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Inmigración: sordos, mudos y ciegos

En política rige una máxima no escrita por la cual de lo que no se habla no existe. A punto de despedir 2021 ya han llegado a Canarias este año 20.000 inmigrantes por vía marítima, una cifra que trae a la memoria la crisis de los cayucos de 2006. Con todo, lo más grave no es el número de los que han llegado, sino el de los que no han tenido esa suerte: entre el 1 de enero y el 30 de noviembre se han ahogado 937 personas intentando llegar a Canarias, ente ellas 83 niños y 248 mujeres. Obviamente, en la estadística oficial no se incluye a los más desafortunados de todos, los desaparecidos de los que no quedó noticia, que ni siquiera pueden aspirar a ser un número en el conteo de muertos y que bien podrían duplicar la cifra atroz de los de cuyo fallecimiento sí hay constancia. Lo cierto es que e pesar de estos datos terribles, ni hay debate político o social ni en los medios aparece otra cosa que no sea el cansino recuento casi diario de llegada de pateras y muertes durante la travesía.

AP/JAVIER BAULUZ

Inmigración y agenda política

Que estas gélidas cifras oficiales sean un 7% superiores a las de 2020 y un 363% más que en 2019, no parecen suficiente argumento para que la clase política y el conjunto de la sociedad muestren algún signo de alarma, inquietud o desasosiego por el drama humanitario que se desarrolla ante nuestros propios ojos y ante el que preferimos permanecer mudos, sordos y ciegos. ¿Cuántas personas más tienen que morir o desaparecer en el mar para que el asunto merezca la atención que requiere por parte de todos? 

Puede que sea la pandemia que no cesa o los problemas económicos, pero lo cierto es que la tragedia de las personas que fallecen intentando llegar a Canarias ha desaparecido por completo de las agendas políticas de los gobiernos central y autonómico. Aunque a decir verdad, antes del virus y sus consecuencias tampoco era algo que pareciera quitar demasiado el sueño a los gobernantes, salvo cuando tenían que pasar el mal trago de que las televisiones y las redes sociales mostraran al mundo a miles de inmigrantes hacinados en un muelle pesquero bajo un sol implacable, porque los irresponsables representantes públicos habían desoído todas las advertencias sobre el repunte del fenómeno y no se habían preparado adecuadamente los medios  de acogida.

"Hacer el menor ruido mediático posible es la consigna en vigor"

Ahora, más allá de habilitar de prisa y corriendo algunas instalaciones para dar alojamiento en condiciones muchas veces precarias a los que tienen la suerte de pisar tierra firme y de poner algún tuit de compungida condolencia, no se tiene constancia de plan o estrategia gubernamental alguna para responder al desafío. Desviar el tiro a Bruselas e ir tirando como buenamente se pueda sin hacer mucho ruido mediático parece ser la consigna política en vigor. Nadie debió escudarse en 2019 en que no se podía saber lo que estaba a punto de ocurrir con la ruta canaria de la inmigración, una de las más peligrosas del mundo, en cuanto se incrementó el control sobre las del Estrecho y el Mediterráneo. Aún así, han pasado ya dos años y 2021 va camino de convertirse en el peor año en cuanto a muertes de inmigrantes en el mar desde que se llevan estadísticas, mientras la pasividad política y la indiferencia social también han ido en aumento.

Indiferencia social y reto político

Ni siquiera la presión sobre los centros que acogen a menores inmigrantes llegados sin acompañamiento familiar consigue sacar de su modorra política al Gobierno de Canarias, incapaz de lograr de Madrid que derive a otras comunidades autónomas a parte de los 2.700 chicos que tiene bajo su tutela. Los centros están al límite, faltan cuidadores, las pruebas de edad se retrasan y centenares de menores podrían terminar en la calle en una especie de limbo legal. Eso sí, el Parlamento canario creó en septiembre una "comisión de estudio" sobre la inmigración, una fórmula tan socorrida como inútil de la que suelen echar mano los políticos cuando quieren dar la falsa sensación de que están muy preocupados por un problema. Los resultados prácticos de esa comisión los podemos avanzar ya antes de que concluya sus trabajos: cero pelotero.

Si a los políticos les incomoda hablar de un problema que no pueden resolver con eslóganes simplones, la sociedad no les va a la zaga con su indiferencia ante lo que ocurre en las costas de las islas. Así, entre el silencio de unos y la falta de compasión de otros hemos normalizado este drama, lo hemos asumido como algo inevitable en lo que no tenemos ninguna responsabilidad y hemos seguido con nuestras cosas. Es una respuesta social hasta cierto punto comprensible cuando una situación, por trágica que sea, se vuelve crónica y quienes deberían liderar la búsqueda de soluciones prefieren también practicar la política del avestruz. Sin embargo, creo que es la peor de las  alternativas imaginables porque el desafío no va a desaparece solo porque nos engañemos dejando de hablar de él y no prestándole atención. 

"Hemos normalizado el drama y lo hemos asumido como inevitable"

Clase política y sociedad deberíamos desprendernos de ataduras ideológicas y sesgos xenófobos y al menos ser prácticos por una vez: la inmigración ordenada y segura salvaría muchas vidas y sería de gran ayuda económica en un país cada día más envejecido, en el que en algunas provincias ya hay serios problemas para encontrar mano de obra en sectores como la construcción o los servicios. En la última década las muertes de españoles autóctonos han superado en más de un millón a los nacimientos y, según el INE, el 20% de la población ocupada tiene en la actualidad más de 55 años, lo que significa que se empezará a jubilar en los próximos años, agravando aún más la carencia de trabajadores y las maltrechas cuentas de la Seguridad Social. 

¿Y si dejáramos de taparnos la boca, los ojos y los oídos y miráramos por una vez el problema de frente para buscar una salida que rebaje drásticamente la pérdida de vidas y ayude a sostener la economía del país? No soy un iluso, sé que no es nada sencillo y puede incluso que sea mucho pedir en un país en el que los grandes pactos de estado se han convertido casi en misión imposible. Pero es precisamente frente a grandes retos como este ante los que un país, con sus líderes públicos al frente, debería demostrar su capacidad de estar a la altura de lo que exige una trágica realidad que no se puede ignorar indefinidamente. 

Inmigración, la otra crisis canaria

Canarias acumula crisis como estratos los yacimientos arqueológicos, solo que en el caso de las islas los estratos se entremezclan y solapan sin solución de continuidad: antes de que hayamos superado el anterior sobreviene uno nuevo que agrega sus efectos negativos a los que se venían arrastrando y así sucesivamente. Cuando apenas se empezaban a dejar atrás las devastadoras consecuencias de la crisis financiera de 2008, que había disparado el paro y la pobreza, ya elevados en el caso del Archipiélago, sobrevino la pandemia y hundió el turismo, la primera y, en la práctica, casi única fuente de ingresos de esta comunidad autónoma. Y cuando parecía que por fin se recuperaría algo de lo perdido gracias a la vacuna, un volcán entró en erupción en La Palma obligando a concentrar en él toda la atención de las administraciones y un pico importante de sus menguados recursos. Pero, junto con ese rosario de crisis fluye otra paralela de carácter humanitario, que lejos de remitir vuelve a repuntar con fuerza: la muerte de centenares de inmigrantes que intentan alcanzar las costas canarias por vía marítima, sin que aparentemente esto remueva en exceso las conciencias de los responsables públicos. 

EFE

La mortal ruta canaria

La crisis provocada por la erupción del volcán de La Palma está dejando en un muy segundo plano mediático el drama humano de la inmigración irregular: como se suele decir, ojos que no ven, corazón que no siente. Y eso que las cifras son cada día más alarmantes: durante la pasada semana arribaron 1.300 personas a bordo de cayucos o pateras. En términos interanuales, el número de inmigrantes que ha llegado este año a Canarias ya supera en un 135% a los que lo hicieron en 2020 y un 1.200% sobre 2019. Estamos ante una curva ascendente y sin visos de aplanarse, al menos mientras dure el buen tiempo en el mar que separa las Islas del continente africano.

"Se sabe de la salida de numerosos cayucos de los que nunca se han vuelto a tener noticias"

Mucho más dramáticas son las cifras de quienes, engullidos por el mar, ni siquiera han tenido la suerte de volver a pisar tierra firme. Solo en agosto perdieron la vida 379 personas en la peligrosa ruta canaria de la inmigración, una cifra que se eleva a 782 en lo que llevamos de 2021 frente a las 343 de 2020. No hace falta precisar a estas alturas que estas cifras están calculadas a la baja, ya que en realidad se tiene la certeza de la salida de numerosos cayucos con centenares de personas a bordo de los que jamás se han vuelto a tener noticias. Los cálculos más moderados estiman que muere una persona por cada once que consiguen llegar a tierra. Las causas para este incremento de la mortalidad se relacionan sobre todo con el empleo de embarcaciones cada vez más frágiles, lo que en última instancia denota un incremento brutal de la presión migratoria que empuja a estas personas a subirse a cualquier cosa que flote para intentar llegar a Europa vía Canarias. 

