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Contando olas de COVID-19

Confieso con sinceridad y sin asomo de ironía que ya dudo sobre la ola de COVID-19 en la que nos encontramos en este momento y lugar. En algunos medios leo que vamos por la sexta y en otros que aún estamos en la quinta, pero esperando por la siguiente en un suma y sigue continuo. Puede que sea solo el fruto de la confusión de la que sigue adoleciendo la lucha contra la pandemia con sus subidas y bajadas de nivel de riesgo y su galimatías de medidas contradictorias, el lío jurídico que la rodea y un cierto periodismo más interesado en ponernos los pelos de punta que en contarnos la realidad sin agravarla más de lo que ya está. En todo caso puede que el virus se vuelva endémico aunque menos peligroso y se quede para siempre entre nosotros, lo que permite suponer que las olas continuarán yendo y viniendo como las del mar. Pero eso es lo de menos, lo que realmente nos debe preocupar es ser capaces de construir diques para contenerlas y recuperar las libertades sacrificadas, el curso de nuestras vidas y la economía.  

EFE

Desescalar con prudencia

La clave es aprender de lo que se ha hecho mal, que tiempo de sobra ha habido, para no estrellarnos de nuevo contra los mismos o parecidos errores. A fecha de hoy parece que los contagios descienden, si bien la presión hospitalaria es aún elevada y todos los días mueren personas como consecuencia de la enfermedad. Nos queda como mínimo agosto para saber si se ha superado esta ola, sea la quinta o la sexta, tanto da. Respirar con relativo alivio cuando llegue septiembre y se acerque el otoño dependerá, entre otras cosas, de que la vacunación continúe a buen ritmo entre los jóvenes y de la responsabilidad social de vacunados y no vacunados.  

También es crucial que no aparezca una nueva mutación que deje inoperativas las vacunas disponibles y la pandemia se vuelva a descontrolar como ya nos ha pasado en varias ocasiones desde principios del año pasado. Especialistas de reconocida solvencia como Rafael Bengoa alertan de la necesidad de no empezar a correr de nuevo en la desescalada antes de haber afianzado el control sobre la situación actual. Ir con pies de plomo sería la consigna si queremos empezar a construir esos diques de los que hablaba antes.

"Nos queda como mínimo el mes de agosto para saber si se ha superado esta ola"

Hay pocas dudas a estas alturas de que, de haberse impuesto el principio de prudencia y no el cálculo político o la ansiedad económica, no se habría anunciado irresponsablemente el triunfo sobre el virus como hizo hace más de un año Pedro Sánchez; tampoco se habría levantado el estado de alarma sin legislar para dar cobertura legal a las comunidades autónomas y no se habría relajado el uso de la mascarilla ni se habría vendido cien veces la inminente vuelta de los turistas cuando las evidencias no apuntaban en esa dirección. 

La confusión sobre la tercera dosis y el reto del otoño

El principio de prudencia exige también estar atentos a la evolución de la pandemia en otros países para no desdeñar, como se hizo alegremente en primavera con la variante delta, los riesgos derivados de mutaciones con un alto poder de contagio y/o letalidad. Es imprescindible una vuelta al cole ordenada, habida cuenta de que aún no hay vacuna para menores de 12 años, así como prever el regreso de los universitarios a las aulas y el de los ciudadanos hoy de vacaciones a sus puestos de trabajo. Se trata de factores de riesgo en los que hay que pensar ahora y no cuando volvamos a tener la situación manga por hombro, la piedra en la que no hemos dejado de tropezar una y otra vez. 

También es muy conveniente que el Gobierno cese de enviar mensajes contradictorios a la población sobre la tercera dosis de la vacuna y aclare cuanto antes qué piensa hacer, cómo y cuándo. Mientras Alemania, Francia o el Reino Unido ya han anunciado que a partir de septiembre habrá un tercer pinchazo de refuerzo entre los grupos más vulnerables, en España la ministra de Sanidad y la de Ciencia se contradicen en público sobre si se administrará o no, añadiendo más confusión a la ya existente. 

"Resolver el alboroto jurídico debería ser prioritario"

Aunque para confusión y caos, achacable en exclusiva al Gobierno central, la generada tras el fin del estado de alarma sin dotar a las comunidades autónomas de cobertura jurídica que les ahorrara los revolcones judiciales. Aunque no es el único, el caso canario es paradigmático de las consecuencias de que el señor Sánchez decidiera en mayo desentenderse de la gestión de la crisis y pusiera el marrón en el tejado de las autonomías, mientras él se llenaba la boca de "cogobernanza" y se dedicaba en exclusiva a cantar las alabanzas de una recuperación económica aún más imaginada que real. Resolver este alboroto jurídico debería ser prioritario en cuanto comience el nuevo curso político, pero desgraciadamente no parece que haya intención de hacer nada al respecto.   

