Y Ucrania cogió su fusil

Todo indica de momento que el brutal ataque ruso contra Ucrania no está siendo el paseo militar que seguramente imaginó el sátrapa de Moscú cuando lo planeó cuidadosamente. A pesar del gran desequilibrio de fuerzas a favor del agresor, el agredido está demostrando una entereza, un valor y un patriotismo que pocos esperaban, y menos que nadie un Occidente al que la respuesta del pueblo ucraniano y de su gobierno parece haber ayudado a despertar de su pasividad contemplativa para animarle a tomar decisiones inéditas, entre ellas prestar apoyo militar a un país injustamente agredido, en donde soldados y civiles luchan codo con codo en las calles para conservar su soberanía y su libertad frente a la tiranía moscovita.

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Europa despierta

Aunque se lo ha pensado tal vez más de lo que debería haberlo hecho, las sanciones y restricciones que tanto la Unión Europea como Estados Unidos están aplicando al régimen ruso pueden hacerle un importante descosido a la economía. Incluso podrían conseguir que la incipiente ola interior de protestas contra la guerra crezca y se convierta en un peligro serio para la continuidad del dictador en el poder. Este es, por cierto, otro efecto colateral de la invasión que seguramente Putin tampoco tuvo en cuenta cuando decidió echarse al monte.

Las medidas adoptadas hasta el momento no agotan el arsenal de sanciones y restricciones que aún puede y debe aplicar Occidente para que Putin empiece a calibrar los enormes costes económicos y políticos que tendrá su aventura expansionista en Ucrania. Sacar del sistema internacional de pagos a todo el entramado financiero ruso y no solo a unos cuantos bancos, ampliar y endurecer el bloqueo de cuentas corrientes y otros intereses rusos en el exterior, expulsar a Rusia de las organizaciones multilaterales de todo tipo, suspender indefinidamente las relaciones diplomáticas llamando a consulta a los embajadores en Moscú y expulsando a los representantes diplomáticos de Putin, abrir las puertas de la UE a Ucrania y reforzar aún más la cooperación militar con este país son solo algunas de las cartas que habría que poner sobre la mesa sin demasiada tardanza y en función del desarrollo de los acontecimientos.

La amenaza nuclear

La amenaza nuclear lanzada por Putin parece revelar más debilidad que fortaleza y puede que sea la consecuencia directa de que las cosas sobre el terreno militar no están saliendo de momento como esperaba. No obstante, se trata de un elemento que Occidente debe sopesar cuidadosamente ante la imprevisibilidad de este personaje, ya que supone un reto a la hora de mantener y reforzar el apoyo militar a Ucrania frente a la invasión. En ese contexto debe valorarse también la histórica decisión del gobierno alemán de elevar sustancialmente el presupuesto de defensa, señal de que en algunos países europeos se empiezan a tomar muy en serio la amenaza que representa Putin para la seguridad y la paz del viejo continente. De hecho, lo que está ocurriendo en Ucrania debería activar de una vez la idea de que la UE pueda contar con una fuerza de intervención rápida frente a países hostiles como Rusia. 

Ante un escenario tan volátil es muy arriesgado hacer cábalas sobre lo que ocurrirá en los próximos días o semanas. A priori y sobre el papel, la diferencia de fuerzas lleva a suponer que Ucrania terminará sucumbiendo ante Rusia y en Kiev se instalará un gobierno títere de Moscú que sustituya al del presidente Zelenski, el inesperado líder que con su arrojo, lealtad y valentía se ha convertido en un icono de la lucha de su país contra la tiranía. 

"La gran pregunta es cuál sería el plan b de Occidente si Rusia convierte a Ucrania en su patio trasero"

La gran pregunta es cuál sería el plan b de Occidente si efectivamente Rusia convierte a Ucrania en su patio trasero y Putin sienta en la silla presidencial del gobierno de Kiev a una marioneta cuyos hilos pueda mover a placer. La anexión por la fuerza de Crimea en 2014 y la creación de dos repúblicas separatistas pro rusas en el este de Ucrania ante la pasividad occidental, sentó un pésimo precedente para la situación actual. Si Rusia consigue hacerse con el control completo de Ucrania a raíz de esta invasión estarían en peligro las repúblicas bálticas, en donde ya empiezan a tentarse la ropa. Y no es descabellado pensar que detrás de esas repúblicas podrían venir otros países como Finlandia o Suecia, a los que el Kremlin ya les ha lanzado un amenazante aviso. 

Unidad de los demócratas frente a la tiranía

Sabemos que ese tipo de amenazas forman parte de la propaganda bélica rusa, aunque no por ello deberíamos ignorarlas del todo. Las democracias occidentales y en particular las europeas, con la UE a la cabeza, se enfrentan al mayor desafío de seguridad de su historia desde la II Guerra Mundial. La unidad de los demócratas es esencial en unos momentos en los que se deben tomar decisiones también históricas que, además, tendrán un elevado coste para los ciudadanos occidentales y para unas economías castigadas por la pandemia que apenas empezaban a levantar la cabeza. 

Ante esa realidad, es intolerable que fuerzas políticas con responsabilidad de gobierno como Podemos pongan palos en las ruedas que demoren y minimicen la respuesta del Gobierno español en relación con la diligencia y la contundencia con la que han respondido otras capitales europeas ante esta crisis. Si en Podemos prefieren estar con el agresor y no con el agredido, allá ellos con su filias y sus fobias y su torcida interpretación de la democracia. Pero que tengan al menos la decencia de abandonar el Gobierno si tanto les incomoda que nuestro país se sume a los esfuerzos para apoyar a Ucrania en estos momentos cruciales de su historia. Le harían un gran favor a España y a la causa de la democracia y la libertad. 

No a la guerra, sí a la democracia

Con este mismo título publiqué un post a finales de enero en el que expresaba las débiles esperanzas que tenía entonces de que la diplomacia consiguiera evitar el ataque contra Ucrania que preparaba el sátrapa de Moscú. Había reuniones e intercambio de documentos, contactos telefónicos e incluso algún líder europeo como Macron se acercó al Kremlin para intentar convencer al zar Putin de que depusiera las armas. Si repito hoy ese título es porque los acontecimientos de las últimas horas hacen que esté más vigente que nunca, a pesar de que no tengo dudas de que todo ha sido un paripé urdido y planificado desde hacia tiempo por el macho alfa de Moscú, por cuya cabeza probablemente nunca pasó la posibilidad de dar marcha atrás y retirar la amenazante presencia de sus tropas en las fronteras con el país vecino. Su verdadero objetivo no era evitar la guerra, sino ganar tiempo para crear el relato y buscar la excusa que justificara su intolerable agresión militar a un país soberano.


