En la fiesta de Boris

Si Churchill levantara la cabeza y viera en qué se ha convertido la Gran Bretaña de sus desvelos sería incapaz de reconocerla: aislada otra vez de la Europa por la que tanto hizo para librarla de los nazis y en manos de un histrión de pelo alborotado, del partido conservador como él y convencido de que las normas que su propio gobierno impone a los ciudadanos no le afectan y se las puede saltar cada vez que le plazca. Y no es que sir Winston no fuera un entusiasta consumidor del agua de fuego escocesa o no procediera también de la exclusiva élite social británica de su tiempo, como ocurre con el inquilino actual del 10 de Downing Street. Es simplemente que jamás habría permitido que el Gobierno de Su Majestad cayera en el profundo descrédito político y social dentro y fuera del país, al que lo ha llevado un señor tan peleado con el peine como con la verdad desde que hizo sus pinitos periodísticos antes de meterse en política.


Viviendo la vida loca

Todo el mundo sabe ya que a Boris Johnson le va la marcha, y no me refiero a correr ataviado con gayumbos de colores chillones. Hablo de las fiestas en las que participó durante la pandemia, mientras sus compatriotas eran multados o llevados ante los tribunales por saltarse las restricciones o se veían obligados a quedarse en casa confinados. Por no hablar de la reina, que tuvo que velar sola el cadáver del duque de Edimburgo mientras la noche anterior Johnson y sus amigotes se echaban unos lingotazos al coleto, no en una, sino en dos fiestas distintas. Una decena de estos saraos tuvieron lugar en la residencia oficial de Downing Street y para algunos se pidió incluso a los invitados que hicieran honor a la vieja tradición británica de llevar su propia bebida cuando vas de visita. 

La primera reacción de Johnson cuando el asunto se convirtió en carne mediática fue la clásica de todo político pillado en un renuncio: lo negó todo sin despeinarse y alegó que en realidad no eran alegres cuchipandas sino reuniones de trabajo, eso sí, bien regadas con toda clase de destilados ya que, como es sabido, no hay método más eficaz para rendir en el curro que empinar el codo con unos generosos chupitos de ginebra, whisky, vino o lo que se tercie. Pero las mentiras tienen las patas muy cortas y Johnson no tuvo más remedio que pedir perdón por hacer botellón en tiempos de pandemia. Su excusa, si es que se la puede llamar así y no expresión máxima de cinismo, es que nadie le avisó a tiempo de que esas fiestas de duro esfuerzo laboral violaban las normas implantadas por su propio gobierno. 

"Johnson ha pedido perdón por hacer botellón en tiempos de pandemia" 

Acorralado por un amplio sector de sus compañeros conservadores, por la oposición, los medios y la opinión pública, Johnson se aferra al cargo como un beodo a su copa. Su futuro político pende en buena medida de un informe interno y otro policial sobre la legalidad de las parrandas en las que tomó parte. Del informe interno es responsable Sue Gray, una alta funcionara norirlandesa de nítido perfil independiente, que lleva más de 30 años supervisando la labor de los sucesivos gobiernos británicos y que ha ganado fama por haber hecho morder el polvo a más de un político de conducta poco edificante. 

Una huida hacia adelante 

El informe de Gray está desde este lunes en manos del Gobierno, aunque lo que ha trascendido a la opinión pública no es más que una versión recortada y desleída con la excusa de no interferir en la investigación abierta también por Scotland Yard, que en este asunto da a veces la impresión de actuar como aliado del primer ministro. En su informe Gray reprocha el excesivo consumo de alcohol, la escasa ética y los fallos de liderazgo en Downing Street. La funcionaria ve esos comportamientos de "difícil justificación" y los califica de "negligencias inexcusables"

Johnson ha reiterado las disculpas en el Parlamento, ha prometido que lo arreglará y ha pedido a la oposición y a los suyos que antes de reclamar su cabeza esperen por el informe policial. Su objetivo es ganar tiempo para salvar el pellejo a cambio de darle el finiquito a buena parte de su gobierno e intentar recuperar la confianza de los británicos. De paso también está aprovechando la crisis ruso - ucraniana para actuar como el primo de Zumosol: esta semana tiene prevista una visita a las tropas británicas en la zona e incluso una reunión con Putin en lo que parece un intento claro de desviar la atención sobre su vida loca. 

Una comparación odiosa

Aquí abro un pequeño paréntesis: a la vista de lo que está pasando en Gran Bretaña estos días es muy tentador hacer una rápida comparación entre el funcionamiento de la democracia británica, la más veterana del mundo, y la española, por odioso que pueda ser el resultado. Mencionaré solo dos aspectos: mientras en el Reino Unido todavía  hay una prensa que cumple su papel fiscalizador del poder, independientemente del partido que ocupe el gobierno, en España es casi seguro que se habría impuesto la afinidad política sobre la verdad. Y mientras en el Reino Unido el Parlamento cumple su función de control al gobierno y hay organismos independientes que vigilan el cumplimiento del código ético de los políticos en el poder, en España se vulnera la Constitución por partida doble, se ningunea al Congreso y solo queda un Poder Judicial controlado por los partidos para hacer de contrapeso del Ejecutivo. Cierro paréntesis.