¿A las puertas de otro Arguineguín?

Ante este panorama, la respuesta de las administraciones públicas sigue siendo manifiestamente mejorable, por no llamarla abiertamente irresponsable e insensible. Esto abona el temor de que se repitan escenas dantescas como las del muelle de Arguineguín en 2020 si siguen aumentando las llegadas al ritmo que lo vienen haciendo desde antes del verano. En islas como Lanzarote la situación ya empieza a desbordarse y las condiciones de salubridad de las instalaciones en las que se acoge a los recién llegados dejan mucho que desear. Se trata, por cierto, de la misma isla en la que el SIVE sigue inoperativo años después de ser adquirido y cuya puesta en servicio seguramente habría evitado muchas de las muertes de inmigrantes que se han producido a pocos metros de sus costas. Que el Consejo de Ministros aprobara en la reunión de ayer la declaración de emergencia para la contratación e instalación de un SIVE en Lanzarote, resulta sencillamente grotesco. 

"El Gobierno canario parece haber renunciado incluso al derecho al pataleo"

Como incomprensible resulta la pasividad del Gobierno para ayudar a distribuir entre las comunidades autónomas a parte de los 2.500 menores no acompañados que tutela Canarias, cuyos recursos e infraestructuras se encuentran también al límite. Esa falta de sensibilidad contrasta poderosamente con la rapidez con la que se intentó repartir entre las comunidades autónomas a parte de los menores que entraron en Ceuta en el asalto masivo a la valla el pasado mayo. Mientras, el Gobierno canario parece haber renunciado incluso al derecho al pataleo ante el aumento del número de muertes en el mar y el riesgo de que las precarias infraestructuras de acogida vuelvan a colapsar más pronto que tarde. Eso sí, en el Parlamento de Canarias se acaba de crear una "comisión de investigación" sobre la inmigración irregular, que mucho me temo solo servirá para entretener el tiempo y cubrir el expediente de sus señorías.

No hay razones para el optimismo

Una crisis como esta escapa a las competencias de una comunidad autónoma que, no obstante, sí tiene la obligación política y moral de exigir respuestas a quienes tienen el deber de darlas. Esto afecta en primer lugar al Gobierno central, que va camino de pasar a la historia de la democracia como el más insensible ante este drama a pesar de las prendas de progresismo y humanitarismo con las que injustificadamente se suele engalanar. Además de prevenir las llegadas para evitar muertes y atender con la dignidad que corresponde a estas personas, es su deber instar a la UE a que deje de lado de una vez los paños calientes y las buenas intenciones. Este problema rebasa los límites de la soberanía nacional y requiere urgentemente una política común que no se limite a destinar miles de millones de euros a arrendar el control de la inmigración a terceros países como Turquía o Marruecos.  

Lo cierto es que apenas confío en que en Madrid se tomen en serio este drama y que en Bruselas preocupe más de lo que lo hace en estos momentos, que es bastante poco. De manera que, por desgracia, no veo razones para el optimismo y sí para el escepticismo pesimista, tanto por lo que se refiere a la inmigración como a las otras crisis solapadas que sufren las Islas. Serán como siempre el esfuerzo y el sacrificio de la sociedad canaria los que permitan superar esta larga y mala racha de situaciones adversas que acumula nuestra historia reciente. Así ha ocurrido históricamente en esta tierra hoy sacudida por un volcán, y así creo que seguirá ocurriendo mientras Canarias apenas llegue a la categoría de peso pluma en el concierto de la política nacional y quienes gobiernan la vean solo como un pequeño incordio al que apaciguar con buenas palabras y algunas migajas. 

Cuando España acaba en Cádiz

En el reciente Día de Canarias, esa jornada que con el tiempo ha devenido en cansino día de la marmota para el autobombo del gobierno autonómico, el presidente canario aseguró que en las islas "cada día estamos mejor que el anterior". Se refería al ritmo de vacunación, que en Canarias se sitúa aún entre los últimos del país con poco más del 18% de la población diana vacunada. No cabe sino alegrarse de que las cosas en este aspecto vayan mejor cada día ya que, en realidad, no es fácil que vayan peor teniendo en cuenta que se está vacunando desde finales de diciembre. 

Optimismo sin fundamento

Todo indica que Ángel Víctor Torres ha sufrido otro de sus habituales ataques de misticismo optimista y se ha esforzado para que olvidemos que, en términos sociales y económicos, si las cosas no van peor es porque ya hay poco recorrido para que empeoren. Por ejemplo, a pesar del pequeño descenso de mayo tenemos aún en las Islas a una de cada cuatro personas en edad de trabajar en paro y en ERTES a casi 80.000. Por no hablar de las dantescas cifras del paro juvenil, la peores de España, que es a su vez el peor país de Europa en desempleo entre los jóvenes. Sobra decir que para que todos esos indicadores se reduzcan de manera significativa, es indispensable que vuelva el turismo, le pese a quien le pese, y reactive el resto de los sectores.  

Torres no deja pasar día sin contarnos sus grandes esperanzas de que el Reino Unido por fin nos levante el sambenito de destino poco recomendable y puedan los británicos venir a ponerse como gambas en nuestras playas y piscinas, sin necesidad de hacer cuarentena a la vuelta. Más realistas que el presidente son los hoteleros, para los que junio está perdido y ya veremos si se salva el resto del verano o hay que esperar que para el invierno la situación haya recuperado una cierta normalidad. De producirse no será, por cierto, gracias al plan para el sector prometido en incontables ocasiones y nunca presentado por la ministra Maroto, mucho más dada a los oráculos incumplidos que a los hechos tangibles.

Millones y más millones

Junto con la vuelta de los turistas, el otro gran mantra del optimismo presidencial canario es el de la toneladas de millones que llegarán de Bruselas y Madrid y con los que podremos atar los perros con chorizos de Teror. Al margen del retraso en la firma del convenio con el Ministerio de Hacienda y de que aún está por ver cómo y cuándo llegarán las ayudas a sus beneficiarios, la gravedad de la situación no se resuelve solo con el maná de unas ayudas que pueden quedarse en pan para hoy y más hambre para mañana. El tejido empresarial y social de las islas necesita ser reconstruido desde la raíz y en esa tarea el Gobierno y el resto de administraciones no se pueden limitar a ser meros repartidores de subvenciones del Gobierno central, sino agentes proactivos que lideren la salida de la crisis sobre nuevas bases.

Si analizamos la situación social el panorama es más desalentador aún y el optimismo artículo de fe. La Asociación de Directores y Gerentes de Servicios Sociales ha calificado de "irrelevantes" los servicios sociales canarios en tanto no son útiles para ayudar a los más castigados. Su diagnóstico coincide con las quejas de las organizaciones no gubernamentales, que llevan meses denunciando que el pomposo Plan de Reactivación Económica y Social no llega a sus teóricos beneficiarios. Sin ir más lejos, Caritas tuvo que atender el año pasado en las Islas a unas 65.000 personas, una cifra que debería encender todas las luces de alarma. La descoordinación entre administraciones, la burocracia y la falta de personal suficiente y cualificado son las causas de que, en lo tocante a servicios sociales, la consejera responsable, Noemi Santana, no haya dejado durante todo este tiempo de presumir muy por encima de sus capacidades reales de predicar y dar trigo.

Transigir para no incordiar a Madrid

Ocurre lo mismo con los menores inmigrantes no acompañados: aún estando su partido presente en el Consejo de Ministros, Santana ha sido incapaz de conseguir que el Gobierno central derive a la Península a parte de ellos. Esa realidad contrasta con la rapidez de  su compañera de partido, la ministra Belarra, para recolocar rápidamente en varias comunidades autónomas a los menores que entraron en Ceuta en la reciente avalancha de inmigrantes impulsada por Marruecos. 