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No hay término medio: o con la democracia o con la dictadura

Con la agresión rusa contra Ucrania han renacido de sus cenizas muchos de los viejos demonios europeos, esos que creíamos enterrados para siempre después de la guerra en Yugoslavia o tras la derrota del nazismo y las sangrientas invasiones de países soberanos por las tropas hitlerianas. No es momento de andarse con rodeos, medias tintas, excusas o equidistancias, ni de buscar en otras invasiones del pasado la coartada para intentar justificar la que ha iniciado Rusia contra Ucrania; es momento de solidarizarse con el agredido pueblo ucraniano y con su Gobierno y rechazar con la máxima contundencia el autoritarismo de Moscú y su desprecio a la convivencia internacional bajo reglas compartidas. Es momento, en definitiva, para estar con la democracia representada por el pueblo de Ucrania y contra el autoritarismo encarnado por Vladimir Putin.

La tan infame como gigantesca agresión rusa a Ucrania tiene un objetivo claro y preciso que solo los ciegos voluntarios o los compañeros de viaje de Putin, entre los que figuran algunos de los apoyos de Pedro Sánchez, se niegan a ver: convertir a ese país en el patio trasero de Moscú y frustrar la posibilidad de que la democracia arraigue en Kiev, lo cual representaría un mal ejemplo para el pueblo ruso al que el dictador del Kremlin gobierna con puño de hierro en falso guante democrático. De este modo pretende evitar también que Ucrania, en el pleno ejercicio de su soberanía, se acerque a la Unión Europea y se integre en la OTAN si así lo decidieran los ucranianos. 

La OTAN y el sueño expansionista de Putin

El avance ruso hacia la capital del país atacado hace pensar que entre los planes de Putin está colocar un gobierno títere en Kiev, al estilo de los que ya controla en Bielorrusia y otras exrepúblicas de la desaparecida Unión Soviética. Por ahora, el hecho de que varios países de la antigua órbita soviética como Letonia, Lituania, Estonia, Rumanía, Polonia o Bulgaria sean hoy miembros de la OTAN supone un serio obstáculo para sus planes expansionistas y su sueño de recomponer y poner de nuevo bajo control moscovita los restos del derruido imperio comunista. 

Después de la agresión de 2014, en la que Moscú se anexionó Crimea por la fuerza y dio pábulo a dos repúblicas separatistas pro rusas en el este de Ucrania ante la impotencia de Occidente, la nueva invasión supone un serio desafío para la OTAN, para Estados Unidos y para una inerme Unión Europea, a cuyas puertas se desarrolla este flagrante atropello al derecho internacional. Descartado un enfrentamiento militar entre Rusia y la OTAN por las consecuencias apocalípticas a las que podría dar lugar, la respuesta occidental no puede ser otra que la de sancionar de manera verdaderamente ejemplar y aislar al régimen autoritario ruso, sobre el que debe caer el oprobio y el desprecio de la comunidad democrática internacional y de todos los demócratas del mundo. Como ha señalado Biden, el presidente ruso merece convertirse en un paria de la comunidad internacional. 

"Dejar las manos libres a Putin no es una opción"

Las sanciones deben ser inmediatas y contundentes, de manera que sus efectos se dejen sentir cuanto antes tanto sobre los responsables políticos del ataque como en los sectores más estratégicos de la economía rusa. Aún así no oculto que soy escéptico sobre la eficacia de las sanciones, que además pueden funcionar como un boomerang para las economías europeas, pero no imagino de qué otra manera puede responder el mundo democrático ante este atropello si descartamos la alternativa militar. Dejar las manos libres a Putin no es una opción por el precedente que ya supuso la invasión de 2014 y porque no es solo Ucrania la que está en su punto de mira. En todo caso, la imposición de sanciones tiene que ser compatible con la posibilidad de encauzar la situación por la vía diplomática, lo cual debería ser prioritario. 

La ambigüedad china

Con todo, la principal dificultad para obligar a Putin a dar marcha atrás la encontramos en la ambigüedad de China, cuyo líder ha condenado el ataque a la soberanía ucraniana al tiempo que se ha mostrado comprensivo con “las necesidades de seguridad de Rusia”. Mucho me temo que si la dictadura comunista china no se desmarca de la autocracia rusa, algo poco probable por ahora, Europa en particular y el mundo en general pueden situarse a un paso del abismo. Hoy más que nunca se echa en falta unidad, determinación y liderazgo democrático mundial capaz de parar los pies a Putin y de reconducir una situación altamente volátil y de una potencialidad destructiva brutal. Por desgracia, si buscamos liderazgo en la ONU no lo hayamos, si miramos a Estados Unidos deja bastante que desear y sobre la vieja Europa, a cuya seguridad afecta directamente el belicismo ruso, es mejor correr un tupido velo. 

La caída del Muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética despertaron en su día grandes dosis de esperanza en el avance de la democracia en todo el mundo, pero la desilusión no tardó en llegar. El ascenso mundial del capitalismo de estado chino sin libertades y el régimen a caballo entre la autocracia y la cleptocracia que ha implantado Putin en Rusia, son hoy dos de las principales amenazas para un mundo más libre, democrático, justo y en paz. Espero no parecer alarmista, pero creo que el injustificado y bárbaro ataque ruso a Ucrania puede ser un nuevo paso hacia un conflicto global que nos alejaría aún más de lo que ya estamos de ese objetivo y que podría convertirse en el conflicto final. Es imprescindible y urgente parar esta locura. 