Volviendo al señor Johnson, su futuro político no parece muy halagüeño, aunque en política nunca se puede afirmar nada con absoluta certeza. Lo cierto es que siete de cada diez británicos desaprueban su gestión y en su partido son muchos los que lo dan por amortizado. En todo caso será el Parlamento el que tenga la última palabra, pero en un país como Gran Bretaña, poco tolerante con la mentira política, la carrera pública de Johnson parece estar llegando a su fin, o al menos así debería ser habida cuenta los claros deméritos contraídos por este atrabiliario personaje a su paso por Downing Street. Como diría un británico, the party is over, Boris.

Suicidio en tiempos de pandemia

Casi 4.000 personas se quitaron la vida en España en 2020, una media de once cada día. Es la cara menos visible de esta interminable pandemia de COVID-19, y desgraciadamente también la que menos atención ha recibido a pesar de las reiteradas advertencias de los profesionales sanitarios sobre las consecuencias del confinamiento para la salud mental de la población. Si ya en 2019 se produjo un incremento del 3,7% en el número de suicidios registrados en España con respecto al año anterior, durante el año del confinamiento ese porcentaje se elevó hasta el 7,4, lo que equivale a 270 suicidios consumados más. Quedarse de brazos cruzados o aplicar parches no es una opción ni social ni política ante las dimensiones que ha ido adquiriendo este fenómeno. 

Cifras de vértigo para un asunto complejo

El suicidio es la primera causa de muerte externa no natural en España y las víctimas de suicidio ya triplican a las de los accidentes de tráfico. El número de suicidios supera en más del 13% el de homicidios y los menores, jóvenes, mujeres y mayores de 80 años que decidieron poner fin a sus vidas también aumentaron en 2020. En la sombra quedan los intentos frustrados que no aparecen en las estadísticas oficiales y  que según el Observatorio del Suicidio en España pueden rondar los 80.000 al año. En medio de esta marea de datos cada vez más preocupantes, tal vez lo único positivo sea que, lenta pero inexorablemente, se empieza por fin a superar el viejo tabú de no hablar de este problema en los medios por miedo al efecto contagio. Aunque con matices, porque en determinadas ocasiones que están en la mente de todos a propósito del suicidio de algún personaje popular, aún pueden más la frivolidad y la banalidad que el tratamiento riguroso y responsable que demanda el caso. 

El suicidio es un fenómeno complejo, multifactorial y multidimensional que no admite generalizaciones ni tópicos y cuyo tratamiento exige una sensibilidad humana y social exquisita. Suicidios ha habido siempre y siempre los habrá, lo que no implica que debamos encogernos de hombros y no hacer nada para evitarlos hasta donde sea razonable y humanamente posible. Ante todo debemos partir de que nos encontramos frente a un drama vital y personal que se resiste a reducirse a una fría estadística más. El suicidio está estrechamente vinculado al sentido de la vida y a si vale la pena continuar viviéndola. Se ha dicho que un suicida es alguien que quiere seguir viviendo pero no sabe cómo, una frase que encierra mucha verdad sobre esta cuestión. Entender esto es esencial para afrontar un drama humano que a todos nos debería conmover y animar a poner de nuestra parte para minimizarlo. 

En el plano sanitario el suicidio es la punta del iceberg del estado de la salud mental de una sociedad, sin duda la más afilada y dramática. Pero detrás y por debajo hay todo un mundo silencioso de situaciones de depresión y ansiedad, exacerbadas durante la pandemia, al que es imprescindible que el sistema sanitario dé una respuesta integral. Si bien es cierto que no todos los trastornos de naturaleza mental culminan necesariamente en suicidio, ello no debería ser óbice para no poner en marcha planes de prevención. De hechopsicólogos, pediatras o psiquiatras vienen reclamándolos desde hace tiempo y recordando que en los países en los que se han implementado (Suecia, Irlanda o Dinamarca) han dado buenos resultados. 

Los planes del Ministerio

El Ministerio maneja una Estrategia y un Plan de Salud Mental 2022 - 2024 dotado con 100 millones de euros a distribuir entre las comunidades autónomas, que considera herramienta suficiente para dar respuesta al aumento de los suicidios sin necesidad de planes específicos. En la Estrategia y el Plan se recogen medidas como "tratar de mejorar el acceso a los servicios de salud mental" o "mejora de la atención de las personas con riesgo de conducta suicida" y otro buen número de bienintencionados objetivos que cualquiera podría suscribir con los ojos cerrados. Hasta Pedro Sánchez anuncio el 9 de octubre la entrada en servicio "en las próximas semanas" de un teléfono de prevención del suicidioCuatro meses después solo se sabe que el número será el 024, pero si alguien llama escuchará un mensaje diciendo que "el número que usted ha marcado no corresponde a ningún cliente". 

