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Andalucía indica el camino

Mil y un análisis se suelen hacer después de cada cita electoral, algunos diametralmente opuestos entre sí y otros más o menos coincidentes. Lo que nadie podrá negar en el caso de las elecciones andaluzas es que la inmensa mayoría de los ciudadanos que acudieron a votar ayer han preferido la continuidad y la moderación de Moreno Bonilla frente a un PSOE abducido por los mensajes vacíos de la ultraizquierda por un lado, y el histrionismo folklórico de la ultraderecha por el otro. La primera y más importante lección que toca aprender a los perdedores es que los ciudadanos ni son imbéciles ni se les puede acusar de no saber votar cuando prefieren la gestión y la estabilidad, un bien en sí mismo de la democracia, frente a los debates de campanario y las riñas ideológicas que en nada ayudan a resolver los problemas cotidianos de la gente.

SUR

De Moreno Nocilla a ganar por mayoría absoluta

Moreno Bonilla, del que se burló la izquierda pata negra e incluso sus compañeros del PP – Moreno Nocilla lo llamaban por su supuesta blandura -, le ha dado a Feijóo su primer gran triunfo electoral y, de paso, le ha enseñado el camino a La Moncloa, en donde Pedro Sánchez seguramente no ha pegado ojo esta noche pensando qué hacer tras el revolcón en el feudo histórico del PSOE desde que Felipe González y Alfonso Guerra vestían chaqueta de pana con coderas. Lo que ha dado al PP su primera mayoría absoluta en Andalucía ha sido la gestión de Moreno Bonilla en los últimos cuatro años, o lo que es lo mismo, haber demostrado que se puede confiar en él para ocuparse de los asuntos de la comunidad autónoma más poblada del país. Y yo, sinceramente, no veo mejor argumento que la confianza para optar por un candidato en unas elecciones.

El candidato popular, además de coronarse con honores presidente andaluz electo, ha parado los pies a Vox y esta es otra buena noticia para Núñez Feijóo. Los de Abascal se apuntaron al órdago de exigir sillones en la Junta si sus votos eran imprescindibles para que Moreno Bonilla fuera reelegido presidente. Tengo pocas dudas de que una exigencia como esa animó a muchos andaluces a optar por un gobierno autonómico sin ataduras ni hipótecas de la ultraderecha, sin despreciar tampoco los efectos negativos de una campaña llena de despropósitos de la candidata Olona de principio a fin.

El PSOE y la ultraizquierda siguen sin aprender de sus errores

Pero, sin duda, es en las filas del PSOE en donde más duele el coscorrón, con un candidato sin carisma, que ha empeorado los resultados de la defenestrada Susana Díaz en 2018 y que ni tan siquiera ha sido capaz de ganar al PP en Sevilla, la ciudad de la que fue alcalde y buque insignia del socialismo andaluz y español. Se dice pronto, pero Espadas ha perdido votos en favor del PP y no ha sido capaz de captar los de Ciudadanos. Su campaña electoral ha carecido de discurso propio y diferenciado de la ultraizquierda y ha estado plagada de meteduras de pata como la de Zapatero proclamándose orgulloso de Chaves y Griñán o Adriana Lastra llamando a las barricadas si el PSOE no ganaba ayer. Con compañeros de partido como esos no necesitaba Espadas rivales para caer con todo el equipo.

Con no menos dolor se deben andar lamiendo las heridas en una ultraizquierda dividida y cainita que ha vuelto a comprobar en sus propias carnes que sacar de paseo a Franco cada dos por tres y proclamar alertas antifascistas a cada rato no sirve para ganar elecciones, sino ofrecer soluciones realistas a los problemas cotidianos que sufren los ciudadanos. No lo aprendieron cuando se estrellaron en las elecciones madrileñas y siguen sin comprenderlo ni superarlo todavía. El proceso de escucha de Yolanda Díaz se daña seriamente incluso antes de nacer y se lastra con las imputaciones de Colau y Oltra y su doble vara de medir a la hora de asumir responsabilidades políticas.

Réquiem por Ciudadanos y la incógnita de Sánchez

En cuanto a Ciudadanos solo cabe entonar un requiescat in pace por su alma después de quedar fuera del parlamento andaluz. El candidato Marín luchó hasta el último momento por un proyecto que sigue siendo necesario en España pero que la mala cabeza de sus dirigentes ha convertido en un juguete roto y arrinconado por la historia. Marín ha sido incapaz de evitar la sangría de votos que han beneficiado al PP, pero le honra haber anunciado su dimisión después del sonoro fracaso electoral de ayer a pesar de haber sido un socio leal del presidente electo andaluz durante los últimos cuatro años.

En resumen, por mucho que los socialistas pretendan separar el tortazo andaluz de la política nacional, cualquier que no esté ciego o sea hooligan irredento del PSOE ve la relación y se pregunta por las consecuencias políticas de lo ocurrido ayer. Pocas dudas quedan ya de que el “efecto Feijóo” existe y que está llamando con fuerza a la puerta de La Moncloa. Quinielas hay varias y solo el tiempo dirá cuál es la ganadora, pero en ningún caso cabe esperar que Sánchez no mueva alguna ficha después del varapalo andaluz.

Para unos podría ser una remodelación del Gobierno después de la cumbre de la OTAN con el fin de recuperar la iniciativa y resistir hasta que toque convocar elecciones. Otros pensamos que lo que corresponde a estas alturas, con una crisis desatada, un presidente chamuscado por sus propios errores y mentiras y una legislatura enredada en disputas partidistas y juegos de tronos, es llamar a los ciudadanos a las urnas. En cualquier caso, de una cosa podemos estar seguros: haga lo que haga Sánchez, no lo hará pensando en el bien común de los españoles sino en su propio interés, el único que le mueve.

Canarias, donde todo es posible

Que nadie se llame a engaño, el título de este artículo no es el lema de una nueva campaña de la Consejería de Turismo para atraer a nómadas digitales a Canarias. Es, resumida en cinco palabras, la realidad mágica de una tierra en la que pasan cosas dignas de ser desentrañadas en un programa televisivo de misterios insondables. Aquí es posible encontrar cara a cara en un mismo periódico que el Parlamento canario va a gastarse más de 100.000 euros en proveer de butacones nuevos a las cansadas posaderas de sus señorías, junto a otra noticia en la que se afirma que Caritas atendió el año pasado en las islas a unas 53.000 personas más que el año anterior y a casi el doble que en 2019. No digo que en otros lugares no se registren fenómenos paranormales similares, pero en Canarias ya se han convertido en una tradición tan arraigada que han pasado incluso a formar parte de nuestra identidad.

EP

No es el chocolate del loro

Muchos pensarán que lo de los 100.000 euros para butacones parlamentarios es solo el chocolate del loro y que con ese dinero no se arregla gran cosa. Más allá de que el loro tan socorrido ya nos sale por un pico en gastos superfluos, los que así piensan deberían saber que esa cantidad es la que dedica anualmente el Gobierno de Canarias a los bancos de alimentos de las islas, que se las ven y se las desean para atender la demanda de comida de quienes no llegan a fin de mes. Nada tengo en contra de que sus señorías posen sus nalgas en sillones razonablemente confortables por si les apetece dormir la siesta, pero en tiempos de crisis y de pobreza los gestos de quienes viven del erario público siempre son importantes e incluso bienvenidos. Gastarse ahora ese dinero en cambiar los asientos del Parlamento es una indecencia que sus señorías pueden y deben evitar si les importa algo lo que los ciudadanos piensan de ellas.

Pero lo de los sillones y la pobreza es solo uno de esos casos mágicos que ocurren en esta tierra de prodigios. Véase por ejemplo el sorprendente y oscuro “caso mascarillas” por el que el Gobierno canario pagó cuatro millones de euros por unos tapabocas que resultaron ser falsos y que hubo que destruir. Después de una docena de requerimientos infructuosos a la empresa a la que se encargó la compra, con la que ni siquiera se firmó un contrato, para que devuelva el dinero, el Gobierno ha ido ahora a la Fiscalía, que ya investigaba a instancias particulares la alegría con la que nuestros gobernantes se gastan el dinero de los contribuyentes. Además de no haber denunciado todavía en el juzgado, ni el presidente regional ni su consejero de Sanidad han dado aún explicaciones convincentes a la opinión pública y, por supuesto, nadie ha asumido ninguna responsabilidad. En verdad, un caso digno de Hércules Poirot.