La democracia enredada

Tal vez les sorprenda saber que cuatro de cada diez españoles reconocen tener dificultades para diferenciar entre información veraz y falsa. Es lo que aseguraba el Eurobarómetro de 2018, poniendo de relieve uno de los agujeros negros de las democracias occidentales: la creciente carencia de información fiable sobre la que basar la toma de decisiones razonadas e informadas que afectan a toda la comunidad. El problema, sin embargo, no tiene nada de nuevo. En su libro "Verdad y mentira en política" (Página Indómita, 2016) la filósofa alemana Hanna Arendt advirtió de que "la libertad de opinión es una farsa si no se garantiza una información objetiva y no se aceptan los hechos mismos". Me pregunto qué habría dicho Arendt, que escribió esto a comienzos de la década de los setenta, si hubiera vivido en plena expansión de las noticias falsas en las redes sociales y de la política convertida en el pan y circo que enloquecía a los antiguos romanos. 

Ciberoptimistas versus ciberpesimistas

Los efectos de las redes sobre las democracias han sido objeto de mil y un análisis, cuyas conclusiones se pueden resumir en dos posiciones relativamente antagónicas. De un lado estan los llamados “ciberoptimistas”, para los cuales la irrupción de estas plataformas socavó el monopolio de la intermediación que entre el poder y la sociedad ejercían los medios de comunicación tradicionales como la radio, la televisión y los periódicos, además de otras organizaciones como sindicatos, patronales, etc. Las redes habrían democratizado y ampliado la participación política de los ciudadanos sin ningún tipo de filtro o censura previa y de manera globalizada. 

Por su parte, los “ciberpesimistas” consideran que este fenómeno ha distorsionado el debate público al empobrecer y falsificar la información y generar “burbujas” o “cámaras de eco”, en las que solo buscamos confirmar nuestras ideas y renunciamos a confrontarlas con las discrepantes. Ya se encargan los famosos logaritmos de seleccionar por nosotros lo que más concuerde con nuestro perfil de internautas y de excluir lo que más aversión nos produzca.

"Las redes no han satisfechos las expectativas con las que nacieron"

Resulta evidente que las redes sociales no han respondido a los parabienes con los que fue recibido su nacimiento. Pasamos así de un optimismo tal vez exagerado e injustificado a la decepción y al pesimismo sobre el daño de las redes sociales para la democracia e incluso para la convivencia cívica. Lo que ya nadie puede negar es que las redes llegaron para quedarse: hoy son millones de personas en todo el mundo las que solo se "informan" a través de ellas y que nunca han tenido o ya han perdido el hábito de acudir a los medios convencionales para seguir la actualidad, algo que requiere de un tiempo y unos recursos que pocos están dispuestos a invertir.

Pluralismo sin debate

Millones de ciudadanos se fían hoy mucho más de lo que les llega por Whatsapp o de lo que leen en las redes, sea cierto o inventado, que de lo que publican los medios convencionales. No afirmo que estos medios sean sinónimo de pureza e independencia y que no respondan también a intereses económicos y políticos. Sin embargo, aún así deben pasar algunos filtros de veracidad y calidad que las redes no requieren, lo que las convierte en una tupida selva de desinformación, carente de mecanismos eficientes de prevención contra el odio, el racismo o la violencia. Con el agravante de la viralidad, es decir, la posibilidad de expandirse globalmente en muy poco tiempo y contaminar a millones de personas. Un botón de muestra: se calcula que la mitad de los votantes estadounidenses recibieron noticias falsas a través de las redes durante la campaña que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca. 

"Las redes han dado lugar a un pluralismo sin debate"

Como señaló el politólogo Bernard Manin, las redes han dado lugar a un “pluralismo sin debate” en el que cada cual defiende sus puntos de vista y aísla y estigmatiza a quienes piensen de forma diferente. Este debate solipsista nos aleja de la realidad y de la discusión pausada y razonada, esencial en la democracia, para abocarnos a la crispación, a la división y a la polarización. Se trata de un ecosistema social que el populismo aprovecha de forma sistemática para obtener rédito político a costa de poner en peligro la cohesión social y las instituciones democráticas.

Y es también a esa selva a la que acuden los medios tradicionales para buscar audiencia y clientes en dura competencia con empresas, gobiernos, partidos políticos, organizaciones de todo tipo y millones de ciudadanos que se baten el cobre por un lugar, por pequeño que sea, bajo el sol de las redes. Para no desentonar con el ambiente general los medios se camuflan cada vez más con los ropajes propios del entorno: el sensacionalismo, el amarillismo, las falsedades, las mentiras y la mezcla descarada de opiniones e información. 

Los hechos son sagrados, las opinión es libre

El respeto a los hechos ha dejado de ser la línea roja que no se podía traspasar: "los hechos son sagrados, la opinión es libre", decía un viejo principio periodístico que parece haber pasado a mejor vida. Hemos llegado a un punto en el que los hechos ya no son la prioridad, sino la opinión sobre unos hechos que pueden haber sido manipulado e incluso inventados. Lo que cuenta es el "relato", un eufemismo para referirse a la mentira o a la falsedad, porque el objetivo no es tanto informar y valorar los hechos con la mayor ecuanimidad posible, sino "colocar el relato" que más interese en cada momento. 

"Los políticos son las grandes estrellas de estos tiempos líquidos"

La política se hace hoy con el corazón en la mano y con eslóganes hueros pero pegadizos para que sean titulares en todos los medios y circulen por las redes. No importan la realidad ni las contradicciones, solo cuentan los sentimientos y la empatía: en estos tiempos en los que todo el mundo opina de todo, lo de menos es que se mienta o se prometan imposibles, lo importante es que el relato cale en una sociedad ávida de escuchar mensajes que confirmen sus prejuicios.

Las redes y el periodismo de calidad, retos democráticos

Los políticos son las grandes estrellas de estos tiempos líquidos, con su presencia y sus mensajes prefabricados saturan todos los canales de comunicación y convierten la actualidad en un estado permanente de opinión y confrontación. No queda tiempo para digerir el diluvio de trivialidades que se hacen pasar por noticias, las opiniones suceden a las opiniones en una carrera vertiginosa en la que se opina sin conocimiento y por no parecer fuera de juego,

Una sociedad bien informada es poderosa y temible para el populismo; sin embargo, en una sociedad desinformada, los ciudadanos están menos comprometidos, son menos tolerantes y más manipulables. De ahí la trascendencia que tiene para la democracia una prensa independiente e imparcial, capaz de canalizar las múltiples voces de sociedades complejas como las actuales. Un periodismo de calidad y encontrar la manera de que las redes sociales cumplan algunas de las optimistas expectativas con las que irrumpieron en la plaza pública, son probablemente dos de los retos más decisivos a los que se enfrenta la democracia representativa.