Falta más concreción e incluso ambición y el importe de la partida no parece muy generoso a expensas de lo que aporten las comunidades autónomas. Además, el Plan descarga buena parte de la responsabilidad en una Atención Primaria saturada y exhausta después de seis olas consecutivas de contagios por COVID-19Dicho en otros términos, los planes y las estrategias del Ministerio y las autonomías pueden no pasar de ser otro bonito brindis al sol sin efectos positivos sobre la salud mental de la sociedad española. 

Se puede y se debe hacer mucho más frente a un problema que los poderes públicos llevan demasiado tiempo tratando como algo secundario. La salud mental ha sido tradicionalmente una hermana pobre de la sanidad pública, como pone de manifiesto el estado casi de postración en el que se encuentra. Se corre el riesgo de que el cuadro clínico empeore aún más tras la pandemia si desde el ámbito político no se afronta con mayor decisión su abandono de décadas. La buena noticia es que en el plano social se está empezando a levantar por fin el manto de silencio que ha pesado tradicionalmente sobre los problemas de salud mental y, aunque aún queda mucho camino que andar, se comienzan a asumir con la misma naturalidad que los relacionados con los de la salud física. La sociedad está empezando a hacer sus deberes y es imprescindible que los políticos empiecen a hacer los suyos cuanto antes. 

No a la guerra, sí a la democracia

Si mientras hay vida también hay esperanza, mientras trabaje la diplomacia cabe confiar en que no se imponga el lenguaje de las armas. Ese es el punto en el que nos encontramos ante el aumento de la tensión en la frontera rusa con Ucrania, en donde el autocrático presidente ruso Vladimir Putin ha concentrado no menos de 100.000 soldados y numeroso armamento. Es difícil predecir si recibirán la orden de entrar en Ucrania o si todo quedará en una exhibición de músculo militar, pero lo que es seguro es que no están allí de vacaciones. En todo caso, este despliegue militar sin precedentes tiene un objetivo claro y preciso que solo los ciegos voluntarios o los compañeros de viaje de Putin se niegan a ver: advertir de que el régimen ruso usará la fuerza militar si es preciso para convertir a Ucrania en su patio trasero e impedir que el país, en el ejercicio pleno de su soberanía, opte si lo desea por darle la espalda al autoritarismo moscovita para mirar hacia la UE e integrarse incluso en la OTAN. 

Pocas esperanzas de una salida diplomática

Esa posibilidad, reclamada por el pueblo ucranio en las calles hasta forzar la caída del gobierno prorruso, fue la causa real que llevó entonces a Putin a cometer un acto de flagrante violación del derecho internacional al anexionarse por la fuerza de las armas la península de Crimea y apoyar a los separatistas prorrusos del Donbas. En ese conflicto militar que dura ya ocho años han perdido la vida casi 14.000 personas, 3.000 de ellas civiles. 

Visto ese y otros precedentes de cómo las gasta el zar del Kremlin para imponer su hegemonía en la región, escasean las esperanzas de que se consiga evitar un enfrentamiento militar en la zona. Que Estados Unidos haya pedido al personal no esencial de su embajada en Kiev y a los estadounidenses que se encuentren en Ucrania que abandonen el país, al tiempo que baraja enviar tropas y armamento a la zona, no contribuye tampoco a ver la situación con demasiado optimismo aunque en paralelo continúen los contactos diplomáticos. 

"Lo que aquí se dirime no es otra cosa que el control ruso de Ucrania"

Lo que aquí se dirime no es otra cosa que el control ruso de Ucrania, en donde Putin podría estar pensando incluso en instalar un gobierno títere favorable a sus intereses geoestratégicos. No sería la primera vez que haría tal cosa con algunas de las repúblicas exsoviéticas que no logran librarse del yugo de Moscú, así que ya debería extrañarnos más bien poco que tenga los mismos planes para Ucrania. Sin embargo, el hecho de que varios países de la vieja órbita soviética como Letonia, Lituania, Estonia, Rumanía, Polonia o Bulgaria sean hoy miembros de la OTAN, supone un serio obstáculo para sus planes expansionistas y su sueño de recomponer y poner de nuevo bajo control de Moscú los restos del derruido imperio comunista. 

