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En la fiesta de Boris

Si Churchill levantara la cabeza y viera en qué se ha convertido la Gran Bretaña de sus desvelos sería incapaz de reconocerla: aislada otra vez de la Europa por la que tanto hizo para librarla de los nazis y en manos de un histrión de pelo alborotado, del partido conservador como él y convencido de que las normas que su propio gobierno impone a los ciudadanos no le afectan y se las puede saltar cada vez que le plazca. Y no es que sir Winston no fuera un entusiasta consumidor del agua de fuego escocesa o no procediera también de la exclusiva élite social británica de su tiempo, como ocurre con el inquilino actual del 10 de Downing Street. Es simplemente que jamás habría permitido que el Gobierno de Su Majestad cayera en el profundo descrédito político y social dentro y fuera del país, al que lo ha llevado un señor tan peleado con el peine como con la verdad desde que hizo sus pinitos periodísticos antes de meterse en política.


Viviendo la vida loca

Todo el mundo sabe ya que a Boris Johnson le va la marcha, y no me refiero a correr ataviado con gayumbos de colores chillones. Hablo de las fiestas en las que participó durante la pandemia, mientras sus compatriotas eran multados o llevados ante los tribunales por saltarse las restricciones o se veían obligados a quedarse en casa confinados. Por no hablar de la reina, que tuvo que velar sola el cadáver del duque de Edimburgo mientras la noche anterior Johnson y sus amigotes se echaban unos lingotazos al coleto, no en una, sino en dos fiestas distintas. Una decena de estos saraos tuvieron lugar en la residencia oficial de Downing Street y para algunos se pidió incluso a los invitados que hicieran honor a la vieja tradición británica de llevar su propia bebida cuando vas de visita. 

La primera reacción de Johnson cuando el asunto se convirtió en carne mediática fue la clásica de todo político pillado en un renuncio: lo negó todo sin despeinarse y alegó que en realidad no eran alegres cuchipandas sino reuniones de trabajo, eso sí, bien regadas con toda clase de destilados ya que, como es sabido, no hay método más eficaz para rendir en el curro que empinar el codo con unos generosos chupitos de ginebra, whisky, vino o lo que se tercie. Pero las mentiras tienen las patas muy cortas y Johnson no tuvo más remedio que pedir perdón por hacer botellón en tiempos de pandemia. Su excusa, si es que se la puede llamar así y no expresión máxima de cinismo, es que nadie le avisó a tiempo de que esas fiestas de duro esfuerzo laboral violaban las normas implantadas por su propio gobierno. 

"Johnson ha pedido perdón por hacer botellón en tiempos de pandemia" 

Acorralado por un amplio sector de sus compañeros conservadores, por la oposición, los medios y la opinión pública, Johnson se aferra al cargo como un beodo a su copa. Su futuro político pende en buena medida de un informe interno y otro policial sobre la legalidad de las parrandas en las que tomó parte. Del informe interno es responsable Sue Gray, una alta funcionara norirlandesa de nítido perfil independiente, que lleva más de 30 años supervisando la labor de los sucesivos gobiernos británicos y que ha ganado fama por haber hecho morder el polvo a más de un político de conducta poco edificante. 

Una huida hacia adelante 

El informe de Gray está desde este lunes en manos del Gobierno, aunque lo que ha trascendido a la opinión pública no es más que una versión recortada y desleída con la excusa de no interferir en la investigación abierta también por Scotland Yard, que en este asunto da a veces la impresión de actuar como aliado del primer ministro. En su informe Gray reprocha el excesivo consumo de alcohol, la escasa ética y los fallos de liderazgo en Downing Street. La funcionaria ve esos comportamientos de "difícil justificación" y los califica de "negligencias inexcusables"

Johnson ha reiterado las disculpas en el Parlamento, ha prometido que lo arreglará y ha pedido a la oposición y a los suyos que antes de reclamar su cabeza esperen por el informe policial. Su objetivo es ganar tiempo para salvar el pellejo a cambio de darle el finiquito a buena parte de su gobierno e intentar recuperar la confianza de los británicos. De paso también está aprovechando la crisis ruso - ucraniana para actuar como el primo de Zumosol: esta semana tiene prevista una visita a las tropas británicas en la zona e incluso una reunión con Putin en lo que parece un intento claro de desviar la atención sobre su vida loca. 

Una comparación odiosa

Aquí abro un pequeño paréntesis: a la vista de lo que está pasando en Gran Bretaña estos días es muy tentador hacer una rápida comparación entre el funcionamiento de la democracia británica, la más veterana del mundo, y la española, por odioso que pueda ser el resultado. Mencionaré solo dos aspectos: mientras en el Reino Unido todavía  hay una prensa que cumple su papel fiscalizador del poder, independientemente del partido que ocupe el gobierno, en España es casi seguro que se habría impuesto la afinidad política sobre la verdad. Y mientras en el Reino Unido el Parlamento cumple su función de control al gobierno y hay organismos independientes que vigilan el cumplimiento del código ético de los políticos en el poder, en España se vulnera la Constitución por partida doble, se ningunea al Congreso y solo queda un Poder Judicial controlado por los partidos para hacer de contrapeso del Ejecutivo. Cierro paréntesis.

Volviendo al señor Johnson, su futuro político no parece muy halagüeño, aunque en política nunca se puede afirmar nada con absoluta certeza. Lo cierto es que siete de cada diez británicos desaprueban su gestión y en su partido son muchos los que lo dan por amortizado. En todo caso será el Parlamento el que tenga la última palabra, pero en un país como Gran Bretaña, poco tolerante con la mentira política, la carrera pública de Johnson parece estar llegando a su fin, o al menos así debería ser habida cuenta los claros deméritos contraídos por este atrabiliario personaje a su paso por Downing Street. Como diría un británico, the party is over, Boris.