Obligatoriedad de la vacuna y certificado COVID

Ahora se debate sobre la vacunación obligatoria de determinados colectivos o si puede exigirse algún tipo de certificado para acceder a algunos establecimientos. Se trata de otro debate que afecta de nuevo a libertades y derechos fundamentales y que, en todo caso, se debería estar sustanciando en el Congreso de los Diputados y no en los medios de comunicación y en las redes sociales. España se nos muestra así como un país en el que, con tal de eludir responsabilidades y no cumplir sus obligaciones, los políticos con mando en plaza buscan chivos expiatorios en el negacionismo, en los jóvenes "irresponsables" que hacen botellones o en los jueces por no transigir con los trágalas del gobierno. 

"Se trata de otro debate que afecta a derechos fundamentales"

Particularmente grave e insidioso es el inmisericorde ataque contra el Poder Judicial por cumplir con su función constitucional y hacer valer la separación de poderes. Es absurdo e impropio que el poder ejecutivo pida a los jueces que "unifiquen criterios", como ha hecho el presidente canario. Si Ángel Víctor Torres fuera un político valiente habría pedido hace tiempo el estado de alarma en las islas o, mejor aún, habría exigido al Gobierno de su partido que cuanto antes impulse en el Congreso una legislación que ponga fin al desorden actual para poder actuar con amparo legal suficiente si fuera necesario. 

Sin embargo, parece que cualquier excusa, incluso deslegitimar a uno de los poderes del Estado y poner en solfa derechos y libertades constitucionales, es buena si sirve para ocultar que en no pocas ocasiones se ha actuado más por cálculo político que en función de la prudencia y el parecer científico. Puestos a hablar de negacionismo y de responsabilidad, la realidad es que la inmensa mayoría de los españoles merecen un sobresaliente a pesar de unos gestores políticos acreedores de un suspenso general. En su gestión imprudente y desnortada encontramos parte de la respuesta al actual clima social de hartazgo cuando no de indiferencia o rechazo frente a medidas muchas veces ininteligibles. Lo dramático es que mientras no hagan sus deberes y merezcan el aprobado seguiremos contando olas y sufriéndolas. 

Alarma inconstitucional

Un gobierno que deliberadamente se salta la Constitución y vulnera los derechos fundamentales de cuarenta y siete millones de ciudadanos no es digno de continuar al frente de un país democrático. Si los españoles fuéramos menos condescendientes y mucho más exigentes con la clase política, ese gobierno ya habría dimitido y convocado elecciones. En España no pasará nada parecido porque gran parte de la sociedad dormita dopada por debates de campanario, lo que facilita que el Gobierno actúe con escaso o nulo respeto a las normas que son la garantía del estado de derecho. No debería la sociedad dejarse arrastrar al falso debate al que el Gobierno pretende desviar la atención tras el varapalo que le acaba de endosar el Tribunal Constitucional en relación con el primer estado de alarma por la pandemia. Como subraya el propio Constitucional, ni siquiera el interés general puede situarse por encima de los derechos fundamentales.

Reuters
Inconstitucionalidad por cálculo político

Lo que se debate no son las vidas que se salvaron gracias al estado de alarma, sino el empleo de una herramienta constitucional que no amparaba las restricciones de movilidad. Lo verdaderamente crucial es que las vidas salvadas serían las mismas si el instrumento elegido hubiera sido el estado de excepción. No hay peor sordo que el que no quiere escuchar: a pesar de todas las advertencias sobre la inconstitucionalidad del decreto, el señor Sánchez y los suyos hicieron caso omiso por puro cálculo político. Decretar un estado de alarma le permitía sortear con más holgura el control parlamentario, algo que no ocurría en cambio con el estado de excepción. En realidad, nada nuevo bajo el sol: este Gobierno, con un presidente alérgico al control parlamentario al frente, ha hecho bueno al señor Rajoy, al que Sánchez afeaba desde la oposición que gobernara a golpe de decreto, solo que en este caso él ha ido un paso más allá y ha lesionado derechos fundamentales sin pararse en barras. 