Del bipartidismo a la polarización

Me refería en el último post a la incapacidad crónica del PP y el PSOE para llegar entre sí a pactos de gobierno y sobre asuntos de estado. Señalé entonces que esa dificultad nace de la polarización de la vida pública, uno de los principales achaques que sufre la defectuosa democracia española, The Economist dixit, y del que se derivan muchos otros. El problema de la polarización en las democracias occidentales no es precisamente nuevo y estudios que lo miden y lo ponen de manifiesto hay en abundancia. Sin embargo, en España la dolencia ha experimentado un agravamiento mucho más rápido que en otros países de nuestro entorno: a fecha de hoy se considera a nuestro país como uno de los más polarizados de la Unión Europea, si bien Francia, Italia o Grecia no se quedan muy atrás. Entre los analistas hay también coincidencia en que el punto de inflexión a partir del cual se aceleró este fenómeno en España se encuentra en la llegada de Podemos al escenario político y la aparición poco después de Vox como su contraparte.

Polariza, que algo ganas 

Junto con Ciudadanos, Podemos y Vox consiguieron acabar con el bipartidismo, pero no para insuflar en el panorama político el aire fresco de la regeneración que prometieron, sino para polarizarlo. Su objetivo principal ha sido arrastrar al PSOE y al PP a los extremos del espectro político, en donde abundan  las líneas rojas y las consignas predominantes suelen ser “al enemigo, ni agua” y el "no es no". En buena medida, el harakiri que se está haciendo el PP a propósito del supuesto espionaje a Díaz Ayuso, además de una pugna por el poder en el partido, es el fruto de esa atracción fatal hacia los límites del espacio político, tal y como en su día lo fue también la crisis que protagonizaron Pedro Sánchez y los barones del PSOE.  

Llegados a esos extremos, el diálogo, el compromiso y el acuerdo se vuelven imposibles por miedo a perder votos, la democracia se bloquea, las instituciones se desprestigian, la desafección ciudadana crece y se entra en un círculo vicioso que se retroalimenta permanentemente. Dicho en otras palabras, la polarización es un cáncer para la democracia.

En síntesis, la polarización es el alineamiento de los partidos y de sus parroquias más fieles en torno a posiciones numantinas y antagónicas entre sí. Desde esas posiciones extremas se estigmatiza a los adversarios políticos y se les convierte en enemigos con los que no es posible entendimiento alguno. Igualmente se atacan y deslegitiman las instituciones democráticas y los poderes del Estado como el judicial, se exaltan las pasiones y las emociones, se apoyan las teorías de la conspiración y se cultiva la llamada “moral del asco”, que prescinde de la argumentación y reduce al máximo los espacios para el diálogo y el acuerdo.

O conmigo o contra mí

El partido, la ideología, el territorio, el feminismo, la corrupción, la inmigración, la Guerra Civil o el franquismo son algunos de los asuntos más recurrentes en España para generar polarización social y política, haciendo que los votantes fieles se sientan cada vez más aislados y excluyentes e incluso enfrentados a quienes no comparten sus puntos de vista: o conmigo o contra mí, no hay término medio ni espacio para la discrepancia. Los debates sobre las políticas públicas en sanidad, educación, servicios sociales o mercado laboral se trufan a menudo de superficialidad y demagogia populista o sencillamente se relegan a un segundo plano y se olvidan. En otros términos, la polarización que padece la democracia española y que en menor o mayor medida practican todos los partidos, va estrechamente unida al auge del populismo como la otra cara de una misma moneda.

"Populismo y polarización son como las dos caras de una misma moneda"

Las causas de este fenómeno tienen que ver con la creciente desigualdad social y la perdida de confianza en una clase política alejada de la realidad y en unas instituciones que no cumplen su cometido. La globalización, la inmigración, la revolución tecnológica y la incertidumbre ante el futuro completan el cuadro. Frente a esa realidad compleja se recurre a recetas simplistas por parte de líderes populistas que interpretan la música que mejor suena a los oídos de unos ciudadanos desengañados de la política. Ninguna democracia se quiebra por un cierto nivel de polarización, deseable por otra parte en un sistema político basado en la competencia entre distintos partidos. El problema surge cuando se supera ese nivel aceptable y la gobernabilidad e incluso la propia convivencia social se tornan cada vez más difíciles. ¿Hemos superado en España ese nivel? ¿Cómo de cerca estaríamos de superarlo? Sea como sea, este estado de cosas es dinamita para la estabilidad de la democracia.

Las redes, el vehículo ideal para la polarización

La polarización, exacerbada y elevada a la enésima potencia a través de las ineludibles redes sociales y de los medios de comunicación desesperados por incrementar la audiencia, genera bloqueo institucional y costes de oportunidad por la incapacidad de las fuerzas políticas para abordar los problemas del país en tiempo y forma. Se entra así en un círculo vicioso en el que, en lugar de gestionar los asuntos públicos, se fomenta el liderazgo incontestable y cuasi mesiánico y se vive en una permanente campaña electoral. Como explica el politólogo Pierre Rosanvallon en uno de sus libros, una democracia polarizada como la que impulsa el populismo corre el riesgo de derivar en "democradura", un término acuñado en Francia que define un "régimen político que combina las apariencias democráticas con un ejercicio autoritario del poder". 

"Hay que sacar el debate del terreno de las emociones y centrarlo en el de las políticas públicas"

El propio Rosanvallon señalaba que la alternativa a la polarización populista "no puede consistir en limitarse a defender el orden de cosas existente" sino en "ampliar la democracia para darle cuerpo, multiplicar sus modos de expresión, procedimientos e institucionesmás allá del simple ejercicio del voto. O lo que es lo mismo, la mejor manera de despolarizar la democracia no es erosionándola aún más y deslegitimando sus instituciones, sino mejorándola con más y mejor democracia. 

