Menos lobos, Elon

Me cuesta mucho ver a Elon Musk como un Superman al rescate de la libertad de expresión en Twitter. La misma dificultad tengo para imaginármelo como el Gran Hermano que controlará y dirigirá cada uno de nuestros pensamientos y deposiciones en la red del pajarito azul, con la que se acaba de hacer por la bonita cifra de 44.000 millones de dólares. Por fortuna aún no se ha aprobado ninguna ley en ningún país que obligue a nadie a ser usuario de esa red, en la que basta un solo click para entrar o salir de una ciénaga en la que abundan menos la razón, la información veraz, el respeto y la tolerancia que los trolls, los bulos, el odio, el acoso, el racismo, la propaganda política o simplemente la frivolidad y el narcisismo. En otras palabras, no veo a Musk ni como héroe ni como villano, que son las categorías a las que con pasión lo están asociando estos días uno y otro bando en un nuevo capítulo de la lucha por el control de la redes sociales.


¿Cómo será la “plaza pública” de Musk? Nadie lo sabe

Creo que Musk es un avispado empresario – bastante excéntrico y contradictorio, eso sí - que ha visto en Twitter una gran oportunidad de negocio con un importante potencial de crecimiento y se ha lanzado a por ella sin importarle pagar por el capricho un 38% más del valor de la empresa. Que haya acompañado esta mediática operación de compra con una campaña publicitaria en defensa de la libertad de expresión forma parte de su propio espectáculo, ante el que lo más prudente es mantener el escepticismo. Sobre todo porque aún no ha dicho qué piensa hacer para conseguir lo que promete, probablemente porque declararse “absolutista” de la libertad de expresión es mucho más fácil que lograr que su nuevo y costoso juguete se convierta en esa “plaza pública” de la que habla y en la que todos podremos expresarnos libremente.

No cuestiono que este señor haga con su dinero lo que estime oportuno y defienda con pasión la libertad de mercado, aunque eso no le impidiera aceptar la subvención de 4.000 millones de dólares que recibió de la Administración Obama para lanzar su empresa de coches eléctricos. Pero de ahí a verlo como el adalid de la libertad de expresión va un trecho que yo al menos no voy a recorrer. Para empezar, ni siquiera él es un ejemplo de respeto y tolerancia con quienes se atreven a llevarle la contraria en la red. Con su inconfundible estilo faltón y agresivo no dudó por ejemplo en predecir que en Estados Unidos no habría un solo caso de COVID - 19.

"Musk no se caracteriza por el respeto y la tolerancia en la red"

Que esto lo publique en las redes un Don Nadie no tendría la más mínima repercusión, pero que lo haga alguien que tiene detrás 87,5 millones de seguidores merece al menos enarcar una ceja de desconfianza ante este supuesto héroe sin capa de la libertad de expresión. Puede que esa sea la clase de libertad de expresión que a Musk le gusta ver en Twitter, aunque para ese viaje no hacía falta gastarse 44.000 millones de dólares: su red ya rezuma mensajes de ese tipo por los cuatro costados. Si ninguna de las grandes redes sociales de ámbito global ha conseguido hasta ahora resolver los problemas relacionados con la moderación de los contenidos, los llamados mensajes de odio, las campañas de acoso o las noticias falsas, será interesante ver cómo cumple Musk su promesa de hacer de Twitter la “plaza pública” de la democracia en la que reine la libertad de expresión sin más limitaciones que las establecidas en la ley. 

Musk y la libertad de expresión

Para empezar ya se puede ir preparando para cumplir la nueva normativa sobre servicios digitales de la UE que obliga a vigilar el contenido de lo que se publica en plataformas como la suya. Aunque Twitter es una red global, cada país tiene su propia legislación sobre este tipo de redes y están, además, los que ni siquiera tienen algo que merezca llamarse legislación sobre redes sociales o, peor aún, los que la utilizan para cercenar de cuajo la libertad de expresión. Como bien dice el propio Musk “la libertad de expresión es la base de una democracia que funcione”. Esa contundente e inapelable afirmación choca sin embargo con la frivolidad propagandística y un tanto irresponsable de la que él mismo rodea una libertad tan esencial en un sistema democrático que, se quiera o no, tiene límites definidos por otros derechos y libertades o por el interés general. 

“Si lo que pretende es manga ancha en Twitter el tiro le puede salir por la culata”

Esos límites no son sinónimo de censura, como parecen sugerir algunos entusiastas muskianos, sino garantía de respeto, tolerancia y convivencia, términos que cotizan cada vez más a la baja en las redes a pesar de las optimistas previsiones con las que algunos vieron el nacimiento de estas plataformas globales. Si lo que Musk pretende es manga ancha en Twitter con el objetivo de sacarle partido económico a lo que piensan y dicen más de 300 millones de usuarios, puede que el tiro le salga por la culata si los que llevan tiempo pensando en marcharse dan el paso definitivo y los que no lo habían pensando se lo empiezan a plantear.

