Mostrando entradas con la etiqueta COVID-19. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta COVID-19. Mostrar todas las entradas

De aquellas mascarillas estos lodos

Escribí el otro día que si atendemos a los datos económicos y sociales del Archipiélago, para la mayoría de la población canaria no es una suerte vivir en la ultraperiferia española. Sin embargo, si formas parte del Gobierno regional puede llegar a ser incluso una bendición del cielo. Entre otras cosas porque te libras de la murga diaria de la llamada prensa “nacional” preguntándote por cómo, quién y por qué se pagaron cuatro millones de euros a una empresa de compra venta de coches por un millón de mascarillas que ni están ni se les espera. Y todo ello, para colmo, sin mediar verificación previa de esa empresa y sin otro contrato que el verbal, como si el dinero público se pudiera entregar al primero que pasa con el único aval de su palabra. Es también la suerte de apellidarse Torres, Pérez o Trujillo y no tener más peso político nacional que un comino. Si te apellidas Ayuso o Martínez-Almeida hay especiales diarios en ciertas televisiones, artículos de fondo, sesudos análisis y editoriales cruzados sobre el tráfico de influencias.

EFE

En todos lados cuecen mascarillas

No digo yo que el caso de las mascarillas madrileñas huela mucho a trigo limpio ni pongo las manos en el fuego por nadie, que de pacientes en la unidad de quemados por esa razón ya vamos servidos. Lo único que digo es que el rasero mediático es distinto en uno y otro caso, aunque la gravedad de lo ocurrido sea pareja. Si en el caso de Madrid se culpa al alcalde de no denunciar ante la Justicia el pelotazo de los comisionistas Luceño y Medina, en el caso canario cabe preguntarse también porqué el Ejecutivo autonómico no hizo lo propio cuando la empresa a la que le encargó las mascarillas no cumplió su parte del trato verbal a pesar de haber recibido el pago acordado. Hasta  el vicepresidente Rodríguez se ha desmarcado y considera conveniente llevar el asunto a los  juzgados, pero el consejero de Sanidad alega que el dinero se recuperará antes por vía administrativa que judicial. Lo cierto a día de hoy es que lleva ya una decena de requerimientos de devolución y aún no ha visto un euro.

Ahora es cuando amaga con acudir a los tribunales - a conejo ido palos a la madriguera - y se hace pasar por la víctima de un asunto en el que los verdaderos perjudicados somos los ciudadanos canarios, cuyos impuestos el Gobierno destinó alegremente – y puede que hasta delictivamente - a comprar una partida de mascarillas que terminaron destruidas por no ajustarse a las normas de la UE. Como ocurre casi siempre en estos casos, en medio pululan los intermediarios entre el Gobierno canario y la empresa incumplidora y entre esta y el supuesto fabricante proveedor.

El Gobierno no es la víctima, lo son los ciudadanos cuyo dinero se ha entregado a cambio de nada”

Del segundo de esos intermediarios se sabe que ya se embolsó 25.000 euros de comisión por sus gestiones y muy extraño sería que el primero no hubiera recibido también su parte. Muy convencido se muestra el Gobierno de recuperar no solo los cuatro millones de euros pagados en balde sino los 800.000 euros correspondientes a los apremios a los que la empresa no ha respondido. Ahora, en cambio, esa misma empresa se descuelga con la propuesta de traer 1,2 millones de mascarillas para compensar el descosido en las cuentas públicas. No me sorprendería que el Gobierno terminara aceptando, exponiéndose a ser burlado por segunda vez.

¿La punta del iceberg?

A la vista del preinforme de la Audiencia de Cuenta de Canarias revelado por Canarias 7, cabe preguntarse si la compra de las mascarillas a una empresa de venta de coches sin cumplir ningún requisito legal es solo la punta del iceberg de lo que ocurrió en los primeros meses de la pandemia. En ese documento se señala algo que es de Perogrullo: la urgencia derivada de la pandemia y el estado de alarma no exoneraba en ningún caso a las administraciones públicas de su obligación legal de comprobar con quién se gastaban los cuartos de los contribuyentes. En el caso que nos ocupa, el Gobierno de Canarias no verificó nada, ni la solvencia de la empresa ni la adecuación de su actividad habitual al fin por el que se le abonaron cuatro millones de euros mediante un acuerdo verbal y telefónico que nunca cumplió. 

Dice también la Audiencia que un tercio del centenar de contratos analizados no estaban debidamente justificados ni explicada la necesidad de su tramitación urgente. Es más, señala también que se hicieron pagos por más de 42 millones de euros que ni siquiera contaban con la autorización del Consejo de Gobierno, lo cual puede devenir en su nulidad de pleno derecho. En otras palabras, no es exagerado afirmar que la mayor parte de las compras sanitarias en los primeros meses de la pandemia están ahora bajo sospecha de haberse realizado sin respetar la legalidad.

Además de las judiciales existen las responsabilidades políticas

Tuvo que ser un particular el que llevó este caso a la Fiscalía Anticorrupción, lo cual no dice mucho en favor ni de la transparencia de la que presume el Gobierno autonómico ni de su probidad y diligencia en el uso del dinero público. A lo que estamos asistiendo estos días es a las consecuencias del descontrol generalizado que reinó en los inicios de la pandemia, con un Ministerio de Sanidad incapaz de centralizar las compras de material sanitario y unas comunidades autónomas obligadas a arreglárselas por su cuenta sin reparar en el cómo ni en el cuánto.

Eso, sin embargo, solo explica lo ocurrido pero no exculpa a los responsables políticos de haberse saltado la legalidad como si no hubiera un mañana y como si el dinero público no fuera de nadie y se le pudiera entregar a cualquiera que prometiera guantes o mascarillas sin más garantías que su palabra de caballero. Al margen de las responsabilidades judiciales que en su caso se determinen, existe algo llamado responsabilidad política que, aunque sea muy poco habitual en España, se debería concretar en dimisiones o ceses de quienes tomaron decisiones presuntamente reñidas con la legalidad. Vivir en la ultraperiferia no debería dar derecho también a disfrutar de patente de corso.

La mascarilla como símbolo

A estas alturas de la pandemia ya deberíamos haber aprendido que intentar vincular muchas de las decisiones sanitarias del Gobierno con los datos epidemiológicos y las evidencias científicas, es una pérdida de tiempo que solo conduce a la melancolía. Pasó en su momento con las vacunas y ha pasado también con las mascarillas que, más que “un símbolo de que la pandemia sigue entre nosotros”, como dijo hace poco el inefable Ximo Puig, es un ejemplo más, de tantos que se podrían citar, de que buena parte de las medidas frente al virus han tenido mucho más que ver con los intereses políticos del Gobierno que con una estrategia sanitaria reconocible y creíble por la ciudadanía. Así, imponer el uso obligatorio  de la mascarilla en exteriores a finales de diciembre pasado, en contra del parecer de la práctica totalidad de los especialistas y hasta del sentido común, solo vino a rubricar dos años de decisiones arbitrarias y erráticas que han terminado por conseguir que los ciudadanos ya no sepan qué creer o hacer ni en quién confiar.

EFE

Oídos sordos ante la evidencia científica

Si obviamos a los hinchas irreductibles, a unos pocos expertos y unos cuantos periodistas para los que si el Gobierno dice blanco, ellos dicen blanquísimo, y si dice negro, ellos dicen negrísimo, prácticamente nadie entendió que lo único que cabía hacer en plena sexta ola de contagios fuera volver a la obligatoriedad de los tapabocas al aire libre. Las advertencias de que los contagios en exteriores son de un 15% a un 20% más bajos que en interiores y que una medida como esa, además de inútil, podía ser contraproducente y generaría más cansancio entre la población, por un oído le entraron y por el otro le salieron al presidente y a su obediente ministra de Sanidad.

De lo que se trataba una vez más era de que Sánchez pudiera salir de una reunión con los presidentes autonómicos y hacerse la foto anunciando una decisión ridícula, cuyo único fin era dar la sensación de que se estaba haciendo algo para contener el virus. Como los datos epidemiológicos se han encargado de demostrar con creces, el número de contagios no paró de aumentar en las semanas siguientes a la implantación de la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores. Eso sí se podía saber, pero Sánchez lo ignoró deliberadamente.