Esto pasa, entre otras cosas, por sacar el debate del terreno de las identidades y las emociones y centrarlo en las políticas públicas que afectan a la vida de los ciudadanos. Los líderes políticos son los primeros que deben dar ejemplo de responsabilidad, subrayando lo que une en lugar de lo que separa y huyendo de las descalificaciones personales y del uso de las redes para crispar y dividir. Y en último lugar, pero no menos importante, los medios de comunicación tienen la obligación de autorregularse para no echar más leña al fuego de una hoguera que se nos puede terminar escapando de las manos. Si todo esto les parece utópico, confieso que no sé qué otra cosa se puede hacer. 

Democracia enferma

Uno de los síntomas de la defectuosa democracia española de la que habla The Economist es la imposibilidad casi congénita de que el PP y el PSOE lleguen a acuerdos de gobierno o sobre grandes asuntos de estado. El ejemplo más próximo está en Castilla y León, en donde se da por hecho que el PP tendrá que llegar a compromisos con Vox para mantenerse en el gobierno tras su pírrica victoria en las elecciones del domingo. Ni populares ni socialistas parecen darle ninguna opción a la posibilidad de algún tipo de acuerdo entre ambos, como si en lugar de ser adversarios democráticos que han competido en unas elecciones fueran enemigos irreconciliables. Para que tal cosa ocurriera haría falta un sentido de estado mucho más acusado que el que vienen demostrando los líderes nacionales de ambos partidos y, sobre todo, anteponer el interés general, la estabilidad de las instituciones y la moderación política a los tacticismos cortoplacistas de uno y otro. Esa polarización política es precisamente uno de los síntomas de que la salud de la democracia española necesita cuidados intensivos para evitar el agravamiento del cuadro clínico.


Retroceso global

El informe de The Economist sobre la salud de la democracia en el mundo no es la verdad revelada, aunque constituye un buen termómetro para medir si el menos malo de los sistema políticos conocidos avanza o retrocede globalmente. Las conclusiones demuestran que retrocede y que los dos años de pandemia no han hecho sino agravar los preocupantes síntomas detectados ya a raíz de la crisis financiera de 2008. Ese retroceso ha afectado sobre todo a las libertades individuales como nunca antes había ocurrido en tiempos de paz y casi que en época de guerra también. Por desgracia, el índice no valora las consecuencias que en términos de desigualdad o acceso a los servicios públicos ha provocado esta crisis, lo que nos permitiría disponer de una visión menos centrada únicamente en las libertades formales y más atenta también a la realidad social.

Entre las democracias que según The Economist han retrocedido en el último año está la española, que ha bajado de primera a segunda división al pasar de “democracia plena” a “democracia defectuosa”. Nuestro país cae del puesto 22 al 24 en la lista mundial, una caída que se añade a los seis escalones que ya había descendido el año anterior. El deterioro coincide en el tiempo con el Gobierno de Pedro Sánchez, que tiene en su haber el dudoso honor de haber decretado dos estados de alarma inconstitucionales o el cierre del Congreso, entre otras decisiones que casan muy mal con el respeto debido a los principios y normas democráticos y a las instituciones en una democracia plena.

Independencia judicial y calidad democrática

Entrando al detalle, es en el capítulo de la independencia judicial en donde The Economist propina el mayor tirón de orejas a la democracia española debido al bloqueo de la renovación del Consejo del Poder Judicial, que cumple ya más de tres años en funciones. Con su incapacidad para el acuerdo y su pugna por el control del gobierno de los jueces, los dos grandes partidos deterioran gravemente uno de los tres poderes del Estado. Aparte de que sea necesario modificar el sistema de renovación de los vocales del Consejo para garantizar su independencia, tal y como han demandado reiteradamente las instancias europeas, PP y PSOE deben acabar cuanto antes con una situación que degrada la calidad democrática de nuestro país.

"En España, las deficiencias de la democracia siempre son responsabilidad de otros"

La primera obligación de un enfermo es reconocer sus dolencias y someterse al tratamiento adecuado para recuperar la salud. En el caso español ocurre, sin embargo, que la culpa de nuestras deficiencias democráticas siempre es de un tercero, nunca propia. Síntoma de esa enfermedad es precisamente que, nada más conocerse el índice de The Economist, el Gobierno y los partidos de izquierda se apresuraron a culpar a los de derechas, y viceversa, del retroceso en la calidad de nuestra democracia. Lo responsable y democrático tendría que haber sido reconocer los achaques y proponer soluciones, en lugar de aprovechar la oportunidad para capitalizar el informe y polarizar aún más el ambiente.

Democracia, un sistema complejo y frágil

Tendemos a pensar que la democracia vino para quedarse per saecula saeculorum y descartamos que las cosas puedan empeorar, que de hecho es lo que está sucediendo. En los poco más de dos siglos que tiene de edad este sistema político ha habido avances y retrocesos y, en no pocas ocasiones, se ha acabado imponiendo el autoritarismo o el totalitarismo puro y duro. Su propia naturaleza hace de la democracia un sistema inestable y vulnerable frente a sus enemigos, situados sobre todo en los extremos del espectro político, aunque prácticamente no exista ningún país que no mencione la democracia en su constitución y ningún partido se atrevería hoy a proclamar abiertamente que su objetivo es imponer una dictadura o un régimen autoritario. 

La democracia siempre ha vivido condicionada por las contradicciones insalvables entre cómo nos gustaría que fuera y cómo funciona en la realidad. Se puede afirmar incluso que “defectuosa” es un adjetivo que casa bien con democracia: una democracia perfecta no ha existido ni existirá jamás en ninguna parte, si bien eso no debería llevarnos a una peligrosa autocomplacencia y a restarle importancia al agravamiento de los síntomas que viene presentando el paciente en los últimos años. 

"La democracia perfecta no ha existido ni existirá nunca"

Porque puede llegar un momento, tal vez cuando menos lo esperemos, que la enfermedad esté tan extendida que los remedios a la desesperada ya no sirvan de nada: la pérdida de legitimidad ante los ciudadanos, la deslealtad de los partidos, el desprestigio y la colonización política de las instituciones, los ataques sistemáticos al poder judicial, la falta de eficacia y efectividad del gobierno, el populismo y la polarización son síntomas bien visibles de que la salud de la democracia española empieza a requerir atención urgente.