Elon Musk, el hombre cuya fortuna ha valorado Forbes en 300.000 millones de dólares, no ha comprado Twitter para salvar la libertad de expresión ni para manipular y dirigir a placer nuestros débiles cerebros, como afirman aquellos otros con alma de censores, a los que sí les gustaría ser ellos los encargados de indicarnos lo que debemos pensar, decir y hacer y silenciar a los discrepantes. Musk viene a hacer negocios y no tengo nada que reprocharle, salvo que me intente vender la especie de que sin él la libertad de expresión está en peligro. De garantizar el ejercicio de ese derecho deben ocuparse las leyes y los jueces y lo mejor que puede y debe hacer Musk es cumplir las primeras y cooperar lealmente con los responsables de aplicarlas sin arrogarse atribuciones que no le corresponden. Para todo lo demás, MasterCard.

Europa respira...de momento

Un profundo suspiro de alivio se ha dejado sentir este domingo en prácticamente todas las capitales europeas al conocer que Enmanuel Macron seguirá siendo el inquilino del Elíseo cinco años más tras vencer a Marine Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas. Su triunfo frena por ahora el ascenso de la ultraderecha y evita que el país que en estos momentos lidera la UE pase a manos de alguien que estaría encantada de dinamitarla desde dentro. Sin embargo, estaría bien evitar la autocomplacencia y contener la respiración un par de meses más hasta saber qué suerte correrá el reelegido presidente en las legislativas a dos vueltas previstas para el 12 y el 19 de junio.

Tercera vuelta en junio

Bien mirado, esa próxima cita electoral de los franceses con las urnas se ve ya como una tercera vuelta que, en función del resultado, puede facilitar o complicar seriamente los planes de Macron. No le bastará entonces con invocar el voto de tirios y troyanos frente a la ultraderecha como en las presidenciales, sino defender la plaza con sus propias fuerzas frente a los populismos de extrema izquierda y extrema derecha que ya le echan el aliento electoral en el cogote y a los que un elevado porcentaje de franceses ha dejado de considerar anatema votar. De hecho, unidos superan a Macron con creces después de la debacle de los partidos tradicionales en la primera vuelta, un dato que convendría no pasar por alto.

A bote pronto cabe pensar que después de vencer en las presidenciales las legislativas de junio no deberían arrojar un resultado diferente para Macron. Sin embargo, una vez más conviene no confiarse y analizar con espíritu autocrítico algunos datos muy relevantes del clima político que reina en el país vecino, expresado con claridad en las dos vueltas presidenciales. El primero tiene que ver con la abstención: trece millones de franceses, cerca del 30% del censo, decidieron este domingo no votar, un nivel de abstención que no se registraba en Francia desde hacía medio siglo. Parece evidente que para uno de cada tres franceses ni Macron ni Le Pen han sido capaces de generar la suficiente confianza en ellos como para votar a alguno de los dos.

"Le Pen ha mejorado sus resultados en 2,5 millones de votos a pesar de la abstención"

Sería a todas luces excesivo calificar de pírrica la victoria de Macron sobre Le Pen, aunque es evidente que ha ganado sin convencer a una parte muy importante del electorado. La holgura con la que superó a Le Pen en 2017 se ha reducido considerablemente en 2022. Si hace cinco años Macron obtuvo el 66% de los votos frente al 34% que fueron para Le Pen, en la cita del último domingo la diferencia se redujo al pasar a un 58,5% para el presidente reelecto frente a un 41,4% para la aspirante. En otras palabras, mientras los apoyos a Macron han menguado en los últimos cinco años en 1,5 millones de votos, los de Le Pen han aumentado 2,5 millones a pesar de la abstención. ¿Ha tocado techo Le Pen o aún tiene recorrido para seguir creciendo? ¿Se debilita Macron o será capaz de resistir en solitario ante los populismos de uno y otro extremo? Esas dos preguntas tal vez obtengan respuesta en las legislativas, pero son inquietantes.

Macron: mensaje recibido

Macron parece haber recibido el mensaje y ser consciente de que su gestión deja mucho que desear para millones de franceses, que si votaron por él el domingo lo hicieron para evitar un mal tal vez mayor, no porque les ilusionen las propuestas del presidente. Al menos eso se desprende de sus palabras la noche electoral asegurando que su segundo mandato será diferente del primero, en el que se intensificó la polarización social que han reflejado los resultados electorales. Según un estudio del Instituto Ipsos, Macron ha conseguido el apoyo de los votantes de más edad, con más estudios y más renta residentes mayoritariamente en zonas urbanas. Los parados, los agricultores, los obreros y un alto porcentaje de los jóvenes de zonas periféricas del país se inclinaron mayoritariamente en cambio por Le Pen.

"Pocas razones para la euforia y muchas para la autocrítica"

Aliviar la fractura social que sufre el país es uno de sus principales desafíos, junto con una reforma de las pensiones que pasaría por retrasar la edad de la jubilación, algo que los sindicatos le van a poner muy cuesta arriba. También tendrá que afrontar las causas que provocaron la oleada de protestas de los Chalecos Amarillos y hacerlo en una situación económica muy complicada por los efectos de la pandemia y la guerra de Ucrania. Todo esto habrá de compatibilizarlo con el liderazgo de una Unión Europea en un momento clave de su historia y con Alemania sumida en un mar de dudas e incógnitas.