El zar de todas las Rusias y Podemos

A la espera de lo que ocurra en las próximas horas o días, este pulso le está sirviendo a Putin para estudiar las reacciones de Estados Unidos y de sus aliados y detectar sus puntos débiles. Por lo pronto ha desplazado a la UE de las conversaciones con Estados Unidos, lo que supone un nuevo revés para la ya de por sí gris política exterior comunitaria. También estará tomando buena nota de la crisis del Gobierno británico por las fiestas locas de Johnson y del ambiente electoral francés, dos situaciones desfavorables para la unidad que en estos momentos deben mostrar las democracias occidentales frente al abrazo con el que el oso ruso pretende asfixiar a Ucrania. En cuanto a EE.UU. sabe de la escasa popularidad de Biden e intentará sacar rédito del descrédito que sufre la democracia norteamericana entre los propios estadounidenses. 

En este contexto hay que valorar en su justa medida la posición del presidente español y de los ministros de Defensa y Exteriores, que han apostado por la diplomacia sin renunciar a ofrecer apoyo militar disuasorio como corresponde a un país miembro de la OTAN en una situación de este tipo. Sin embargo, más allá del postureo propagandístico del presidente en las redes sociales a propósito de esta crisis, lo más lamentable de todo es que la que debería ser una posición unánime del Ejecutivo sea solo la de uno de los dos partidos que lo conforman. 

"Putin tiene en Podemos un aliado de facto para hacerle el caldo gordo"

Putin tiene en España un aliado encantado de hacerle el caldo gordo: la pata podemita del Gobierno, que no ha tardado en desempolvar las pancartas contra la guerra de Irak y entonar un abstracto y vacío "No a la guerra", como si aquel conflicto y el que se cierne ahora sobre Ucrania fueran comparables. Una vez más esto no dice nada bueno en favor de la lealtad institucional de los socios en los que Sánchez se apoya para conservar el poder y cuya elección es de su exclusiva responsabilidad: en el pecado lleva la penitencia de su irrelevancia internacional por presidir un Gobierno tan poco fiable que Estados Unidos le ignora en las consultas con sus aliados. 

Consumados expertos en ser gobierno y oposición a un mismo tiempo y sin despeinarse, los de Podemos obvian deliberadamente el carácter autoritario del régimen ruso y se alían de facto con un autócrata que aspira a convertirse en el nuevo zar de todas las Rusias. Para que su mensaje pacifista fuera algo más que un eslogan manido y tuviera algún sentido, lo deberían dirigir contra quien está amenazando de nuevo con las armas las fronteras de un país soberano. Ya de paso lo bordarían si también fueran capaces de proclamar por una vez un rotundo, alto y claro "Sí a la democracia" y renegaran para siempre de sus indisimuladas simpatías hacia gobiernos autoritarios y dictatoriales como el ruso. 

La pandemia y los que quedan atrás

Que once millones de españoles se encuentren en situación de exclusión social y que más de seis millones sufran pobreza severa apenas si ha tenido una repercusión pasajera, superficial y efímera en los grandes medios nacionales. Las andanzas de un tenista embustero, las macrogranjas o la cansina pugna política diaria a propósito de cualquier banalidad que se tercie han merecido mucha más atención mediática y de las redes sociales. Amparado por la indiferencia generalizada, ni siquiera el Gobierno, que presumió al inicio de la crisis de que nadie quedaría atrás, se ha dado por aludido ante los alarmantes datos que sobre el aumento de la pobreza en España durante la pandemia han presentado esta semana la Fundación FOESSA y Cáritas.  

Realidad paralela

El señor Sánchez y sus ministros viven instalados desde hace tiempo en una dimensión paralela a la de la dura realidad social y, desde allí, se han propuesto convencernos de que la economía y el empleo avanzan ya a toda máquina y nadie está siendo abandonado a su suerte. Los datos del Informe de FOESSA, una entidad que viene radiografiando con rigor y solvencia la evolución social y económica de la población española desde 1965, se dan de bruces con la Arcadia feliz en la que el Gobierno se empeña en que creamos.

Según el Informe, los ciudadanos en situación de exclusión social han aumentado en 2,5 millones entre 2018 y 2020 y el de los que han caído al pozo de la pobreza severa se ha incrementado en 650.000. La juventud, golpeada con dureza en la crisis anterior, se vuelve a llevar una de las peores partes: casi tres millones de jóvenes de entre 16 y 34 años engrosan ya las estadísticas de la exclusión social en un país que lidera el paro juvenil de la Unión Europea.

"La brecha social se ha agrandado un 25% en la pandemia"

Se mire por donde se mire es casi imposible encontrar un dato esperanzador en el Informe. Dos millones de hogares dependen de un solo sueldo para llegar a fin de mes y en otros dos millones todos los miembros de la familia están en paro. La precariedad laboral se ha duplicado y casi un millón de personas son parados de larga duración. A la brecha social, que según FOESSA se ha agrandado un 25% durante la pandemia, hay que añadir ahora la brecha digital que repercute especialmente en las personas mayores, otro colectivo que también está quedando atrás.