La dependencia y los plátanos del papa

Lo de las mascarilla no es menos extraordinario y enigmático que lo que ocurre con la atención a la dependencia. Como no sea por la incompetencia manifiesta y palmaria de la consejera del área, es muy difícil entender cómo es que mueren cada día nueve personas en Canarias esperando por una prestación reconocida o por qué tenemos la lista de espera más larga del país o cuál es la razón de que la financiación esté por debajo de la media o de que necesitemos el doble de plazas residenciales de las que están previstas. Y todo ello, según la Diputación del Común, podría ser  más dantesco si muchos dependientes que tienen derecho a la prestación no hubieran decidido no solicitarla para ahorrarse nervios y esperas ante la comprobada ineficacia de la administración autonómica.

"Podemos gobierna los días pares y hace oposición los impares"

Y qué decir del impenetrable asunto de las ayudas a los afectados por el volcán de La Palma, a los que el Gobierno de Pedro Sánchez les ha regalado ahora, seis meses después de terminar la erupción, un “comisionado” para “agilizar” la reconstrucción de la isla. Mientras, aún quedan 2.000 personas desalojadas viviendo en casas de parientes o en alojamientos provisionales, otros muchos siguen incomunicados y las ayudas prometidas se enfrentan a la inmisericorde burocracia en la que mueren los sueños y las esperanzas de quienes lo perdieron casi todo. Pero eso sí, ha dicho Ángel Víctor Torres que “el papa Francisco podrá degustar una magnífica fruta como es el plátano de Canarias, nacido en las tierras fértiles de La Palma”. Torres se ha venido arriba alabando el regalo del ministro Bolaños en su audiencia privada con el pontífice y ha rematado el ditirambo proclamando que ha sido “un gesto hacia la isla que ha sufrido el volcán más devastador, en daños materiales, de Europa”. Quien no se consuela es porque no quiere.

La lista de casos esotéricos es tan larga que podríamos estar hablando de ellos varios días sin parar. No sé ustedes, pero yo siempre me he preguntado cómo concuerda que las islas tengan el REF “más avanzado” de su historia y reciba millones de turistas, mientras las tasas de exclusión y paro – tanto juvenil como adulto - son las más altas del país. Por no mencionar también lo mucho que le gusta el verde al actual Gobierno canario y lo mucho que habla de “huella de carbono cero”, al tiempo que teme más que a un nublado el impuesto europeo sobre el queroseno de la aviación. Me cuadra tan poco como ver a Podemos gobernando los días pares y haciendo oposición los impares, por no hablar de algunos políticos para los que la vida es un carnaval permanente en la que no caben otras prioridades y que, no satisfechos con regalarnos dos meses de murgas en invierno, salivan ahora pensando en extender la fiesta al verano como si no hubiera un mañana. El circo que no falte jamás, el pan siempre puede esperar en una tierra en la que todo es posible, salvo, a lo que se ve, unos responsables públicos a la altura de las circunstancias y unos ciudadanos conscientes de su poder.

La campaña interminable

Hubo una época, muy lejana ya, en la que era posible distinguir con una cierta claridad las campañas electorales de la acción de gobierno propiamente dicha. Sin embargo, de un tiempo largo a esta parte, los límites se han difuminado de tal manera que hoy ya es imposible identificar qué es una cosa y qué es otra. La gente suele decir que las campañas son cada vez más largas porque cada vez comienzan antes. Yo niego la mayor: las campañas ya no tienen principio ni final porque los partidos políticos, tanto los que gobiernan como los de la oposición, viven en campaña permanente e interminable. Ese agotador clima de campaña constante, artificialmente caldeado por los líderes políticos, sus asesores y sus seguidores a través de las redes, es una rémora democrática y un obstáculo muchas veces insalvable para que el gobierno y la oposición se pongan de acuerdo en asuntos de estado. No es posible alcanzar consensos ni compromisos útiles para el interés general si la acción política diaria está condicionada y orientada continuamente hacía la obtención de réditos electorales. 


Todo es campaña

El márquetin político está por todas partes y dirige con mano de hierro la acción política. Hasta tal punto es así que los asesores de campaña suelen ser los mismos que asesoran al presidente del gobierno cuando el partido asesorado accede al poder. Su objetivo es simple pero a la vez difícil en un escenario político cada día más competitivo y polarizado: conseguir que el líder no pierda comba ante la opinión pública, que sea centro de atención mediática todos los días, sin importar la consistencia del mensaje o su veracidad. Lo que interesa por encima de todo es mantenerse permanentemente en el candelero y generar titulares y apariciones en televisión.

Esta dinámica perversa impone decisiones, medidas y promesas cortoplacistas, pensadas solo en función de los votos que puedan arrastrar cuando lleguen las elecciones. Se pervierte así por completo la acción de gobernar y el papel que debe desempeñar la oposición en una democracia. También es cada vez más frecuente que se entremezclen el ámbito institucional y el electoral, cuando se utilizan con todo descaro las instituciones democráticas y los recursos públicos para hacer campaña partidista o para atacar a la oposición.

Las redes sociales: un antes y un después

Las redes sociales han marcado un antes y un después en este proceso por el que que se han terminado asimilando hasta confundirse el plano electoral con la acción de gobierno o el ejercicio de la oposición. Las redes son hoy el principal vínculo de comunicación entre los líderes políticos y los ciudadanos con las ventajas, pero también con los riesgos, que eso implica. Cierto es que son una oportunidad para que la comunicación fluya y para que los partidos pequeños puedan llegar más fácilmente a los electores, pero, al mismo tiempo, son canales propicios para diseminar bulos y mentiras, favorecer las injerencias y generar polarización con fines electorales.

A esa realidad no son ajenos los medios tradicionales, que en busca de audiencia replican de forma acrítica las polémicas de las redes, y en los que ya es casi imposible encontrar información política que no esté viciada de electoralismo o partidismo. Frente a la información y el comentario ponderado de la acción gubernamental, lo que se ofrece suele ser periodismo de declaraciones y de dimes y diretes tan ruidoso como estéril. 

Además, la profusión y la frecuencia con la que se publican encuestas y sondeos electorales, muchas veces a gusto del consumidor que las encarga con el fin de favorecer una opción política determinada, no hace sino alimentar la agobiante sensación de que vivimos continuamente en campaña. Con los políticos y los medios en celo electoral permanente surgen el hastío, el agotamiento y el cansancio de los ciudadanos que, en gran medida, esperan al último momento para decidir su voto. 

Diferencias entre político y estadista

Con razón cabe preguntarse qué tiempo real dedican los responsables políticos a ocuparse  de los grandes desafíos y problemas del país, muchos de ellos con un horizonte temporal superior a los cuatro años de la legislatura, si lo único que les mueve es ganar las próximas elecciones para conservar el poder o acceder a él. Ante esta realidad, la regulación de las campañas ha quedado obsoleta y a estas alturas suena absurdo hablar de “precampaña” y “campaña” o de “jornada de reflexión”. Todos esos preceptos se justificaban cuando los españoles aún estábamos dando los primeros pasos en democracia, pero hace mucho que han sido desbordados de largo por la nueva realidad mediática y la dinámica partidista.

A Bismarck se le suele atribuir haber dicho que un político se convierte en estadista cuando deja de pensar en las próximas elecciones y empieza a pensar en las próximas generaciones. Si eso es así, podemos concluir que los verdaderos estadistas actuales se podrían contar con los dedos de una mano y, siendo optimistas, sobrarían varios dedos. En general, lo que hay son líderes políticos de diseño, tan mediocres como mediáticos, obsesionados con su imagen y dedicados exclusivamente a vender los mensajes que sus asesores en márquetin electoral han precocinado para ellos. 