No hay pues razones para la euforia por mucho que Macron sea el primer presidente francés reelegido en dos décadas. Hay en cambio muchos motivos para la preocupación, la reflexión y la autocrítica ante un escenario político francés potencialmente sombrío para la democracia y para la UE. Ese escenario también debería ser analizado con detalle en nuestro país, en donde, salvo Vox, todo el mundo se ha declarado macroniano de toda la vida, como si con eso bastara para conjurar los riesgos democráticos de la polarización política a la que tan adictos nos hemos vuelto en este país desde hace algún tiempo. Si fueran inteligentes aprenderían del refrán y pondrían a remojo sus barbas a la vista de lo que está pasando con las del vecino francés.

Inmunizados ante la corrupción

Los españoles no solo hemos alcanzado la inmunidad de grupo frente al COVID-19, también ante la corrupción. Los casos turbios se suceden sin solución de continuidad pero a la ciudadanía le resbalan, se encoge de hombros y sigue a sus cosas: se ha normalizado socialmente hasta tal punto la innoble actividad patria de meter la mano en la lata del gofio público, que ya ni nos inmutamos, la damos por sabida e inevitable y concluimos que de nada vale indignarse si lo van a seguir haciendo igual. Y es ahí en donde nos equivocamos, en dejar pasar y dejar hacer sin cantar las cuarenta en la plaza pública y expulsar definitivamente de ella a quienes nos roban en nuestras propias narices. Esa actitud pasiva es la mejor coartada para que nada cambie y para que los espabilados de turno conviertan la actividad política en un mercado persa en el que hacer lucrativos negocios.

A calzón bajado

El caso de las mascarillas de Madrid no es más que el penúltimo de esos episodios, en esta ocasión alimentado por las urgencias que había al inicio de la pandemia para adquirir material sanitario en donde fuera, cómo fuera y al precio que fuera. La transparencia y el cumplimiento de las reglas relativas a la contratación pública se apartaron a un lado y se abrió de par en par la puerta a los comisionistas para que hicieran su agosto en pleno mes de marzo. Aunque no es solo el caso madrileño el que está bajo la lupa judicial, por más que algunos prefieran ocultar otros de los que también emana un olor a podrido que tira para atrás. 

Tres altos cargos del Gobierno central están siendo investigados por supuestas irregularidades en la compra de material sanitario en los primeros meses de la pandemia, aunque de esto apenas es posible encontrar algo en los medios. De hecho, en estos momentos se investigan judicialmente contratos a dedo de todas las administraciones públicas durante la pandemia por importe de casi 6.500 millones de euros. Mucha tela que cortar queda todavía.

España sigue siendo terreno fértil para la corrupción pública. Lo certifica la organización Transparencia Internacional y hace poco nos lo recordó el Grupo de Estados contra la Corrupción (GRECO). Según Transparencia Internacional, el Índice de Percepción de la Corrupción en nuestro país ha retrocedido en los dos últimos años del puesto 32 al 34 en una clasificación mundial de 180 países encabezada por Dinamarca, el país menos corrupto del mundo. Por su parte, el último informe del GRECO revela que España no ha cumplido ninguna de las 19 recomendaciones que se le hicieron con el fin de rebajar los niveles de corrupción.

"España no ha cumplido ninguna de las recomendaciones del GRECO"

Entre otras medidas se demandaba mayor transparencia sobre la actividad de los tropecientos asesores nombrados a dedo, que pululan por unas administraciones públicas parasitadas por los partidos sin que se sepa a ciencia cierta a qué dedican el tiempo. También se recomendaba un mayor control de los grupos de presión, acabar con las puertas giratorias tan útiles para que los partidos no dejen a ninguno de los suyos atrás, mejorar la información financiera de los altos cargos y reducir el número de aforados, tarea que se ha pospuesto una y otra vez hasta las calendas griegas. En realidad, eran solo las viejas y reiteradas recomendaciones a las que los sucesivos gobiernos han hecho oídos sordos una y otra vez.

Premio por los servicios prestados

El GRECO había insistido también en la necesidad de garantizar la independencia de la Fiscalía General del Estado, hoy ocupada por una exministra socialista de Justicia que de un día para otro pasó directamente del sillón del Ministerio al de la Fiscalía sin siquiera ruborizarse un poquito. Como premio en diferido por los servicios prestados el Gobierno ha decidido que cuando deje el cargo pasará a ser Fiscal de Sala del Tribunal Supremo. Alega su sucesora en el Ministerio que se trata de cumplir la recomendación del GRECO y “garantizar una salida correspondiente a la dignidad de su cargo una vez cesada”. Lo que ocurre es que ese argumento es sencillamente falso, ya que en ningún lado dice el GRECO que a la Fiscal General del Estado haya que premiarla de algún modo cuando deje el cargo.