Otro tanto ha ocurrido con la brecha de género, que ha crecido de nuevo respecto a la crisis anterior, poniendo así rostro femenino a los aspectos más duros de la realidad social del país. Esta situación, sobre la que no hace falta cargar mucho las tintas porque ya es lo suficientemente negra y desoladora, tiene su traducción en menos dinero para alimentación, ropa y calzado, entre otros bienes de primera necesidad, y mayores dificultades para acceder a los servicios públicos.

Un escudo social insuficiente

Es urgente que los responsables políticos reaccionen ante esta grave situación y se pongan de acuerdo en cómo afrontar con medidas a corto, medio y largo plazo la cronificación de la pobreza en nuestro país, una situación de la que resulta casi imposible escapar sin ningún tipo de apoyo público. Sin que ello signifique desmerecer o menospreciar el esfuerzo hecho por el Gobierno a través de los ERTES o del Ingreso Mínimo Vital, a la vista está que el famoso "escudo social" del que tanto ha presumido con fines propagandísticos está dejando demasiado que desear. 

A modo de ejemplo, el manoseado Ingreso Mínimo Vital no llega aún ni a la mitad de los 850.000 potenciales beneficiarios que prometió el Gobierno. Conseguir que cumpla el objetivo para el que fue aprobado y se extienda a quienes lo necesiten debería ser una prioridad del Ejecutivo, pero no hay constancia de que se esté haciendo algo al respecto. Igual de prioritario debería ser reducir la precariedad laboral, pero tampoco parece que la leve reforma laboral vaya a ayudar mucho por más que la señora Díaz la utilice a toda hora como banderín de enganche electoral. Facilitar el acceso a la vivienda con algo más que medidas cosméticas como el bono de alquiler, acometer la brecha digital que discrimina a los mayores y adaptar los servicios sociales a las necesidades de los colectivos más vulnerables deberían ser ejes centrales de la actuación de todas las administraciones públicas, empezando por la central.

"El IMV no llega ni a la mitad de los potenciales beneficiarios"

Ni el Gobierno, que tanto alardea de progresista, ni la sociedad española pueden permanecer impasibles o pasar de puntillas sobre una hecatombe social de estas dimensiones: nada más y nada menos que casi la cuarta parte de la población española se está quedando atrás o se ha quedado definitivamente en la estacada en medio de la indiferencia generalizada. Los eslóganes que prometían que eso no ocurriría o que saldríamos más fuertes tendrían que haber servido para mucho más que para alimentar el autobombo y decorar las comparecencias públicas del presidente y sus ministros. Los crudos datos de FOESSA evidencian con su frialdad que ninguna pancarta por grande que sea ni ningún eslogan por mucho que se repita como un mantra, bastan para tapar la profunda y creciente brecha social que sufre el país.  

Atención Primaria, la eterna olvidada

En política, al igual que ocurre en otros muchos ámbitos de la vida, la inacción o la acción extemporánea suele pasar factura. El ejemplo más a mano en estos momentos es lo que está ocurriendo con la Atención Primaria de la sanidad pública ante la pandemia de COVID-19. El eterno mantra político para referirse al primer escalón asistencial ha consistido siempre en proclamar que la Atención Primaria es la "puerta de entrada" al sistema sanitario público. Los responsables políticos deben haber creído que con decirlo bastaba para que se obrara la magia de que la puerta en cuestión se convirtiera en un acceso adecuado a las necesidades sanitarias de una población cada vez más envejecida y medicada. Sin embargo, en plena sexta ola de COVI-19 se pueden apreciar en toda su crudeza las graves carencias de una Atención Primaria que ha seguido siendo la eterna olvidada y la hermana pobre de la sanidad pública en los presupuestos. Las consecuencias están bien a la vista de todos y las soluciones, si es que lo son, aún tardarán en llegar, si es que algún día llegan. 

Un plan guardado en un cajón

No deja de ser sintomático de lo mucho que le preocupa a los poderes públicos la situación de la Atención Primaria que no haya sido hasta finales del año pasado, después de seis olas sucesivas de contagios de COVID-19, cuando el Gobierno tuvo a bien aprobar un plan que bautizó con el rimbombante nombre de Plan de Acción de Atención Primaria y Comunitaria. Se trata de un plan que en realidad ya había sido anunciado en 2019 pero que había quedado olvidado en algún cajón ministerial como si el asunto no urgiera lo más mínimo. 

Para el Gobierno central y para los gobiernos autonómicos salir a diario al balcón a aplaudir a los maltratados profesionales de la sanidad parecía mucho más importante que impulsar medidas coordinadas que reforzaran una Atención Primaria pillada sin medios adecuados para hacer frente a la pandemia. La única respuesta, improvisada y a la carrera como casi siempre, fue contratar personal de prisa y corriendo para deshacerse de él lo antes posible. 