Líderes convencidos de que la clave para ganar las elecciones no pasa tanto por entregar un buen balance de gobierno a los electores u ofrecerles un proyecto alternativo sólido, como por desprestigiar y desacreditar a los rivales, cargándoles con la culpa de todos los males del país. El drama del que no parecen ser conscientes es que esa práctica nociva y cada vez más extendida también socava, deteriora y desacredita gravemente la democracia.

Verdades, mentiras e inflación

En España ocurren auténticos prodigios, por no calificarlos de cosas chulísimas. Ocurre, por ejemplo, que cuantos más pobres de solemnidad contabilizan las estadísticas oficiales y oficiosas, más recauda el Gobierno por impuestos. O si lo prefieren, cuanto más recauda el Gobierno por impuestos más pobres de solemnidad se contabilizan. Pero no hace falta acudir a Iker Jiménez para que nos explique el misterio, basta con echar mano de los datos de la inflación para comprender la causa de lo que es solo una aparente paradoja. Si nos fijamos en los precios de los productos básicos de cualquier cesta de la compra de este país, veremos que la luz ha subido un 34%, la gasolina el 16%, el pan el 10%, la leche el 14%, los huevos el 21%, el aceite de oliva el 42%, los alimentos para bebé el 12% y los cereales el 6%. Con estos precios a nadie puede extrañarle que millones de familias se vean obligadas a hacer economía de guerra, mientras el Gobierno llena las arcas públicas a costa suya y el ministro Garzón recomienda alimentación sana y saludable. 


Los bancos de alimentos sin comida y la recaudación disparada

Para entender estos porcentajes en su contexto social hay que fijarse en las familias que deben acudir a los bancos de alimentos o a Cáritas para tener algo que llevarse al caldero cada día. Los bancos de alimentos, que el año pasado atendieron a 1,5 millones de familias, calculan que ese cantidad se incrementará un 20% en 2022. Los prestigiosos informes de FOESSA – Caritas apuntan que tres de cada diez familias españolas han tenido que recortar los gastos destinados a productos de primera necesidad.

Tampoco es complicado deducir que el problema es más o menos agudo según de qué comunidades autónomas hablemos. En Canarias, la que peores indicadores sociales y económicos presenta de todo el país, la inflación desbocada es un clavo más en la cruz de pobreza y exclusión que arrastran más de 600.000 canarios, para los que, como escribí hace unos días, no es ni de lejos una suerte vivir aquí. Aún así, lo peor es que todo lo que es susceptible de empeorar es probable que lo haga y la previsión, a menos a corto y medio plazo, es que el globo de los precios siga volando alto durante una larga temporada.

Tan alto como la recaudación tributaria de Hacienda, que había aumentado un 18% hasta abril después de un 2021 de récord, lo que equivale a unos 86.000 millones de euros. Y eso también tiene una causa principal y se llama...inflación. De hecho es el IVA, junto con el IRPF, el impuesto que más tira hacia arriba de la recaudación a pesar de las rebajas fiscales adoptadas con tambores y cornetería por el Gobierno para que nos traguemos el bulo de que no deja a nadie atrás. Por decirlo de otro modo, el Gobierno hace caja gracias a la inflación y destina una modesta cantidad de lo que recauda a ponerle tiritas a una situación que está colocando a millones de familias españolas entre la espada y la pared.

Crisis alimentaria y medidas ineficientes

Contra todas las evidencias y la opinión de la mayoría de los economistas, solo el Gobierno se empeña en hacernos creer que la inflación será cosa de unos meses como mucho, tras los cuales podremos volver a atar los perros con longanizas. Se empiezan a escuchar voces que alertan de una crisis alimentaria derivada de la guerra en Ucrania, pero el Gobierno hace como quien oye llover. La inflación subyacente, que no tiene en cuenta los precios de la energía y de los productos frescos y que es la que más preocupa y la que más cuesta hacer bajar, se ha puesto en niveles de 1995, pero el Gobierno mira al tendido y se parapeta tras su escudo social.

En síntesis, el Gobierno parece confiar en un milagro pero no hace nada para que ocurra. Desde marzo estamos esperando que se empiece a aplicar el tope al precio del gas, un logro de Sánchez en Bruselas por el que los suyos lo pasearon a hombros por los medios afines y las redes sociales. La bonificación de los precios de los combustibles, otro hito sanchista que mereció encendidos elogios de su muchachada, ha resultado ser otro fiasco: la mitad de los veinte céntimos por litro que los españoles ponemos de nuestro bolsillo para que la gasolina no nos cueste tanto, ya la ha absorbido la subida de precios. A la vista del éxito alcanzado, al Gobierno no se le ha ocurrido una idea mejor que prorrogar la medida hasta septiembre a pesar de su ineficacia y su carácter regresivo, como acaba de recordar el Consejo Económico y Social del Estado.

La teta de la recaudación

Sin embargo, rechaza de plano medidas como deflactar las tarifas más bajas del IRPF como ha propuesto el PP y apoyado incluso el ex ministro socialista Jordi Sevilla. El motivo no es otro que seguir aprovechándose de la inflación para hacer caja a costa de los ciudadanos, lo cual no solo es antieconómico sino indecente. Lo que sí hace es instar a un pacto de rentas entre empresarios y sindicatos, pero se resiste a soltar la teta de la recaudación. Su principal obsesión es hacer creer que este repunte inflacionista, que pone en el disparadero la incipiente recuperación económica y aboca a millones de familias españolas a pasar estrecheces y miseria, es culpa única y exclusivamente de un señor llamado Vladímir Putin que un buen día decidió invadir Ucrania.

Como ocurre con tantas otras cosas, la realidad y los mensajes del Gobierno se parecen como un huevo a una castaña. La espiral inflacionista se inició mucho antes coincidiendo con el final de las restricciones por la pandemia y tiene que ver, sobre todo, con la subida de los precios de la luz sin que Sánchez moviera un dedo para atajarla. Luego vino lo de Ucrania y el proceso se ha acelerado y agravado, hasta el punto de que prescindir del gas ruso podría elevar la inflación al entorno del 10%. Vivir será más caro en los próximos años, aunque esto tampoco es una novedad. Lo que sí es una novedad es que eso esté ocurriendo ya con el Gobierno más progresista y social de la democracia, el que no iba a dejar a nadie atrás y con el que íbamos a salir más fuertes de la crisis. No me podrán negar que es una cosa chulísima.

El emérito y el cainismo

En un país cainita y de excesos como España, el breve regreso del rey emérito después de casi dos años ausente por voluntad propia no podía sino estar rodeado de excesos por parte de todos: de quienes desde algunos púlpitos mediáticos y desde las calles de Sanxenxo han lanzado ¡vivas! y de quienes, desde los púlpitos opuestos y desde las redes, han lanzado ¡mueras! Como no podía ser de otra manera, el propio comportamiento del emérito durante estos días también ha estado marcado por algunos excesos, cuando lo que más convenía a la institución que representó y a la que terminó defraudando era precisamente pasar desapercibido por más que no tenga causas judiciales pendientes en España. Pero dicho eso, ahora que el emérito ha retornado a Abu Dabi después de un largo encuentro con su hijo coronado en el que no deben haber faltado reproches filiales por una conducta paterna poco edificante, tanto los que lo jaleaban como los que pedían su cabeza tendrán que buscar nuevas armas de distracción masiva. Mientras, la inmensa mayoría del país seguirá luchando para salir adelante a pesar del Gobierno.


Luces y sombras

Todo lo que viene ocurriendo con Juan Carlos I, desde antes incluso de su abdicación, me ha producido siempre sensaciones ambivalentes, y creo que lo mismo le ocurre a la mayoría de los españoles. Los dientes de leche de la conciencia política me nacieron coincidiendo con la muerte de Franco y la Transición. Recuerdo con todo detalle dónde estaba y qué hacía el 23-F, así como el miedo y la zozobra que sentí durante aquellas horas y el alivio que supuso el mensaje del rey aquella noche histórica, en la que se jugó incluso la vida o cuando menos la corona frente a los golpistas.

