, salvo que a estas alturas aún interesen a alguien los insufribles dimes y diretes entre políticos. Es como si el tiempo se hubiera detenido para siempre en marzo de 2020 y desde entonces viviéramos un eterno día de la marmota del que ya será imposible salir. Pero si nos centramos en las cosas que realmente importan y dejamos a un lado la faramalla insustancial con la que nos solemos dopar para conllevar esta pesadilla sin caer en la más absoluta melancolía, no veo ningún dato que invite a mirar con una pizca de confianza el futuro más próximo ni en lo sanitario ni en lo social ni en lo económico ni en lo político.

Sanidad: ni vencemos el virus ni avanzamos con la vacunación

En el plano sanitario llevamos meses bailando la yenka con el virus: ahora baja aquí pero sube allá, ahora elevo el nivel en esta isla y lo bajo en la otra y, mientras los contagios vuelven a ganar terreno, espero el santo advenimiento a ver si aburrido se va y nos deja en paz de una bendita vez. Si hablamos de vacunación prometemos en el Parlamento que estamos en disposición de dispensar 33.000 vacunas diarias, pero lo cierto es que seguimos casi a la cola del país en administración de la pauta completa, sin que nadie dé una explicación satisfactoria que no pase por echar la culpa a otros. Si añadimos la lamentable gestión de las vacunas que han hecho las autoridades comunitarias y españolas y las improvisaciones y cambios de criterio del plan nacional de vacunación, que no han hecho sino aventar la desconfianza social, ya me dirán cómo se puede mantener aún a estas alturas el optimismo que rodeó el inicio de la campaña a finales de diciembre pasado. 

(Juan Carlos Alonso)

Para terminar de enredar aún más la situación, el Gobierno anuncia el fin del estado de alarma pensando más en razones políticas que sanitarias, y sin haber previsto junto al Parlamento un amparo jurídico que permita a las comunidades autónomas adoptar medidas restrictivas para hacer frente a un virus que no parece ni mucho menos bajo control, como ha pretendido hacernos creer el presidente en dos ocasiones. Tal vez si durante el año largo que dura ya la pandemia nos hubiéramos dedicado mucho más a combatirla con más tino y sentido común que el demostrado y mucho menos a darla por derrotada para salvar temporadas turísticas varias, hoy podríamos tener en Canarias alguna esperanza de salvar al menos parte de la de verano y seguramente la de invierno. 

La economía en la UCI y la salud social dañada

La realidad en términos de trabajadores en ERTES o en paro no se compadece en cambio con los mensajes que como árnica repiten a diario los responsables públicos sobre crecimiento, PIB o empleo, meros deseos que las estadísticas se han ido encargando de desmentir uno a uno. Usando un símil sanitario muy apropiado en la actual situación, se puede afirmar que la economía canaria está en la UCI a la espera de que llegue la prometida respiración asistida en forma de las ayudas directas que un año después del inicio de la pandemia ha tenido a bien aprobar el Gobierno español, mientras sus homólogos francés, italiano o alemán las aprobaron y entregaron hace más de un año. Para el turismo, la sangre que impulsa la economía canaria y para el que sigue sin haber alternativa viable por mucho que se anuncien por enésima vez planes de diversificación económica en los que casi nadie en realidad cree, solo ha habido promesas varias veces anunciados y nunca materializados en algo concreto y tangible. 

(Carlos de Saá)

No es posible esperar una buena salud social con este desolador panorama sanitario y económico. Las ONGs como Cáritas, Banco de Alimento o Cruz Roja reportan incrementos alarmantes de pobreza y exclusión que parecen  haber desbordado los servicios sociales públicos. Mientras, los políticos se tiran los trastos o presumen en las redes de una gestión social manifiestamente mejorable a la vista de los resultados. Por si todo lo anterior fuera poco, el Gobierno central ha decidido que Canarias sea dique de contención de la inmigración irregular procedente de África con rumbo a Europa y ha desoído por activa y por pasiva las quejas de un presidente autonómico incapaz de hacer valer ante Madrid la posición ampliamente mayoritaria de la sociedad canaria. A una gestión opaca y prepotente del fenómeno, Madrid ha unido además el trato inhumano a estas personas y ha generado un clima de malestar y tensión social que nunca es positivo y mucha menos en medio de una crisis social y económica como la causada por el coronavirus. 