El Plan en cuestión, al que el Gobierno anuncia que destinará la astronómica cantidad de 176 millones de euros, está ahora a expensas de que las comunidades autónomas hagan sus aportaciones, tarea para la que tienen de plazo hasta la primavera si no se cruza algún imprevisto que lo demore. Será entonces cuando el Ministerio y las autonomías se sienten a negociar los criterios de reparto de los recursos que pone la Administración central y, salvo sorpresa mayúscula, asistiremos seguramente a otra buena trifulca política como suele ocurrir con casi todo lo que tiene que ver en este país con las cosas que verdaderamente importan a los ciudadanos.

Recortes e inacción

Siempre se ha dicho que lo barato sale caro a la larga y la frase es de aplicación al estado actual de la Atención Primaria. Las consecuencias de años de recortes, abandono y desidia están ante nuestros ojos para quienes las quieran ver. Unas plantillas agotadas después de dos años de lucha constante contra la pandemia, con miles de profesionales contagiados, deben atender al doble de pacientes recomendados y, además, resolver el ingente papeleo relacionado con las altas y bajas laborales. Todo esto comporta una caída en picado de la calidad asistencial que se traduce en una mayor presión sobre las urgencias hospitalarias, consultas telefónicas de tres mal contados minutos y el semiabandono de pacientes crónicos o con otras patologías a los que es imposible hacer un seguimiento adecuado. La guinda la ponen unas condiciones laborales manifiestamente mejorables y una sensación de pesimismo y frustración que lleva a muchos profesionales a tirar la toalla. 

Esta, y no la que pinta el Gobierno, es la realidad de la llamada "puerta de acceso" a la sanidad pública en nuestro país. La prueba más contundente de que predicar y dar trigo son dos cosas bien diferentes está en los recursos que destinan las administraciones públicas a la Atención Primaria. Esos recursos ascendieron a unos 10.000 millones de euros en 2019, último año del que hay cifras. A primera vista parece una cantidad muy considerable, pero si la comparamos con la que se destinaba a este capítulo antes de la crisis financiera está casi 550 millones por debajo

Esto quiere decir, en otras palabras, que aún no se han revertido los recortes que padeció la Atención Primaria durante aquella crisis. Ojalá me equivoque, pero es bastante dudoso que el Plan aprobado por el Gobierno central, de momento mera teoría, sirva para darle la vuelta al estado de postración que padece el primer escalón de nuestro sistema sanitario público. Frente a un colectivo sanitario que merece reconocimiento y aplauso por su esfuerzo constante, los responsables públicos que han hecho de la Atención Primaria la eterna olvidada de la sanidad pública solo merecen abucheos y reprobación.

¡Es la gripe, idiota!

Pedro Sánchez está muy interesado en que se deje de hablar de la COVID-19 y de contar contagios y muertos en los medios y quiere que eso ocurra en cuanto remita la sexta ola. Podría decirse que a la vista de la dura resiliencia que ha mostrado el virus frente a sus proclamas propagandísticas en las que aseguraba haberlo derrotado, el presidente ha decidido cortar por lo sano y eliminarlo vía decreto, una forma de gobernar que le apasiona como es público y notorio. En esencia, su plan consiste en tratar los casos de COVID-19 como si fueran de gripe común y, a otra cosa, mariposa. No conviene olvidar que estamos a las puertas de un nuevo y largo ciclo electoral que se presenta extraordinariamente reñido en los predios de la izquierda por no mencionar los de la derecha. Por eso, cuanto antes se empiece a olvidar la manifiestamente mejorable gestión que ha hecho de la pandemia tanto mejor para sus ambiciones políticas, que al fin y al cabo son las que han guiado la mayoría de sus decisiones por encima del interés general. 

Es muy pronto para hablar de endemia

Que la actual pandemia seguramente terminará convirtiéndose en endemia es algo en lo que coincide la práctica totalidad de los expertos. Lo que no se puede asegurar es cuándo ocurrirá tal cosa, de modo que los planes del Gobierno para degradar el virus de la COVID-19 a la condición de gripe común son de momento extemporáneos. En esa apreciación hay también un amplio consenso que incluye a la Agencia Europea del Medicamento y a la Organización Mundial de la Salud. Ambas instituciones han advertido estos días de que aún no estamos ni de lejos ante el escenario que el Gobierno parece atisbar ya a la vuelta de la esquina, seguramente urgido por los compromisos electorales de Sánchez.  