A partir de ahí la figura del rey se agrandó, la monarquía se legitimó definitivamente y el país enteró se convirtió al juancarlismo. Pero pronto Juan Carlos I pasó a ser un intocable para la prensa, para los políticos y para los propios ciudadanos. Algún día habrá que hacer recuento del daño que le hizo a la institución monárquica cubrirla con un manto de silencio y rodear al rey de halagos inmoderados y acríticos. Salvo algunos rumores rápidamente acallados, durante décadas la monarquía y su titular fueron tabú periodístico y político hasta que la crisis económica de 2007 cambió las cosas para siempre y determinados comportamientos se volvieron intolerables.

Se abre el melón

Abierto el melón de la monarquía por el lamentable comportamiento de su titular, no tardaron en olvidarse los servicios prestados a la democracia y al progreso del país y la izquierda populista aprovechó la grieta para hacer palanca contra la Constitución del 78 y la forma del Estado. Lo que se ha ido conociendo en los últimos tiempos, la avaricia desmedida del monarca y sus maniobras económicas en la oscuridad, empañaron aún más su innegable aportación a la concordia entre los españoles y pusieron a los pies de los caballos la institución sobre la que se asienta el orden constitucional.

Hace casi dos años terminó de emborronar su hoja de servicios con una marcha de España que tenía el aspecto de una huida precipitada por más que asegurara que se iba para “no perjudicar a su hijo”, a quién le ha dejado en herencia el marrón de gestionar el dañado prestigio de la monarquía. A pesar de los desplantes y de las afrentas que le dedican casi a diario quienes desean arramblar con el modelo constitucional y lanzar basura sobre él, Felipe VI ha dado pruebas de estar a la altura de lo que se demanda en pleno siglo XXI de una monarquía parlamentaria y constitucional, que debe legitimarse cada día por la rectitud ética y moral de los comportamientos públicos y privados del titular de la corona y los miembros de la familia real.

Explicaciones debidas

A pesar de no tener causas pendientes con la Justicia, en buena medida gracias a la inviolabilidad de la que disfrutó mientras fue jefe de Estado, y teniendo en cuenta el fuerte carácter simbólico de la monarquía, creo que el rey emérito sí debe al menos algún tipo de explicación a los españoles que pusieron su confianza en la rectitud de sus actos privados. Lo que resulta cuando menos sarcástico, por no calificarlo de cínico, es que las exija también Pedro Sánchez, uno de los presidentes de gobierno de la democracia más opacos y alérgicos a dar explicaciones.

Por lo demás, Juan Carlos I no representa un peligro para nadie y no tendría que haber ningún problema para que fije su residencia en España si así lo desea. Por decirlo en otros términos, el emérito, con sus muchas luces y sus no pocas sombras, ya forma parte de la historia de España para lo bueno y para lo malo, algo que los españoles deberíamos aprender a conciliar sin hacer tantos aspavientos ni llevar las cosas a los extremos por una y otra parte.

La institución monárquica española espera reformas que la adapten a las demandas ciudadanas de transparencia e integridad, empezando por la inviolabilidad, una prebenda que, en mi opinión, no debería amparar los comportamientos privados del monarca durante su reinado. En todo caso, de lo que no tengo ninguna duda es de que, con monarquía o con república, seguiríamos siendo un país cainita y de excesos, incapaz de reconocer y distinguir lo negativo de lo positivo, lo que también significa comprender que las instituciones deben estar por encima de las personas, aunque estas jamás las deben utilizar para su lucro particular so pena de acabar con ellas.  

Teoría y práctica de la crispación

Dice el CIS – sí, el de Tezanos – que los españoles estamos hasta la coronilla de la crispación política: ocho de cada diez nos declaramos hondamente preocupados, 9 de cada diez queremos que los partidos se pongan de acuerdo en algo que no sea repartirse los cargos públicos y seis de cada diez creemos que son precisamente ellos, los políticos, los que se pirran por una buena bronca en la plaza pública. Aunque unos más que otros, porque también dice la encuesta de marras que son el PSOE y Vox los que más hacen por la causa crispadora, a mucha distancia del PP y Podemos. Si Tezanos lo dice, quién soy yo para contrariar a un sondeador de su probada independencia y nivel de aciertos. Sin embargo, a mí todo esto me escama mucho habida cuenta de que los políticos españoles tienen una larga tradición en la práctica de la filosofía Zen y el buen rollito, evitan a toda costa poner como chupa de dómine a sus adversarios y son unos rendidos admiradores de las somnolientas democracias escandinavas. Lo que parece claro es que, si los políticos crispan tanto como dice el CIS que dicen los ciudadanos, estos, por el contrario, están más aletargados que nunca. ¿Y el Gobierno? ¿No crispa también el Gobierno? Algo no cuadra aquí. 

Alberto di Lolli

El arte de tocar las narices siempre y por todo

Primero deberíamos ponernos de acuerdo sobre el significado de “crispación”, porque aquí cada cual usa el término para asar su sardina. Si tiramos de Academia, “crispar” es, según el DRAE, “irritar o exasperar a alguien”. Hay quien define “crispación” como el desacuerdo permanente y sistemático sobre las iniciativas, propuestas, gestos, actuaciones o decisiones del otro, presentados desde la otra parte como un cambio espurio de las reglas del juego, incompetencia, electoralismo, carencia de proyecto, corrupción, etc., etc. Hablando en plata y por lo llano, crispar viene a ser tocarle las narices por cualquier motivo y en todo momento al contrario político, todo ello con el único fin de que no decaiga la tensión social y que los respectivos hooligans tengan carnaza de la que alimentarse. Vista así, crispación y polarización son términos intercambiables y equivalentes.

Este problema no es nuevo en las democracias ni exclusivo de nuestro país. En esto España no es diferente de Italia, Francia o el Reino Unido, aunque, a ojos de la ciudadanía, aquí la dolencia parece que se ha agravado más rápido según las encuestas. Entre los analistas hay coincidencia en que el punto de inflexión fue la aparición de Podemos y poco después de Vox como su contraparte. En un ambiente crispado o polarizado, alimentado desde las redes y los medios, el diálogo y el compromiso se cotizan cada vez más caros por miedo a perder votos, la democracia se bloquea, las instituciones se desprestigian y la desafección ciudadana crece.

"La aparición de Podemos y Vox marcan un antes y un después en la crispación en España"

Del mismo modo se exaltan las emociones, se avientan las teorías de la conspiración y se cultiva la llamada “moral del asco”, que prescinde de la argumentación y reduce al máximo el espacio para el diálogo y el acuerdo. El partido, la ideología, el territorio, el feminismo, la corrupción, la inmigración, la pandemia, la economía, la monarquía, la Guerra Civil, el franquismo y hasta el Festival de Eurovisión: todo vale para polarizar o crispar, a veces también para desviar la atención, haciendo que los votantes fieles se sientan cada vez más aislados e incluso enfrentados a quienes no comparten sus puntos de vista: o conmigo o contra mí, no hay término medio ni espacio para la discrepancia. El viejo Torquemada habría disfrutado de lo lindo en la España de hoy.  

El comodín de la crispación para silenciar al adversario

Pero deplorar la crispación como un mal para la democracia no debe impedirnos ver el uso torticero que se hace del término para intentar acallar las críticas legítimas de los adversarios, con el mal disimulado objetivo de imponer el discurso oficial. En esto son maestros el presidente del Gobierno y su nutrida legión de cortesanos, a los que se les llena la boca de diálogo y sentido de Estado al tiempo que acusan de antidemócratas y fachas a los que se atreven a ponerle peros a las decisiones gubernamentales. Puestos a crispar que tire la primera piedra quien esté libre de culpa: la oposición no suele pecar por defecto sino todo lo contrario, pero el Gobierno, sus socios y sus voceros más manporreros tampoco son mancos, aunque ante la opinión pública aparezcan como inocentes corderos que no han roto un plato.