"La obligatoriedad de la mascarilla no redujo los contagios"

Conseguido el objetivo y en vigor el Decreto Ley correspondiente, el Gobierno se lo tomó con calma antes de llevarlo al Congreso para su convalidación, lo cual ocurrió casi al límite del plazo legal de 30 días del que disponía, una prueba más del poco aprecio de Sánchez a la institución en la que reside la soberanía nacional. Para mayor escarnio, en el decreto ley sometido al Congreso se introdujo de rondón la revalorización de las pensiones, una suerte de chantaje político en forma de pastiche legislativo, que obligaba a los partidos a pasar por el aro de aceptar la obligatoriedad de las mascarillas en exteriores. Todo esto ocurría, además, mientras en la práctica totalidad de los países europeos los gobiernos respectivos habían acabado o estaban acabando con esa norma y flexibilizando el uso del controvertido pasaporte COVID.

¡Sorpresa, sorpresa!

Solo unos pocos días después de convalidado el Decreto Ley, la ministra anunciaba el fin de la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre para el jueves, 10 de febrero, casualmente a tres días de las elecciones autonómicas en Castilla y León. En esta ocasión el instrumento jurídico ha sido un simple Decreto, lo que implica que no necesita la convalidación del Congreso. El propio Gobierno, haciendo bueno aquello de que quien hizo la ley, hizo la trampa, se reservó en el Decreto Ley la posibilidad de modificarlo vía decreto mondo y lirondo cuando le viniera bien, en los términos que le convinieran y sin necesidad de pasar por el engorro de acudir al Congreso para recibir el visto bueno.

Todos los que pontificaron desde las redes y aplaudieron en diciembre hasta que les sangraron las manos la implantación de la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores y que volvieron a aplaudir a rabiar hace solo una semana cuando el Congreso convalidó la medida, se vuelven ahora a dejar la piel, pero para todo lo contrario, para jalear el fin de la obligación. Coherencia y sentido crítico vendo, que para mí no tengo, cabría decir ante tanta inconsecuencia como para ir por la vida dando consejos a los demás desde los púlpitos mediáticos.

"Los mismos que aplaudieron a rabiar la obligatoriedad de la mascarilla, aplauden tres días después el fin de la medida"

Al Gobierno se le suele acusar, creo que con razón más que sobrada, de sus contradicciones, bandazos y vaivenes en la gestión de la pandemia. Lo grave es que esa falta de dirección y estrategia, que tanto daño social y económico han hecho, está mucho más relacionada con objetivos espurios y ajenos a la emergencia sanitaria que con la necesidad de controlar la expansión del virus y sus consecuencias. Es justo reconocer que algunos de los errores cometidos, sobre todo al comienzo de la pandemia, se pueden achacar en parte a las características y a la evolución de una enfermedad desconocida, ante la que, no obstante, se reaccionó tarde y de forma temeraria e irresponsable por parte del Gobierno. 

Pero hecha esa salvedad, no creo que sea injusto considerar también que en buena parte de las decisiones adoptadas se ha ninguneado el criterio científico, por más que el Gobierno lo haya usado como coartada para justificarse ante la opinión pública, y ha primado el cálculo político e incluso el económico. Si de algo es símbolo el quita y pon de la mascarilla no es de que “la pandemia sigue entre nosotros”, como dice Ximo Puig, sino de una gestión sanitaria poco transparente, deficiente, contradictoria y en muchas ocasiones absolutamente incompresible para los ciudadanos.

Verdad y justicia en las residencias de ancianos

No me hago ilusiones sobre la posibilidad de llegar a conocer con detalle qué ocurrió en las residencias de mayores para que la COVID-19 haya acabado con la vida de más de 35.000 ancianos, casi cuatro de cada diez víctimas mortales causadas hasta ahora por la enfermedad. Dudo incluso que podamos conocer con exactitud el número real de mayores alojados en residencias que fallecieron por el virus o con síntomas compatibles con él, habida cuenta el caos de una recogida de datos caracterizada por la disparidad de criterios entre comunidades autónomas. Me temo que el deseo de los ciudadanos de que acabe la pesadilla lo están aprovechando los responsables públicos para correr un tupido velo sobre un asunto que les concierne directamente. Además, a la evidente y escandalosa falta de voluntad política se une el escaso interés que muestra la justicia para llegar al fondo de la cuestión.

EFE

Desinterés judicial y político

Según Amnistía Internacional, la fiscalía ha archivado casi nueve de cada diez investigaciones penales abiertas al inicio de la pandemia por el posible incumplimiento de los protocolos internacionales sobre las "muertes potencialmente ilícitas". También denuncia que el Ministerio Público, que paradójicamente reconoce la vulneración objetiva de derechos básicos, da carpetazo a sus investigaciones sin elevarlas a los tribunales y sin tomar declaración a los familiares alegando que eso reavivaría su dolor. Tampoco se han realizado inspecciones para comprobar el funcionamiento y los protocolos de atención a los residentes. A su vez, el Consejo del Poder Judicial no ha hecho seguimiento alguno de los casos en investigación para asegurarse de que se respeta el derecho constitucional de acceso a la justicia.

En el ámbito político no es mayor el interés. Aunque en algunas autonomías los fallecidos en residencias son casi la mitad y en otras incluso más de la mitad de las víctimas totales del COVID-19, solo unos cuantos parlamentos regionales crearon comisiones de investigación que no han tardado en cerrar como si les quemaran en las manos y sin sacar conclusiones útiles. Se comprueba de nuevo que estas comisiones son solo cajas de resonancia política, como demuestra el hecho de que los mismos partidos que las apoyaron en un sitio se opusieron en otro. Amnistía pide al Congreso de los Diputados una “comisión de la verdad” que dé respuesta a las familias y haga recomendaciones para que no vuelva a suceder algo similar, pero creo que ni el más optimista de los españoles esperaría algo positivo de una comisión como esa en la actual situación política. 

El caos de los datos 

Lo primero que habría que hacer es establecer los datos reales de fallecimientos por COVID-19 en residencias, un aspecto en el que nos encontramos de nuevo con la penosa gestión de los poderes públicos. No fue hasta marzo de 2021, un año después de iniciada la pandemia, cuando el Gobierno presentó la información de la evolución de la enfermedad en las residencias de forma agregada y sistematizada. A pesar de su promesa de informar puntualmente, la primera información se demoró hasta noviembre y, mientras, los medios hicieran sus propias cuentas con los datos de las comunidades autónomas. A fecha de hoy, la disparidad de criterios hace que dos años después del comienzo de la crisis sigamos manejando datos provisionales.

"A fecha de hoy continuamos manejando datos provisionales sobre los fallecimientos en residencias"

Del mismo modo, apenas se ha empezado a trabajar en el llamado “nuevo modelo de residencias”, que para cuando se aplique puede que haya quedado desfasado si no se agiliza el trabajo. Todo lo que hay de momento es un borrador en fase de discusión entre el Gobierno central y las comunidades autónomas y ninguna fecha para aplicarlo.

El mundo de las residencias en España, un lucrativo negocio ante la escasez de plazas públicas y el envejecimiento de la población, apenas ha cambiado en los últimos cuarenta años: inspecciones escasas, sanciones irrisorias, fallos de protocolos, gestión y atención, aislamiento social, barreras arquitectónicas o dificultades para acceder a los servicios sociales son algunas de sus principales deficiencias. A pesar de que deben confiarles la atención de sus mayores y pagar por ello, a la hora de elegir residencia las familias carecen de información oficial de confianza sobre la calidad de la asistencia, con lo que se ven obligadas a elegir casi a ciegas. 

Lo ocurrido no era inevitable

La llegada del virus exacerbó estos problemas y la caótica gestión convirtió a las residencias en la mayor morgue del país. Sin embargo, no se sabe de ningún responsable público que haya prestado declaración sobre las medidas tomadas para garantizar el derecho a la vida y el acceso a la salud de un colectivo tan vulnerable como se sabía que era el de los mayores. Tal vez el objetivo inconfesable de tanto desinterés sea el de hacernos creer que lo ocurrido fue inevitable y que no se pudo hacer más ni mejor. 