EFE

Esa actitud duele en Canarias, lo mismo que ha dolido la velocidad con la que Sánchez actuó hace poco en Ceuta y el hecho de que nunca tuviera la sensibilidad de acercarse a Arguineguín para comprobar de primera mano las inhumanas condiciones en las que su Gobierno tuvo durante días a casi 3.000 personas. Ahora, con las relaciones hispano - marroquíes echando humo, en Canarias deberíamos empezar a hacernos cruces ante la probabilidad de un nuevo repunte de la inmigración con un Gobierno central al que estas islas le quedan cada vez más alejadas de Cádiz. Será tal vez por eso por lo que los tibios llamamientos de Torres a la solidaridad con Canarias siguen sin escucharse en La Moncloa, en cuya agenda solo figura Cataluña por la letra "C".

Todo estos ejemplos y otros como el desprecio casi sistemático del REF, corroboran la irrelevancia política canaria y la de un Gobierno autonómico silente y sumiso ante los desplantes de Madrid, mientras intenta insuflarle a la población un optimismo que tal vez ni el propio Torres sienta en realidad. Y tendría razón en ser pesimista a la vista de que ser del mismo partido que gobierna en Madrid no ayuda en nada a mejorar la vida de tu gente y además te obliga a callar a pesar del ninguneo de tus compañeros de filas. Pero tratar a los ciudadanos como adultos no es agachar la cabeza y transigir para no incomodar en tu partido: es anteponer el bien común al interés partidista decirles la verdad por dura que sea, en lugar de escamoteársela bajo un falso optimismo que se da de bruces con la dura realidad.

Chantaje marroquí y debilidad española

Con la tinta del artículo de Iván Redondo del lunes en EL PAÍS aún húmeda, en la ciudad autónoma de Ceuta ya empezaban a pasar cosas que un Gobierno menos atento a la autopromoción de su presidente y mucho más a las señales procedentes de Marruecos tenía obligación de haber previsto. Así, mientras el artículo del gurú en jefe de La Moncloa allanaba el camino y preparaba el ambiente para que Pedro Sánchez presentara el jueves su Plan 2050, una muestra más de su narcisismo político a largo plazo, en Ceuta la gendarmería marroquí invitaba amablemente a pasar a España a todo el que lo deseara. 

Un Gobierno a por uvas

En  pocas horas miles de niños, jóvenes, mujeres y adultos incrementaron en cerca de 10.000 personas la población de una ciudad de apenas 85.000 habitantes. En Madrid, mientras tanto, el Gobierno en peso estaba a por uvas mirándose la pelusilla del ombligo. A la ministra de Exteriores no le constaba que Marruecos hubiera abierto gentilmente la puerta de paso; la portavoz María Jesús Montero pedía que "no se criminalice" a los inmigrantes y el ministro Marlaska sacaba pecho a toro pasado y presumía de "colaboración con Marruecos" para devolver en caliente y sin muchos miramientos a quienes habían entrado como Pedro por su casa. 

EFE

La guinda chusca del despropósito no la podía poner otro que el propio Gobierno, que ese mismo día no tuvo mejor ocurrencia que aprobar en Consejo de Ministros dar 30 millones de euros a Marruecos para controlar la inmigración irregular. Solo empezó a reinar cierta cordura cuando Pedro Sánchez compareció para defender la integridad territorial y, para respaldar sus palabras, viajó  a Ceuta y a Melilla. En Canarias, por cierto, echamos de menos que el presidente tuviera la misma sensibilidad cuando miles de inmigrantes se hacinaban en el muelle de Arguineguín ante la indiferencia de su Gobierno. Por su parte, la UE echó un cabo advirtiendo a Marruecos de que las fronteras españolas también lo son comunitarias y el régimen alauí plegó velas por ahora y admitió la devolución de sus ciudadanos. 

Construyendo el relato

Este es el resumen general de unos hechos que tienen, no obstante, mucha letra menuda. Empezando por el relato: el Gobierno y sus acólitos se aferraron desde el principio a la imagen de la "crisis migratoria y humanitaria" y eludieron hablar de chantaje o invasión.  Es cierto que la situación se desbordó y se vieron escenas dramáticas, pero lo que el Gobierno perseguía era desviar el foco de su propia responsabilidad por no haber estado atentos a las advertencias de Marruecos y, de paso, evitar críticas al incómodo vecino del sur por su permisividad. A medida que se fueron conociendo datos de la avalancha y se vieron imágenes de gendarmes dejando pasar a sus conciudadanos, la estrategia se vino abajo como el castillo de naipes que era. 

Lo remataron las informaciones de que las autoridades marroquíes habían facilitado el transporte hasta la frontera de jóvenes en paro y de escolares, a los que engañaron contándoles que Cristiano Ronaldo jugaba en Ceuta. La indecencia e inmoralidad con la que el régimen marroquí ha actuado con sus propios ciudadanos más pobres, utilizándolos como arietes contra un país vecino por intereses políticos, no tiene parangón ni justificación moral de ningún tipo. Esa miserable decisión ha provocado ahora que España esté distribuyendo entre sus comunidades autónomas a menores a los que buscan sus familias en Marruecos. 

EFE

Marruecos empuja y España se encoge

Pero por debajo de todo este oleaje están las razones que lo han generado, el mar de fondo de unas siempre complicadas relaciones hispano - marroquíes que se ha vuelto a encrespar. La causa inmediata  es el traslado a España del líder del Polisario para recibir asistencia sanitaria bajo identidad falsa. Por muy soberana que sea la decisión española, seguramente influenciada por Podemos, la torpeza con la que ha actuado la ministra de Exteriores la desacredita políticamente para dirigir la diplomacia española. Y no solo por eso, también porque ignoró las advertencias de Marruecos sobre las consecuencias que tendría para las relaciones bilaterales acoger al líder polisario. Tampoco le va a la saga el ministro Marlaska, al que la entrada masiva de inmigrantes a Ceuta también le pilló de nuevo con el pie cambiado, como ya había ocurrido en Canarias. 

Pero más allá de todo eso está la estrategia diplomática marroquí, persistente como una gota malaya en la conquista de sus objetivos. Entre ellos, convertir a largo plazo a Ceuta y Melilla en territorio soberano de Marruecos, sin que se pueda descartar que Canarias también entre en el lote. En todo caso, lo de esta semana en Ceuta solo ha sido un aviso de que puede poner a España contra las cuerdas en cuanto se lo proponga. A más corto plazo, Marruecos aspira a condicionar la política exterior española forzándola a abandonar el statu quo sobre el Sahara Occidental y alinearse con los Estados Unidos, reconociendo la soberanía marroquí sobre ese territorio. 

Líneas rojas y firmeza 

La cuestión es cómo responder a una diplomacia experimentada y habilidosa, amén de taimada hasta el punto de no tener reparos en usar a su población más vulnerable para conseguir sus propósitos. A favor de Marruecos juegan factores como el control de la inmigración y el terrorismo yihadista, cuestiones vitales para España y la UE. Sin embargo, la respuesta no puede ser la debilidad, la contemporización y el mirar para otro lado que practican por sistema Bruselas y Madrid. Así, Marruecos avanza lento pero sin descanso si la contraparte transige con todo: entre otras cosas la pesca, la agricultura, la ampliación de las aguas territoriales o la extensión de la soberanía ignorando las resoluciones de la ONU. Esa debilidad la percibe e interpreta muy bien Marruecos y es a la que se debe poner remedio. 

Guardia Civil

España necesita unas relaciones sanas y equilibradas con su vecino del sur y para ello debe trazar líneas rojas claras. Eso pasa por definir los objetivos diplomáticos españoles en el Magreb, un capítulo de su acción exterior tradicionalmente abandonado a su suerte en contraste, por ejemplo, con la diplomacia francesa. Incluye también mejorar las relaciones con Estados Unidos, que en el episodio ceutí ha evitado cuidadosamente ponerse del lado español y con el que Marruecos ha estrechado lazos y desarrollará estos días unas gigantescas maniobras militares. Que Joe Biden y Pedro Sánchez aún no hayan hablado ni por teléfono no es precisamente una buena señal en este contexto. 

Todo lo anterior carece de sentido sin un gran pacto nacional sobre política exterior, defendido y aplicado por el gobierno de turno independientemente de su color político. También es central la implicación de Bruselas, que debe ir más allá de su habitual retórica grandilocuente. Marruecos mantiene una relación comercial privilegiada con la UE y de ella recibe importantes subvenciones y ayudas para el desarrollo y el control de la inmigración y el yihadismo. De ser necesario, Bruselas debe pasar de las palabras a los hechoshacer ver a Marruecos que la buena vecindad excluye que si te dan la mano te tomes hasta el codo. En resumen, elementos y herramientas diplomáticas para responder al desafío marroquí hay más que suficientes, lo que se necesita es consenso nacional, apoyo comunitario y firmeza para hacerlos valer y respetar. El mensaje debe ser diáfano: relaciones diplomáticas privilegiadas pero equilibradas entre vecinos que están condenados a entenderse, por supuesto que sí; chantajes, extorsiones y hechos consumados, en los que incluso se usa a los ciudadanos como carne de cañón, jamás y bajo ningún concepto.  

