Casi 4.000 personas se quitaron la vida en España en 2020, una media de once cada día. Es la cara menos visible de esta interminable pandemia de COVID-19, y desgraciadamente también la que menos atención ha recibido a pesar de las reiteradas advertencias de los profesionales sanitarios sobre las consecuencias del confinamiento para la salud mental de la población. Si ya en 2019 se produjo un incremento del 3,7% en el número de suicidios registrados en España con respecto al año anterior, durante el año del confinamiento ese porcentaje se elevó hasta el 7,4, lo que equivale a 270 suicidios consumados más. Quedarse de brazos cruzados o aplicar parches no es una opción ni social ni política ante las dimensiones que ha ido adquiriendo este fenómeno.
Cifras de vértigo para un asunto complejo
El suicidio es la primera causa de muerte externa no natural en España y las víctimas de suicidio ya triplican a las de los accidentes de tráfico. El número de suicidios supera en más del 13% el de homicidios y los menores, jóvenes, mujeres y mayores de 80 años que decidieron poner fin a sus vidas también aumentaron en 2020. En la sombra quedan los intentos frustrados que no aparecen en las estadísticas oficiales y que según el Observatorio del Suicidio en España pueden rondar los 80.000 al año. En medio de esta marea de datos cada vez más preocupantes, tal vez lo único positivo sea que, lenta pero inexorablemente, se empieza por fin a superar el viejo tabú de no hablar de este problema en los medios por miedo al efecto contagio. Aunque con matices, porque en determinadas ocasiones que están en la mente de todos a propósito del suicidio de algún personaje popular, aún pueden más la frivolidad y la banalidad que el tratamiento riguroso y responsable que demanda el caso.
El suicidio es un fenómeno complejo, multifactorial y multidimensional que no admite generalizaciones ni tópicos y cuyo tratamiento exige una sensibilidad humana y social exquisita. Suicidios ha habido siempre y siempre los habrá, lo que no implica que debamos encogernos de hombros y no hacer nada para evitarlos hasta donde sea razonable y humanamente posible. Ante todo debemos partir de que nos encontramos frente a un drama vital y personal que se resiste a reducirse a una fría estadística más. El suicidio está estrechamente vinculado al sentido de la vida y a si vale la pena continuar viviéndola. Se ha dicho que un suicida es alguien que quiere seguir viviendo pero no sabe cómo, una frase que encierra mucha verdad sobre esta cuestión. Entender esto es esencial para afrontar un drama humano que a todos nos debería conmover y animar a poner de nuestra parte para minimizarlo.
En el plano sanitario el suicidio es la punta del iceberg del estado de la salud mental de una sociedad, sin duda la más afilada y dramática. Pero detrás y por debajo hay todo un mundo silencioso de situaciones de depresión y ansiedad, exacerbadas durante la pandemia, al que es imprescindible que el sistema sanitario dé una respuesta integral. Si bien es cierto que no todos los trastornos de naturaleza mental culminan necesariamente en suicidio, ello no debería ser óbice para no poner en marcha planes de prevención. De hecho, psicólogos, pediatras o psiquiatras vienen reclamándolos desde hace tiempo y recordando que en los países en los que se han implementado (Suecia, Irlanda o Dinamarca) han dado buenos resultados.
Los planes del Ministerio
El Ministerio maneja una Estrategia y un Plan de Salud Mental 2022 - 2024 dotado con 100 millones de euros a distribuir entre las comunidades autónomas, que considera herramienta suficiente para dar respuesta al aumento de los suicidios sin necesidad de planes específicos. En la Estrategia y el Plan se recogen medidas como "tratar de mejorar el acceso a los servicios de salud mental" o "mejora de la atención de las personas con riesgo de conducta suicida" y otro buen número de bienintencionados objetivos que cualquiera podría suscribir con los ojos cerrados. Hasta Pedro Sánchez anuncio el 9 de octubre la entrada en servicio "en las próximas semanas" de un teléfono de prevención del suicidio. Cuatro meses después solo se sabe que el número será el 024, pero si alguien llama escuchará un mensaje diciendo que "el número que usted ha marcado no corresponde a ningún cliente".
Falta más concreción e incluso ambición y el importe de la partida no parece muy generoso a expensas de lo que aporten las comunidades autónomas. Además, el Plan descarga buena parte de la responsabilidad en una Atención Primaria saturada y exhausta después de seis olas consecutivas de contagios por COVID-19. Dicho en otros términos, los planes y las estrategias del Ministerio y las autonomías pueden no pasar de ser otro bonito brindis al sol sin efectos positivos sobre la salud mental de la sociedad española.
Se puede y se debe hacer mucho más frente a un problema que los poderes públicos llevan demasiado tiempo tratando como algo secundario. La salud mental ha sido tradicionalmente una hermana pobre de la sanidad pública, como pone de manifiesto el estado casi de postración en el que se encuentra. Se corre el riesgo de que el cuadro clínico empeore aún más tras la pandemia si desde el ámbito político no se afronta con mayor decisión su abandono de décadas. La buena noticia es que en el plano social se está empezando a levantar por fin el manto de silencio que ha pesado tradicionalmente sobre los problemas de salud mental y, aunque aún queda mucho camino que andar, se comienzan a asumir con la misma naturalidad que los relacionados con los de la salud física. La sociedad está empezando a hacer sus deberes y es imprescindible que los políticos empiecen a hacer los suyos cuanto antes.
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