"Nueve de cada diez españoles consideran que la corrupción es un problema grave"

Ante este estado de cosas, tal vez lo más sorprendente de todo es que casi nueve de cada diez españoles ven la corrupción como un problema grave y, sin embargo, no la penalizan electoralmente. Es más, seis de cada diez españoles consideran que el Gobierno no hace lo suficiente para combatirla y un porcentaje similar piensa que las administraciones públicas no han actuado con transparencia durante la pandemia. Todo eso queda muy bien en las encuestas e incluso nos escandaliza durante unos cuantos minutos, pero en la práctica sirve de poco o de muy poco. 

Por su parte, los dirigentes políticos siguen viendo la corrupción como un problema que afecta sólo a sus rivales. El eterno "y tú más", que tanto gusta emplear a los partidos para tirarse a la cara la corrupción política, se ha convertido en una rémora aparentemente inamovible que retrasa la aplicación de medidas eficaces. Leyes demasiado laxas y benevolentes, listones éticos que se suben o bajan según convenga, ataques al Poder Judicial y connivencia expresa o tácita de los partidos con sus respectivos corruptos hacen el resto. 

Aunque sea un tópico es necesario reiterarlo: la corrupción es un cáncer para la democracia porque representa la ruptura de un contrato no escrito entre representantes públicos y ciudadanos por el cual aquellos recibirán un sueldo digno por sus servicios, pero no robarán de las arcas públicas para sí o para sus partidos. Una sociedad civil madura, atenta a la acción de sus representantes y vigilante de que merecen la confianza depositada en ellos es el mejor antídoto conocido contra la corrupción. Generalizar y despotricar en bares y tertulias sirve como mucho de desahogo, pero las cosas no cambiarán mientras no seamos conscientes de que somos nosotros quienes tenemos el poder de hacerlas cambiar.  

Sin partidos no hay democracia

Es difícil concebir una democracia sin partidos políticos a pesar de que estos disten cada día más de estar a la altura de lo que la propia democracia espera y exige de ellos. Esta reflexión surge al hilo de la reciente implosión del PP, un asunto que provocó decenas de análisis y comentarios, de los cuales no fueron muchos los que subrayaron la importancia que tiene para el buen funcionamiento de nuestra defectuosa democracia que los partidos cumplan lo que establece la Constitución, a saber, que “los partidos políticos son instrumento fundamental para la participación política”. En España, aunque no solo en nuestro país, los partidos son hoy parte de los problemas de la democracia en tanto el cumplimiento de su función de instrumento democrático de participación y cauce de expresión de las demandas sociales deja mucho que desear. En resumen, sin partidos políticos que cumplan adecuadamente sus funciones no cabe esperar una democracia sana y fuerte. 


La "ley de hierro" sigue en vigor

En líneas generales los partidos políticos siguen funcionando como los describió hace más de un siglo Robert Michels en un libro ya clásico. A él le debemos la idea de la "ley de hierro" de los partidos que, en síntesis, viene a decir que la cúpula de estas organizaciones se suele suceder a sí misma, con lo que las posibilidades de ascender están condicionadas por la afinidad o discrepancia con los intereses que en cada momento defienda la dirección. Aplíquese este principio general a la reciente pugna por el poder en la cúpula del PP y el asunto, que ahora parece turbio y enredado, resplandecerá con mucha mayor claridad.

Los partidos políticos no pasan por el mejor momento de su historia, una historia llena de desconfianzas y recelos hacia organizaciones que han sido vistas tradicionalmente como la semilla de la división y la discordia y como agentes al servicio de intereses particulares y no del interés general. Según el politólogo italiano Piero Ignazi, los partidos han perdido el aura que adquirieron después de la II Guerra Mundial como instrumentos esenciales para la democracia y la libertad y para el bienestar general de sus electores”.  A su juicio, y creo que también a juicio de cualquier demócrata,la recuperación de su legitimidad es una necesidad imperiosa para contrarrestar la cada vez mayor ola populista y plebiscitaria”Los pésimos resultados de los partidos tradicionales en la reciente primera vuelta de las presidenciales francesas confirman esa necesidad.

Los peligros del antipartidismo

Paradójicamente fue esa desconfianza en los partidos la que abrió la puerta a formaciones totalitarias en Alemania, Italia o la Unión Soviética, y cuyo objetivo era uniformar la sociedad y taponar cualquier tipo de disidencia política. De ahí que debamos ponernos en guardia ante los movimientos antipartidos, en tanto suponen un ataque directo a la democracia y fomentan el populismo, el nacionalismo excluyente o el cantonalismo tan en boga estos días. La pregunta que cabe hacerse es cómo han llegado los partidos a esta situación de descrédito. Según Ignazi, los viejos partidos políticos de masas no han sido capaces de adaptarse a la realidad de la sociedad posindustrial y los nuevos no han hecho sino copiar los métodos y los vicios de los antiguos. El caso francés vuelve a ser un buen ejemplo.