Cierto es que sale uno a la calle y ve que terrazas, centros comerciales o playas aparecen abarrotadas de gente que parece feliz y despreocupada, en ocasiones tan despreocupada que hasta olvida usar la mascarilla o mantener la distancia de seguridad. No sé si es inconsciencia colectiva del oscuro panorama que tienen ante sí estas islas o si hay una suerte de dopaje social que lleva a muchos a creer que el Estado proveerá con dinero tal vez caído del cielo aunque desaparezcan la mayoría de las empresas y no haya trabajo más que para un grupo de elegidos. Aunque también puede que yo tenga una visión muy desenfocada de la realidad que me rodea, es decir, que yo me equivoque de medio a medio y que ciertamente sea una suerte vivir en Canarias. 

Sánchez dice que tiene un plan

Puesto a pulverizar récords, Pedro Sánchez terminará arrasando todos los que se proponga: en promesas incumplidas o vueltas del revés va camino de dejar chiquito a Rajoy, que tampoco era manco; no le ha crecido la nariz pero es un buen émulo de Pinocho; ha vencido dos veces al virus de la COVID-19; y, lo penúltimo, ha presentado ocho veces -¡ocho!- el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia que, si no les molesta y por abreviar, llamaré "plan" a secas. Con un título tan infatuado, fruto seguramente de la imaginación recalentada de Iván Redondo, Sánchez quiere enamorar a la Comisión Europea para que suelte los 140.000 millones de euros de los llamados fondos de reconstrucción por la pandemia. 

El principal problema del plan es su inconcreción, lo que hace más admirable aún que Sánchez lo haya proclamado a los cuatro vientos, acompañado de intensa trompetería mediática, en nada menos que nueve ocasiones si contamos la de esta semana en el Congreso. Dicen los mal pensados que Sánchez hace propaganda con el plan de marras todas las semanas y fiestas de guardar, pero para mí es que Iván Redondo le ha dicho que lo venda con entusiasmo y convicción como si fuera el bálsamo de Fierabrás. 

(BERNARDO DÍAZ)

Ni concreción ni reformas claras

En el Congreso esperaban esta semana sus señorías que el presidente acudiera con algo más que un  catálogo de buenas intenciones, conocido también como carta a los Reyes Magos. Pero eso fue exactamente lo que recibieron: 200 páginas y otras 100 de anexos llenas de "modernización", "digitalización", "transición", "motor de cambio", "crecimiento potencial", "impulso" o "capital humano". Todo eso, que a los incondicionales les suena a música celestial, carece sin embargo de letra y estribillo reconocibles: ni precisa Sánchez objetivos concretos en términos de creación de empleo o demanda o producción de los proyectos que pretende impulsar con dinero comunitario y, lo que es más preocupante, juega al escondite con las reformas que exige Bruselas a cambio de soltar los euros. 

En este capítulo entra lo que piensa hacer con el mercado de trabajo, si dejarlo estar, si derogar la reforma laboral de Rajoy o retocarla solo aquí y allá aunque Pablo Iglesias - perdón, Yolanda Díaz - deje de sonreír y le ponga mala cara. Tampoco se percibe con claridad cuáles son sus planes para hacer sostenible el sistema público de pensiones, aunque el ministro Escrivá ande lanzando globos sonda a ver qué nos parece trabajar hasta la víspera del deceso para que el tinglado no se venga abajo. 