No, vivir aquí no es una suerte

Dice un viejo y manoseado lema publicitario, falaz como casi todos los de su tipo y empleado para un roto y un descosido, que es una suerte vivir en Canarias. Yo niego la mayor, vivir en Canarias nunca ha sido una suerte y menos que nunca en los pandémicos tiempos actuales. Apenas que miremos más allá de las playas paradisiacas y de otros cuatro o cinco tópicos con los que los canarios solemos consolarnos, descubriremos un horizonte preñado de incertidumbres en el que es casi imposible atisbar algo que sugiera un futuro menos gris y deprimente para la gente de esta tierra. Dirán ustedes que he amanecido algo pesimista y no lo niego, pero no encuentro razones para el optimismo por más que las busque. 

Si uno comienza el día echando un vistazo a los periódicos apenas encuentra otra cosa que no sea el cansino conteo diario de contagiados, fallecidos y vacunados y poco más a lo que merezca la pena dedicarle algo de tiempo y atención, salvo que a estas alturas aún interesen a alguien los insufribles dimes y diretes entre políticos. Es como si el tiempo se hubiera detenido para siempre en marzo de 2020 y desde entonces viviéramos un eterno día de la marmota del que ya será imposible salir. Pero si nos centramos en las cosas que realmente importan y dejamos a un lado la faramalla insustancial con la que nos solemos dopar para conllevar esta pesadilla sin caer en la más absoluta melancolía, no veo ningún dato que invite a mirar con una pizca de confianza el futuro más próximo ni en lo sanitario ni en lo social ni en lo económico ni en lo político.

Sanidad: ni vencemos el virus ni avanzamos con la vacunación

En el plano sanitario llevamos meses bailando la yenka con el virus: ahora baja aquí pero sube allá, ahora elevo el nivel en esta isla y lo bajo en la otra y, mientras los contagios vuelven a ganar terreno, espero el santo advenimiento a ver si aburrido se va y nos deja en paz de una bendita vez. Si hablamos de vacunación prometemos en el Parlamento que estamos en disposición de dispensar 33.000 vacunas diarias, pero lo cierto es que seguimos casi a la cola del país en administración de la pauta completa, sin que nadie dé una explicación satisfactoria que no pase por echar la culpa a otros. Si añadimos la lamentable gestión de las vacunas que han hecho las autoridades comunitarias y españolas y las improvisaciones y cambios de criterio del plan nacional de vacunación, que no han hecho sino aventar la desconfianza social, ya me dirán cómo se puede mantener aún a estas alturas el optimismo que rodeó el inicio de la campaña a finales de diciembre pasado. 

(Juan Carlos Alonso)

Para terminar de enredar aún más la situación, el Gobierno anuncia el fin del estado de alarma pensando más en razones políticas que sanitarias, y sin haber previsto junto al Parlamento un amparo jurídico que permita a las comunidades autónomas adoptar medidas restrictivas para hacer frente a un virus que no parece ni mucho menos bajo control, como ha pretendido hacernos creer el presidente en dos ocasiones. Tal vez si durante el año largo que dura ya la pandemia nos hubiéramos dedicado mucho más a combatirla con más tino y sentido común que el demostrado y mucho menos a darla por derrotada para salvar temporadas turísticas varias, hoy podríamos tener en Canarias alguna esperanza de salvar al menos parte de la de verano y seguramente la de invierno. 

La economía en la UCI y la salud social dañada

La realidad en términos de trabajadores en ERTES o en paro no se compadece en cambio con los mensajes que como árnica repiten a diario los responsables públicos sobre crecimiento, PIB o empleo, meros deseos que las estadísticas se han ido encargando de desmentir uno a uno. Usando un símil sanitario muy apropiado en la actual situación, se puede afirmar que la economía canaria está en la UCI a la espera de que llegue la prometida respiración asistida en forma de las ayudas directas que un año después del inicio de la pandemia ha tenido a bien aprobar el Gobierno español, mientras sus homólogos francés, italiano o alemán las aprobaron y entregaron hace más de un año. Para el turismo, la sangre que impulsa la economía canaria y para el que sigue sin haber alternativa viable por mucho que se anuncien por enésima vez planes de diversificación económica en los que casi nadie en realidad cree, solo ha habido promesas varias veces anunciados y nunca materializados en algo concreto y tangible. 

(Carlos de Saá)

No es posible esperar una buena salud social con este desolador panorama sanitario y económico. Las ONGs como Cáritas, Banco de Alimento o Cruz Roja reportan incrementos alarmantes de pobreza y exclusión que parecen  haber desbordado los servicios sociales públicos. Mientras, los políticos se tiran los trastos o presumen en las redes de una gestión social manifiestamente mejorable a la vista de los resultados. Por si todo lo anterior fuera poco, el Gobierno central ha decidido que Canarias sea dique de contención de la inmigración irregular procedente de África con rumbo a Europa y ha desoído por activa y por pasiva las quejas de un presidente autonómico incapaz de hacer valer ante Madrid la posición ampliamente mayoritaria de la sociedad canaria. A una gestión opaca y prepotente del fenómeno, Madrid ha unido además el trato inhumano a estas personas y ha generado un clima de malestar y tensión social que nunca es positivo y mucha menos en medio de una crisis social y económica como la causada por el coronavirus. 

Cierto es que sale uno a la calle y ve que terrazas, centros comerciales o playas aparecen abarrotadas de gente que parece feliz y despreocupada, en ocasiones tan despreocupada que hasta olvida usar la mascarilla o mantener la distancia de seguridad. No sé si es inconsciencia colectiva del oscuro panorama que tienen ante sí estas islas o si hay una suerte de dopaje social que lleva a muchos a creer que el Estado proveerá con dinero tal vez caído del cielo aunque desaparezcan la mayoría de las empresas y no haya trabajo más que para un grupo de elegidos. Aunque también puede que yo tenga una visión muy desenfocada de la realidad que me rodea, es decir, que yo me equivoque de medio a medio y que ciertamente sea una suerte vivir en Canarias. 

Canarias toca fondo

No es fácil encontrar hoy en Canarias algún parámetro que invite al menos a un muy moderado optimismo sobre el futuro a corto y medio plazo. No es que uno no ponga entusiasmo, es que no existe ninguno que no tenga su contrapartida negativa. Tampoco es que a uno le guste ser un cenizo que lo ve todo negro y cuanto peor, mejor; ni eso ni un ingenuo optimista, convencido de bobadas como esa de que todas las crisis son magníficas oportunidades para reinventarse y majaderías similares. En resumen, no creo que de la pandemia salgamos mejor ni más fuertes, como rezaba la propaganda gubernamental que apenas tardó unos días en envejecer: solo espero que salgamos como Dios nos dé a entender y con eso ya me conformo. ´

Por encontrar entre tanto nubarrón un pequeño rayo de esperanza me quedaría con el llamado "pasaporte verde digital", con el que la UE quiere reactivar los viajes el próximo verano. No hace falta que subraye la importancia de esa medida para una economía zombi como la canaria, a la que si le faltan los turistas es como si le faltara la sangre de su tejido productivo. La pega - siempre hay alguna - es que el pasaporte en cuestión despierta ciertos recelos de orden legal en determinados países comunitarios, de ahí que convenga no lanzar aún las campanas al vuelo: demasiadas veces se han lanzado en esta interminable crisis y a la vista está que siempre ha sido precipitado. El ejemplo más evidente son las incumplidas promesas de la ministra Maroto de un plan específico para recuperar el turismo canario que, a este paso, estará listo para la siguiente pandemia. 

Situación sanitaria: el día de la marmota

Sin ser de las que peores cifras presenta, la situación epidemiológica canaria parece estancada: el número de contagios es un yo-yó que sube y baja de manera recurrente y lo que se avanza una semana se retrocede la siguiente. Mientras, el Gobierno autonómico no parece tener otro plan que no sea el de subir y bajar también el mareante semáforo de riesgo epidemiológico, empleando criterios cambiantes y confusos. Estos cambios constantes y que casi nunca se explican ni se justifican con la suficiente claridad, más que invitar a la población a respetar las normas, lo que hacen es incentivar a que las incumpla o a que cada cual haga lo que le parezca más oportuno. 