"Las viejas estructuras internas de los partidos no han cambiado"

De hecho, las viejas estructuras internas permanecen prácticamente inalteradas a pesar de la caída de la militancia y, con ella, de una parte importante de los ingresos económicos. En paralelo surge el perfil de un nuevo votante, menos interesado e implicado en la política y, sobre todo, menos leal a unas siglas. Todas estas circunstancias han conducido a los partidos a un punto muerto del que intentan escapar por dos vías: tímidas reformas internas y parasitación de los recursos públicos. 

Cuando la democracia interna deja mucho que desear

Las primarias para elegir dirigentes y candidatos o la convocatoria de consultas no han aumentado la afiliación ni la participación ni la confianza pública en los partidos, por más que los dirigentes presuman de democracia interna. Antes al contrario, esos líderes ejercen ahora un mayor control con tendencia al cesarismo y al respaldo plebiscitario. Ante la carencia de democracia interna, los partidos fallan por la base: los jóvenes huyen del compromiso partidista y dejan el camino libre a los arribistas que buscan un sustento vitalicio al calor de la política. 

Escasean los cuadros bien formados y es muy difícil encontrar carreras profesionales que avalen el conocimiento y la experiencia necesarios para afrontar responsabilidades relacionadas con el interés general cuando se llega al gobierno. Surgen así líderes aparentemente fuertes pero intrínsecamente débiles, sin proyecto político definido y obsesionados por su imagen en los medios y en las redes. 

Es también revelador que, a pesar de la caída de la afiliación y con ella la reducción de los ingresos, los partidos europeos sean hoy más ricos que nunca gracias a la generosidad del Estado que ellos mismos se encargan de controlar. Se calcula que en países como España la financiación de los partidos depende del Estado en más del 70% y el resto procede de recursos privados. Ante ese dato no cabe esperar que ese asunto figure en la agenda política, a pesar de ser una de los motivos que alimentan el descontento y la desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos en particular y hacia la democracia en general.

Un futuro incierto

No sé si “la era de la democracia de partidos ha pasado”, como sentenció lapidariamente hace unos años Peter Mair. Lo que sí creo es que los partidos se han desconectado de la sociedad y parecen incapaces de ser soportes de la democracia representativaLa cuestión es cómo revertir la situación y acortar la brecha entre partidos y ciudadanos. ¿Podremos seguir hablando de democracia si los partidos acaban convertidos en gestores de la agenda institucional sin más contacto con la calle que a través de las redes y en campaña electoral? 

¿Hasta qué punto se puede hablar de democracia si sigue aumentando la abstención y descendiendo la participación a través de la afiliación política? ¿Qué esperan hoy los ciudadanos de los partidos políticos, si es que esperan algo a estas alturas? ¿Es preferible tener malos partidos que no tener ninguno? Hay muchas preguntas y una sola constatación: la democracia de partidos, la única imaginable a fecha de hoy, parece estar mutando hacia un sistema que aún no somos capaces de definir con precisión ni de dar nombre, pero que podría parecerse poco al actual y seguramente no para bien. 

Francia vota, Europa tiembla

Había muchas razones de peso para que la expectación política volviera a desbordarse el pasado domingo en Europa ante la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas. En clave europea, Francia no es precisamente un socio menor de una UE que vive una encrucijada histórica por los efectos económicos de la pandemia, seriamente agravados ahora por la guerra en Ucrania. En clave interna, el hundimiento de los partidos tradicionales y el ascenso de los populismos de izquierda y de derecha remueven los cimientos de la V República. De manera que no es precisamente poco ni poco importante lo que se dirime en esta cita con las urnas, que tendrá su desenlace definitivo el próximo 24 de abril.

REUTERS

Macron tiene las de ganar, pero...

El primer asalto ha sido para el aspirante a revalidar el título, que le saca casi cinco puntos de ventaja a la aspirante de la ultraderecha. A priori todo indica que, si nada se tuerce en las dos semanas próximas, Macron renovará el cargo por otros cinco años y Le Pen se tendrá que conformar con haber disputado una segunda vuelta por segunda vez consecutiva. Sin embargo, de apriorismos políticos incumplidos están llenos los periódicos y los libros de historia. Para cantar victoria Macron deberá convencer a ese 26% de franceses que el domingo se quedaron en casa y a los que optaron por otras opciones para que le apoyen. 

Especialmente decisivos serán los votos de la izquierda populista liderada por Mélenchon, quien de momento solo pide que no se vote a Le Pen, pero no que se vote a Macron. Cabe recordar a los desmemoriados que en 2017 y ante una situación casi calcada de esta, Mélenchon recomendó el voto en blanco o la abstención por inaudito que parezca. Le Pen se ve hoy más cerca del Elíseo que en 2017, cuando su distancia respecto a Macron fue mayor que en esta segunda cita electoral entre ambos con aroma de déjà vu. Una abstención similar o mayor a la de la primera vuelta beneficiaría sus aspiraciones y podría ponerla a las puertas del palacio presidencial. A su favor juegan varios factores, entre ellos la moderación del discurso ultraderechista que caracterizaba al Frente Nacional, hoy significativamente rebautizado Reagrupamiento Nacional. 