En fiscalidad estamos ante otro de esos juegos de manos tan habituales en este país, en donde se suele llamar reforma fiscal a cualquier parche que quede bien para la demagogia política y que suele acabar recaudando mucho menos de lo previsto. Una verdadera reforma fiscal que desbroce maraña, elimine exenciones injustificadas, persiga el fraude y la elusión y fortalezca sin populismos ni aspavientos el principio de progresividad fiscal, ni está ni se le espera. Pero como todos estos asuntos son casus belli entre el PSOE y Podemos, el Gobierno parece que va a mirar al tendido y silbar cuando Bruselas le pida concreción. Hay que dormir bien por las noches y, sobre todo, no anunciar medidas impopulares en plena campaña madrileña en la que el presidente parece el candidato del PSOE.

(EFE)

Sánchez presume de un plan hecho de copia y pega

Todas esas carencias no impiden que Sánchez se refiera al plan como "el más ambicioso de la historia reciente de España" y lo compare con la entrada en la UE. Es de nota que, aún así, falten solo quince días para que lo presente en Bruselas y todavía lo tenga sin encuadernar ni ponerle el hinchado título mencionado más arriba. Porque esa es otra, tal vez habría que dejar de llamar "plan" a lo que parece un copia y pega de documentos ministeriales varios que alguien tendrá al menos que paginar para que en Bruselas no se pierdan. También presume Sánchez de diálogo, como se demuestra por el hecho de que la oposición conociera oficialmente el documento solo doce horas antes del pleno de esta semana. Alega el Ejecutivo que no es definitivo, lo cual salta a la vista, pero no aclara si lo someterá a la consideración de la cámara cuando lo pase a limpio y antes de presentarlo en Bruselas para que le den la bendición. 

Dando por hecho que Bruselas no devolverá los papeles y que los jueces alemanes no se pondrán muy tiquismiquis con la aprobación de los fondos, España recibirá una generosa lluvia de millones que se deberán administrar con cabeza, centrados en los problemas económicos de este país y en el bien común. Esa batalla ya se adivina tensa después del dictamen del Consejo de Estado, que el Gobierno guardó bajo siete llaves todo lo que pudo, en el que se subraya "la necesidad de implementar todas las medidas precisas para garantizar una adecuada y eficiente asignación de los recursos" europeos. "Adecuada" y "eficiente" son las palabras clave para no perder una oportunidad verdaderamente histórica en un país arrasado. Aquí tiene Sánchez materia sobrada para hacerse con unas cuantas marcas mundiales en eficacia, eficiencia, transparencia y sentido de estado, aunque para eso hay que pasar de una vez de la propaganda y la palabrería huera a las acciones concretas: no es hora de vender más humo sino de dar trigo. 

Del estado de alarma a Guatepeor

Si para variar Pedro Sánchez cumple la promesa de no prorrogar el estado de alarma más allá del 9 de mayo, es probable que vivamos un pifostio jurídico y político similar al del verano pasado, después de que el susodicho proclamara urbi et orbi que habíamos "vencido el virus" y animara a salir a la calle y disfrutar. Se vio entonces que, sin estado de alarma al que agarrarse, las autonomías tenían que someter sus medidas contra la pandemia al parecer de los jueces. La jarana derivó en jueces de una autonomía que desautorizaban lo mismo que autorizaban los de la autonomía de al lado y, claro, no hubo forma de aclararse. Luego pasó lo que pasó en verano con los contagios y el Gobierno, siempre tan atento, nos regalo otro estado de alarma nuevito bajo el que aún nos encontramos. La buena nueva es que Sánchez acaba de anunciar que ha vencido el virus por segunda vez en menos de un año, gesta solo equiparable a las del divino Hércules. 