"No hay democracia sin crispación, el problema surge cuando se cruzan todas las líneas rojas"

Sin que esto suponga justificar la polarización de la vida pública, la democracia es un sistema político basado en la competencia por el poder de acuerdo con un marco normativo aceptado por la mayoría. Lo lógico y consustancial a un sistema de esas características es que se produzca un cierto grado de tensión entre los actores políticos que inevitablemente trasciende a la ciudadanía. La ausencia de enfrentamientos y controversias en defensa de los respectivos planteamientos y puntos de vista no sería precisamente síntoma de buena salud democrática, sino de todo lo contrario. En España todos conocemos desde hace mucho el significado de la expresión “la paz de los cementerios” y no creo que la mayoría la prefiriera a un poco de ruido político.

El problema surge cuando ese ruido se vuelve escandalera y se traspasan todas las líneas rojas del respeto a la verdad, al adversario y a las instituciones en las que se sustenta la democracia. Por desgracia, en España esa situación se produce con una frecuencia cada vez mayor, tanto en el Parlamento como fuera de él en las redes o en los medios. La crispación se ha convertido en un modus operandi muy poco democrático de hacer política y de que eso ocurra son responsables todos o casi todos los partidos y todos o casi todos los políticos en mayor o menor medida. Es mayor si cabe la responsabilidad del Gobierno, sobre el cual recae el deber de separar sus obligaciones institucionales del discurso de los partidos que lo sustentan, en lugar de esconderse tras la crispación para anatemizar las críticas y actuar como aquel que iba con la cruz en el pecho y el diablo en los hechos. 

A los pies del separatismo

No es una exageración, es la realidad a poco que se reflexione: el Gobierno español lleva toda la legislatura viviendo, sufriendo y respirando por los poros del separatismo catalán, de cuyo aliento depende en gran medida que Pedro Sánchez cumpla su deseo de agotar la legislatura. Lo que los independentistas reclaman, sus caprichos y sus órdagos para calibrar hasta dónde está dispuesto a ceder Sánchez, adquiere inmediatamente la categoría de asunto de estado, prioritario y urgente: todo el Gabinete se desvive para satisfacer las exigencias de quienes tienen como principal objetivo obtener el mayor rédito político aprovechando que el único principio que guía la acción del presidente es mantenerse en el poder cueste lo que cueste a las instituciones y al país. Todo lo demás puede esperar por urgente que sea, las demandas independentistas deciden la agenda gubernamental en detrimento de otras necesidades más perentorias. No es tan excesivo como pueda parecer concluir que España está en buena medida gobernada desde la Generalitat de Cataluña y desde la sede de ERC. Sánchez no sólo está en manos del separatismo, también está a sus pies.

EP

Espionaje y ruedas de molino

El Gobierno hace esfuerzos vanos para que comulguemos con una descomunal rueda de molino, según la cual el vergonzoso cese de la directora del CNI tiene algo que ver con los pinchazos de Pegasus a los teléfonos del presidente y de los ministros de Defensa e Interior. Sobre esto ya señalé en otro post que en política no existen las coincidencias y este caso no es una excepción. El cese es la ofrenda debida a los independentistas a cambio de que no le retiren el apoyo a Sánchez, después de conocerse que una veintena de ellos había sido vigilada con aval judicial por el CNI.

El riesgo de tener que poner un abrupto punto y final a la legislatura obligó a Sánchez a ordenar a su fontanero mayor Bolaños que aireara a los cuatro vientos que el Gobierno también había sido espiado con Pegasus hacía un año. Lo lógico y natural en un presidente que se respete a sí mismo y a los ciudadanos y que valore la importancia de la seguridad nacional, habría sido actuar con discreción, averiguar dónde estuvo la falla y actuar en consecuencia. Dar a conocer urbi et orbi y de forma oficial que el Gobierno español había sido espiado y hacerlo a pocas semanas de una cumbre crucial de la OTAN, es algo que solo hace alguien tan agarrado al poder que incluso la seguridad y la imagen internacional del país le importan tres pimientos.

"Solo alguien tan apegado al sillón como Sánchez airea los fallos en la seguridad nacional para mantener el poder"

Nadie en su sano juicio puede creer que en La Moncloa no se conociera ese agujero en la seguridad hasta justo el momento en el que Aragonés y los suyos pidieron que rodaran cabezas. Es más, si hay alguien responsable en primera persona de ese fallo es precisamente el ministro Bolaños, entre cuyas atribuciones figura precisamente garantizar la seguridad de las comunicaciones de La Moncloa. A propósito de esa responsabilidad se ha sabido que el CNI transmitió hace un año una serie de instrucciones de seguridad para el presidente y sus ministros. Bolaños tendría que explicar si se las hizo llegar a quienes iban dirigidas o si estos no las cumplieron. Puede que debiera haber sido su cabeza y no la de la responsable del CNI la que tendría que haber rodado en este sainete.

Margarita Robles, quién la ha visto y quién la ve

Con el escenario de las justificaciones ya bien dispuesto, llegó el momento anunciado de poner sobre una bandeja de plata la cabeza de la responsable del CNI para calmar a los independentistas. Los políticos nos tienen acostumbrados a comparecencias que solo merecen el calificativo de ignominiosas y la que ofreció el martes la ministra de Defensa no escapa a esa categoría. 

Margarita Robles, la única ministra que se atrevía a levantar la voz ante independentistas y filoetarras y a defender el estado de derecho, ha dejado también patente que le puede más el cargo que la dignidad de no hacerle el trabajo sucio al presidente. De lo contrario habría presentado su dimisión inmediata e irrevocable antes de enfangarse como lo ha hecho, intentando presentar una injusta defenestración en toda regla, de cuyas causas no fue capaz de explicar con claridad ni tan solo una, por una “sustitución” a la que en realidad habría que llamar genuflexión, una más, del Gobierno ante los independentistas.

“Sánchez no ve contradicción en espiar a los mismos con los que gobierna”

A salvo de momento la cabeza de Robles gracias a su propia genuflexión ante Sánchez – ya veremos si sigue en su lugar después de la cumbre de la OTAN o de las elecciones andaluzas – la siguiente cesión al insaciable chantajismo independentista será seguramente desclasificar las autorizaciones judiciales de la vigilancia a Aragonés y a su revoltosa muchachada, aunque ello suponga volver a pasarse la ley por el arco del triunfo. Sobre la cabeza de Sánchez pende como una espada de Damocles la cínica frase de Junqueras, condenado por sedición y malversación y dispuesto a reincidir, que se permite advertirle al presidente de que le seguirá apoyando con la condición de que “no se repitan” las escuchas. 

Un panorama desolador

Tan incierto como que La Moncloa no sabía del espionaje a Sánchez con Pegasus es que Sánchez no tuviera conocimiento de las escuchas a los independentistas, en los que se apoya para gobernar pero a los que al mismo tiempo vigila como un peligro para el Estado a la vez que les permite acceder a secretos oficiales. Es todo de una lógica tan aplastante que asusta y que solo se explica por el fin último que persigue: conservar el poder.

Decía en un reciente post que asistimos a una legislatura zombi sin más rumbo que el que marcan los independentistas y que, de quedarle a Sánchez una pequeña brizna de sentido de estado, habría adelantado ya las elecciones. Lo que me pregunto hoy es qué quedará de todo esto cuando los socios de Sánchez consideren que ha llegado el momento de dejarlo caer y los ciudadanos decidan que no es digno de su confianza para continuar al frente del país.

El panorama es desolador: ruido estéril, tiempo perdido, mentiras, incapacidad, destrozo de la credibilidad y el prestigio de las instituciones y el estado de derecho, un mayor descrédito de la política entendida como el arte de mejorar la vida de los ciudadanos y toneladas de propaganda a mayor gloria de un político tóxico para este país. Por desgracia, las cosas positivas, que algunas pocas también ha habido, pasarán completamente desapercibidas.