"Las familias tienen derecho a conocer la verdad y a que se haga justicia"

Es muy poco probable que no se pudiera hacer más y mucho mejor pero, en cualquier caso, para llegar a esa conclusión primero habría que analizar a fondo si los protocolos fueron los correctos y determinar quiénes y con qué criterios médicos decidieron no hacer derivaciones a los hospitales a pesar de que era evidente que las residencias no podían prestar la adecuada atención a los enfermos; asimismo haría falta un análisis riguroso de las consecuencias físicas y mentales derivadas de confinar a los mayores durante días en sus cuartos, sin poder recibir la visita de sus familiares, así como de los medios materiales y humanos con los que las residencias afrontaron la pandemia. 

Estos y muchos otros aspectos es lo que debería estar investigando a fondo la justicia y evaluando los responsables políticos, cuyas decisiones son cuando menos muy cuestionables por decirlo con benevolencia. No es de recibo en un Estado social y democrático de derecho que los poderes públicos dejen a miles de familias en la indefensión o las obliguen a soportar la carga de la investigación sobre la muerte de sus seres queridos. La sociedad en general y las familias en particular tienen derecho a conocer la verdad y a que se haga justicia. Se lo debemos a nuestros mayores, aunque por desgracia vamos camino de volverles a fallar y eso será como dar el primer paso para que la tragedia se repita. 

En la fiesta de Boris

Si Churchill levantara la cabeza y viera en qué se ha convertido la Gran Bretaña de sus desvelos sería incapaz de reconocerla: aislada otra vez de la Europa por la que tanto hizo para librarla de los nazis y en manos de un histrión de pelo alborotado, del partido conservador como él y convencido de que las normas que su propio gobierno impone a los ciudadanos no le afectan y se las puede saltar cada vez que le plazca. Y no es que sir Winston no fuera un entusiasta consumidor del agua de fuego escocesa o no procediera también de la exclusiva élite social británica de su tiempo, como ocurre con el inquilino actual del 10 de Downing Street. Es simplemente que jamás habría permitido que el Gobierno de Su Majestad cayera en el profundo descrédito político y social dentro y fuera del país, al que lo ha llevado un señor tan peleado con el peine como con la verdad desde que hizo sus pinitos periodísticos antes de meterse en política.


Viviendo la vida loca

Todo el mundo sabe ya que a Boris Johnson le va la marcha, y no me refiero a correr ataviado con gayumbos de colores chillones. Hablo de las fiestas en las que participó durante la pandemia, mientras sus compatriotas eran multados o llevados ante los tribunales por saltarse las restricciones o se veían obligados a quedarse en casa confinados. Por no hablar de la reina, que tuvo que velar sola el cadáver del duque de Edimburgo mientras la noche anterior Johnson y sus amigotes se echaban unos lingotazos al coleto, no en una, sino en dos fiestas distintas. Una decena de estos saraos tuvieron lugar en la residencia oficial de Downing Street y para algunos se pidió incluso a los invitados que hicieran honor a la vieja tradición británica de llevar su propia bebida cuando vas de visita. 

La primera reacción de Johnson cuando el asunto se convirtió en carne mediática fue la clásica de todo político pillado en un renuncio: lo negó todo sin despeinarse y alegó que en realidad no eran alegres cuchipandas sino reuniones de trabajo, eso sí, bien regadas con toda clase de destilados ya que, como es sabido, no hay método más eficaz para rendir en el curro que empinar el codo con unos generosos chupitos de ginebra, whisky, vino o lo que se tercie. Pero las mentiras tienen las patas muy cortas y Johnson no tuvo más remedio que pedir perdón por hacer botellón en tiempos de pandemia. Su excusa, si es que se la puede llamar así y no expresión máxima de cinismo, es que nadie le avisó a tiempo de que esas fiestas de duro esfuerzo laboral violaban las normas implantadas por su propio gobierno. 

"Johnson ha pedido perdón por hacer botellón en tiempos de pandemia" 

Acorralado por un amplio sector de sus compañeros conservadores, por la oposición, los medios y la opinión pública, Johnson se aferra al cargo como un beodo a su copa. Su futuro político pende en buena medida de un informe interno y otro policial sobre la legalidad de las parrandas en las que tomó parte. Del informe interno es responsable Sue Gray, una alta funcionara norirlandesa de nítido perfil independiente, que lleva más de 30 años supervisando la labor de los sucesivos gobiernos británicos y que ha ganado fama por haber hecho morder el polvo a más de un político de conducta poco edificante. 

Una huida hacia adelante 

El informe de Gray está desde este lunes en manos del Gobierno, aunque lo que ha trascendido a la opinión pública no es más que una versión recortada y desleída con la excusa de no interferir en la investigación abierta también por Scotland Yard, que en este asunto da a veces la impresión de actuar como aliado del primer ministro. En su informe Gray reprocha el excesivo consumo de alcohol, la escasa ética y los fallos de liderazgo en Downing Street. La funcionaria ve esos comportamientos de "difícil justificación" y los califica de "negligencias inexcusables"

Johnson ha reiterado las disculpas en el Parlamento, ha prometido que lo arreglará y ha pedido a la oposición y a los suyos que antes de reclamar su cabeza esperen por el informe policial. Su objetivo es ganar tiempo para salvar el pellejo a cambio de darle el finiquito a buena parte de su gobierno e intentar recuperar la confianza de los británicos. De paso también está aprovechando la crisis ruso - ucraniana para actuar como el primo de Zumosol: esta semana tiene prevista una visita a las tropas británicas en la zona e incluso una reunión con Putin en lo que parece un intento claro de desviar la atención sobre su vida loca. 

Una comparación odiosa

Aquí abro un pequeño paréntesis: a la vista de lo que está pasando en Gran Bretaña estos días es muy tentador hacer una rápida comparación entre el funcionamiento de la democracia británica, la más veterana del mundo, y la española, por odioso que pueda ser el resultado. Mencionaré solo dos aspectos: mientras en el Reino Unido todavía  hay una prensa que cumple su papel fiscalizador del poder, independientemente del partido que ocupe el gobierno, en España es casi seguro que se habría impuesto la afinidad política sobre la verdad. Y mientras en el Reino Unido el Parlamento cumple su función de control al gobierno y hay organismos independientes que vigilan el cumplimiento del código ético de los políticos en el poder, en España se vulnera la Constitución por partida doble, se ningunea al Congreso y solo queda un Poder Judicial controlado por los partidos para hacer de contrapeso del Ejecutivo. Cierro paréntesis.

Volviendo al señor Johnson, su futuro político no parece muy halagüeño, aunque en política nunca se puede afirmar nada con absoluta certeza. Lo cierto es que siete de cada diez británicos desaprueban su gestión y en su partido son muchos los que lo dan por amortizado. En todo caso será el Parlamento el que tenga la última palabra, pero en un país como Gran Bretaña, poco tolerante con la mentira política, la carrera pública de Johnson parece estar llegando a su fin, o al menos así debería ser habida cuenta los claros deméritos contraídos por este atrabiliario personaje a su paso por Downing Street. Como diría un británico, the party is over, Boris.

Suicidio en tiempos de pandemia

Casi 4.000 personas se quitaron la vida en España en 2020, una media de once cada día. Es la cara menos visible de esta interminable pandemia de COVID-19, y desgraciadamente también la que menos atención ha recibido a pesar de las reiteradas advertencias de los profesionales sanitarios sobre las consecuencias del confinamiento para la salud mental de la población. Si ya en 2019 se produjo un incremento del 3,7% en el número de suicidios registrados en España con respecto al año anterior, durante el año del confinamiento ese porcentaje se elevó hasta el 7,4, lo que equivale a 270 suicidios consumados más. Quedarse de brazos cruzados o aplicar parches no es una opción ni social ni política ante las dimensiones que ha ido adquiriendo este fenómeno. 

Cifras de vértigo para un asunto complejo

El suicidio es la primera causa de muerte externa no natural en España y las víctimas de suicidio ya triplican a las de los accidentes de tráfico. El número de suicidios supera en más del 13% el de homicidios y los menores, jóvenes, mujeres y mayores de 80 años que decidieron poner fin a sus vidas también aumentaron en 2020. En la sombra quedan los intentos frustrados que no aparecen en las estadísticas oficiales y  que según el Observatorio del Suicidio en España pueden rondar los 80.000 al año. En medio de esta marea de datos cada vez más preocupantes, tal vez lo único positivo sea que, lenta pero inexorablemente, se empieza por fin a superar el viejo tabú de no hablar de este problema en los medios por miedo al efecto contagio. Aunque con matices, porque en determinadas ocasiones que están en la mente de todos a propósito del suicidio de algún personaje popular, aún pueden más la frivolidad y la banalidad que el tratamiento riguroso y responsable que demanda el caso. 