"Decretar un estado de alarma le permitía sortear con más holgura el control parlamentario"

Las reacciones del Gobierno y su entorno no han hecho sino subrayar el desdén y el desprecio, cuando no la ignorancia, con los que este Ejecutivo se ha acostumbrado a tratar al resto de poderes e instituciones del Estado cuando sus decisiones le son desfavorables. El denominador es sostenella y no enmendalla, cuando no alegrarse por haber vulnerado la Constitución con el argumento falaz de haber "salvado vidas". Mención especial merecen las declaraciones de dirigentes y cargos públicos de Podemos cuestionando la decisión del Constitucional por la poderosa razón de que el resultado de la votación no fue unánime, como si la fuerza de la decisión fuera menor por ese motivo, y porque el recurso lo había presentado Vox, como si no fuera un partido legal que ejerció un derecho constitucional.  

Jueces malos, gobierno bueno

Ministras como Belarra parecen ignorar incluso que el Constitucional no forma parte del Poder Judicial y que sus integrantes los nombran precisamente los partidos políticos. Pero con ser grave esa muestra de ignorancia, lo es mucho menos que el mal disimulado deseo de poner al Constitucional y al Poder Judicial al exclusivo servicio de los intereses del Gobierno. Viniendo de Podemos no extraña mucho a estas alturas la pulsión antidemocrática que suelen mostrar sus dirigentes y cargos públicos. Sí sorprende en cambio que se pueda deducir la misma intención de las palabras de una ministra que parecía ser una de las pocas voces equilibradas y sensatas del Gobierno.

Hablo de la magistrada y titular de Defensa Margarita Robles, que en unas declaraciones lamentables ha atacado a los magistrados del Constitucional por dedicarse según ella a "elucubrar sobre doctrinas" y carecer de "sentido de estado". Aparte del desprecio hacia el trabajo de sus compañeros jueces que destilan esas palabras, parece que lo que Robles deseaba era que el Constitucional le diera la razón al Gobierno y pasara por alto la vulneración de derechos. No menos lamentable ha sido el estreno de la nueva ministra de Justicia, Pilar Llop, también magistrada, defendiendo a toro pasado la legalidad de un decreto que el Constitucional acababa de declarar parcialmente inconstitucional. Se trata de valoraciones muy desafortunadas que, aún así, palidecen ante las informaciones según las cuales el Gobierno presionó al Constitucional para que avalara su decisión. De ser ciertas estaríamos ante un comportamiento gravísimo, mucho más propio de un régimen autoritario de resonancias venezolanas que de una democracia.


"Que se hayan vulnerado los derechos fundamentales de millones de ciudadanos no le quita el sueño"

Lo ocurrido con el estado de alarma ha sido un hito más en la carrera de Pedro Sánchez para gobernar al margen de las normas y las formas que son la esencia de un sistema democrático. Encima, el Tribunal Constitucional le ha puesto las cosas aún más fáciles al tardar más de un año en decidir sobre un asunto de la máxima trascendencia, que como tal requería una celeridad mucho mayor por tratarse de la constitucionalidad de una medida que cuestionaba derechos fundamentales. Pero no esperemos que a raíz de esta decisión del Constitucional las cosas cambien porque el Gobierno se lo empieza a pensar dos veces antes de ponerse por montera esos derechos: o se lo exige la sociedad en su conjunto o continuarán erosionando y desfigurando la democracia a mayor gloria de ese rey sol de la política española llamado Pedro Sánchez.  

Carolina Darias y la desgobernanza

Cuando Pedro Sánchez envió a Salvador Illa a hacer las Cataluñas surgieron esperanzas, injustificadas en mi opinión, de que la gestión de la pandemia mejoraría con Carolina Darias al frente de Sanidad. O al menos, que no empeoraría o sería menos errática que lo que había sido con Illa. Darias venía de Administraciones Públicas, ministerio por el que pasó sin dejar huella, y llegaba a su nuevo destino con la aureola de supuesta conocedora de la Administración por dentro. Eso al menos decían quienes veían en su nombramiento el reconocimiento de Pedro Sánchez a los méritos contraídos en la gestión del interés público por parte de "la ministra canaria". 