EFE

La vacunación avanza al golpito, sin prisa pero sin pausa cabría decir. Da la sensación de que se vacuna solo algo más rápido que en la campaña de la gripe común, pero no con la celeridad que requiere la pandemia y la necesidad de incrementar de forma significativa el paupérrimo 5% de población diana vacunada hasta la fecha. También hay dudas razonables sobre el control sanitario de los viajeros que llegan a las islas y en qué medida han sido o no causantes de contagios importados. El corolario de esta situación se resume en más de 600 fallecidos y más de 43.000 contagiados, datos que, sin embargo, no parecen espolear lo suficiente a los responsables públicos para tomar medidas que permitan salir de una situación sanitaria que ya empieza a recordarnos el día de la marmota. 

Situación social: a peor la mejoría

Canarias tenía el dudoso honor de encabezar la clasificación autonómica de población en riesgo de pobreza o exclusión social. Las últimas estadísticas disponibles sitúan en esa situación a un tercio de los ciudadanos de las islas, aunque es muy probable que la pandemia haya agravado el dato. Así lo sugieren las declaraciones de responsables de organismos como la Cruz Roja o los bancos de alimentos. Frente a las promesas y el catálogo de buenas intenciones del gobernante Pacto de las Flores, la comunidad autónoma también permanece a la cola en atención a la dependencia, un problema que ya parece crónico a pesar de la leve mejoría experimentada el año pasado. 

EFE

Para ensombrecer más el panorama, el aumento de la inmigración irregular y la penosa pasividad de los poderes públicos han tensado más la cuerda. Al final, un fenómeno que se pudo y debió gestionar cuando los flujos empezaron a crecer se ha convertido en una papa caliente ante la que el Gobierno canario parece que ha bajado definitivamente los brazos, después de que su presidente amenazara con "revirarse" pero no diera un paso más allá de las palabras. Entretanto, el Ejecutivo central, el que tiene las competencias en la materia, ha hecho oídos sordos a las peticiones de Canarias para que las islas no se conviertan en un dique seco de inmigrantes irregulares. Aunque no satisfecho con eso, racanea incluso la alimentación de personas retenidas por la policía y que solo han incumplido un trámite administrativo. 

Situación económica: un zombi a la espera de los turistas

Dicho a la pata la llana, la economía canaria está hecha unos zorros: 280.000 parados, 90.000 trabajadores en ERTES, 20.000 pequeñas y medianas empresas viviendo de ayudas, otras miles que han cerrado para siempre y una caída del PIB del 20%, son datos elocuentes de la situación generada por la practica paralización del turismo. Al Gobierno de Canarias le ha faltado tiempo para alabar que el Ejecutivo central haya aprobado 2.000 millones de euros en ayudas directas para los dos archipiélagos. Aparte el hecho de que la medida llega demasiado tarde para muchas empresas que ya han echado el cierre definitivo, hay que recurrir de nuevo a la máxima prudencia. 

EFE

En primer lugar aún se desconoce qué parte de los 2.000 millones corresponderán a Canarias, aunque lo más que preocupa es si el dinero llegará en tiempo y forma a quienes lo necesitan. A la vista de la experiencia reciente, hay dudas más que razonables de que la administración autonómica sea capaz de afrontar ese reto con garantías de éxito. Esperemos que lo haga por el bien de  miles de familias y de puestos de trabajo que dependen de ellas para sobrevivir. 

Situación política: ¿qué hay de lo mío?

A la vista de la situación descrita a muy grandes rasgos, uno querría creer que la clase política isleña no perdería el tiempo en juegos de manos. Sin embargo, tal vez contagiada por el penoso clima político nacional, en Canarias también se cuecen habas. Se me agotaría el catálogo de descalificaciones para describir el sainete de la elección de senador socialista por la comunidad autónoma. Como el lamentable espectáculo se empezaba a alargar más de lo que incluso en política es decoroso cuando hay pelea por los sillones, se optó por meter en el Gobierno a uno de los aspirantes a los honores senatoriales. 

EFE

Que el agraciado en la pedrea esté investigado por presunta corrupción o que desplazara a una mujer de ese puesto, se convirtieron de la noche a la mañana en zarandajas sin importancia para un Gobierno y un partido que presumen de feministas y regeneradores de la política. Eso sí, se cumplió la máxima propagandística de no dejar a nadie atrás y se hizo sin pestañear ni ofrecer explicación alguna a la atónita ciudadanía. De las cuatro fuerzas que integran el Gobierno regional solo una ha protestado, mientras las otras tres han enmudecido ante un asunto por el que habrían montado un gran escándalo de haber estado en la oposición. 

Con este nuevo episodio de politiqueo de bajos vuelos queda otra vez en evidencia que la política con mayúscula es algo muy serio para dejarla en manos de los políticos: a poco que nos descuidemos la cabra tira al monte sin importarle la sanidad, la pobreza o la economía. Puede que su razonamiento más íntimo sea el de que la pandemia terminará pasando algún día, pero los cargos no se pueden dejar pasar por más que el barco se hunda mientras en el comedor se brinda con champán y suena la orquestina. 

De Trump a Biden: una herencia envenenada

Escribo esto poco después de que el Senado de Estados Unidos aprobara la legalidad constitucional del juicio político contra Donald Trump. Es la primera vez en la historia de ese país que un presidente se enfrenta a dos iniciativas de este tipo. La que está en marcha llega cuando ya no ocupa el cargo pero por hechos ocurridos bajo su mandato, lo cual ha suscitado no pocas dudas constitucionales resueltas por el Senado en favor de las tesis demócratas. El primer "impeachment", relacionado con las conversaciones de Trump con el presidente de Ucrania para perjudicar políticamente a Joe Biden, fracasó por falta de apoyo republicano. El segundo, en el que se enjuicia a Trump por alentar la toma del Capitolio el 6 de enero, va por el mismo camino: es poco probable que los demócratas consigan convencer a suficientes republicanos para que prospere una iniciativa cuyo efecto práctico sería que Trump no podría ser candidato presidencial en 2024.

A pesar de todo, que el presidente saliente tenga el dudoso honor de ser el primero en ser enjuiciado políticamente dos veces, es significativo de la envenenada herencia que deja a su sucesor demócrata. Las bochornosas escenas ante el Capitolio, seguidas por televisión en todo el mundo, fueron una suerte de traca final y ruidosa de un mandato marcado precisamente por el ruido, la furia y la mentira. Después de lo visto y oído durante cuatro años, cabe decir que Trump no defraudó en su adiós a la Casa Blanca: no solo alentó a algunos de sus seguidores más extremistas para que asaltaran el templo de la democracia norteamericana, sino que siguió y sigue negando su derrota en las urnas.

El legado interno: un país empobrecido y dividido

Pero aquellas impactantes imágenes del Capitolio solo fueron la cresta del oleaje de un mar político revuelto, agitado durante cuatro años por Trump con un entusiasmo digno de mejor causa. Como por algún lado hay que empezar a analizar su legado, vamos a hacerlo por el sanitario, el más apremiante de los problemas a los que se enfrenta Biden. Después de meses de negacionismo y mentiras de su presidente, Estados Unidos se encaramó a los primeros puestos mundiales por número de contagios y de muertes. Según datos de esta semana, son ya más de 24 millones los infectados y más de 400.000 los fallecidos. La campaña masiva de vacunación ha empezado a revertir la cifra de contagios pero queda mucho y urgente trabajo por hacer. 

La economía, que no andaba especialmente fuerte cuando Trump accedió al poder, ha sufrido el impacto de la pandemia y ha agravado aún más la ya ancha brecha social en un país que arrastra una desigualdad social crónica. El número oficial de parados pasa de los 19 millones, la deuda pública no ha parado de crecer hasta convertirse en la más alta desde la II Guerra Mundial, el déficit público ya va por 3,3 billones de dólares y el déficit comercial ha seguido el mismo camino, con una ligera caída del que mantiene con China. 

También en política interna, Trump se ha quedado con las ganas de levantar el muro con México que iban a pagar los mexicanos. En su lugar ha levantado una intrincada valla burocrática y se han disparado las detenciones y las deportaciones de inmigrantes, en muchas ocasiones por causas nimias. El presidente que ha gobernado a golpe de tuits, ha tenido en la prensa crítica su gran bestia negra: la menospreció, la atacó y le puso todos los impedimentos que pudo para entorpecer su labor. Trump pasará a la historia de la infamia por las 30.000 mentiras o falsedades dichas durante su mandato y contadas una a una por The Washington Post. Bajo su convulso mandato se han recrudecido también las protestas raciales en un país en el que la brutalidad policial contra las minorías, especialmente la afroamericana, parece otra lacra crónica imposible de erradicar. 