"Le Pen se ve hoy más cerca del Elíseo que en 2017"

Le Pen ha renunciado a sacar a Francia del euro y se ha distanciado de Putin aceptando la acogida de refugiados ucranianos en suelo francés. Como populista de libro tiene soluciones mágicas para los grandes problemas de los franceses, desde la inmigración a la economía, y pesca en un caladero de votos que comparte con el ultraderechista radical Eric Zemmour – quien ya ha pedido a los suyos que la apoyen en la segunda vuelta - y en parte con el izquierdista Mélenchon. Esos caladeros están principalmente en los suburbios marginados de las grandes ciudades, entre los jóvenes sin empleo, los agricultores arruinados, los obreros y las clases medias empobrecidas por la crisis.

Le Pen y Macron: dos modelos diametralmente opuestos

Son los electores que ven en la lideresa de la ultraderecha alguien cercano a sus preocupaciones y problemas cotidianos, en contraste con un Macron al que perciben alejado de la realidad diaria del país y preocupado únicamente por Ucrania y su papel como líder europeo. Las reformas pendientes, la crisis energética, el confinamiento y las protestas sociales como las de los “chalecos amarillos” que han jalonado su mandato son, entre otros, factores que pesan negativamente en sus posibilidades de reelección. Esos factores, unidos a una campaña electoral de perfil bajo junto a la sensación de que ya estaba todo decidido antes de que abrieran los colegios, son los responsables de la alta abstención del domingo, un síntoma más de los males que aquejan a las democracias occidentales.

"Un triunfo de Le Pen causaría un efecto contagio en otros países"

Pero por encima de todo eso, Le Pen y Macron representan proyectos políticos y modelos de sociedad diametralmente opuestos. El ultranacionalismo económico, político y hasta cultural de Le Pen choca frontalmente con la Francia europea y abierta que defiende el presidente actual. Un triunfo de Le Pen probablemente implicaría el fin del eje franco-alemán, pilar maestro de la Unión Europea, y daría lugar a un efecto de contagio en otros países europeos en donde fuerzas afines como Vox buscan también protagonizar el sorpasso a la derecha tradicional como ha ocurrido en Francia. De ahí, y por lo que supone para la democracia y la estabilidad política en el viejo continente, que lo que se dirime en estas presidenciales francesas vaya mucho más allá y sea mucho más importante que una simple pugna electoral por el sillón del Elíseo.

Ocurra lo que ocurra el 24, el panorama político francés se ha polarizado entre un centro derecha sostenido únicamente por Macron y una oposición bifronte de ultraderechistas e izquierdistas populistas que puede poner contra las  cuerdas la estabilidad de la V República. Cuesta creer que hace solo cinco años presidiera esa república un socialista llamado François Hollande y que hoy, el otrora todopoderoso Partidos Socialista de François Mitterrand, apenas tenga el respaldo del 2% de los electores; como cuesta creer que la derecha moderada republicana de Chirac y Sarkozy no sea capaz ya de arañar ni el 5% de los sufragios de los francesesLas fuerzas que sostuvieron el bipartidismo francés se hunden en la insignificancia víctimas de sus propios errores y buena parte de su espacio lo han ocupado partidos de corte populista que hacen temer seriamente por el futuro de la democracia en Francia y en toda Europa. 

¿Paz o aire acondicionado?

La vieja Europa parece incapaz de aprender de sus errores: cuando no es por inercia es porque se anteponen intereses económicos o por ambas cosas a la vez, como ocurre ahora ante la guerra en Ucrania. Cada día que pasa sin cortar las importaciones de gas, carbón y petróleo rusos es un día más que añadir al horror y la posibilidad de que las tropas rusas perpetren nuevas masacres como la de Bucha. Enviar más armas, aprobar la quinta tanda de sanciones incluyendo a las hijas de Putin, horrorizarse o exigir que se lleve al tirano ante la justicia por crímenes de guerra es necesario pero también es evidente que no basta: la UE no puede seguir financiando ni un día más la guerra de Putin y, al mismo tiempo, abominando del único responsable de haberla desatado. Si eso no es hipocresía se le parece mucho, de manera que hay que elegir cuanto antes: o con Putin o contra Putin.

Putin, un viejo conocido para Europa

Cuando Putin arrasó Grozni, la capital chechena, la Unión Europea siguió comprando gas, petróleo y carbón rusos; cuando bombardeó Alepo (Siria), siguió comprando gas, carbón y petróleo rusos; cuando invadió Georgia no dejó tampoco de comprar gas, carbón y petróleo rusos. En los tres casos hubo flagrantes crímenes de guerra, pero eso no disuadió a la vieja Europa de seguir con sus compras energéticas a Moscú mientras miraba a otro lado. Había muchos intereses en juego y nadie quería enemistarse con el que nos vendía gas para mantener funcionando el aire acondicionado. Ahora que Putin arrasa Ucrania y a los ucranianos, la Unión Europea no ha dejado ni un solo día de comprar gas, petróleo y carbón rusos. Es más, ha intensificado las compras por si al sátrapa de Moscú le entraba la tentación de cerrar el grifo en respuesta a las sanciones de Bruselas y Estados Unidos.