El estado de alarma: clavo ardiendo de las autonomías

Aunque todavía se discute entre los juristas si el estado alarmado es herramienta jurídica adecuada para amparar cosas como el toque de queda y la consiguiente conculcación de derechos fundamentales, lo cierto es que, cuando decaiga, esa opción quedará vedada a las comunidades autónomas. A lo más que podrán llegar es a decretar cierres perimetrales muy localizados (barrio, pueblo, comarca, ciudad), aunque tampoco hay consenso jurídico al respecto; también pueden modificar aforos y horarios de establecimientos abiertos al público, aunque sus decisiones siempre deberán estar avaladas por los tribunales de justicia, cuyas resoluciones también pueden ser objeto de recurso para que siga la rueda. Dicho en otras palabras, como tenemos tantos jueces mano sobre mano y la administración de Justicia funciona que es un primor y la envidia del mundo, vamos a darles algo de lo que ocuparse.

EFE

Todo esto seguramente se habría evitado si el Gobierno y el Congreso hubieran cumplido con su obligación para que las autonomías dispusieran a fecha de hoy de un paraguas jurídico bajo el que guarecer las posibles medidas que adopten a partir del 9 de mayo. De hecho ese fue el compromiso asumido en su día por el propio Sánchez y que, como tantos otros, también se ha llevado el viento. La clave es la Ley de Medidas Especiales en Salud Pública de 1986, una norma que requiere una adaptación que afine el detalle y restringa el amplio margen interpretativo del que adolece. Aunque la norma en cuestión establece la potestad de las autoridades sanitarias para adoptar las medidas necesarias para la protección de la salud pública, lo cierto es que no precisa ninguna, lo cual equivale a tener un tío en Cuba. 

Las consecuencias de no hacer los deberes

El Gobierno, que presume de sabérselas todas y de "cogobernanza" aunque ni siquiera ha consultado a las autonomías sobre el fin del estado de alarma, ha dicho nones: aunque se lo haya pedido hasta el Consejo de Estado, no ve la necesidad de estar molestando al estresado Congreso de los Diputados con una ley de hace 35 años para una tontería como una pandemia de nada que solo ha causado cerca de 80.000 muertes. Según Sánchez y los suyos, con lo que hay ya y unos buenos acuerdos del Consejo Interterritorial de Salud que reúne a comunidades y Ministerio, va que chuta. 

Que lo que acuerde un órgano administrativo como ese bendito Consejo no puedan ser más que recomendaciones y nunca normas de obligado cumplimiento, como pretende el presidente o la vicepresidenta Calvo, es algo que no les quita el sueño: son tan avanzados que acaban de elevar el dichoso Consejo al rango de poder legislativo del estado sin consultarlo ni con Montesquieu. En un país en el que los políticos han tenido la desvergüenza de "adaptar técnicamente" el ridículo decreto de las mascarillas aprobado en las Cortes, tampoco nos deberían sorprender mucho esas salidas de tiesto. 

Mientras, las autonomías empiezan a hacerse cruces: las del PSOE cabecean obedientemente todo lo que emane de La Moncloa, aunque sospecho que la procesión va por dentro. Chillan más las del PP pidiendo que el estado de alarma se prorrogue al menos hasta junio, lo cual es digno de admiración habida cuenta de que este partido se abstuvo cuando se votó en el Congreso a finales de octubre. Imagino que en La Moncloa estas jeremiadas no impresionan demasiado, no así las del PNV, socio prioritario del PSOE, que también aboga por la prórroga. 

Es evidente que ningún presidente regional, aunque unos lo digan y otros no, quiere cargar ahora con el mochuelo de tener que pedir permiso a los jueces cada dos por tres: es una lata y, sobre todo, políticamente perjudicial en tanto mantiene vivo el debate sobre si las medidas se corresponden con la gravedad de la situación. Eso, en una población que mayoritariamente ha hecho grandes esfuerzos y sacrificios y que ha transigido sin rechistar con recortes de derechos fundamentales no siempre justificados, se hace cada vez más impopular y más cuesta arriba. 