Inmunizados ante la corrupción

Los españoles no solo hemos alcanzado la inmunidad de grupo frente al COVID-19, también ante la corrupción. Los casos turbios se suceden sin solución de continuidad pero a la ciudadanía le resbalan, se encoge de hombros y sigue a sus cosas: se ha normalizado socialmente hasta tal punto la innoble actividad patria de meter la mano en la lata del gofio público, que ya ni nos inmutamos, la damos por sabida e inevitable y concluimos que de nada vale indignarse si lo van a seguir haciendo igual. Y es ahí en donde nos equivocamos, en dejar pasar y dejar hacer sin cantar las cuarenta en la plaza pública y expulsar definitivamente de ella a quienes nos roban en nuestras propias narices. Esa actitud pasiva es la mejor coartada para que nada cambie y para que los espabilados de turno conviertan la actividad política en un mercado persa en el que hacer lucrativos negocios.

A calzón bajado

El caso de las mascarillas de Madrid no es más que el penúltimo de esos episodios, en esta ocasión alimentado por las urgencias que había al inicio de la pandemia para adquirir material sanitario en donde fuera, cómo fuera y al precio que fuera. La transparencia y el cumplimiento de las reglas relativas a la contratación pública se apartaron a un lado y se abrió de par en par la puerta a los comisionistas para que hicieran su agosto en pleno mes de marzo. Aunque no es solo el caso madrileño el que está bajo la lupa judicial, por más que algunos prefieran ocultar otros de los que también emana un olor a podrido que tira para atrás. 

Tres altos cargos del Gobierno central están siendo investigados por supuestas irregularidades en la compra de material sanitario en los primeros meses de la pandemia, aunque de esto apenas es posible encontrar algo en los medios. De hecho, en estos momentos se investigan judicialmente contratos a dedo de todas las administraciones públicas durante la pandemia por importe de casi 6.500 millones de euros. Mucha tela que cortar queda todavía.

España sigue siendo terreno fértil para la corrupción pública. Lo certifica la organización Transparencia Internacional y hace poco nos lo recordó el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO). Según Transparencia Internacional, el Índice de Percepción de la Corrupción en nuestro país ha retrocedido en los dos últimos años del puesto 32 al 34 en una clasificación mundial de 180 países encabezada por Dinamarca, el país menos corrupto del mundo. Por su parte, el último informe del GRECO revela que España no ha cumplido ninguna de las 19 recomendaciones que se le hicieron con el fin de rebajar los niveles de corrupción.

"España no ha cumplido ninguna de las recomendaciones del GRECO"

Entre otras medidas se demandaba mayor transparencia sobre la actividad de los tropecientos asesores nombrados a dedo, que pululan por unas administraciones públicas parasitadas por los partidos sin que se sepa a ciencia cierta a qué dedican el tiempo. También se recomendaba un mayor control de los grupos de presión, acabar con las puertas giratorias tan útiles para que los partidos no dejen a ninguno de los suyos atrás, mejorar la información financiera de los altos cargos y reducir el número de aforados, tarea que se ha pospuesto una y otra vez hasta las calendas griegas. En realidad, eran solo las viejas y reiteradas recomendaciones a las que los sucesivos gobiernos han hecho oídos sordos una y otra vez.

Premio por los servicios prestados

El GRECO había insistido también en la necesidad de garantizar la independencia de la Fiscalía General del Estado, hoy ocupada por una exministra socialista de Justicia que de un día para otro pasó directamente del sillón del Ministerio al de la Fiscalía sin siquiera ruborizarse un poquito. Como premio en diferido por los servicios prestados el Gobierno ha decidido que cuando deje el cargo pasará a ser Fiscal de Sala del Tribunal Supremo. Alega su sucesora en el Ministerio que se trata de cumplir la recomendación del GRECO y “garantizar una salida correspondiente a la dignidad de su cargo una vez cesada”. Lo que ocurre es que ese argumento es sencillamente falso, ya que en ningún lado dice el GRECO que a la Fiscal General del Estado haya que premiarla de algún modo cuando deje el cargo.

"Nueve de cada diez españoles consideran que la corrupción es un problema grave"

Ante este estado de cosas, tal vez lo más sorprendente de todo es que casi nueve de cada diez españoles ven la corrupción como un problema grave y, sin embargo, no la penalizan electoralmente. Es más, seis de cada diez españoles consideran que el Gobierno no hace lo suficiente para combatirla y un porcentaje similar piensa que las administraciones públicas no han actuado con transparencia durante la pandemia. Todo eso queda muy bien en las encuestas e incluso nos escandaliza durante unos cuantos minutos, pero en la práctica sirve de poco o de muy poco. 

Por su parte, los dirigentes políticos siguen viendo la corrupción como un problema que afecta sólo a sus rivales. El eterno "y tú más", que tanto gusta emplear a los partidos para tirarse a la cara la corrupción política, se ha convertido en una rémora aparentemente inamovible que retrasa la aplicación de medidas eficaces. Leyes demasiado laxas y benevolentes, listones éticos que se suben o bajan según convenga, ataques al Poder Judicial y connivencia expresa o tácita de los partidos con sus respectivos corruptos hacen el resto. 

Aunque sea un tópico es necesario reiterarlo: la corrupción es un cáncer para la democracia porque representa la ruptura de un contrato no escrito entre representantes públicos y ciudadanos por el cual aquellos recibirán un sueldo digno por sus servicios, pero no robarán de las arcas públicas para sí o para sus partidos. Una sociedad civil madura, atenta a la acción de sus representantes y vigilante de que merecen la confianza depositada en ellos es el mejor antídoto conocido contra la corrupción. Generalizar y despotricar en bares y tertulias sirve como mucho de desahogo, pero las cosas no cambiarán mientras no seamos conscientes de que somos nosotros quienes tenemos el poder de hacerlas cambiar.  

Sin partidos no hay democracia

Es difícil concebir una democracia sin partidos políticos a pesar de que estos disten cada día más de estar a la altura de lo que la propia democracia espera y exige de ellos. Esta reflexión surge al hilo de la reciente implosión del PP, un asunto que provocó decenas de análisis y comentarios, de los cuales no fueron muchos los que subrayaron la importancia que tiene para el buen funcionamiento de nuestra defectuosa democracia que los partidos cumplan lo que establece la Constitución, a saber, que “los partidos políticos son instrumento fundamental para la participación política”. En España, aunque no solo en nuestro país, los partidos son hoy parte de los problemas de la democracia en tanto el cumplimiento de su función de instrumento democrático de participación y cauce de expresión de las demandas sociales deja mucho que desear. En resumen, sin partidos políticos que cumplan adecuadamente sus funciones no cabe esperar una democracia sana y fuerte. 


La "ley de hierro" sigue en vigor

En líneas generales los partidos políticos siguen funcionando como los describió hace más de un siglo Robert Michels en un libro ya clásico. A él le debemos la idea de la "ley de hierro" de los partidos que, en síntesis, viene a decir que la cúpula de estas organizaciones se suele suceder a sí misma, con lo que las posibilidades de ascender están condicionadas por la afinidad o discrepancia con los intereses que en cada momento defienda la dirección. Aplíquese este principio general a la reciente pugna por el poder en la cúpula del PP y el asunto, que ahora parece turbio y enredado, resplandecerá con mucha mayor claridad.

Los partidos políticos no pasan por el mejor momento de su historia, una historia llena de desconfianzas y recelos hacia organizaciones que han sido vistas tradicionalmente como la semilla de la división y la discordia y como agentes al servicio de intereses particulares y no del interés general. Según el politólogo italiano Piero Ignazi, los partidos han perdido el aura que adquirieron después de la II Guerra Mundial como instrumentos esenciales para la democracia y la libertad y para el bienestar general de sus electores”.  A su juicio, y creo que también a juicio de cualquier demócrata,la recuperación de su legitimidad es una necesidad imperiosa para contrarrestar la cada vez mayor ola populista y plebiscitaria”Los pésimos resultados de los partidos tradicionales en la reciente primera vuelta de las presidenciales francesas confirman esa necesidad.