Ni la clase política ni los ciudadanos deberían olvidar lo que supone vivir en un sistema democrático ni la travesía del desierto que tuvo que pasar este país para dejar atrás el largo y oscuro túnel de la dictadura. Sobre todo, no debemos olvidar que tenemos en nuestras manos un complicado a la vez que delicado mecanismo político que hay que cuidar con el mimo y el respeto que merece para que dure y mejore su funcionamiento, conscientes siempre de que nunca será perfecto pero sí perfectible.  

La mascarilla como símbolo

A estas alturas de la pandemia ya deberíamos haber aprendido que intentar vincular muchas de las decisiones sanitarias del Gobierno con los datos epidemiológicos y las evidencias científicas, es una pérdida de tiempo que solo conduce a la melancolía. Pasó en su momento con las vacunas y ha pasado también con las mascarillas que, más que “un símbolo de que la pandemia sigue entre nosotros”, como dijo hace poco el inefable Ximo Puig, es un ejemplo más, de tantos que se podrían citar, de que buena parte de las medidas frente al virus han tenido mucho más que ver con los intereses políticos del Gobierno que con una estrategia sanitaria reconocible y creíble por la ciudadanía. Así, imponer el uso obligatorio  de la mascarilla en exteriores a finales de diciembre pasado, en contra del parecer de la práctica totalidad de los especialistas y hasta del sentido común, solo vino a rubricar dos años de decisiones arbitrarias y erráticas que han terminado por conseguir que los ciudadanos ya no sepan qué creer o hacer ni en quién confiar.

EFE

Oídos sordos ante la evidencia científica

Si obviamos a los hinchas irreductibles, a unos pocos expertos y unos cuantos periodistas para los que si el Gobierno dice blanco, ellos dicen blanquísimo, y si dice negro, ellos dicen negrísimo, prácticamente nadie entendió que lo único que cabía hacer en plena sexta ola de contagios fuera volver a la obligatoriedad de los tapabocas al aire libre. Las advertencias de que los contagios en exteriores son de un 15% a un 20% más bajos que en interiores y que una medida como esa, además de inútil, podía ser contraproducente y generaría más cansancio entre la población, por un oído le entraron y por el otro le salieron al presidente y a su obediente ministra de Sanidad.

De lo que se trataba una vez más era de que Sánchez pudiera salir de una reunión con los presidentes autonómicos y hacerse la foto anunciando una decisión ridícula, cuyo único fin era dar la sensación de que se estaba haciendo algo para contener el virus. Como los datos epidemiológicos se han encargado de demostrar con creces, el número de contagios no paró de aumentar en las semanas siguientes a la implantación de la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores. Eso sí se podía saber, pero Sánchez lo ignoró deliberadamente.

"La obligatoriedad de la mascarilla no redujo los contagios"

Conseguido el objetivo y en vigor el Decreto Ley correspondiente, el Gobierno se lo tomó con calma antes de llevarlo al Congreso para su convalidación, lo cual ocurrió casi al límite del plazo legal de 30 días del que disponía, una prueba más del poco aprecio de Sánchez a la institución en la que reside la soberanía nacional. Para mayor escarnio, en el decreto ley sometido al Congreso se introdujo de rondón la revalorización de las pensiones, una suerte de chantaje político en forma de pastiche legislativo, que obligaba a los partidos a pasar por el aro de aceptar la obligatoriedad de las mascarillas en exteriores. Todo esto ocurría, además, mientras en la práctica totalidad de los países europeos los gobiernos respectivos habían acabado o estaban acabando con esa norma y flexibilizando el uso del controvertido pasaporte COVID.

¡Sorpresa, sorpresa!

Solo unos pocos días después de convalidado el Decreto Ley, la ministra anunciaba el fin de la obligatoriedad de la mascarilla al aire libre para el jueves, 10 de febrero, casualmente a tres días de las elecciones autonómicas en Castilla y León. En esta ocasión el instrumento jurídico ha sido un simple Decreto, lo que implica que no necesita la convalidación del Congreso. El propio Gobierno, haciendo bueno aquello de que quien hizo la ley, hizo la trampa, se reservó en el Decreto Ley la posibilidad de modificarlo vía decreto mondo y lirondo cuando le viniera bien, en los términos que le convinieran y sin necesidad de pasar por el engorro de acudir al Congreso para recibir el visto bueno.

Todos los que pontificaron desde las redes y aplaudieron en diciembre hasta que les sangraron las manos la implantación de la obligatoriedad de la mascarilla en exteriores y que volvieron a aplaudir a rabiar hace solo una semana cuando el Congreso convalidó la medida, se vuelven ahora a dejar la piel, pero para todo lo contrario, para jalear el fin de la obligación. Coherencia y sentido crítico vendo, que para mí no tengo, cabría decir ante tanta inconsecuencia como para ir por la vida dando consejos a los demás desde los púlpitos mediáticos.

"Los mismos que aplaudieron a rabiar la obligatoriedad de la mascarilla, aplauden tres días después el fin de la medida"

Al Gobierno se le suele acusar, creo que con razón más que sobrada, de sus contradicciones, bandazos y vaivenes en la gestión de la pandemia. Lo grave es que esa falta de dirección y estrategia, que tanto daño social y económico han hecho, está mucho más relacionada con objetivos espurios y ajenos a la emergencia sanitaria que con la necesidad de controlar la expansión del virus y sus consecuencias. Es justo reconocer que algunos de los errores cometidos, sobre todo al comienzo de la pandemia, se pueden achacar en parte a las características y a la evolución de una enfermedad desconocida, ante la que, no obstante, se reaccionó tarde y de forma temeraria e irresponsable por parte del Gobierno. 

Pero hecha esa salvedad, no creo que sea injusto considerar también que en buena parte de las decisiones adoptadas se ha ninguneado el criterio científico, por más que el Gobierno lo haya usado como coartada para justificarse ante la opinión pública, y ha primado el cálculo político e incluso el económico. Si de algo es símbolo el quita y pon de la mascarilla no es de que “la pandemia sigue entre nosotros”, como dice Ximo Puig, sino de una gestión sanitaria poco transparente, deficiente, contradictoria y en muchas ocasiones absolutamente incompresible para los ciudadanos.