Sánchez a punto de incumplir otra promesa más

Lo que nos seguimos preguntando es por qué Sánchez ha decidido anunciar el  fin del estado de alarma y no una prorroga: a la vista del aumento de los contagios y del ritmo todavía insuficiente de vacunación, queda mucho para llegar a la Arcadia feliz que promete el Gobierno para el día después. Una posible explicación radica en que, a fecha de hoy y en medio de la feroz campaña madrileña, conseguir que el Congreso apruebe la prórroga le costaría sudor y lágrimas y no se le ven  ni ganas ni capacidad para embarcarse en la aventura. Otra explicación en absoluto descabellada es que todo sea solo una estrategia teatral de Sánchez para que las comunidades acudan a él en procesión rogándole la prórroga, lo cual le permitiría presentarse ante el país como el tricampeón mundial de la lucha contra el virus.

La evolución de la pandemia en los próximos días, los problemas con las vacunas y la presión de socios como el PNV y otros, podrían hacerle recular e incumplir su promesa, algo que a él no le preocuparía lo más mínimo y a los ciudadanos tampoco nos pillaría por sorpresa a estas alturas. Si por el contrario mantiene que no haya prórroga, tendremos una nueva entrega de La Casa de los Líos en versión autonómica, que se podría haber evitado si el Gobierno y el Congreso hubieran hecho su trabajo. Pero así funciona un país en el que la máxima política es dejar para pasado mañana lo que urgía haber hecho antes de ayer. 

Ayudas directas: tardías y escasas

Uno de estos meses, con suerte antes de que acabe el año, recibirán las empresas españolas que aún  sobrevivan a la crisis y reúnan los requisitos, el magro maná que en forma de ayudas directas les concede el Gobierno de Pedro Sánchez. Pero calma y paciencia, que las cosas de palacio van más despacio que de costumbre, que ya es decir: para que eso ocurra debe producirse una conjunción astral de las burocracias estatal y autonómicas y luego, si ningún otro obstáculo se cruza en el camino, se transferirá el dinero a sus felices beneficiarios, que en realidad lo necesitaban con urgencia para el año pasado. 

Si entonces el Gobierno español hubiera seguido los pasos del alemán, el francés o el italiano, que no dudaron en aprobar ayudas no reembolsables para que las empresas con problemas de liquidez capearan el temporal, muchos autónomos y pymes españoles no habrían echado el cierre y muchos trabajadores no habrían ido al paro. Pero así es este país, de los otros solemos importar lo menos bueno antes que nadie pero somos los últimos en imitar lo más útil y urgente. 

Comparativa desfavorable para España

Pero no es solo que las ayudas lleguen con retraso en España, sino que las cuantías son también las más raquíticas. Frente a los 11.000 millones aprobados por Sánchez, 7.000 de los cuales los gestionarán las autonomías, tenemos los 50.000 millones de Alemania, que va ya por el tercer mangerazo de liquidez, los 18.600 de Francia o los 25.000 de Italia. Y no es solo una cuestión de cuantías, sino también de cobertura: en todos los países mencionados las ayudas cubren porcentajes mayores de pérdidas que en España. En nuestro país se compensará entre un 20% y un 40% de pérdidas en las actividades más castigadas por la crisis, frente a Italia en donde la cobertura llega al 60%, Alemania, en donde se eleva al 90%, y Francia, que cubre el 100%. La cuantía máxima por empresa en España es similar a las de Francia e Italia, pero muy inferior a la de Alemana.

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Además, a diferencia de esos países, en donde las ayudas se extienden a todos los sectores de la economía, en España solo llegarán a los más afectados, principalmente la hostelería, el ocio o el comercio. Bien es cierto y, hay que subrayarlo, que en España se han aprobado créditos reembolsables avalados por el ICO por importe de unos 120.000 millones y se han destinado a los ERTES otros 40.000 millones. Es un esfuerzo importante que, sin embargo, no debía haber sido excluyente respecto a las ayudas no reembolsable que muchas empresas necesitaban para pagar los gastos corrientes, reducir sus deudas con el banco o hacer frente a las facturas. 