En realidad, es muy dudoso que Putin pensara en hacer tal cosa: ¿Cómo iba el dictador ruso a cortar los suministros si a cambio de su gas, su carbón y su petróleo ingresa cada día cerca de 1.000 millones de euros con los que continuar financiando la guerra a costa de los europeos occidentales? Sería un tonto si lo hiciera y Putin será un sátrapa o un tirano o un autócrata sanguinario, pero no es estúpido. Arrastrando los pies Bruselas acaba  de aprobar el veto al carbón ruso. Bueno, por algo se empieza pero sigue siendo insuficiente mientras no se cierre la llave del gas y para eso no se percibe precisamente mucho entusiasmo en estos momentos entre los principales líderes europeos.

El nudo gordiano alemán

El nudo gordiano está en una Alemania que importa de Rusia casi dos terceras partes del gas y una tercera parte del petróleo que necesita su economía para no griparse. Las tímidas declaraciones de algunos ministros alemanes abriendo la puerta a vetar el gas ruso han sido inmediatamente contestadas por los bancos del país advirtiendo de una grave recesión económica si eso ocurre. Además, la UE también tiene en casa a un quintacolumnista húngaro llamado Victor Orban, al que Putin ha felicitado efusivamente por su triunfo electoral del domingo, que amenaza con dinamitar la precaria unidad europea en torno a las sanciones a Moscú. Nos crecen los enanos, dicho sean sin ánimo de señalar.

La UE está pagando su falta de determinación de años para reducir su elevada dependencia energética de la Rusia de un Putin al que a estas alturas ya debería conocer perfectamente para saber que no es precisamente un demócrata. Aún así, los líderes europeos se hacen ahora de nuevas y se espantan y se persignan ante lo autócrata y déspota que ha resultado ser el inquilino vitalicio del Kremlin. Sin embargo, a pesar de las documentadas atrocidades rusas en Siria, Chechenia o Georgia, siguieron inyectando miles de millones de euros en las arcas del dictador y se olvidaron convenientemente de los crímenes de guerra. Con el Atila de Moscú a las puertas de la Unión Europea y de la OTAN, los países occidentales se enfrentan hoy a las duras consecuencias de no haber hecho los deberes y no haber buscado fuentes alternativas de aprovisionamiento energético.

¿Paz o aire acondicionado?

Un mes y medio después de la invasión las débiles negociaciones de paz han encallado y apenas funcionan corredores humanitarios para la población ucraniana castigada sin piedad por las tropas invasoras. Mientras, China parece haber renunciado por completo a desempeñar un papel constructivo frente a su aliado moscovita y solo se preocupa de mantenerse sobre el alambre de su calculada ambigüedad ante las atrocidades rusas. Su tibia reacción tras la masacre de Bucha demuestra con claridad que la prioridad de Pekín no es detener la guerra sino que no la pierda Putin.

Hay ya pocas dudas de que esta será una guerra larga, y cuanto más larga sea más cruenta puede ser también. La UE tiene medios para paliar los efectos económicos de un embargo energético a Rusia en los países más expuestos, caso de Alemania. Lo que no puede hacer es seguir demorando una medida que debió figurar entre las primeras sanciones al régimen ruso. Lo ha expresado muy bien el primer ministro italiano Mario Draghi, dispuesto a apoyar el embargo a pesar de que su país importa de Rusia casi el 50% del gas que necesita. Según Draghi, “los líderes europeos deben preguntarse si prefieren la paz o mantener el aire acondicionado encendido”. ¿Ustedes que creen que preferirán?

Feijóo pide paso

Los populares se acaban de dar en Sevilla un baño de optimismo del que tenían mucha falta desde hacía tiempo. Prácticamente todos a una, como en Fuenteovejuna, se han conjurado para proclamar santo súbito a Alberto Núñez Feijóo y han puesto en sus manos su futuro y el del partido tras retirar ambos de las del decepcionante Casado. Ni debate de ideas ni programa, no tocaban esas lucubraciones ahora: lo que tocaba en la cita sevillana era mostrar unidad. Tanta ha sido la mostrada que el nuevo líder fue aplaudido con la misma o parecida intensidad que el líder destronado por los barones que le habían jurado lealtad perpetua, aún siendo él la causa oficial del mal causado. También la lideresa madrileña ha recibido la sonora ovación del respetable, siendo ella la responsable a su vez de la causa de que quien causó el mal causado haya tenido que recoger los bártulos en Génova. Y no solo eso, también es la misma que a buen seguro le provocará más de un dolor de cabeza a Feijóo, al que le quedan menos de dos años, o lo que decida Sánchez sobre las próximas elecciones, para no defraudar las esperanzas que acaban de poner en él la hinchada popular y los españoles que consideran imprescindible desalojar al PSOE y a Podemos de La Moncloa.