Recelos cumplidos

Se olvidaban de que esa "gestión" se resumía, a grandes rasgos, en haber sido consejera del PSOE en el Cabildo de Gran Canaria, Delegada del Gobierno en Canarias, presidenta del Parlamento de Canarias, consejera del Gobierno autonómico por unos meses y ministra de Administraciones Públicas. Pero sobre todo olvidaban que Darias no se hacía cargo de una cartera cualquiera, sino de la más difícil y delicada de las veintitantas que forman el muy nutrido Gobierno de Sánchez. Muchos pensamos entonces, y a la vista de la actuación de la ministra nos reafirmamos más si cabe en la idea, que lo que se necesitaba en aquellos momentos para luchar contra el virus era alguien con una muy contrastada experiencia de gestión y conocimientos del mundo sanitario, sin que debiera importar si era o no militante del PSOE. 

Máxime después de haber observado y sufrido en nuestras carnes el fracaso de un filósofo metido a gestor sanitario, que ahora huía a Cataluña sin ni siquiera comparecer ante el Congreso para rendir cuentas de su gestión. Pero como demuestra la experiencia, pregonar que alguien es el candidato ideal para ocupar un puesto de responsabilidad pública no es suficiente para que el deseo se convierta en realidad, lo debe demostrar con el desempeño diario de ese puesto. Y, por desgracia, Darias no ha estado ni está a la altura de quienes solo veían virtudes en ella y ha confirmado con creces los recelos de que su designación tenía mucho más que ver con los juegos de tronos en los partidos que con la imprescindible coordinación con las comunidades autónomas de la lucha contra la pandemia. 

Una gestión que empeora con el paso del tiempo

Sus inicios fueron tan discretos como dubitativos, pero a medida que han ido pasando los meses ha ido a peor la mejoría. Las cosas empezaron a ir de mal en peor cuando, a las puertas del fin del estado de alarma, la ministra juró y perjuró que las comunidades autónomas tenían herramientas legales suficientes para restringir derechos fundamentales si fuera necesario. Las autonomías pidieron que se prolongara el estado de alarma o que se legislara para disponer de amparo jurídico en el caso de que hubiera que imponer de nuevo restricciones de movilidad. Pero ni una cosa ni la otra: Darias repitió el discurso de su jefe en La Moncloa y las comunidades se las tuvieron que arreglar como pudieron. Las sucesivas sentencias de los tribunales superiores de justicia y la del Supremo han demostrado con fundamentos jurídicos lo insostenible de la posición gubernamental que Darias defendía. 

Luego llegó el lío de la segunda dosis de los vacunados menores de 60 años con Astra Zeneca, a los que Darias pretende administrar Pfizer en contra de las recomendaciones de la Agencia Europea del Medicamento y de numerosos expertos y sociedades científicas. Las razones del empecinamiento de la ministra siguen sin estar claras, aunque supuestamente obedecen a las dificultades de aprovisionamiento del preparado anglo-sueco que Darias no quiere reconocer.

De charco en charco 

La ministra se metió hace unos días en un nuevo charco, cuando pretendió hacer pasar por leyes de obligado cumplimiento los acuerdos de un órgano administrativo como el Consejo Interterritorial del Sistema Sanitario sobre las restricciones para el ocio nocturno, la hostelería y la restauración. Después de otro revolcón judicial a instancias de la Comunidad de Madrid, la ministra no ha tenido más remedio que recular y convertir las normas de "obligado cumplimiento" en meras "recomendaciones" que ha justificado "por la evolución de los datos". A la vista está que reconocer errores no forma parte de su forma de hacer política, más proclive a la prepotencia y la soberbia. 

Y para rematar y a modo de guinda, Darias se ha vuelto a meter en otro lío a propósito de la vacunación de la selección nacional de fútbol a las puertas de la Eurocopa. Por no hablar aquí de que siguen pasando los meses y no se sabe nada a ciencia cierta de la prometida auditoría independiente de la gestión del Gobierno y que llevamos tres años sin que se hayan publicado las actas de las reuniones del Consejo Interterritorial del Sistema Sanitario, obligatorio por ley. La transparencia brillando por su ausencia una vez más. 

De la cogobernanza a la desgobernanza

La huella que Darias dejará en Sanidad no será la de la ministra de la cogobernanza, sino la de la desgobernanza y la escasa capacidad de llegar a acuerdos con las comunidades autónomas. Y no es solo un problema con Madrid, como el Gobierno pretende que creamos, a pesar de que sea cierto que Díaz  Ayuso no deja pasar oportunidad para enfrentarse al Ejecutivo: el desencuentro se extiende a otras comunidades del PP e incluso al País Vasco, en donde gobierna un socio imprescindible de Sánchez. Y me atrevo a asegurar que el disgusto también llega a las regiones socialistas, aunque callen por disciplina de partido. 