Dichas ayudas eran más urgentes y estaban más justificadas si cabe, habida cuenta el destrozo económico provocado por la pandemia en un país tan dependiente del sector servicios y en donde el tejido empresarial está integrado mayoritariamente por pequeñas y medianas empresas de escaso músculo financiero. Todo lo cual contrasta con los rescates de empresas inviables como la aérea Plus Ultra, a la que se pretende hacer pasar por "estratégica" para entregarle 53 millones de euros, y en donde falta transparencia y sobra discrecionalidad sospechosa en la actuación del Gobierno. Aunque dicen que llorar sobre la leche derramada solo produce melancolía, conviene no olvidar cómo se han hecho las cosas para pasar factura cuando se presente la ocasión. 

Con la burocracia hemos topado: el caso canario

Estos son, grosso modo, las cifras de las esperadas ayudas directas. Pasemos a la letra pequeña, la gestión para que lleguen cuanto antes a las empresas y autónomos que las reclaman desde hace un año. A diferencia de Francia o Italia, en donde la gestión es centralizada, es decir, la lleva a cabo el gobierno nacional, en Alemania son los estados federados los que se encargan de ese trabajo. En España la función recaerá en las autonomías, con las que el Gobierno central no ha tenido siquiera la deferencia de reunirse para hacerles el anuncio y acordar una serie de criterios  comunes. 

La ministra de Hacienda se ha limitado a decir que se les transferirán mediante convenios los 7.000 millones de euros y a otra cosa, mariposa. Y es, llegados a este punto, cuando muchos nos hemos empezado a hacer cruces: ¿serán capaces las regiones de tramitar las peticiones de ayudas en tiempo y forma para que las empresas que las necesiten y cumplan los requisitos no mueran definitivamente de inanición financiera? Si les digo les engaño, pero no me hago muchas ilusiones. 

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En primer lugar, el real decreto aprobado por el Gobierno a mediados de marzo deberá tramitarse como proyecto de ley, lo que demorará su entrada en vigor. Los grupos políticos presentarán enmiendas para revisar las actividades susceptibles de recibir ayudas respecto al centenar que ha previsto el Gobierno; por ejemplo, prever ayudas en Canarias para "agentes de ferrocarril" o "fabricantes de armas" suena cuando menos chusco. El riesgo cierto, ya advertido por los expertos de FUNCAS entre otros, es que la desigual capacidad de gestión de las autonomías genere también desigualdades territoriales en el buen uso de estas habas contadas que son las ayudas directas. En Canarias, la comunidad teóricamente más beneficiada en el reparto con 1.140 millones,  la ayuda podría  quedar en agua de borrajas si no se revisan las condiciones de acceso y la lista de sectores incluidos y excluidos para adaptarla a la realidad económica insular y, al mismo tiempo, no se decreta un verdadero zafarrancho de combate en la administración pública regional.  

Hay que ponerse las pilas ya

Lo cierto es que la burocracia autonómica canaria no se ha mostrado precisamente ágil y eficiente en la tramitación del Ingreso Mínimo Vital o los 84 millones de euros en ayudas a fondo perdido a las empresas aprobados por el Ejecutivo canario, por poner solo dos ejemplos. ¿Por qué hemos de suponer que con las ayudas directas del Gobierno central será distinto? Y eso que no estamos hablando aún de los fondos de reconstrucción de la UE, de los que nos ocuparemos en otro momento,  que deberían llegar en los próximos meses y que también habrá que gestionar. 

Muy buenas pilas deberán ponerse el Gobierno canario y los empleados públicos para administrar unas ayudas que, al paso al que va la vacunación en España y aunque tardías y raquíticas, aún pueden evitar el cierre de muchas empresas y el adiós a la actividad de no menos trabajadores autónomos. No es un reto menor ni sencillo, como casi nada para nadie en medio de esta pandemia. Superarlo no es una opción sino una obligación pública ineludible ante la que no cabe arrastrar los pies: en caso de fracaso no habrá nadie a quien echar las culpas salvo al Gobierno autonómico y su incapacidad para la gestión del interés general.  