El suicidio es un fenómeno complejo, multifactorial y multidimensional que no admite generalizaciones ni tópicos y cuyo tratamiento exige una sensibilidad humana y social exquisita. Suicidios ha habido siempre y siempre los habrá, lo que no implica que debamos encogernos de hombros y no hacer nada para evitarlos hasta donde sea razonable y humanamente posible. Ante todo debemos partir de que nos encontramos frente a un drama vital y personal que se resiste a reducirse a una fría estadística más. El suicidio está estrechamente vinculado al sentido de la vida y a si vale la pena continuar viviéndola. Se ha dicho que un suicida es alguien que quiere seguir viviendo pero no sabe cómo, una frase que encierra mucha verdad sobre esta cuestión. Entender esto es esencial para afrontar un drama humano que a todos nos debería conmover y animar a poner de nuestra parte para minimizarlo. 

En el plano sanitario el suicidio es la punta del iceberg del estado de la salud mental de una sociedad, sin duda la más afilada y dramática. Pero detrás y por debajo hay todo un mundo silencioso de situaciones de depresión y ansiedad, exacerbadas durante la pandemia, al que es imprescindible que el sistema sanitario dé una respuesta integral. Si bien es cierto que no todos los trastornos de naturaleza mental culminan necesariamente en suicidio, ello no debería ser óbice para no poner en marcha planes de prevención. De hechopsicólogos, pediatras o psiquiatras vienen reclamándolos desde hace tiempo y recordando que en los países en los que se han implementado (Suecia, Irlanda o Dinamarca) han dado buenos resultados. 

Los planes del Ministerio

El Ministerio maneja una Estrategia y un Plan de Salud Mental 2022 - 2024 dotado con 100 millones de euros a distribuir entre las comunidades autónomas, que considera herramienta suficiente para dar respuesta al aumento de los suicidios sin necesidad de planes específicos. En la Estrategia y el Plan se recogen medidas como "tratar de mejorar el acceso a los servicios de salud mental" o "mejora de la atención de las personas con riesgo de conducta suicida" y otro buen número de bienintencionados objetivos que cualquiera podría suscribir con los ojos cerrados. Hasta Pedro Sánchez anuncio el 9 de octubre la entrada en servicio "en las próximas semanas" de un teléfono de prevención del suicidioCuatro meses después solo se sabe que el número será el 024, pero si alguien llama escuchará un mensaje diciendo que "el número que usted ha marcado no corresponde a ningún cliente". 

Falta más concreción e incluso ambición y el importe de la partida no parece muy generoso a expensas de lo que aporten las comunidades autónomas. Además, el Plan descarga buena parte de la responsabilidad en una Atención Primaria saturada y exhausta después de seis olas consecutivas de contagios por COVID-19Dicho en otros términos, los planes y las estrategias del Ministerio y las autonomías pueden no pasar de ser otro bonito brindis al sol sin efectos positivos sobre la salud mental de la sociedad española. 

Se puede y se debe hacer mucho más frente a un problema que los poderes públicos llevan demasiado tiempo tratando como algo secundario. La salud mental ha sido tradicionalmente una hermana pobre de la sanidad pública, como pone de manifiesto el estado casi de postración en el que se encuentra. Se corre el riesgo de que el cuadro clínico empeore aún más tras la pandemia si desde el ámbito político no se afronta con mayor decisión su abandono de décadas. La buena noticia es que en el plano social se está empezando a levantar por fin el manto de silencio que ha pesado tradicionalmente sobre los problemas de salud mental y, aunque aún queda mucho camino que andar, se comienzan a asumir con la misma naturalidad que los relacionados con los de la salud física. La sociedad está empezando a hacer sus deberes y es imprescindible que los políticos empiecen a hacer los suyos cuanto antes. 

Atención Primaria, la eterna olvidada

En política, al igual que ocurre en otros muchos ámbitos de la vida, la inacción o la acción extemporánea suele pasar factura. El ejemplo más a mano en estos momentos es lo que está ocurriendo con la Atención Primaria de la sanidad pública ante la pandemia de COVID-19. El eterno mantra político para referirse al primer escalón asistencial ha consistido siempre en proclamar que la Atención Primaria es la "puerta de entrada" al sistema sanitario público. Los responsables políticos deben haber creído que con decirlo bastaba para que se obrara la magia de que la puerta en cuestión se convirtiera en un acceso adecuado a las necesidades sanitarias de una población cada vez más envejecida y medicada. Sin embargo, en plena sexta ola de COVI-19 se pueden apreciar en toda su crudeza las graves carencias de una Atención Primaria que ha seguido siendo la eterna olvidada y la hermana pobre de la sanidad pública en los presupuestos. Las consecuencias están bien a la vista de todos y las soluciones, si es que lo son, aún tardarán en llegar, si es que algún día llegan. 

Un plan guardado en un cajón

No deja de ser sintomático de lo mucho que le preocupa a los poderes públicos la situación de la Atención Primaria que no haya sido hasta finales del año pasado, después de seis olas sucesivas de contagios de COVID-19, cuando el Gobierno tuvo a bien aprobar un plan que bautizó con el rimbombante nombre de Plan de Acción de Atención Primaria y Comunitaria. Se trata de un plan que en realidad ya había sido anunciado en 2019 pero que había quedado olvidado en algún cajón ministerial como si el asunto no urgiera lo más mínimo. 

Para el Gobierno central y para los gobiernos autonómicos salir a diario al balcón a aplaudir a los maltratados profesionales de la sanidad parecía mucho más importante que impulsar medidas coordinadas que reforzaran una Atención Primaria pillada sin medios adecuados para hacer frente a la pandemia. La única respuesta, improvisada y a la carrera como casi siempre, fue contratar personal de prisa y corriendo para deshacerse de él lo antes posible. 

El Plan en cuestión, al que el Gobierno anuncia que destinará la astronómica cantidad de 176 millones de euros, está ahora a expensas de que las comunidades autónomas hagan sus aportaciones, tarea para la que tienen de plazo hasta la primavera si no se cruza algún imprevisto que lo demore. Será entonces cuando el Ministerio y las autonomías se sienten a negociar los criterios de reparto de los recursos que pone la Administración central y, salvo sorpresa mayúscula, asistiremos seguramente a otra buena trifulca política como suele ocurrir con casi todo lo que tiene que ver en este país con las cosas que verdaderamente importan a los ciudadanos.

Recortes e inacción

Siempre se ha dicho que lo barato sale caro a la larga y la frase es de aplicación al estado actual de la Atención Primaria. Las consecuencias de años de recortes, abandono y desidia están ante nuestros ojos para quienes las quieran ver. Unas plantillas agotadas después de dos años de lucha constante contra la pandemia, con miles de profesionales contagiados, deben atender al doble de pacientes recomendados y, además, resolver el ingente papeleo relacionado con las altas y bajas laborales. Todo esto comporta una caída en picado de la calidad asistencial que se traduce en una mayor presión sobre las urgencias hospitalarias, consultas telefónicas de tres mal contados minutos y el semiabandono de pacientes crónicos o con otras patologías a los que es imposible hacer un seguimiento adecuado. La guinda la ponen unas condiciones laborales manifiestamente mejorables y una sensación de pesimismo y frustración que lleva a muchos profesionales a tirar la toalla. 

Esta, y no la que pinta el Gobierno, es la realidad de la llamada "puerta de acceso" a la sanidad pública en nuestro país. La prueba más contundente de que predicar y dar trigo son dos cosas bien diferentes está en los recursos que destinan las administraciones públicas a la Atención Primaria. Esos recursos ascendieron a unos 10.000 millones de euros en 2019, último año del que hay cifras. A primera vista parece una cantidad muy considerable, pero si la comparamos con la que se destinaba a este capítulo antes de la crisis financiera está casi 550 millones por debajo

Esto quiere decir, en otras palabras, que aún no se han revertido los recortes que padeció la Atención Primaria durante aquella crisis. Ojalá me equivoque, pero es bastante dudoso que el Plan aprobado por el Gobierno central, de momento mera teoría, sirva para darle la vuelta al estado de postración que padece el primer escalón de nuestro sistema sanitario público. Frente a un colectivo sanitario que merece reconocimiento y aplauso por su esfuerzo constante, los responsables públicos que han hecho de la Atención Primaria la eterna olvidada de la sanidad pública solo merecen abucheos y reprobación.