La idea que baraja el Ejecutivo es cambiar la información sobre la incidencia de la COVID-19 y asimilarla a la que se emplea en el seguimiento de la gripe. Esto implica, entre otras cosas, dejar de hacer pruebas y acabar con el cansino conteo de contagios con el que día tras día nos machacan sin misericordia los medios de comunicación. Una red de médicos centinela sería la responsable de hacer un seguimiento de los casos diagnosticados y extraer las conclusiones estadísticas correspondientes sobre la circulación del virus. En definitiva, la idea de fondo es que la sociedad se acostumbre a convivir con el virus como ocurre con la gripe y alivie la presión sobre un sistema sanitario exhausto, que soporta ya a duras penas la sexta y masiva ola de contagios.

¿No anunció Pedro Sánchez que habíamos vencido al virus?

A bote pronto suena bien porque todos queremos dejar atrás cuanto antes esta pesadilla y recuperar la normalidad perdida hasta donde sea posible. Sin embargo, abrir ya el debate sobre lo que se ha dado en llamar la gripalización de la COVID-19 cuando se sigue registrando un elevado número de muertes y los contagios continúan en aumento, entraña riesgos importantes de los que también advierte la mayoría de los especialistas. El primero es la falta de rigor que supone y la confusión que este tipo de debates puede generar entre los ciudadanos, sin que haya certeza aún de cuándo alcanzaremos el pico de la sexta ola ni de lo que vendrá a continuación. 

La propia OMS ha advertido esta semana de que en los próximos dos meses se contagiarán millones de europeos y hay que recordar, además, los bajísimos porcentajes de vacunación en numerosos países de todo el mundo. ¿Y si se detecta una nueva variante más letal y nos pilla con el pie cambiado como ha ocurrido con ómicron? ¿Después de dos años de pandemia no hemos aprendido todavía a ser extremadamente prudentes cuando hacemos previsiones? ¿No anunció Pedro Sánchez su victoria sobre el virus y aún estamos como estamos? ¿Alguien previó la sexta ola o la aparición de una variante altamente contagiosa como la ómicron? ¿Cuántos muertos diarios son asumibles para dejar de hablar de pandemia y empezar a hacerlo de endemia? 

Por otro lado, algunos expertos también han recordado estos días que el carácter endémico o estacional de una enfermedad no presupone que sea menos virulenta o grave y alertan de que extrapolar los modelos de seguimiento de la gripe común a una enfermedad nueva como la COVID-19, no es precisamente lo más riguroso desde el punto de vista científico. Entre otras razones porque la COVID-19 es mucho más transmisible y letal que la gripe, como demuestran con creces los datos de contagios y fallecimientos.

No es el momento de levantar castillos de arena, sino de gobernar

Con sus medidas laxas, inoperantes y tomadas como a desgana y a destiempo, el Gobierno parece haber apostado por dejar que el virus circule a sus anchas, confiando tal vez en alcanzar así el pico de la sexta ola cuanto antes. La displicencia y la pachorra con la que se está actuando ha disparado las bajas laborales, tiene desbordada la Atención Primaria, exhaustos a los profesionales sanitarios y amenaza ya a los hospitales. Ante esta situación es irresponsable esconder la cabeza debajo del ala en lugar de poner los pies en la tierra y afrontar los hechos sin intentar difuminarlos u ocultarlos por intereses espurios. 

Es imprescindible proteger a los más vulnerables, insistir en la vacunación y en medidas de prevención de eficacia probada, vigilar la aparición de nuevas variantes y, sobre todo, cumplir de una bendita vez la promesa de reforzar una Atención Primaria que está al límite después de dos años durísimos para los que no estaba preparada y cuyos problemas crónicos no se solucionan con aplausos y palabras de gratitud. La primera y más urgente obligación del Gobierno, de cualquier gobierno, es gobernar el día a día, no levantar castillos de arena sobre escenarios tal vez aún lejanos e imprevisibles cuando la dura realidad te golpea todos los días en la cara. Y mucho menos si el objetivo inconfesable que se esconde detrás es que los ciudadanos se vayan olvidando cuanto antes de cómo se ha gestionado esta pandemia de COVID-19 e indulten al presidente cuando acudan a las urnas.

Año nuevo, problemas viejos

Un cambio de año no trae por sí solo la felicidad ni endereza las cosas torcidas, menos si están tan torcidas como en España. Aún así necesitamos expresar buenos deseos a modo de dosis de refuerzo para afrontar el futuro inmediato en el que, lo único que está meridianamente claro, es la incertidumbre generalizada. De vender optimismo a toda hora y en toda ocasión ya se encarga el Gobierno, aunque para ello tenga que negar la realidad y sustituirla por un mundo feliz en el que nadie quedará atrás y todos saldremos más fuertes. Ni los datos sanitarios ni las perspectivas económicas ni el ambiente político animan a comprar ese discurso oficial por mucho que necesitemos darnos ánimos para continuar adelante. Un gobierno responsable trataría a los ciudadanos como adultos y no intentaría escamotearles la dura realidad del país con falsos mensajes de optimismo. Por desgracia, este no es el caso. 