Cuando todo nos da igual

Tengo la sensación de que hemos bajado los brazos, de que ya no nos importa gran cosa que la democracia se deteriore ante nuestros ojos: nos estamos limitando a encogernos de hombros y a culpar del problema a los políticos y sus insufribles peleas de patio de colegio, como si nuestra pasividad no tuviera nada que ver con lo que ocurre. Cuando asumimos sin pestañear que una ministra desprecie la presunción de inocencia sin inmutarse o que un ministro del Interior cese a un subordinado porque se ha negado a incumplir la ley; o cuando damos por bueno que ese mismo ministro, magistrado por más señas y mayor agravante, justifique que la policía recurra al viejo y dictatorial método de la patada en la puerta para entrar en un domicilio privado sin orden judicial, es que acabamos de dejar atrás una nueva línea roja de lo que no debe ocurrir jamás en un país democrático. 

Si por añadidura nos deja fríos que el responsable político de esas barbaridades no solo no dimita sino que no sea cesado por quien tiene la responsabilidad política de su nombramiento, solo habremos certificado que se abra la puerta a más patadas en la ídem, a más injerencias políticas en terrenos que tiene vedados como la investigación policial y, en definitiva, a la vulneración sistemática de derechos fundamentales consagrados en la Constitución. 

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La patada en la puerta como síntoma

La patada en la puerta es solo un síntoma más del grave deterioro que sufre la democracia ante nuestros ojos, cada vez más acostumbrados a que el Gobierno haga de las leyes y las normas de obligado cumplimiento un cuestión de pura y simple conveniencia política.  Ocurre, por ejemplo, con la rendición de cuentas que todo poder ejecutivo debe al parlamento, pero que en España ha pasado a depender de la voluntad de una mayoría parlamentaria y de un presidente del Gobierno, mucho más proclive a las comparecencias sin preguntas de los periodistas y de los lemas propagantísticos, que de vérselas cara a cara con la oposición en el Congreso. El interminable estado de alarma es desde hace más de un año la coartada perfecta para gobernar por decreto y recortar sin mayores miramientos derechos y libertades que, si en algunos casos pueden tener una justificación temporal, en otros muchos carecen de ella. 

Por estrafalario y ridículo merece capítulo aparte el disparatado decreto obligando a usar la mascarilla en descampado o playas aunque estemos completamente solos y no corramos riesgo alguno de contagiar o de que nos contagien. Que el mismo día en que el BOE publica tamaña estupidez la ministra de Sanidad hable de revisar la norma "con criterios técnicos" y que las autonomías empiecen a hacer sus propias interpretaciones "con sentido común", solo ha venido a corroborar que, no solo no gobiernan filósofos, sino verdaderos ignorantes. Los casos de mal gobierno y de vulneración de principios elementales no escritos en un sistema democrático, como el respeto debido a la oposición por poco que gusten sus críticas al ejecutivo de turno, se acumulan sin que parezca preocuparnos la deriva. 

Cuando se pierden hasta las formas y el respeto 

El Congreso es la corrala en la que los políticos - del Gobierno y de la oposición - ventilan su mala educación y montan espectáculos mediáticos sin importarles gran cosa la realidad del país. Un diputado de la oposición manda al médico a uno de un partido rival que se preocupa por la salud mental y no pasa nada. O una ministra de Educación -¡qué sarcasmo! - falta desabridamente al respeto a un diputado de la oposición que expone su legítima posición sobre la educación especial y, en lugar de indignarse, no faltan palmeros que aplaudan sus malos modos y le pidan más: si el de la crítica era de la oposición se merece eso y mucho más y puede dar gracias de que no haya sido tildado de "fascista".