¡Es la gripe, idiota!

Pedro Sánchez está muy interesado en que se deje de hablar de la COVID-19 y de contar contagios y muertos en los medios y quiere que eso ocurra en cuanto remita la sexta ola. Podría decirse que a la vista de la dura resiliencia que ha mostrado el virus frente a sus proclamas propagandísticas en las que aseguraba haberlo derrotado, el presidente ha decidido cortar por lo sano y eliminarlo vía decreto, una forma de gobernar que le apasiona como es público y notorio. En esencia, su plan consiste en tratar los casos de COVID-19 como si fueran de gripe común y, a otra cosa, mariposa. No conviene olvidar que estamos a las puertas de un nuevo y largo ciclo electoral que se presenta extraordinariamente reñido en los predios de la izquierda por no mencionar los de la derecha. Por eso, cuanto antes se empiece a olvidar la manifiestamente mejorable gestión que ha hecho de la pandemia tanto mejor para sus ambiciones políticas, que al fin y al cabo son las que han guiado la mayoría de sus decisiones por encima del interés general. 

Es muy pronto para hablar de endemia

Que la actual pandemia seguramente terminará convirtiéndose en endemia es algo en lo que coincide la práctica totalidad de los expertos. Lo que no se puede asegurar es cuándo ocurrirá tal cosa, de modo que los planes del Gobierno para degradar el virus de la COVID-19 a la condición de gripe común son de momento extemporáneos. En esa apreciación hay también un amplio consenso que incluye a la Agencia Europea del Medicamento y a la Organización Mundial de la Salud. Ambas instituciones han advertido estos días de que aún no estamos ni de lejos ante el escenario que el Gobierno parece atisbar ya a la vuelta de la esquina, seguramente urgido por los compromisos electorales de Sánchez.  

La idea que baraja el Ejecutivo es cambiar la información sobre la incidencia de la COVID-19 y asimilarla a la que se emplea en el seguimiento de la gripe. Esto implica, entre otras cosas, dejar de hacer pruebas y acabar con el cansino conteo de contagios con el que día tras día nos machacan sin misericordia los medios de comunicación. Una red de médicos centinela sería la responsable de hacer un seguimiento de los casos diagnosticados y extraer las conclusiones estadísticas correspondientes sobre la circulación del virus. En definitiva, la idea de fondo es que la sociedad se acostumbre a convivir con el virus como ocurre con la gripe y alivie la presión sobre un sistema sanitario exhausto, que soporta ya a duras penas la sexta y masiva ola de contagios.

¿No anunció Pedro Sánchez que habíamos vencido al virus?

A bote pronto suena bien porque todos queremos dejar atrás cuanto antes esta pesadilla y recuperar la normalidad perdida hasta donde sea posible. Sin embargo, abrir ya el debate sobre lo que se ha dado en llamar la gripalización de la COVID-19 cuando se sigue registrando un elevado número de muertes y los contagios continúan en aumento, entraña riesgos importantes de los que también advierte la mayoría de los especialistas. El primero es la falta de rigor que supone y la confusión que este tipo de debates puede generar entre los ciudadanos, sin que haya certeza aún de cuándo alcanzaremos el pico de la sexta ola ni de lo que vendrá a continuación. 

La propia OMS ha advertido esta semana de que en los próximos dos meses se contagiarán millones de europeos y hay que recordar, además, los bajísimos porcentajes de vacunación en numerosos países de todo el mundo. ¿Y si se detecta una nueva variante más letal y nos pilla con el pie cambiado como ha ocurrido con ómicron? ¿Después de dos años de pandemia no hemos aprendido todavía a ser extremadamente prudentes cuando hacemos previsiones? ¿No anunció Pedro Sánchez su victoria sobre el virus y aún estamos como estamos? ¿Alguien previó la sexta ola o la aparición de una variante altamente contagiosa como la ómicron? ¿Cuántos muertos diarios son asumibles para dejar de hablar de pandemia y empezar a hacerlo de endemia? 

Por otro lado, algunos expertos también han recordado estos días que el carácter endémico o estacional de una enfermedad no presupone que sea menos virulenta o grave y alertan de que extrapolar los modelos de seguimiento de la gripe común a una enfermedad nueva como la COVID-19, no es precisamente lo más riguroso desde el punto de vista científico. Entre otras razones porque la COVID-19 es mucho más transmisible y letal que la gripe, como demuestran con creces los datos de contagios y fallecimientos.

No es el momento de levantar castillos de arena, sino de gobernar

Con sus medidas laxas, inoperantes y tomadas como a desgana y a destiempo, el Gobierno parece haber apostado por dejar que el virus circule a sus anchas, confiando tal vez en alcanzar así el pico de la sexta ola cuanto antes. La displicencia y la pachorra con la que se está actuando ha disparado las bajas laborales, tiene desbordada la Atención Primaria, exhaustos a los profesionales sanitarios y amenaza ya a los hospitales. Ante esta situación es irresponsable esconder la cabeza debajo del ala en lugar de poner los pies en la tierra y afrontar los hechos sin intentar difuminarlos u ocultarlos por intereses espurios. 

Es imprescindible proteger a los más vulnerables, insistir en la vacunación y en medidas de prevención de eficacia probada, vigilar la aparición de nuevas variantes y, sobre todo, cumplir de una bendita vez la promesa de reforzar una Atención Primaria que está al límite después de dos años durísimos para los que no estaba preparada y cuyos problemas crónicos no se solucionan con aplausos y palabras de gratitud. La primera y más urgente obligación del Gobierno, de cualquier gobierno, es gobernar el día a día, no levantar castillos de arena sobre escenarios tal vez aún lejanos e imprevisibles cuando la dura realidad te golpea todos los días en la cara. Y mucho menos si el objetivo inconfesable que se esconde detrás es que los ciudadanos se vayan olvidando cuanto antes de cómo se ha gestionado esta pandemia de COVID-19 e indulten al presidente cuando acudan a las urnas.

Año nuevo, problemas viejos

Un cambio de año no trae por sí solo la felicidad ni endereza las cosas torcidas, menos si están tan torcidas como en España. Aún así necesitamos expresar buenos deseos a modo de dosis de refuerzo para afrontar el futuro inmediato en el que, lo único que está meridianamente claro, es la incertidumbre generalizada. De vender optimismo a toda hora y en toda ocasión ya se encarga el Gobierno, aunque para ello tenga que negar la realidad y sustituirla por un mundo feliz en el que nadie quedará atrás y todos saldremos más fuertes. Ni los datos sanitarios ni las perspectivas económicas ni el ambiente político animan a comprar ese discurso oficial por mucho que necesitemos darnos ánimos para continuar adelante. Un gobierno responsable trataría a los ciudadanos como adultos y no intentaría escamotearles la dura realidad del país con falsos mensajes de optimismo. Por desgracia, este no es el caso. 

Incertidumbre y confusión

En el plano sanitario reina la incertidumbre y la confusión probablemente como nunca antes a lo largo de esta interminable pandemia. Ya hay tantas opiniones como expertos, los medios atizan la alarma y todo eso crece exponencialmente si uno se asoma a las redes sociales y asiste, por ejemplo, al feroz enconamiento sobre la vacunación. La desconfianza de la ciudadanía también aumenta al comprobar que lo que en su día se hizo pasar por certezas científicas en torno a las vacunas o a la inmunidad de grupo, ha pasado a mejor vida y ha sido sustituido por nuevos mantras que solo el tiempo confirmará o desmentirá. ¿Cuándo alcanzaremos el pico de la sexta ola? ¿Qué vendrá después? ¿Se terminará tratando la COVID 19 como una gripe común? Nadie lo sabe a ciencia cierta pero nadie se priva tampoco de echar su cuarto a espadas y hacer cábalas.

Mientras, el Gobierno se pone de perfil y se limita a adoptar a última hora medidas cosméticas como la de la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre. Son las comunidades autónomas las que siguen llevando el peso de la gestión con mayor o menor fortuna y buscando el aval de los jueces. Frente a una atención primaria al límite y unos sanitarios agotados, el Gobierno central juega a ponerse medallas inmerecidas sobre vacunación y anuncia planes de refuerzo que apenas pasan del papel a la realidad que se vive en los centros de salud. Eso por no hablar de la situación de la salud mental, para la que solo hay proyectos y buenas intenciones, o de la postergación que está sufriendo la atención a los pacientes de otras dolencias. Se actúa como si la pandemia se hubiera iniciado la semana pasada y no hace casi dos años. 