Incertidumbre y confusión

En el plano sanitario reina la incertidumbre y la confusión probablemente como nunca antes a lo largo de esta interminable pandemia. Ya hay tantas opiniones como expertos, los medios atizan la alarma y todo eso crece exponencialmente si uno se asoma a las redes sociales y asiste, por ejemplo, al feroz enconamiento sobre la vacunación. La desconfianza de la ciudadanía también aumenta al comprobar que lo que en su día se hizo pasar por certezas científicas en torno a las vacunas o a la inmunidad de grupo, ha pasado a mejor vida y ha sido sustituido por nuevos mantras que solo el tiempo confirmará o desmentirá. ¿Cuándo alcanzaremos el pico de la sexta ola? ¿Qué vendrá después? ¿Se terminará tratando la COVID 19 como una gripe común? Nadie lo sabe a ciencia cierta pero nadie se priva tampoco de echar su cuarto a espadas y hacer cábalas.

Mientras, el Gobierno se pone de perfil y se limita a adoptar a última hora medidas cosméticas como la de la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre. Son las comunidades autónomas las que siguen llevando el peso de la gestión con mayor o menor fortuna y buscando el aval de los jueces. Frente a una atención primaria al límite y unos sanitarios agotados, el Gobierno central juega a ponerse medallas inmerecidas sobre vacunación y anuncia planes de refuerzo que apenas pasan del papel a la realidad que se vive en los centros de salud. Eso por no hablar de la situación de la salud mental, para la que solo hay proyectos y buenas intenciones, o de la postergación que está sufriendo la atención a los pacientes de otras dolencias. Se actúa como si la pandemia se hubiera iniciado la semana pasada y no hace casi dos años. 

La economía a la expectativa

La incertidumbre y la gestión manifiestamente mejorable de la pandemia se trasladan inevitablemente a la economía, cargada también de nubarrones a pesar de los mensajes del Gobierno. La luz seguirá subiendo al menos hasta la primavera y con ella la inflación, lo cual podría animar al Banco Central Europeo a  revisar al alza los tipos de interés. El Gobierno no se cansa de presumir del empleo que se crea pero obvia que es público en su gran mayoría. La descafeinada reforma laboral con la que Yolanda Díaz ha hecho tanta propaganda en beneficio de su proyección política personal, no evitará que se siga creando empleo precario en España. 

El futuro del turismo, actividad vital en comunidades como Canarias, sigue también sumido en la incertidumbre, y hay no pocas dudas sobre la capacidad de hacer llegar a la economía real el generoso maná de los fondos europeos. Añadamos a este panorama la inestabilidad internacional derivada de una posible nueva invasión rusa de Ucrania y los problemas de la cadena de suministros para la industria, y no será difícil concluir que el futuro próximo es de todo menos de color rosa. 

Un ambiente político tóxico

El tóxico ambiente político que se respira tampoco ayuda lo más mínimo a ver las cosas de forma menos sombría. Las próximas elecciones autonómicas en Castilla - León y Andalucía abren un nuevo ciclo electoral que no concluirá hasta que se celebren las generales y regionales en el resto de las comunidades autónomas. A medida que vayan pasando las semanas la actividad política se irá contagiando de electoralismo puro y duro y la gestión de los graves problemas del país irá pasando a un muy segundo plano. 

También serán cada vez más frecuentes las escaramuzas por cualquier quítame allá esas pajas entre el PSOE y Podemos o entre Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, a la caza ambos del voto de izquierdas. En la derecha seguramente se intensificará también la pugna Casado - Díaz Ayuso mientras Vox escala puestos en las encuestas. Si en los periodos en los que las elecciones aún están lejanas apenas es posible que el gobierno y la oposición se pongan de acuerdo en algo, con los líderes políticos entrando en celo electoral es casi utópico pensar en pactos de ningún tipo por más que los necesite urgentemente el país. 

No es necesario exagerar ni cargar las tintas para darse cuenta de que el año que estamos iniciando trae mucho más desasosiego y preocupaciones que certezas positivas. A comienzos de 2022, cuando está a punto de cumplirse el segundo año de esta pesadilla, reina en el ambiente una mezcla de déjà vu, provisionalidad, improvisación y sálvese quien pueda que lastra el ánimo social y recorta drásticamente las esperanzas en que la situación general mejore de manera significativa a corto e incluso a medio plazo. Puede que esta forma de ver las cosas no sea la más positiva para afrontar el nuevo año, pero no la cambiaría jamás por la fe del carbonero que supone creer a pies juntillas en el futuro venturoso que nos promete la propaganda gubernamental. Prefiero ser un pesimista equivocado - y ojalá lo sea - que un optimista autoengañado.