Los peligros del antipartidismo

Paradójicamente fue esa desconfianza en los partidos la que abrió la puerta a formaciones totalitarias en Alemania, Italia o la Unión Soviética, y cuyo objetivo era uniformar la sociedad y taponar cualquier tipo de disidencia política. De ahí que debamos ponernos en guardia ante los movimientos antipartidos, en tanto suponen un ataque directo a la democracia y fomentan el populismo, el nacionalismo excluyente o el cantonalismo tan en boga estos días. La pregunta que cabe hacerse es cómo han llegado los partidos a esta situación de descrédito. Según Ignazi, los viejos partidos políticos de masas no han sido capaces de adaptarse a la realidad de la sociedad posindustrial y los nuevos no han hecho sino copiar los métodos y los vicios de los antiguos. El caso francés vuelve a ser un buen ejemplo.

"Las viejas estructuras internas de los partidos no han cambiado"

De hecho, las viejas estructuras internas permanecen prácticamente inalteradas a pesar de la caída de la militancia y, con ella, de una parte importante de los ingresos económicos. En paralelo surge el perfil de un nuevo votante, menos interesado e implicado en la política y, sobre todo, menos leal a unas siglas. Todas estas circunstancias han conducido a los partidos a un punto muerto del que intentan escapar por dos vías: tímidas reformas internas y parasitación de los recursos públicos. 

Cuando la democracia interna deja mucho que desear

Las primarias para elegir dirigentes y candidatos o la convocatoria de consultas no han aumentado la afiliación ni la participación ni la confianza pública en los partidos, por más que los dirigentes presuman de democracia interna. Antes al contrario, esos líderes ejercen ahora un mayor control con tendencia al cesarismo y al respaldo plebiscitario. Ante la carencia de democracia interna, los partidos fallan por la base: los jóvenes huyen del compromiso partidista y dejan el camino libre a los arribistas que buscan un sustento vitalicio al calor de la política. 

Escasean los cuadros bien formados y es muy difícil encontrar carreras profesionales que avalen el conocimiento y la experiencia necesarios para afrontar responsabilidades relacionadas con el interés general cuando se llega al gobierno. Surgen así líderes aparentemente fuertes pero intrínsecamente débiles, sin proyecto político definido y obsesionados por su imagen en los medios y en las redes. 

Es también revelador que, a pesar de la caída de la afiliación y con ella la reducción de los ingresos, los partidos europeos sean hoy más ricos que nunca gracias a la generosidad del Estado que ellos mismos se encargan de controlar. Se calcula que en países como España la financiación de los partidos depende del Estado en más del 70% y el resto procede de recursos privados. Ante ese dato no cabe esperar que ese asunto figure en la agenda política, a pesar de ser una de los motivos que alimentan el descontento y la desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos en particular y hacia la democracia en general.

Un futuro incierto

No sé si “la era de la democracia de partidos ha pasado”, como sentenció lapidariamente hace unos años Peter Mair. Lo que sí creo es que los partidos se han desconectado de la sociedad y parecen incapaces de ser soportes de la democracia representativaLa cuestión es cómo revertir la situación y acortar la brecha entre partidos y ciudadanos. ¿Podremos seguir hablando de democracia si los partidos acaban convertidos en gestores de la agenda institucional sin más contacto con la calle que a través de las redes y en campaña electoral? 

¿Hasta qué punto se puede hablar de democracia si sigue aumentando la abstención y descendiendo la participación a través de la afiliación política? ¿Qué esperan hoy los ciudadanos de los partidos políticos, si es que esperan algo a estas alturas? ¿Es preferible tener malos partidos que no tener ninguno? Hay muchas preguntas y una sola constatación: la democracia de partidos, la única imaginable a fecha de hoy, parece estar mutando hacia un sistema que aún no somos capaces de definir con precisión ni de dar nombre, pero que podría parecerse poco al actual y seguramente no para bien. 

Francia vota, Europa tiembla

Había muchas razones de peso para que la expectación política volviera a desbordarse el pasado domingo en Europa ante la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas. En clave europea, Francia no es precisamente un socio menor de una UE que vive una encrucijada histórica por los efectos económicos de la pandemia, seriamente agravados ahora por la guerra en Ucrania. En clave interna, el hundimiento de los partidos tradicionales y el ascenso de los populismos de izquierda y de derecha remueven los cimientos de la V República. De manera que no es precisamente poco ni poco importante lo que se dirime en esta cita con las urnas, que tendrá su desenlace definitivo el próximo 24 de abril.

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Macron tiene las de ganar, pero...

El primer asalto ha sido para el aspirante a revalidar el título, que le saca casi cinco puntos de ventaja a la aspirante de la ultraderecha. A priori todo indica que, si nada se tuerce en las dos semanas próximas, Macron renovará el cargo por otros cinco años y Le Pen se tendrá que conformar con haber disputado una segunda vuelta por segunda vez consecutiva. Sin embargo, de apriorismos políticos incumplidos están llenos los periódicos y los libros de historia. Para cantar victoria Macron deberá convencer a ese 26% de franceses que el domingo se quedaron en casa y a los que optaron por otras opciones para que le apoyen. 

Especialmente decisivos serán los votos de la izquierda populista liderada por Mélenchon, quien de momento solo pide que no se vote a Le Pen, pero no que se vote a Macron. Cabe recordar a los desmemoriados que en 2017 y ante una situación casi calcada de esta, Mélenchon recomendó el voto en blanco o la abstención por inaudito que parezca. Le Pen se ve hoy más cerca del Elíseo que en 2017, cuando su distancia respecto a Macron fue mayor que en esta segunda cita electoral entre ambos con aroma de déjà vu. Una abstención similar o mayor a la de la primera vuelta beneficiaría sus aspiraciones y podría ponerla a las puertas del palacio presidencial. A su favor juegan varios factores, entre ellos la moderación del discurso ultraderechista que caracterizaba al Frente Nacional, hoy significativamente rebautizado Reagrupamiento Nacional. 

"Le Pen se ve hoy más cerca del Elíseo que en 2017"

Le Pen ha renunciado a sacar a Francia del euro y se ha distanciado de Putin aceptando la acogida de refugiados ucranianos en suelo francés. Como populista de libro tiene soluciones mágicas para los grandes problemas de los franceses, desde la inmigración a la economía, y pesca en un caladero de votos que comparte con el ultraderechista radical Eric Zemmour – quien ya ha pedido a los suyos que la apoyen en la segunda vuelta - y en parte con el izquierdista Mélenchon. Esos caladeros están principalmente en los suburbios marginados de las grandes ciudades, entre los jóvenes sin empleo, los agricultores arruinados, los obreros y las clases medias empobrecidas por la crisis.

Le Pen y Macron: dos modelos diametralmente opuestos

Son los electores que ven en la lideresa de la ultraderecha alguien cercano a sus preocupaciones y problemas cotidianos, en contraste con un Macron al que perciben alejado de la realidad diaria del país y preocupado únicamente por Ucrania y su papel como líder europeo. Las reformas pendientes, la crisis energética, el confinamiento y las protestas sociales como las de los “chalecos amarillos” que han jalonado su mandato son, entre otros, factores que pesan negativamente en sus posibilidades de reelección. Esos factores, unidos a una campaña electoral de perfil bajo junto a la sensación de que ya estaba todo decidido antes de que abrieran los colegios, son los responsables de la alta abstención del domingo, un síntoma más de los males que aquejan a las democracias occidentales.

"Un triunfo de Le Pen causaría un efecto contagio en otros países"

Pero por encima de todo eso, Le Pen y Macron representan proyectos políticos y modelos de sociedad diametralmente opuestos. El ultranacionalismo económico, político y hasta cultural de Le Pen choca frontalmente con la Francia europea y abierta que defiende el presidente actual. Un triunfo de Le Pen probablemente implicaría el fin del eje franco-alemán, pilar maestro de la Unión Europea, y daría lugar a un efecto de contagio en otros países europeos en donde fuerzas afines como Vox buscan también protagonizar el sorpasso a la derecha tradicional como ha ocurrido en Francia. De ahí, y por lo que supone para la democracia y la estabilidad política en el viejo continente, que lo que se dirime en estas presidenciales francesas vaya mucho más allá y sea mucho más importante que una simple pugna electoral por el sillón del Elíseo.