La economía a la expectativa

La incertidumbre y la gestión manifiestamente mejorable de la pandemia se trasladan inevitablemente a la economía, cargada también de nubarrones a pesar de los mensajes del Gobierno. La luz seguirá subiendo al menos hasta la primavera y con ella la inflación, lo cual podría animar al Banco Central Europeo a  revisar al alza los tipos de interés. El Gobierno no se cansa de presumir del empleo que se crea pero obvia que es público en su gran mayoría. La descafeinada reforma laboral con la que Yolanda Díaz ha hecho tanta propaganda en beneficio de su proyección política personal, no evitará que se siga creando empleo precario en España. 

El futuro del turismo, actividad vital en comunidades como Canarias, sigue también sumido en la incertidumbre, y hay no pocas dudas sobre la capacidad de hacer llegar a la economía real el generoso maná de los fondos europeos. Añadamos a este panorama la inestabilidad internacional derivada de una posible nueva invasión rusa de Ucrania y los problemas de la cadena de suministros para la industria, y no será difícil concluir que el futuro próximo es de todo menos de color rosa. 

Un ambiente político tóxico

El tóxico ambiente político que se respira tampoco ayuda lo más mínimo a ver las cosas de forma menos sombría. Las próximas elecciones autonómicas en Castilla - León y Andalucía abren un nuevo ciclo electoral que no concluirá hasta que se celebren las generales y regionales en el resto de las comunidades autónomas. A medida que vayan pasando las semanas la actividad política se irá contagiando de electoralismo puro y duro y la gestión de los graves problemas del país irá pasando a un muy segundo plano. 

También serán cada vez más frecuentes las escaramuzas por cualquier quítame allá esas pajas entre el PSOE y Podemos o entre Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, a la caza ambos del voto de izquierdas. En la derecha seguramente se intensificará también la pugna Casado - Díaz Ayuso mientras Vox escala puestos en las encuestas. Si en los periodos en los que las elecciones aún están lejanas apenas es posible que el gobierno y la oposición se pongan de acuerdo en algo, con los líderes políticos entrando en celo electoral es casi utópico pensar en pactos de ningún tipo por más que los necesite urgentemente el país. 

No es necesario exagerar ni cargar las tintas para darse cuenta de que el año que estamos iniciando trae mucho más desasosiego y preocupaciones que certezas positivas. A comienzos de 2022, cuando está a punto de cumplirse el segundo año de esta pesadilla, reina en el ambiente una mezcla de déjà vu, provisionalidad, improvisación y sálvese quien pueda que lastra el ánimo social y recorta drásticamente las esperanzas en que la situación general mejore de manera significativa a corto e incluso a medio plazo. Puede que esta forma de ver las cosas no sea la más positiva para afrontar el nuevo año, pero no la cambiaría jamás por la fe del carbonero que supone creer a pies juntillas en el futuro venturoso que nos promete la propaganda gubernamental. Prefiero ser un pesimista equivocado - y ojalá lo sea - que un optimista autoengañado. 

Ómicron y el miedo

El gran historiador romano Tito Livio escribió que "el miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son". La RAE define el miedo como la angustia producida por la percepción de un riesgo o peligro, que puede ser real o no, y que puede percibirse de manera presente o de futuro. También dice un refrán español que "el miedo es libre", pero creo que en este caso se equivoca por completo el refranero: nada menos libre que el miedo y nada más paralizante. Viene este exordio a propósito de la ómicron, la nueva variante del COVID - 19,  la cual ha desatado una ola mundial de miedo que con los datos disponibles hasta la fecha no parece plenamente justificada. Por ejemplo, la doctora sudafricana que alertó de la variante ha declarado a la BBC que hasta ahora "los efectos sobre los pacientes son leves" y que no hay ningún hospitalizado. ¿Significa eso que debemos hacer caso omiso y seguir como si nada? En absoluto, lo que significa es que los responsables públicos y los medios de comunicación tienen la obligación de ser extremadamente cautelosos a la espera de disponer de todos los datos científicos, lo cual no está reñido con permanecer alertas y ser prudentes mientras el virus circule, algo que tal vez haga indefinidamente. Dejarse arrastrar por un miedo cerval sin causa justificada suficiente nos convierte en presas fáciles para la manipulación.  

Getty Images

Que no cunda el pánico

No hace falta seguir ninguna teoría de la conspiración para recordar que en la Historia hay numerosos ejemplos en los que el poder ha utilizado el espantajo del miedo para fines diversos, casi nunca confesables. No digo que sea el caso pero, desde que la OMS bautizó a ómicron y la calificó de "variante de preocupación", estamos asistiendo a una gigantesca oleada de reacciones políticas y epidemiológicas que lejos de transmitir calma y serenidad a la población contribuyen a alarmarla. La propia OMS ha tenido un comportamiento inexplicable y errático al calificar primero la mutación de "preocupante" para al día siguiente señalar que se desconoce el nivel de transmisibilidad y admitir que "es pronto para determinar su virulencia".  No le va a la zaga a la hora de atizar los mensajes alarmistas la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, instando a los países europeos a "prepararse para lo peor" y asegurando que "estamos en una carrera contra el tiempo". Lo que según la señora von der Leyen es "lo peor" no lo sabemos porque no lo dijo, pero a fe que sus palabras nos han metido más miedo en el cuerpo.

De eso se encargan especialmente los medios de comunicación, embarcados de nuevo en una carrera para dirimir cuál publica el titular más amenazante. Sin embargo, los llamamientos científicos a la calma y a la prudencia a la espera de disponer de más datos se ignoran o se relegan a un segundo plano, seguramente porque no hay nada mejor para generar audiencias que anunciar el Armagedón en vivo y en directo. De este modo la caza del paciente con ómicron se ha activado y en los medios solo se ve y lee estos días un goteo incesante de casos contagiados con esa variante, pero apenas nada sobre los efectos sobre la salud de esos pacientes. Me atrevo a llamarlo alarmismo informativo y, sin duda, no es la mejor manera de transmitir serenidad a una población que lleva ya año y medio sometida a un bombardeo continuo de titulares intimidantes y ominosos sobre la pandemia. 

Un desafío global

Lo más que se puede decir en estos momentos sobre ómicron es que se trata aún de un enigma que no se resolverá hasta que no haya datos epidemiológicos mucho más fiables. Cierto que entre los científicos y las autoridades hay preocupación generalizada por la elevada capacidad de mutación de la variante, pero de ahí no se puede deducir aún si esto la hace más o menos peligrosa o si será capaz de burlar las vacunas. Por otro lado, aunque se ha detectada en Sudáfrica, seguramente ya se encontraba en circulación en otros lugares del mundo. De ahí que la decisión de suspender los vuelos con ese país y con otros de la zona que se está adoptando en todo el mundo incluida España, además de representar un estigma para Sudáfrica, parece poco eficaz y suena más bien a la necesidad de los políticos de hacer ver a una población atemorizada que se están haciendo cosas. 

Los científicos también advirtieron en su momento de que estamos ante una amenaza global y como tal debía afrontarse. Nadie les hizo caso y ahora tenemos que escuchar como, ayer mismo, los países más ricos del mundo reunidos con urgencia en el G7 ante la alarma del ómicron, instan a esos mismos países, es decir, se instan a sí mismos, a vacunar a los países más pobres. Cuando hace año y medio se dio la voz de alarma global el lema general fue el de sálvese quien pueda y los pobres que se las arreglaran solos. Pero los pobres, especialmente los africanos, no se las han podido arreglar solos y apenas han conseguido vacunar al 10% de la población con solo una dosis. En el norte el porcentaje con la pauta completa sube al 60% de media y en España llega al 90% de la población diana. 

Sin embargo, parece que es ahora cuando los países ricos caen en la cuenta de que este virus no se controla solo cerrando fronteras y suspendiendo vuelos, aunque eso también pueda ayudar en determinadas circunstancias. Como señalé en un reciente comentario, la vacuna es la clave del éxito en la lucha contra esta calamidad pública porque, digan lo que digan algunos irredentos antivacunas, protege contra los cuadros más graves de la enfermedad y ralentiza la circulación del virus. 