El legado internacional: desprestigio y desconfianza de los aliados

El legado que en materia de relaciones internacionales deja Trump a su paso por la Casa Blanca no desmerece el de la política interna. El expresidente demostró una gran habilidad para derribar puentes con sus aliados históricos y naturales y tenderlos con regímenes tan poco recomendables como el ruso, bajo cuya alargada sombra se ha desarrollado parte de su mandato. Por no hablar de las carantoñas al líder norcoreano al tiempo que menospreciaba al primer ministro canadiense. 

Con China ha mantenido una gresca constante que no ha beneficiado a EEUU y con la UE y la mayoría de sus países miembros ha optado por dividirlos y ningunearlos, amenazando con recortar sus aportaciones a la OTAN o imponiendo aranceles a los productos europeos. Su errática política internacional ha conseguido que los países que fueron aliados leales e incluso demasiado fieles del gigante norteamericano, consideren que ha llegado el momento de buscar un nuevo marco de relaciones. Para rizar el rizo de lo que Trump entiende por el papel de su país en el mundo, se retiró del Acuerdo de París sobre el Cambio Climático y amagó con irse de la Organización Mundial de la Salud, a la que no ha dejado de atacar permanentemente y de acusar de trabajar para los chinos. 

Este modo de entender y hacer política ha creado una escuela con aventajados alumnos del trumpismo o del nacionalpopulismo, como también se ha llamado. Entre esos alumnos figuran el brasileño Bolsonaro, el húngaro Orban, la francesa Jean Marie Le Pen e incluso el español Santiago Abascal, por citar solo unos pocos. La derrota electoral de Trump ha dejado momentáneamente sin líder mundial reconocido a este populismo de ultraderecha, intensamente alérgico a las normas y a las instituciones democráticas y un peligro cierto para la estabilidad política allí en donde consigue echar raíces. 

Biden no lo tendrá fácil

El flamante 46º presidente de Estados Unidos ha dado ya algunos pasos tras asumir el cargo el 20 de enero, en una ceremonia deslucida por la pandemia y sin la presencia de su antecesor, que no dudó en protagonizar una nueva grosería democrática antes de irse a casa obligado por la mayoría de los electores. Por lo pronto ha devuelto a Estados Unidos al Tratado de París y continuará en la Organización Mundial de la Salud. Pero esto, evidentemente, no es lo más difícil: toca recoger y recomponer los pedazos en los que el trumpismo dividió al país con su Make America Great Again. Para empezar habrá de lidiar con el alto porcentaje de votantes republicanos convencidos de que lo que dice Trump es cierto y que Biden robó las elecciones. Es todavía una incógnita qué postura tomará el Partido Republicano, si la de alentar que se deslegitime al presidente o la de ponerse del lado de las instituciones y la democracia. 

Los más de 200 jueces federales designados por Trump, además de tres miembros vitalicios del Tribunal Supremo, serán otro importante escollo para determinadas políticas del nuevo presidente, como las relacionadas con la inmigración, las armas o el aborto. De hecho, muchos expertos consideran que estos nombramientos serán el legado más duradero y letal del presidente saliente.

Más allá de EEUU se aguardan con expectación sus primeros movimientos para saber a qué atenerse. Se confía en que se vuelva a la senda del multilateralismo que Trump destrozó y que se mantenga a raya a Rusia. También falta por ver qué política piensa hacer Biden con respecto a China, su gran adversario global, con el que las relaciones están muy deterioradas. En el plano interno la prioridad absoluta en estos momentos es controlar la pandemia, restañar las diferencias sociales, apagar los incendios raciales y relanzar la economía con una histórica inyección de dinero público cercana a los 2 billones de dólares. 

Cuidado con las falsas expectativas

La labor es titánica y por el bien de EEUU y del mundo es importante que Biden tenga éxito. Pero no caigamos en el error cometido con Barak Obama, en el que se pusieron muchas más expectativas de las que podía cumplir para acabar con una agridulce sensación de fracaso. Biden no es precisamente joven ni parece gozar de una salud de hierro. Y si bien es cierto que al lado de Trump cualquier otro puede parecer el presidente más progresista del mundo, Biden no encaja en ese esquema simplista tan del gusto de cierta izquierda europea. A su lado tendrá a la primera vicepresidenta en la historia estadounidense, Kamala Harris, a la que esa misma izquierda también ha elevado ya a los altares del progresismo sin apenas conocer nada de su trayectoria política. Ella podría ser la candidata demócrata en 2024 si, como es probable, Biden decide no optar debido a su edad. 

En todo caso son cábalas a demasiado largo plazo, improcedentes aún cuando la nueva administración se está conformando y cuando hay tantas tareas urgentes esperando. El objetivo ahora es coser un país abrumado por la pandemia, la crisis económica y las desigualdades sociales, al tiempo que recuperar la confianza de los aliados y el prestigio internacional perdido. Esa es la envenenada herencia del trumpismo que Biden tendrá que administrar durante los próximos cuatro años. 

Canarias y la inmigración: peor, imposible

Es muy difícil, por no decir imposible, encontrar aspectos positivos en la política migratoria del actual Gobierno español. En primer lugar, porque no existe nada que merezca ese nombre más allá de poner en práctica las mismas medidas que el gobierno anterior, solo que con menos diligencia y de forma mucho más chapucera. Para un Ejecutivo que llegó al poder presumiendo de sus intenciones y que sacó todo el rédito político que pudo a la crisis del Aquarius, - a cuyos pasajeros luego abandonó a su suerte -, no es como para estar precisamente orgulloso. 

Debido a diversos factores como el bloqueo de la inmigración en el Mediterráneo, la inestabilidad política y la sequía en el Sahel, Canarias viene recibiendo un flujo constante de inmigrantes irregulares a través de pateras y cayucos desde finales del verano de 2019. El fenómeno se mantiene con algunos altibajos hasta la fecha, sin que haya indicios de que irá remitiendo a corto o medio plazo. Ya entonces la situación amenazaba con colapsar el frágil sistema de acogida de Canarias, heredero venido a menos del que se organizó y funcionó razonablemente en la crisis de los cayucos de 2006, en la que arribaron a las islas por mar unos 35.000 inmigrantes irregulares. Por descontado, ni en aquellas cifras ni en las actuales se cuentan las miles de vidas perdidas en el mar persiguiendo el derecho a una vida mejor lejos del hambre, la enfermedad, la miseria y la guerra. 

Un sistema de acogida desmantelado

El sistema de acogida de 2006 se desmanteló casi en su totalidad, pensando tal vez que una llegada masiva como aquella no se repetiría jamás. Se equivocaron por completo aunque, para pasmo de los ciudadanos, el Gobierno anterior y el actual siguieron consignando una partida presupuestaria  para financiar los gastos del centro de internamiento de extranjeros de Fuerteventura. El pequeño detalle es que el centro llevaba cerrado varios años. 

Solo ese hecho, anecdótico si se quiere, pone por sí solo de relieve el desbarajuste que ha presidido la política migratoria en este país. Cuando la nueva oleada migratoria del otoño de 2019 empezó a encender todas las alarmas ante la situación humanitaria que se nos podía venir encima si no se actuaba, la reacción política fue literalmente la de mirar a otro lado y practicar la estrategia del avestruz. A pesar de las advertencias de las organizaciones no gubernamentales e incluso de representantes diplomáticos españoles conocedores de la realidad del Sahel, tanto el Gobierno de Canarias como el central hicieron oídos sordos: el mantra más repetido fue que el repunte de pateras era el habitual de todos los años por esas fechas y obedecía a las condicionales favorables para la navegación entre la costa occidental africana y las Islas; incluso cuando pasó el otoño y llegó el invierno y las condiciones del mar empeoraron, siguieron repitiendo el mismo argumento cada día más insostenible.

La culpa es del hombre del tiempo

La milonga alternativa en Canarias, Madrid y Bruselas era que había que ayudar al desarrollo de los países emisores de emigrantes, al tiempo que insistían en advertir del riesgo de que se produjeran fenómenos racistas y xenófobos si se hablaba demasiado del problema. Lo mejor por tanto era ponerle sordina al drama humanitario que iba tomando forma en los puertos de llegada de las pateras. En resumen, dijeron de todo pero no movieron un dedo para prepararse y actuar en consecuencia hasta que avanzado 2020 la cruda realidad acabó con sus ensoñaciones de políticos mediocres. 