Ocurra lo que ocurra el 24, el panorama político francés se ha polarizado entre un centro derecha sostenido únicamente por Macron y una oposición bifronte de ultraderechistas e izquierdistas populistas que puede poner contra las  cuerdas la estabilidad de la V República. Cuesta creer que hace solo cinco años presidiera esa república un socialista llamado François Hollande y que hoy, el otrora todopoderoso Partidos Socialista de François Mitterrand, apenas tenga el respaldo del 2% de los electores; como cuesta creer que la derecha moderada republicana de Chirac y Sarkozy no sea capaz ya de arañar ni el 5% de los sufragios de los francesesLas fuerzas que sostuvieron el bipartidismo francés se hunden en la insignificancia víctimas de sus propios errores y buena parte de su espacio lo han ocupado partidos de corte populista que hacen temer seriamente por el futuro de la democracia en Francia y en toda Europa. 

La democracia enredada

Tal vez les sorprenda saber que cuatro de cada diez españoles reconocen tener dificultades para diferenciar entre información veraz y falsa. Es lo que aseguraba el Eurobarómetro de 2018, poniendo de relieve uno de los agujeros negros de las democracias occidentales: la creciente carencia de información fiable sobre la que basar la toma de decisiones razonadas e informadas que afectan a toda la comunidad. El problema, sin embargo, no tiene nada de nuevo. En su libro "Verdad y mentira en política" (Página Indómita, 2016) la filósofa alemana Hanna Arendt advirtió de que "la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza una información objetiva y no se aceptan los hechos mismos". Me pregunto qué habría dicho Arendt, que escribió esto a comienzos de la década de los setenta, si hubiera vivido en plena expansión de las noticias falsas en las redes sociales y de la política convertida en el pan y circo que enloquecía a los antiguos romanos. 

Ciberoptimistas versus ciberpesimistas

Los efectos de las redes sobre las democracias han sido objeto de mil y un análisis, cuyas conclusiones se pueden resumir en dos posiciones relativamente antagónicas. De un lado estan los llamados “ciberoptimistas”, para los cuales la irrupción de estas plataformas socavó el monopolio de la intermediación que entre el poder y la sociedad ejercían los medios de comunicación tradicionales como la radio, la televisión y los periódicos, además de otras organizaciones como sindicatos, patronales, etc. Las redes habrían democratizado y ampliado la participación política de los ciudadanos sin ningún tipo de filtro o censura previa y de manera globalizada. 

Por su parte, los “ciberpesimistas” consideran que este fenómeno ha distorsionado el debate público al empobrecer y falsificar la información y generar “burbujas” o “cámaras de eco”, en las que solo buscamos confirmar nuestras ideas y renunciamos a confrontarlas con las discrepantes. Ya se encargan los famosos logaritmos de seleccionar por nosotros lo que más concuerde con nuestro perfil de internautas y de excluir lo que más aversión nos produzca.

"Las redes no han satisfechos las expectativas con las que nacieron"

Resulta evidente que las redes sociales no han respondido a los parabienes con los que fue recibido su nacimiento. Pasamos así de un optimismo tal vez exagerado e injustificado a la decepción y al pesimismo sobre el daño de las redes sociales para la democracia e incluso para la convivencia cívica. Lo que ya nadie puede negar es que las redes llegaron para quedarse: hoy son millones de personas en todo el mundo las que solo se "informan" a través de ellas y que nunca han tenido o ya han perdido el hábito de acudir a los medios convencionales para seguir la actualidad, algo que requiere de un tiempo y unos recursos que pocos están dispuestos a invertir.

Pluralismo sin debate

Millones de ciudadanos se fían hoy mucho más de lo que les llega por Whatsapp o de lo que leen en las redes, sea cierto o inventado, que de lo que publican los medios convencionales. No afirmo que estos medios sean sinónimo de pureza e independencia y que no respondan también a intereses económicos y políticos. Sin embargo, aún así deben pasar algunos filtros de veracidad y calidad que las redes no requieren, lo que las convierte en una tupida selva de desinformación, carente de mecanismos eficientes de prevención contra el odio, el racismo o la violencia. Con el agravante de la viralidad, es decir, la posibilidad de expandirse globalmente en muy poco tiempo y contaminar a millones de personas. Un botón de muestra: se calcula que la mitad de los votantes estadounidenses recibieron noticias falsas a través de las redes durante la campaña que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca. 

"Las redes han dado lugar a un pluralismo sin debate"

Como señaló el politólogo Bernard Manin, las redes han dado lugar a un “pluralismo sin debate” en el que cada cual defiende sus puntos de vista y aísla y estigmatiza a quienes piensen de forma diferente. Este debate solipsista nos aleja de la realidad y de la discusión pausada y razonada, esencial en la democracia, para abocarnos a la crispación, a la división y a la polarización. Se trata de un ecosistema social que el populismo aprovecha de forma sistemática para obtener rédito político a costa de poner en peligro la cohesión social y las instituciones democráticas.

Y es también a esa selva a la que acuden los medios tradicionales para buscar audiencia y clientes en dura competencia con empresas, gobiernos, partidos políticos, organizaciones de todo tipo y millones de ciudadanos que se baten el cobre por un lugar, por pequeño que sea, bajo el sol de las redes. Para no desentonar con el ambiente general los medios se camuflan cada vez más con los ropajes propios del entorno: el sensacionalismo, el amarillismo, las falsedades, las mentiras y la mezcla descarada de opiniones e información. 

Los hechos son sagrados, las opinión es libre

El respeto a los hechos ha dejado de ser la línea roja que no se podía traspasar: "los hechos son sagrados, la opinión es libre", decía un viejo principio periodístico que parece haber pasado a mejor vida. Hemos llegado a un punto en el que los hechos ya no son la prioridad, sino la opinión sobre unos hechos que pueden haber sido manipulado e incluso inventados. Lo que cuenta es el "relato", un eufemismo para referirse a la mentira o a la falsedad, porque el objetivo no es tanto informar y valorar los hechos con la mayor ecuanimidad posible, sino "colocar el relato" que más interese en cada momento. 

"Los políticos son las grandes estrellas de estos tiempos líquidos"

La política se hace hoy con el corazón en la mano y con eslóganes hueros pero pegadizos para que sean titulares en todos los medios y circulen por las redes. No importan la realidad ni las contradicciones, solo cuentan los sentimientos y la empatía: en estos tiempos en los que todo el mundo opina de todo, lo de menos es que se mienta o se prometan imposibles, lo importante es que el relato cale en una sociedad ávida de escuchar mensajes que confirmen sus prejuicios.

Las redes y el periodismo de calidad, retos democráticos

Los políticos son las grandes estrellas de estos tiempos líquidos, con su presencia y sus mensajes prefabricados saturan todos los canales de comunicación y convierten la actualidad en un estado permanente de opinión y confrontación. No queda tiempo para digerir el diluvio de trivialidades que se hacen pasar por noticias, las opiniones suceden a las opiniones en una carrera vertiginosa en la que se opina sin conocimiento y por no parecer fuera de juego,

Una sociedad bien informada es poderosa y temible para el populismo; sin embargo, en una sociedad desinformada, los ciudadanos están menos comprometidos, son menos tolerantes y más manipulables. De ahí la trascendencia que tiene para la democracia una prensa independiente e imparcial, capaz de canalizar las múltiples voces de sociedades complejas como las actuales. Un periodismo de calidad y encontrar la manera de que las redes sociales cumplan algunas de las optimistas expectativas con las que irrumpieron en la plaza pública, son probablemente dos de los retos más decisivos a los que se enfrenta la democracia representativa.