Lo que se sabe y lo que no 

Antes de tocar a rebato hemos de saber si ómicron es más peligrosa que otras variantes, algo que se sabrá a medida que aparezcan nuevos casos y se estudie su evolución. Habrá que tener en cuenta que la población africana y la europea, por ejemplo, son diferentes. En la primera hay una mayor prevalencia de enfermedades endémicas que podrían provocar un comportamiento diferente de la variante. De momento, los informes indican que los síntomas son leves y no hay daños neurológicos. La gran pregunta para la que de momento no hay respuesta es si la ómicron burlará la vacuna. Ningún científico se atreve aún a afirmarlo o a negarlo con rotundidad. En la hipótesis más pesimista harían falta algunos meses para desarrollar una nueva vacuna, mientras que en la más optimista contagiarse con ómicron podría quedar solo en síntomas leves. 

Ante tantas preguntas para las que por ahora no hay respuesta es fundamental no dejarse arrastrar por la ansiedad y mantener la calma y la prudencia. Las medidas que se adopten se deben basar en evidencias científicas y no en previsiones alarmistas generadas por hipótesis que el miedo, y por qué no decirlo, el cálculo político y económico podrían estar exagerando injustificadamente. Prevenir no es solo adelantarse a un posible riesgo, es también hacerlo de forma ponderada en función de la información científica disponible y procurando hacer el menos daño posible los derechos fundamentales en juego y a la actividad económica. Por terminar con otra cita, una gran científica, la francesa Marie Curie, escribió algo que cobra hoy toda su vigencia: "Nada en la vida debe ser temido, solamente comprendido. Ahora es el momento de comprender más, para temer menos". 

Vacuna obligatoria, de entrada no

Un fantasma recorre Europa, el fantasma de la vacuna obligatoria contra la COVID-19. Resurge este debate a raíz del importante aumento de los contagios en varios países europeos, cuyos gobiernos están poniendo en marcha una nueva tanda de restricciones de movilidad, acompañada esta vez de la obligatoriedad de vacunarse para la población que ha rechazado la vacuna o de determinados grupos profesionales como sanitarios, profesores y otros empleados públicos. Estas medidas han provocado manifestaciones violentas en Viena, Bruselas o Róterdam, instrumentalizadas por fuerzas populistas de extrema derecha. Estas formaciones están demostrando una preocupante capacidad de llevar a su molino el agua del hartazgo, el descontento y la desconfianza de muchos ciudadanos ante las élites políticas y los llamados expertos, cuya gestión de la pandemia no ha sido precisamente sobresaliente. 

Una vacuna segura y eficaz

Aunque con mucha menos fuerza, el debate también ha llegado a España a pesar de que la situación epidemiológica en nuestro país es aún comparativamente mucho mejor. La clave es el elevado porcentaje de vacunados con la pauta completa: un 89% de la población diana en España frente a dos tercios aproximadamente de Alemania, Austria o el Reino Unido. La primera conclusión es que a mayor porcentaje de vacunados menos presión hospitalaria y, sobre todo, menos casos graves. El aumento de los contagios y el leve repunte de hospitalizados e ingresados en unidades de cuidados intensivos de los últimos días, no desmienten, sin embargo, la eficacia de la vacuna. 

Que seis de cada diez pacientes en cuidados intensivos no estuvieran vacunados prueba precisamente la importancia de la vacuna para luchar contra las peores consecuencias del virus: el patógeno circula con mucha más facilidad y es mucho más dañino entre los no inoculados, cuya capacidad de contagio es también mucho mayor y de consecuencias más graves que la de quienes se han vacunado. Con este simple dato bastaría para darse cuenta de que la vacuna no es el problema, sino la solución. Con todo, con el virus circulando y provocando contagios como lo está haciendo, será necesario reactivar ciertas medidas preventivas para evitar que la situación se vuelva a desbocar. 

El repunte de los contagios está poniendo nerviosas a unas comunidades autónomas que empiezan a pensar de nuevo en restricciones y certificados de vacunación para acceder a lugares públicos o viajar. A pesar de la falta de consenso entre los especialistas sobre la eficacia de algunas de esas medidas y sin legislación estatal en la que ampararse por el cálculo político del Gobierno central, las autonomías se aprestan de nuevo a vérselas con los jueces y con el recelo de una población agotada después de más de año y medio de restricciones. La evolución de los datos de la pandemia y la recuperación económica anunciada por el Gobierno pero que no termina de llegar, condicionarán las medidas que se adopten cara a una Navidad que ya se barrunta nuevamente llena de pegas. Esto es particularmente relevante en Canarias, en donde el aumento de casos en los países emisores de turistas puede dar al traste con la segunda temporada de invierno consecutiva, la más importante en el Archipiélago. 

Patronal y Podemos a favor de la obligatoriedad

En ese contexto se han escuchado las primeras voces a favor de la vacuna obligatoria. Además de la de algún epidemiólogo, también se han mostrado partidarios el presidente de la CEOE y Unidas Podemos, una coincidencia cuando menos llamativa. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como algunos creen. Echando la vista atrás, la historia de las vacunas está llena de dificultades, aunque con el paso del tiempo se han ido normalizando y aceptando por la inmensa mayoría de la población. Por solo citar un par de ejemplos, la primera vacuna contra la viruela involucró la linfa de la viruela de ganado. En el siglo XIX, para algunos sectores del ascendente movimiento vegetariano británico, esto era repugnante. El tejido porcino también ha llevado a algunos musulmanes a preguntarse por el uso de gelatina derivada del cerdo como estabilizador de la vacuna, lo que dificultó la vacunación contra el sarampión en Indonesia hasta una fecha tan reciente como 2018. 

Pero más allá del rechazo a la vacuna por motivos religiosos, sociales, políticos o filosóficos, o simplemente por estulticia incurable, hay una serie de requisitos cruciales que se deben tomar en consideración. Desde el punto de vista legal, solo bajo un estado de excepción sería posible imponer en estos momentos en España la vacuna obligatoria. El pasotismo del Gobierno y del Parlamento para cumplir sus obligaciones legislativas ante la pandemia es la causa de que a fecha de hoy no exista una norma concreta y específica que ampare, llegado el caso, una decisión como esa. Solo una sentencia judicial podría obligar a un ciudadano a vacunarse, aunque aquí no estamos hablando de unos pocos ciudadanos renuentes, sino del 11% de la población diana que ha rechazado la vacuna. 

Ni la ONU ni la OMS recomiendan la obligatoriedad

Además de los legales, deberían cumplirse otros supuestos que avalen y justifiquen la obligatoriedad. Organismos como la ONU recomiendan que solo se llegue a ese extremo si no hay alternativa para lograr el objetivo, en este caso poner el virus bajo control para reducir al máximo los casos hospitalarios y graves; también debe responder a una necesidad social urgente, ser proporcional a los intereses en juego, lo menos intrusiva posible y no discriminatoria. Dicho de forma resumida, para la ONU lo conveniente es que la vacuna sea voluntaria y no coercitiva con el fin de evitar la división social y no generar un problema añadido al que se pretende combatir. Tampoco la OMS ve con simpatía la vacuna obligatoria y de hecho no prevé recomendarla.

A efectos de extender la vacunación entre los reacios, tal vez sería mucho más eficaz mejorar sustancialmente la transparencia de la información pública para hacer frente a los bulos y combinar la pedagogía con algún tipo de incentivo que anime a vacunarse. Apostar por la obligatoriedad o aplicar medidas punitivas conduciría a un terreno resbaladizo que afectaría a derechos y libertades fundamentales, por mucho que a la inmensa mayoría nos resulte absolutamente incomprensible y merecedor del más severo reproche social que haya gente dispuesta a contagiar y a contagiarse y a sufrir las graves consecuencias, debido a vaya usted a saber qué extraña idea o teoría negacionista. Pero salvo que se dieran los requisitos de los que habla la ONU, una decisión así habría que enmarcarla más en las prácticas de los regímenes autoritarios que en las de la democracia. 

Aplicadas todas estas matizaciones, consideraciones y requisitos al caso español, creo que la conclusión solo puede ser una: vacunación obligatoria, de entrada no. No solo porque no se cuenta con el marco legal adecuado, sino porque el alto porcentaje de vacunados que ya hay en nuestro país y los datos epidemiológicos actuales no la justificarían y tendría en cambio importantes contraindicaciones sociales y políticas. 