Para cuando quisieron darse cuenta, el muelle de Arguineguín, en Gran Canaria, se había convertido en un inmenso campamento humano en el que llegaron a pernoctar en condiciones indignas y en plena pandemia de COVID-19 cerca de 4.000 personas. Las imágenes del hacinamiento que sufrían los inmigrantes día a día mientras continuaban llegando más, no tardaron en dar la vuelta al mundo e inundar las redes sociales. Sensibles como siempre a las críticas, los negligentes políticos que con su dejadez habían propiciado aquellas situación salieron por fin de su letargo y empezaron a actuar de prisa y corriendo. 

Sin embargo, de los tres centros de internamiento de extranjeros que había en las Islas solo funcionaba el de Tenerife y para entonces ya estaba desbordado. Otro tanto empezaba a ocurrir con los establecimientos para menores inmigrantes no acompañados, que tampoco daban más de sí. La mágica solución que encontró el inefable ministro del Interior fue levantar nuevos campamentos en otros puntos de Canarias y utilizar instalaciones militares abandonadas para dar acogida a los inmigrantes. Todo esto después de una bochornosa descoordinación entre los ministerios de Interior, Defensa y Migraciones que vino a agravar más el problema.

Canarias, cárcel flotante en el Atlántico

Cuando el Gobierno socialista de Canarias se percató de que sus compañeros del Gobierno central no tenían ninguna intención de derivar inmigrantes a otras comunidades autónomas para aliviar la situación en las Islas, el presidente autonómico cambió de discurso y adoptó un tono de enfado impostado que ni entonces ni ahora ha conseguido convencer más que a los suyos. En medio de la crisis, con miles de personas durmiendo al raso en un muelle pesquero, el ministro Escrivá dijo en sede parlamentaria que visitaría las Islas cuando encontrara "holgura" en su agenda, lo que indignó aún  más a la opinión pública insular. Y para coronar la cadena de despropósitos, el ministro Marlaska se negó a derivar inmigrantes alegando que la UE lo prohíbe, algo que Bruselas solo tardó unas horas en desmentir con rotundidad. Así las cosas, ¿qué podía salir mal?

La situación actual sigue siendo igual de mala e incluso más preocupante desde el punto de vista social. Ante la presión, Interior accedió finalmente a derivar a inmigrantes a la Península, pero lo hizo de una forma tan poco transparente y chapucera, abandonando a estas personas a su suerte en varias ciudades españolas, que lo único que consiguió fue diseminar el problema. En Canarias, del "campamento de la vergüenza" de Arguineguín se ha pasado a otro como el de Barranco Seco en el que las condiciones de vida son similares y el respeto a los derechos de estas personas vuelve a brillar por su ausencia. Grupos de menores no acompañados han sido alojados en instalaciones de pequeñas ONGs que apenas tienen capacidad para atenderlos y otros 4.000 inmigrantes residen en hoteles turísticos, ahora vacíos por la pandemia.

Una situación explosiva
La crisis social y económica que vive un archipiélago como este, dependiente en alto grado del turismo, se ha convertido así en el escenario ideal para la tormenta perfecta y caldo de cultivo para que, a las primeras de cambio, aparezcan brotes de racismo y xenofobia. Las redes sociales que difunden altercados callejeros en los que intervienen inmigrantes hacen de mecha incendiaria de una situación cada vez más explosiva. 

Lo lógico y razonable sería incrementar las derivaciones y aumentar los medios materiales y humanos y los acuerdos bilaterales para repatriar a aquellos que alteren el orden público o no tengan derecho a asilo o refugio. En paralelo es necesario arbitrar soluciones para la situación de los menores, más allá de confiárselos a alguna ONG con buena voluntad pero escasa capacidad de gestión. Esto de manera inmediata antes de que se extienda más la percepción cierta de que el Gobierno central y la UE tienen la indisimulada intención de convertir a Canarias, y en particular a Gran Canaria, en una suerte de nueva Lesbos o Lampedusa en el Atlántico. 

Después habrá que exigir a Bruselas que de una bendita vez se plantee algún tipo de política migratoria que permita regular y ordenar unos flujos humanos que seguirán operando haya o no vías legales para hacerlo. A la vista está el fracaso de la política de pagar a países poco amigos de respetar los derechos humanos como Turquía o a estados fallidos como Libia, a cambio de que frenen la llegada ilegal por mar de personas a suelo comunitario. 

Lo que no se puede hacer es actuar como malos bomberos que llegan al incendio cuando el fuego se ha descontrolado a pesar de haber sido alertados con tiempo más que suficiente. Porque eso es justamente lo que hicieron los Gobiernos de Madrid y de Canarias mientras en la UE miraban a los celajes. Debieron actuar con prontitud ante el fenómeno pero prefirieron encomendarse al hombre del tiempo a ver si escampaba solo. Esperemos que todavía no sea demasiado tarde para enmendar tanta incompetencia. 

El estado de la desunión

Intentando escapar del asfixiante ambiente político español con sus másteres y sus tesis - por no hablar de sus Torras - me he dado de bruces con los Orban, Junker y demás familia. Ha sido como salir de Guatemala y caer en Guatepeor, con perdón de los guatemaltecos que de esto no tienen culpa ninguna. No se puede decir tampoco que en los predios comunitarios se respire paz y aburrido sosiego. Lo que reina es populismo, xenofobia, desconcierto y ruido, mucho ruido. Habrá aún quienes sigan creyendo en el mantra de la integración europea y les admiro por su fe inquebrantable. A mí, en cambio, creer en tal cosa se me hace cada vez más cuesta arriba aunque reconozco que la alternativa es aterradora. A ver cómo se suma uno al coro de voces blancas que alaban las bondades de la Unión Europea mientras escucha al xenófobo Orban o el mortecino Junker. Al primero le han leído la cartilla en Bruselas y le han abierto un proceso que podría terminar retirándole el voto a Hungría en la organización comunitaria. 

Me parece que eso no le va a llevar a moderar su odio contra todo lo que suene a inmigración y derechos humanos, así que a ver cómo lo arregla Bruselas. Máxime cuando ni siquiera el Partido Popular Europeo, del que para vergüenza propia y ajena sigue formando parte el partido de Orban, ha sido capaz de expulsarlo. Pero para qué rasgarnos las vestiduras si los eurodiputados españoles del PP - entre ellos el canario Gabriel Mato - votaron en contra del proceso sancionador contra Hungría, como si no estuviera en juego precisamente el núcleo y la razón de ser de la UE. Puede que los mismos que apoyan al ultraderechista Orban luego se lamenten del ascenso de la xenofobia en Europa, aunque para entonces tal vez sea tarde. Resulta tan descorazonador como indignante que el PP haya preferido echarle un cable a un correligionario político de la ultraderecha que defender los valores fundacionales de la UE. Ello no les impedirá volver a bombardearnos con el mensaje de la integración en cuanto se acerquen las elecciones. ¿De qué integración cabe hablar en una Unión Europea que no cesa de enviar señales de declive, agotamiento y división? ¿Qué significa exactamente a estas alturas y después del penoso desempeño de la crisis por parte de la Unión Europea la palabra "integracion"? ¿Qué sentido tiene hablar de "integración" después del brexit y el ascenso de los partidos ultraderechistas en buena parte del continente?  


No ha mejorado mucho mi percepción de la salud comunitaria leer lo que ha dicho al grisáceo Jean Claude Junker, el presidente de la Comisión Europea, en ese discurso pomposamente llamado sobre el "Estado de la Unión", con el que parece querer emular al presidente de los Estados Unidos, cuyo discurso sí es seguido con mucho interés por los estadounidenses. En el caso europeo, el nulo interés de los ciudadanos, que en su práctica totalidad seguramente ni saben quién es Junker ni a qué se dedica, es el mejor termómetro para medir eso que algunos se siguen empeñando en llamar integración europea. De lo que dijo Junker me quedo, si acaso, con un par de reflexiones en voz alta sobre inmigración, el mayor reto al que se enfrenta la UE y ante el que está actuando con la ya conocida descoordinación y a partir del principio de que cada cual se las arregle como pueda. 

Las novedosas ideas de Junker para gestionar este asunto se reducen a reforzar las fronteras exteriores y acelerar las devoluciones. Pretende así tranquilizar a los países del norte y del este, poco proclives cuando no completamente contrarios a la solidaridad inmigratoria con el resto, y a los del sur que se enfrentan en solitario a la incesante llegada de inmigrantes. No digo que no le falte razón en el primero de los dos asuntos, pero una cosa es decirlo y otra poner de acuerdo a los países miembros para buscar el dinero que lo haga posible sin vulnerar los derechos de los inmigrantes. Esa misma advertencia cabe hacer a la agilización de las expulsiones: se requieren medios suficientes y adecuados para que las repatriaciones no se conviertan en expulsiones en caliente. 