EFE

Un líder con experiencia contrastada

Feijóo no es un desconocido ni un pardillo que acaba de aterrizar en la política, dicho esto sin ánimo de señalar a su fracasado predecesor. El político gallego ha obtenido cuatro mayorías absolutas consecutivas en su comunidad autónoma, algo de lo que jamás podrán presumir sus rivales. Se le tiene por más interesado en la eficacia de la gestión de los asuntos públicos que en la pureza ideológica de sus decisiones, aunque convencionalmente se le podría considerar un autonomista de centro derecha moderado. La composición de la nueva ejecutiva ha confirmado ese perfil al rescatar algunos nombres de la época de Rajoy, aunque sin olvidarse de Díaz Ayuso por la cuenta que le trae si no quería empezar con muy mal pie su andadura en Madrid.

De hecho, tener a Díaz Ayuso de su lado no solo es uno de los muchos retos a los que se enfrenta Feijóo, sino probablemente el más peliagudo y difícil toda vez que la presidenta madrileña es para muchos el activo más valioso con el que cuenta el partido. En su condición de verso suelto, si se lo propone Díaz Ayuso es capaz ella sola de destrozar la estrategia de Feijóo para hacer del PP un partido responsable con sentido de estado y librarse del abrazo de Vox, en donde, a la vista de los sondeos, ya empiezan a salivar con la posibilidad del sorpasso. Aunque puede que aún sea pronto para preguntarse qué haría Feijóo si dependiera de los votos de Vox para ser presidente o qué haría si fuera Abascal el que necesitara de los votos del PP, tarde o temprano el nuevo líder popular tendrá que responder a cuestiones que no son precisamente menores. 

La sombra de Vox es alargada

Feijóo está obligado a definir con claridad el perfil ideológico de un partido sometido durante la etapa de Casado a sucesivos bandazos y vaivenes entre el centro y la derecha extrema. No lo tiene fácil porque desde hace tiempo los partidos tienden a un modelo conocido como “atrapalotodo”, una suerte de cajón de sastre de ideas y promesas con el que captar votos en todos los nichos económicos, sociales e incluso ideológicos posibles. En cualquier caso, el líder gallego deberá hacer verdaderos encajes de bolillos para encontrar su hueco en el espectro político sin levantar suspicacias y recelos a uno y otro lado: ni muy centrado para impedir que Vox le siga comiendo la tostada por la derecha, ni muy a la derecha para que el electorado de centro no le dé la espalda. Navegar sin inclinarse demasiado a estribor o a babor es la clave, pero seguramente es más fácil decirlo que conseguirlo.

El destino final de su particular camino de Santiago a Madrid no puede ser otro que La Moncloa, aunque antes deberá explicarle a los españoles cuál es su proyecto para España y cómo piensa ponerlo en práctica. Adoptar la indolencia política de Rajoy ante la realidad o esperar que sea el Gobierno el que pierda las elecciones en lugar de preparar al partido para ganarlas no es una opción que se pueda permitir el nuevo líder popular. Es cierto que en Sevilla dio algunas pistas pero falta mucha más concreción sobre cuestiones como la respuesta a la crisis por la guerra en Ucrania, las reformas tanto tiempo aplazadas, las tensiones territoriales, la cuestión catalana, la regeneración de la vida política, la independencia del Poder Judicial o la corrupción, por solo mencionar los más trascendentales y en boca de todos. 

Sánchez y los suyos no le dejarán pasar ni una

Cuanto más tiempo pase sin definir su alternativa menos le quedará para convencer a los españoles de que confíen en él en las próximas elecciones. A partir de ahora no solo deberá preservar y consolidar como un tesoro la unidad escenificada en Sevilla, sino ofrecer al país una imagen de partido centrado, con identidad y propuestas propias. La primera prueba de fuego será el próximo jueves cuando se reúna con Sánchez en su condición de nuevo líder de la oposición. Puede estar seguro de que el presidente y sus socios no desaprovecharán la más mínima oportunidad de identificarlo con la ultraderecha o con la corrupción apenas se le ocurra discrepar o llevarle la contraria al Gobierno, mientras que desde Vox tampoco le perdonarán una política de mano tendida a Sánchez en temas de estado. Sin embargo, dejarse atrapar en esa pinza y continuar dando tumbos para intentar agradar a un mismo tiempo a tirios y a troyanos como hizo su predecesor sería reproducir su mismo error fatal.

En resumen, Feijóo se ha echado a la espalda el liderazgo de un partido que en las citas electorales celebradas entre 2011 y 2019 perdió casi 6,5 millones de votos y vio como Vox crecía sin parar a su costa. Analizar las causas de esa sangría y ponerle remedio se antoja una necesidad vital para el futuro del PP a medio y largo plazo. Pero, además, Feijóo también lidera desde esta semana el que a fecha de hoy sigue siendo el principal partido de la oposición, lo que en una democracia estable supone a priori y en teoría ser la fuerza política con más posibilidades de convertirse en la alternativa al partido en el gobierno. Ese es precisamente el gran reto de Feijóo que engloba todos los demás: hacer del PP algo que en estos momentos está lejos de ser, un partido ganador. La cuenta atrás ya ha comenzado.