¿De verdad ha habido una pandemia?

Por su práctica desaparición de la agenda política y por el lugar cada vez más residual que ocupa en las redes sociales y en los medios de comunicación, se podría afirmar que la pandemia de COVID-19 ha terminado sin que nos hayamos enterado, o mejor aún, que casi no ha existido y si lo ha hecho no ha sido nada del otro jueves. Cierto es que incluso flota en la calle la sensación de que lo peor ha pasado y que toca volver a la vieja normalidad. Sin embargo, ni esta historia ha terminado aún del todo ni nos podemos permitir pasar página como si no hubieran muerto casi cinco millones de personas en el mundo, de ellas unas 86.000 en España y de estas últimas casi 1.000 en Canarias. Las consecuencias de todo tipo, tanto las pasadas y presentes como las que se atisban a corto y medio plazo, son lo suficientemente graves y profundas como para correr un tupido velo y olvidarnos de ellas para siempre. Por muy humano que sea enterrar nuestros peores recuerdos. 


Desescalando ma non troppo

Todos los indicadores relacionados con la pandemia van a la baja y el porcentaje de vacunación ya es muy elevado. Comunidades como Madrid o Navarra han anunciado que levantarán parte de las restricciones, algo que los epidemiólogos no rechazan aunque advierten de los riesgos de pisar demasiado el acelerador. Conviene valorar la situación en cada territorio antes de lanzarse de nuevo a vivir la vida loca. Cerca del 25% de la población aún no ha recibido la segunda dosis y más de 5 millones de menores de 12 años no se han vacunado, lo que debería convertir los colegios en un foco de atención epidemiológica prioritario. Nadie niega el agotamiento social después de año y media de estrecheces, pero parece lógico mantener algunas medidas de control en honor al principio de precaución. A lo largo de la pandemia se ha cometido varias veces el error de anteponer la economía o el cálculo político a la salud con los pésimos resultados conocidos. No deberíamos volver a tropezar en esa piedra aunque, al mismo tiempo, hay que ir recuperando parte de la normalidad y hacerlo con un mínimo de coherencia social: no se entiende que los estadios puedan albergar la totalidad del aforo mientras nuestro médico nos sigue atendiendo por teléfono.

"No se entiende que los estadios estén al 100% y el médico nos siga atendiendo por teléfono"

Entre los especialistas hay un amplio acuerdo en que la pandemia está remitiendo. En cuanto a lo que pueda pasar a partir del momento en el que se declare oficialmente finalizada, también se coincide mayoritariamente en que no es probable que se repitan oleadas de contagios como las que hemos vivido, aunque en ningún caso sería prudente descartarlas por completo. Lo más probable es que de la pandemia pasemos a la epidemia, con la incógnita aún pendiente de saber cuánto tiempo durará la inmunidad adquirida mediante la vacuna o después de haber superado la enfermedad. 

Los daños colaterales de la pandemia

La pandemia arrastra otros muchos daños colaterales sobre los que sería imperdonable echar tierra. Es urgente recuperar la atención que requieren los enfermos crónicos, semiabandonados en estos largos meses. No menos urgente es hacer frente a los problemas de salud mental, un área de la sanidad pública a la que el COVID-19 pilló prácticamente en pañales y en la que hay mucho que hacer y muchos recursos que emplear para salir de la postración en la que se encuentra. Espero equivocarme pero me temo que los datos oficiales de suicidios durante este tiempo pueden ser terribles. Lo ocurrido en la pandemia debería servir también para comprender de una vez la importancia de una atención primaria robusta, que funcione como una verdadera puerta de acceso al sistema de salud pública y que no colapse, mostrando todas sus costuras, en cuanto se ve obligada a forzar la máquina. 

No sé si nos encaminamos hacia una nueva normalidad, hacia la anterior a la pandemia o hacia una mezcla de ambas. Probablemente pervivirá más de lo anterior que de lo supuestamente nuevo, entre otras cosas porque los humanos somos animales de costumbres y nos resulta muy difícil acomodarnos en poco tiempo a cambios en nuestro modo de ser y comportarnos. Me inclino a pensar que esa "nueva normalidad" se irá construyendo día a día en función de una gran cantidad de factores que ningún gurú de la sociología ni mucho menos un político pueden aventurar sin correr el riesgo de meter la pata. 

"El Ingreso Mínimo Vital no ha llegado ni a la mitad de las personas que lo necesitan"

Más allá de elucubraciones sobre cómo será el futuro próximo, los poderes públicos tienen que preguntarse seriamente por qué la pandemia ha ensanchado tanto las desigualdades sociales y hacer una autocrítica sobre la inanidad de sus medidas para intentar estrecharlas. Es el caso del famoso y publicitado Ingreso Mínimo Vital, con el que tanto pecho sacó el Gobierno en su momento, que no ha llegado ni a la mitad de las personas que realmente lo necesitan, según Cáritas. La misma autocrítica que aún estamos pendientes de escuchar sobre el hecho de que más de un tercio de las víctimas de la COVID-19 se hayan producido en residencias de mayores. Salvo error u omisión por mi parte, no conozco aún ni una sola iniciativa, plan o proyecto de los responsables públicos para que algo así no se repita. 

Una economía tocada y un balance político lamentable

En el plano económico la pandemia ha arrasado miles de empresas, muchas de las cuales se podrían haber salvado si el Gobierno hubiera actuado con la celeridad requerida inyectando liquidez en tiempo y forma. Ahora, a la espera de conocer los efectos del maná de los fondos europeos, presume de un crecimiento económico que las estadísticas oficiales desmienten e ignora el desolador panorama que ha dejado el virus, agravado más si cabe por la brutal subida del precio de la luz, una enmienda a la totalidad de las promesas que lanzó alegremente en la oposición. Si el empleo ha recuperado parte del pulso anterior a la crisis se ha debido en buena medida a la largueza contratadora del Gobierno, que siempre tira con pólvora del rey, más que a la iniciativa privada. Por el camino ha resultado seriamente dañado el turismo, una industria vital para la economía de comunidades como Canarias, mientras el Gobierno se ha limitado a prorrogar los ERTES sin haber sido capaz de concretar un plan para relanzar la actividad en un escenario aún lleno de nubarrones.

El balance político provisional no es menos descorazonador. Seguimos sin contar con una legislación adaptada a situaciones de pandemia mientras el Gobierno colecciona varapalos del Constitucional por vulnerar repetidamente derechos y libertades de los ciudadanos. Los españoles deberemos esperar a las urnas para valorar la gestión de un presidente que proclamó en dos ocasiones la victoria sobre el virus, pero al que podemos perder toda esperanza de ver en el Congreso haciendo balance y autocrítica como corresponde a una democracia madura. Huyó de la Cámara y prefirió depositar la gestión sobre el tejado de unas comunidades autónomas que no disponían de las herramientas jurídicas que les permitieran adoptar determinadas restricciones con amparo legal claro y suficiente. En resumen, la suya ha sido una permanente huida hacia adelante con la vista puesta más en sus intereses políticos cortoplacistas que en una gestión eficaz y eficiente de la crisis. 

"La pandemia ha desaparecido casi por completo de la agenda del Gobierno"

La pandemia y sus consecuencias de todo tipo parecen haber desaparecido casi por completo de la agenda del Gobierno. Illa se fue a Cataluña sin rendir cuentas, Fernando Simón también ha desaparecido de nuestras pantallas y la figura de Darias se va diluyendo lentamente a pesar de las grandes dudas aún pendientes de resolver sobre asuntos como la tercera dosis de la vacuna. Uno diría que el Ejecutivo se ha propuesto borrar de la memoria de los españoles el último año y medio y crear la ilusión de que nunca ha habido una pandemia que ha causado 86.000 muertos en nuestro país. La proximidad de las elecciones obliga a ir enterrando el drama de la COVID-19 e ir desviando la atención de la opinión pública con debates de campanario y trampantojos variados como los próximos presupuestos, los bonos juveniles o las "negociaciones" con Cataluña, entre otros muchos. Empiezo a tener la sensación de que dentro de poco también nos intentarán convencer de que la pandemia solo ha sido un bulo más o, en el mejor de los casos, que pudo ser mucho peor de no haber sido por la brillante gestión del Gobierno con su presidente al frente.