Lo más lamentable es que Junker apenas hizo mención alguna a la necesidad de incrementar la cooperación en los países de origen y tránsito de los flujos migratorios hacia la UE y buscar vías legales y seguras de acceso al territorio comunitario. En realidad, ni falta que le hacía esforzarse tanto toda vez que sus propuestas probablemente irán a parar a algún cajón en donde serán olvidadas para siempre. Sin el preceptivo y vinculante visto bueno alemán, las ideas de Junker no son más que eso, ideas sin posibilidad alguna de convertirse en acciones concretas. A uno se le ocurre que quien debería pronunciar cada año el discurso del Estado de la Unión sería la canciller alemana: al menos sabríamos mejor a qué atenernos y en qué grado de desintegración comunitaria nos encontramos.   

Los inmigrantes para quienes los quieran

La UE acaba de parir otro ratón, aunque en realidad ya ha parido tantos sobre tantos asuntos que uno más apenas se nota. Después de días hablando de la trascendental cumbre sobre inmigración de este fin de semana, los jefes de estado y de gobierno se han pasado casi 14 horas negociando un acuerdo que, en síntesis, se traduce en que se ocuparán de los inmigrantes que lleguen a las costas europeas aquellos países a los que les apetezca hacerlo. Se entierra el sistema de cuotas obligatorias de inmigrantes por países que nadie cumplió y, en lugar de hacerlo cumplir, se da paso a la pura y dura voluntariedad para responder a un problema de una enorme envergadura humanitaria. Es lo que hay y no busquen más. Esa voluntariedad significa, por ejemplo, que aquellos países a los que la inmigración no les importa, no les afecta o las muertes en el Mediterráneo les pillan demasiado lejos de casa, pueden seguir ocupados tranquilamente en sus asuntos como si no estuviera pasando nada de nada. Llamar a eso solidaridad entre los países miembros ante un problema común es mucho más que un abuso del lenguaje, es casi un insulto.

Porque pasan cosas, ya lo creo que pasan: pasan cosas como la del Aquarius o como los inmigrantes que mueren o desaparecen en el Mediterráneo o son pura mercancía para las mafias. Todo esto pasa y pasa ante nuestro ojos y ante los ojos de los presuntos responsables de hacer mucho más de lo que hacen para que deje de pasar o pase lo menos posible. Pero ni en Bruselas ni en ninguna otra capital europeo de cierto peso político se termina de entender que este no es un problema coyuntural sino estructural, con causas desencadenantes bien conocidas. Por tanto, las puras medidas de autodefensa y seguridad por sí solas apenas si son un débil dique ante el empuje de miles de personas buscando una vida mejor. Prueba de ello es que las acciones en los países de origen y tránsito de la inmigración se despachan en el acuerdo con unas cuantas líneas vagas e imprecisas para la galería que nadie pondrá nunca en práctica


La brillante idea que se acaban de sacar de la chistera es abrir grandes centros de desembarco - podemos llamarlos también de internamiento - en el que se clasifique a los inmigrantes: los que reúnan las condiciones para quedarse en la UE bajo algún tipo de protección y los que serían repatriados si son considerados inmigrantes económicos. Cómo y quién haría todo eso y qué garantías hay de que no se vulnerarían derechos humanos básicos queda envuelto en la más espesa niebla de la indefinición. El supuesto acuerdo flaquea por los cuatro costados pero sobre todo por la ausencia absoluta de obligatoriedad: los países son libres de cumplirlo o no ofreciéndose a acoger inmigrantes refugiados o a albergar centros de desembarco. 

Quien no quiera colaborar no será amonestado, ni molestado ni conminado, puede seguir haciendo lo habitual: mirar para otro lado y que se ocupen otros del problema. Y la manera de que se encarguen los demás de un problema de todos es ofreciéndoles dinero, como ya ha ocurrido con Turquía y con Libia, y como ha vuelto a ocurrir ahora con un satisfecho Pedro Sánchez. El presidente español, que se ha estrenado en este tipo de contubernios comunitarios, parece incluso contento de que Alemania y Francia le hayan prometido unos cuantos millones de euros - no se sabe cuántos - para que "gestione los flujos migratorios del Mediterráneo Occidental". No lo ha precisado Sánchez pero España y Grecia tienen muchos números para convertirse en los países que albergarían los centros de desembarco de los inmigrantes que intentan llegar a Europa. Así las cosas, Merkel puede que salve su gobierno, el filofascista gobierno de Italia se escabulle y el norte y el este de Europa silban y miran al tendido. ¿Algún voluntario?

No son inmigrantes, son seres humanos

Europa tiene muchos retos por delante, el primero de ellos que el propio proyecto de integración sea de verdad inteligible y creíble para los ciudadanos europeos. Tiene también ante sí el desafío de lidiar con el energúmeno que sienta sus reales en la Casa Blanca y con las consecuencias del brexit; la  lucha ante el cambio climático tampoco es menor, por no hablar de la de librarse del merecido estigma de haberse ocupado más de salvar bancos que de rescatar personas durante la crisis económica. Aunque la madre de todos los retos es la inmigración por lo que comporta desde el punto de vista humano y los derechos básicos que entran en juego. Sin embargo y por desgracia, a la vista está el estrepitoso y dramático fracaso europeo hasta la fecha. Estrepitoso porque no hay una mínima señal de que se sepa lo que hay que hacer y cómo hacerlo, más bien hay desconcierto, pasividad, indiferencia y envenenado populismo a raudales; y es dramático ese fracaso porque todo lo anterior está costando muchas vidas, dolor y lágrimas a las puertas del viejo continente.

No creo que exagere si digo que Europa se está jugando su  futuro como espacio de libertad, democracia y respeto a los derechos humanos de manera cobarde, más tentada a eludir el envite que se le presenta que a aceptarlo y superarlo. En lugar de la idea que ha dado sentido al llamado proyecto europeo, con sus avances, sus estancamientos y sus retrocesos, lo que se está imponiendo es justamente lo contrario: la exclusión, la xenofobia, el racismo y el populismo. Los partidos tradicionales se baten en retirada mientras ocupan el escenario fuerzas políticas que parecen salidas del túnel de los tiempos por sus proclamas excluyentes y segregadoras. Son partidos como los que ya gobiernan en Italia,  Hungría o Austria y que tienen posibilidades de hacerlo también en Francia, Alemania u Holanda. Sus idearios y sus políticas son lo más antitético que se pueda imaginar uno con respecto a la idea de una Europa unida e integradora.

Foto: El Español
Uno quisiera creer que en Bruselas y en otras capitales europeas son conscientes de la gravedad de la situación y de lo que está en juego. Me temo, sin embargo, que no es así y que se confía aún en que esta crisis es pasajera o que la deben resolver en todo caso los gobiernos de los países afectados por su cuenta y riesgo. El caso del Aquarius debería haber hecho saltar todas las alarmas en la UE y no parece que haya sido así: la cumbre europea de finales de mes ya tenía previsto abordar la cuestión, pero dudo de que se hubiera incluido en el orden del día después del plantón de Italia y Malta como no fuera para hacer alguna declaración vaga y borrosa. El generoso gesto español acogiendo a los inmigrantes del Aquarius ha generado una ola de expectación - tal vez excesiva y un tanto circense - y de solidaridad que corre el peligro de morir en la playa como le ha ocurrido a tantas personas que soñaban con ganar el paraíso en la tierra.

Será así si la UE, en tanto organización supranacional y no mera agregación de estados, no asume sus obligaciones morales y políticas. Entre ellas figura en lugar prioritario la actuación sobre las causas que originan el problema para abrir cauces legales de emigración y la gestión en destino de estos potentes flujos humanos. El gran reto es hacer compatible el respeto a los derechos humanos con la seguridad en las fronteras comunes evitando el efecto llamada que no beneficia ni a los receptores ni a quienes buscan un futuro mejor. Se trata al mismo tiempo de perseguir y anular a las mafias que se lucran con la desesperación humana y de evitar caer en la tentación de pagar a regímenes tan poco recomendables como el turco o el libio para que nos libren del problema. Es eso, sin embargo, prácticamente lo único que se ha hecho hasta la fecha y a la vista está el inapelable fracaso y el dramático resultado de pensar más en inmigrantes irregulares que en seres humanos, dignos del mismo respeto y atención que exigiríamos para nosotros en las mismas circunstancias.