Todo esto es más notable aún si tenemos en cuenta que Darias está gestionando la que se supone es la recta final de la pandemia y su papel se reduce a proveer de vacunas a las comunidades autónomas y coordinar con ellas las restricciones que sean menester. Aún así, la ministra no deja pasar un día para presumir de que "la vacunación va como un tiro", apropiándose de un supuesto éxito que, en todo caso, le corresponde mucho más a las comunidades autónomas que a un ministerio más dado en ocasiones a poner palos en las ruedas. Al menos en el haber de Illa hay que apuntar que tuvo más cintura negociadora con las comunidades autónomas cuando peor pintaban las cosas, que la que está teniendo Darias cuando supuestamente empezamos a salir del túnel. 

Muchos se preguntan ahora si Darias será una de las sacrificadas en una posible remodelación del Gobierno en cuanto Sánchez atienda su principal prioridad en estos momentos, que no es otra que indultar a los independentistas catalanes presos. Especulando un poco diría que, si Sánchez la sustituye, reconocerá implícitamente que fue un error nombrarla y el presidente no es de los que reconocen errores. Me atrevería a vaticinar que seguirá en el puesto a pesar de las críticas, ahora que el virus parece en retirada y estará menos expuesta. Y no es descartable que entre los planes de Sánchez esté hacer con ella lo mismo que con Illa y enviarla dentro de dos años a hacer las Canarias como candidata autonómica. Sería un premio a costa de anteponer la fidelidad y la obediencia política a una gestión errática, contradictoria y generadora de disputas con las comunidades autónomas. Hasta el punto de que, comparada con Illa, Darias va a terminar cumpliendo aquello tan antiguo pero a veces tan verdadero de que alguien vendrá que bueno te hará. 

El futuro ya no es lo que era

Imaginemos por un momento que  ya es 2022 y que no usamos mascarilla, que por fin estamos vacunados, que no hay fallecidos y que los medios no publican el cansino recuento diario. Piensen en la dicha de no escuchar a Fernando Simón diciendo lo contrario de lo que dijo la semana anterior y que Carolina Darias ha logrado vacunarnos a todos con Pfizer. Con todo esto no costará suponer que Pedro Sánchez y los presidentes autonómicos se han cargado de medallas por su heroica victoria sobre el virus y nos piden a coro que olvidemos el pasado y volvamos al amor, porque si no es a su lado dónde vamos a estar mejor: no es momento de hablar de las prometidas auditorías externas sobre nuestra gestión por disparatada que haya sido - dirán -; es hora de pelillos a la mar y mirar al futuro unidos, como si no hubiera pasado lo que todos sabemos que ha pasado.

Frustrados y decepcionados

Sin que esto suponga renunciar a exigirles que rindan cuentas, podemos empezar a imaginarnos cómo será ese futuro próximo sin pandemia o al menos con ella bajo control, qué ocurrirá con la política, el trabajo, la economía, la educación o la sanidad. No se trata de ser adivinos y ponernos en 2050, para eso ya tenemos a Iván Redondo, tan solo de hacernos una idea del país que nos espera a la vuelta de unos meses si nada se tuerce de nuevo. No hay que recurrir al equipo prospectivo habitual de La Moncloa para imaginar un país dividido, cabreado, empobrecido y cargado de incertidumbres. Así lo refleja el último Eurobarómetro, que sitúa a los españoles entre los europeos más frustrados y decepcionados después de más de un año de pandemia. No saldremos ni más fuertes ni más unidos ni todos juntos, como han prometido durante todo este calvario los falaces eslóganes de la propaganda gubernamental.  

EFE

La economía está anestesiada pero, cuando salga del letargo, le espera una subida de impuestos histórica. El turismo, importante fuente de empleo e  ingresos en lugares como Canarias, se las tendrá que arreglar casi por su cuenta porque ha sido ignorado por el Gobierno en sus ayudas directas, como si sus aportaciones al PIB nacional, un 12% antes de la pandemia, fueran el chocolate del loro. Con todo, el más grave problema económico del país, que no es tanto el desempleo como la estratoférica deuda pública, no merece la atención que su trascendencia requiere y podría seguir creciendo como si no hubiera un mañana ni que pagarla antes o después. 