Canarias, sola ante el desafío migratorio

Escribir o reflexionar sobre la inmigración y Canarias es como vivir en el día de la marmota: pareciera como si el tiempo se hubiera detenido y estuviéramos condenados de por vida a padecer la misma desidia, desinterés e incompetencia de los responsables públicos ante este drama humanitario, cubierto todo ello con el manto del silencio y la indiferencia social. Las administraciones implicadas se pasan el problema entre ellas y todas a una piden a la UE que haga algo para lo que ha demostrado con creces su impotencia: dotarse de una política migratoria común que merezca tal nombre. Mientras, casi a diario se registran nuevas llegadas, naufragios y pérdidas de vidas en el mar, como si lo que está ocurriendo fuera una tragedia inevitable ante la que nada se puede hacer, salvo darse golpes de pecho en las redes, pronunciar frases tan vacías e impostadas como hipócritas y esperar que, con un poco de suerte, el problema tal vez se acabe resolviendo por intercesión divina o por ciencia infusa.

EFE

Arrastrando los pies

Para nadie que siga la actualidad con un mínimo de interés es un secreto que la inmigración y la tragedia de las muertes en el mar no forma parte de la agenda política del Gobierno que más ha presumido y presume de progresista desde el inicio de la etapa democrática. Lástima que, una vez más, solo sea propaganda y autobombo que no se compadece con la dura realidad de quienes pierden la vida o de los que, tras su llegada, se hacinan durante semanas en un muelle pesquero o en unos barracones malolientes. Como de lastimoso y sangrante es que ese postureo teatral del Gobierno pretenda ocultar la realidad de los casi 3.000 menores que tutela a duras penas la comunidad canaria, mientras Madrid arrastra los pies en la búsqueda urgente de una solución que permita una distribución más equitativa de la carga entre todas las comunidades autónomas.

La escandalosa insensibilidad con la que el Gobierno de Madrid se toma esta situación trae causa de la irrelevancia y el escaso peso político de Canarias en el contexto nacional. Las quejas con sordina del presidente canario declarándose “consternado” o amagando con "revirarse" y los lamentos farisaicos de Podemos, olvidando una vez más que forma parte de los gobiernos canario y central, apenas si llegan a la categoría de cosquillas políticas ante gente como Escrivá o Grande-Marlaska, dos ministros con un acreditado currículo de torpezas y falta de interés por lo que ocurre en las islas con la inmigración irregular. 

Por no hablar del propio presidente, para quien las islas parecen solo ese lugar al que viajar todas las semanas para fotografiarse a los pies de un volcán en erupción y anunciar ayudas que no terminan de llegar, cuando no destino de unas relajadas vacaciones junto al mismo mar en el que el año pasado perdieron la vida más de 1.300 personas y por el que arribaron al Archipiélago más de 20.000.

Ni está ni se le espera

Cierto que el Gobierno de Canarias se desvive para dar respuesta a la situación, no lo vamos a negar porque faltaríamos a la verdad. Pero tampoco se puede obviar la limitación de los recursos propios para que la respuesta sea acorde al desafío y es ahí en donde el Gobierno central ni está ni se le espera a corto plazo y no sabemos si a medio y largo tampoco. La pachorra y el desinterés es tal que uno se ve obligado a preguntarse si en Madrid seguirían silbando y mirando al tendido si el drama humanitario que se desarrolla en las costas canarias estuviera ocurriendo en las catalanas o vascas.

La cuestión es cuántas personas más deben morir o desaparecer en las frías aguas atlánticas para que el asunto merezca la atención que requiere por parte de todos, incluidos unos medios de comunicación que en su gran mayoría se conforman con hacer el cansino recuento diario de llegadas, muertes y desapariciones. ¿Cuántos mensajes de compungido dolor tendremos que leer aún en las redes por parte de gente que no duda en acusar de racista o xenófobo a cualquier que se atreva a alzar la voz ante esta situación, pero evita cuidadosamente señalar con nombres y apellidos a quienes tienen una elevada responsabilidad en este estado de cosas?

Saturación en los centros de menores

Particularmente acuciante es la situación de los menores no acompañados que han desbordado los centros de la comunidad autónoma, sin que el Gobierno central haya hecho nada eficaz para aliviar esa situación alcanzando acuerdos de derivación con otras regiones o agilizando los trámites para determinar si los que dicen ser menores lo son realmente. Es más, el inefable Escrivá no se ha privado de recordar que la tutela de esos menores es competencia de la comunidad autónoma, todo un aviso a navegantes de que el asunto no le va a quitar el sueño, a pesar de que es al Estado al que le corresponde hacer honor y cumplir los convenios internacionales sobre protección de la infancia, algo que el ministro parece ignorar.  

Cuando Canarias se queja de que ya no puede más, Madrid saca a relucir una cosa llamada Estrategia Estable de Atención Integral a la Infancia Migrante no Acompañada – el nombre es todo un monumento a la fatuidad – del que únicamente se conoce un borrador presentado en septiembre. Como no podía ser de otra manera, el Parlamento canario creó en septiembre una "comisión de estudio" sobre la inmigración, una manera tan socorrida como inútil de la que suelen echar mano los políticos cuando quieren dar la falsa sensación de que están muy preocupados por un problema.

Solos ante el desafío

Como señalé en un post reciente, la única estrategia reconocible es poner el problema en el tejado de Bruselas e ir tirando como buenamente se pueda sin hacer excesivo ruido mediático. Ocurre que en la capital comunitaria es cada vez más evidente la impotencia para disponer de algo que merezca el nombre de política migratoria común, como no sea la de blindar las fronteras exteriores, tal y como acaba de pedir Macron hace unos días para ganarse al electorado de la derecha. Así, todo el esfuerzo parece mucho más dirigido a impedir las llegadas que a mejorar los rescates en alta mar. Eso, y pagar para que estados fallidos como Libia o regímenes autoritarios como Turquía taponen las salidas, es todo lo que parece dispuesta a hacer la UE en esta materia. 

Todos los analistas coinciden en que la inmigración irregular está ya muy lejos de ser una cuestión pasajera o coyuntural y se ha convertido en una realidad permanente agravada por factores como el incremento de las desigualdades a raíz de la pandemia, el aumento de los conflictos y las consecuencias del cambio climático. Canarias está hoy prácticamente sola ante un fenómeno que la supera y para el que es imprescindible el apoyo de un gobierno estatal que se niega sistemáticamente a ver la gravedad de la situación, de manera que cuando reacciona lo hace tarde, de mala gana y de forma improvisada. Pero eso sí, nos tenemos que consolar recordando que jamás antes había tenido España un gobierno tan progresista y preocupado por los más débiles como el actual. 