Puede que sea precisamente la prepotencia y la soberbia la que nos lleve a este derrotismo y a considerar que no vale la pena perder el apetito pidiendo imposibles. Ahí tenemos a Ábalos, el inefable ministro de las mil versiones, envuelto en el turbio asunto del rescate de una compañía aérea de inconfundible aroma chavista a la que se hizo pasar por "estratégica" para regalarle 53 millones de euros de todos los españoles. Las informaciones sobre la discrecionalidad que ha rodeado la decisión se acumulan, pero a nadie parece importarle gran cosa que detrás de la oscura operación pueda haber intereses que nada tienen que ver con apoyar a una empresa vital para el país. Con la misma abulia estamos contemplando las maniobras del Gobierno para evitar el control del reparto de los fondos europeos de reconstrucción. Para ello no dudó en ocultar el informe del Consejo de Estado que recomendaba reforzar los controles  para evitar precisamente la discrecionalidad. 

75.000 muertos y ni una disculpa ni una autocrítica

Los españoles asistimos a este carrusel de ejemplos de mal gobierno y falta de transparencia en todos los ámbitos con la misma apatía que contemplamos la serie interminable de decisiones contradictorias, improvisaciones y descontrol en la gestión de la pandemia. Ya me he referido al lamentable sainete de las mascarillas obligatorias en descampado, pero en la mente de todos está el baile de la yenka con su uso al comienzo de la crisis, la falta de prudencia científica y el exceso de previsiones de barra de bar, casi siempre incumplidas, del doctor Simón, la huida a Cataluña sin rendir cuentas de Salvador Illa, el incumplimiento de la prometida auditoría externa de la gestión o el voluntarismo con las vacunas y la fórmula facilona de culpar de todo a las malvadas farmacéuticas. 

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Y sin embargo, más de un año después del inicio de esta interminable pandemia, nadie del Gobierno ni de sus aliados ni de sus palmeros han pedido nunca una sola disculpa por los más de 75.000 muertos que ha producido la enfermedad ni ha reconocido un solo error - "no se podía saber" - ni se ha comprometido a intentar hacer las cosas mejor. En cambio han menudeado las declaraciones irresponsables y triunfalistas, el "hemos vencido al virus" y las decisiones equivocadas que nos tienen hoy a las puertas de la cuarta ola. Ahora bien: ¿se lo hemos exigido los ciudadanos? Me  temo que no. 

La fatiga social y el todo da igual

Mucho se habla estos días de la fatiga provocada por la pandemia, tanto en el ámbito individual como en el social: restricciones de la movilidad, recorte de libertades, pérdidas personales irreparables, secuelas mentales y físicas, incertidumbre económica, sensación de orfandad y abandono por parte de una clase política, en general insensible ante una dura realidad compleja y amorfa, pueden ser algunos de los elementos integradores de ese cansancio que, quien más y quien menos, sentimos ya sobre nosotros. Y seguramente será también la causa de que ya no nos queden fuerzas para rehacernos y afrontar el destrozo democrático que tenemos ante nosotros. 

Estamos abdicando nuestras responsabilidades como ciudadanos o, como mucho, alistándonos en las filas de los palmeros del Gobierno o en las de la oposición, tan responsable como los partidos del Ejecutivo de la polarización de la vida política cuando más se requería de todos anteponer el bien común al partidista. Nos equivocamos gravemente pensando que todo da igual y olvidando que esos políticos de los que nos quejamos o ni siquiera eso, los hemos elegido entre todos y de todos es por tanto la responsabilidad de exigirles decencia, trabajo y transparencia. Que es difícil ya se sabe pero hablamos de democracia: para encogernos de hombros o asentir ante todo lo que hace el poder ya tenemos las dictaduras y los regímenes autoritarios y estoy seguro que no es eso lo que queremos la inmensa mayoría de los españoles.