Verdad y justicia en las residencias de ancianos

No me hago ilusiones sobre la posibilidad de llegar a conocer con detalle qué ocurrió en las residencias de mayores para que la COVID-19 haya acabado con la vida de más de 35.000 ancianos, casi cuatro de cada diez víctimas mortales causadas hasta ahora por la enfermedad. Dudo incluso que podamos conocer con exactitud el número real de mayores alojados en residencias que fallecieron por el virus o con síntomas compatibles con él, habida cuenta el caos de una recogida de datos caracterizada por la disparidad de criterios entre comunidades autónomas. Me temo que el deseo de los ciudadanos de que acabe la pesadilla lo están aprovechando los responsables públicos para correr un tupido velo sobre un asunto que les concierne directamente. Además, a la evidente y escandalosa falta de voluntad política se une el escaso interés que muestra la justicia para llegar al fondo de la cuestión.

EFE

Desinterés judicial y político

Según Amnistía Internacional, la fiscalía ha archivado casi nueve de cada diez investigaciones penales abiertas al inicio de la pandemia por el posible incumplimiento de los protocolos internacionales sobre las "muertes potencialmente ilícitas". También denuncia que el Ministerio Público, que paradójicamente reconoce la vulneración objetiva de derechos básicos, da carpetazo a sus investigaciones sin elevarlas a los tribunales y sin tomar declaración a los familiares alegando que eso reavivaría su dolor. Tampoco se han realizado inspecciones para comprobar el funcionamiento y los protocolos de atención a los residentes. A su vez, el Consejo del Poder Judicial no ha hecho seguimiento alguno de los casos en investigación para asegurarse de que se respeta el derecho constitucional de acceso a la justicia.

En el ámbito político no es mayor el interés. Aunque en algunas autonomías los fallecidos en residencias son casi la mitad y en otras incluso más de la mitad de las víctimas totales del COVID-19, solo unos cuantos parlamentos regionales crearon comisiones de investigación que no han tardado en cerrar como si les quemaran en las manos y sin sacar conclusiones útiles. Se comprueba de nuevo que estas comisiones son solo cajas de resonancia política, como demuestra el hecho de que los mismos partidos que las apoyaron en un sitio se opusieron en otro. Amnistía pide al Congreso de los Diputados una “comisión de la verdad” que dé respuesta a las familias y haga recomendaciones para que no vuelva a suceder algo similar, pero creo que ni el más optimista de los españoles esperaría algo positivo de una comisión como esa en la actual situación política. 

El caos de los datos 

Lo primero que habría que hacer es establecer los datos reales de fallecimientos por COVID-19 en residencias, un aspecto en el que nos encontramos de nuevo con la penosa gestión de los poderes públicos. No fue hasta marzo de 2021, un año después de iniciada la pandemia, cuando el Gobierno presentó la información de la evolución de la enfermedad en las residencias de forma agregada y sistematizada. A pesar de su promesa de informar puntualmente, la primera información se demoró hasta noviembre y, mientras, los medios hicieran sus propias cuentas con los datos de las comunidades autónomas. A fecha de hoy, la disparidad de criterios hace que dos años después del comienzo de la crisis sigamos manejando datos provisionales.

"A fecha de hoy continuamos manejando datos provisionales sobre los fallecimientos en residencias"

Del mismo modo, apenas se ha empezado a trabajar en el llamado “nuevo modelo de residencias”, que para cuando se aplique puede que haya quedado desfasado si no se agiliza el trabajo. Todo lo que hay de momento es un borrador en fase de discusión entre el Gobierno central y las comunidades autónomas y ninguna fecha para aplicarlo.

El mundo de las residencias en España, un lucrativo negocio ante la escasez de plazas públicas y el envejecimiento de la población, apenas ha cambiado en los últimos cuarenta años: inspecciones escasas, sanciones irrisorias, fallos de protocolos, gestión y atención, aislamiento social, barreras arquitectónicas o dificultades para acceder a los servicios sociales son algunas de sus principales deficiencias. A pesar de que deben confiarles la atención de sus mayores y pagar por ello, a la hora de elegir residencia las familias carecen de información oficial de confianza sobre la calidad de la asistencia, con lo que se ven obligadas a elegir casi a ciegas. 

Lo ocurrido no era inevitable

La llegada del virus exacerbó estos problemas y la caótica gestión convirtió a las residencias en la mayor morgue del país. Sin embargo, no se sabe de ningún responsable público que haya prestado declaración sobre las medidas tomadas para garantizar el derecho a la vida y el acceso a la salud de un colectivo tan vulnerable como se sabía que era el de los mayores. Tal vez el objetivo inconfesable de tanto desinterés sea el de hacernos creer que lo ocurrido fue inevitable y que no se pudo hacer más ni mejor. 

"Las familias tienen derecho a conocer la verdad y a que se haga justicia"

Es muy poco probable que no se pudiera hacer más y mucho mejor pero, en cualquier caso, para llegar a esa conclusión primero habría que analizar a fondo si los protocolos fueron los correctos y determinar quiénes y con qué criterios médicos decidieron no hacer derivaciones a los hospitales a pesar de que era evidente que las residencias no podían prestar la adecuada atención a los enfermos; asimismo haría falta un análisis riguroso de las consecuencias físicas y mentales derivadas de confinar a los mayores durante días en sus cuartos, sin poder recibir la visita de sus familiares, así como de los medios materiales y humanos con los que las residencias afrontaron la pandemia. 

Estos y muchos otros aspectos es lo que debería estar investigando a fondo la justicia y evaluando los responsables políticos, cuyas decisiones son cuando menos muy cuestionables por decirlo con benevolencia. No es de recibo en un Estado social y democrático de derecho que los poderes públicos dejen a miles de familias en la indefensión o las obliguen a soportar la carga de la investigación sobre la muerte de sus seres queridos. La sociedad en general y las familias en particular tienen derecho a conocer la verdad y a que se haga justicia. Se lo debemos a nuestros mayores, aunque por desgracia vamos camino de volverles a fallar y eso será como dar el primer paso para que la tragedia se repita.