Habrá muchos más cambios, unos derivados de esta crisis y otros que ya estaban en marcha: los hábitos de consumo seguramente cambiarán condicionados por la seguridad sanitaria y el teletrabajo modificará las relaciones entre empleados y empleadores. El envejecimiento tensionará aún más la maltrecha Seguridad Social sin que se vea con claridad qué ocurrirá con las pensiones; también es probable un incremento del desempleo estructural, debido a la automatización de las tareas y a la imposibilidad de muchos trabajadores de retornar a sus antiguos empleos o acceder a uno nuevo.

La educación pública seguirá en el centro del navajeo político y la sanidad necesitará respiración asistida para superar el estrés de la crisis. La pobreza y la exclusión, que durante la crisis han crecido exponencialmente en comunidades como Canarias y ante la que los políticos han derrochado más demagogia que eficacia y eficiencia, son además el caldo de cultivo de un latente malestar social que podría ir a mayores. 

Un panorama político desolador

El panorama político no desmerece en este cuadro. Quienes se supone que deben liderar la España de la pospandemia y afrontar con rigor esos y otros muchos retos, parecen cada día más alejados de la realidad del país. Lo que se atisba en el horizonte no son medidas ni políticas que favorezcan la adaptación de la sociedad española a la nueva realidad, solo conflictos políticos impostados y decisiones basadas en el interés partidista y contrarias al bien común y al marco constitucional. Se imponen los sentimientos sobre la razón y cada día nos sueltan unas cuantas liebres en las redes para que los demás, incluidos los medios, corramos detrás y nos entretengamos en debates de patio de vecinos mientras ellos se entregan a sus juegos de tronos. 

EFE

Esa tendencia, que no es nueva, se intensificará en el futuro inmediato para vivir en una campaña electoral permanente entre retruécanos, chascarrillos y memes,  reaccionando cada vez más con el corazón o el carné de militante y reservando la cabeza solo para el sombrero, y eso quienes lo usen: como dijo Milan Kundera, estamos dejando de ser "Homo sapiens" para convertirnos en "Homo sentimentalis". No cabe esperar liderazgo, dirección ni confianza, solo cuidadosa puesta en escena, culto a la imagen, mediocridad y retórica vacía. Los medios también cumplirán su cometido de servirnos la diaria papilla indigesta de las tertulias, las informaciones sesgadas y de parte y el fast food político bien caliente y rápido.  

Puede que a algunos ese panorama les parezca demasiado pesimista y hasta catastrofista, pero con las bases de la democracia y la razón arrastradas por los suelos por quienes deberían defenderlas y enaltecerlas cada día, encuentro pocos motivos para imaginar el futuro próximo con menos pesimismo. Si acaso, y por concluir con una nota positiva, hago un ejercicio de voluntarismo y me aferro al hecho de que los españoles hemos conseguido siempre superar las dificultades a pesar de los embates de la Historia y de la oposición de una clase política mostrenca y generalmente atenta solo al disfrute del poder. Quien no se consuela...

Astra Zeneca y el miedo

Según la ministra de Sanidad, la vacunación contra el coronavirus en España "va como un tiro". Aparte de que los fríos datos no avalan plenamente una afirmación tan triunfalista, la que ni de lejos va como un tiro es la capacidad de Darias para liderar y coordinar adecuadamente el decisivo proceso de vacunación que permitirá dejar atrás de una vez la crisis. Lo ocurrido con la segunda dosis de Astra Zeneca a los menores de 60 años que recibieron en su día la primera de esa misma marca, ha dejado a la vista de todos lo cogida que está con alfileres la denominada estrategia nacional de vacunación y su acomodo más a intereses políticos que de salud pública.

Sanidad: de bandazo en bandazo

Escasa confianza se puede tener ya a estas alturas en un Ministerio que se ha caracterizado durante toda la pandemia por sus constantes cambios de opinión. En la mente de todos están instrucciones como las del doctor Simón, según las cuales las mascarillas no solo eran innecesarias sino incluso desaconsejables. Los españoles no tardamos en descubrir que todo se reducía a que no había suficientes mascarillas para la población, en gran medida por el descontrol y la falta de previsión gubernamental. 

EFE

El lío que la ministra ha organizado ahora con la segunda dosis de Astra Zeneca tiene la pinta de obedecer a causas similares. Sanidad se escuda en un pequeño e incompleto estudio a unas 600 personas, hecho por un instituto de salud adscrito al propio Ministerio de Darias, para certificar que una segunda dosis con Pfizer no entraña riesgos. Como ha dicho la viróloga del CSIC Margarita del Val, con un estudio tan reducido es imposible conocer si una segunda dosis distinta de la primera tiene efectos adversos "poco frecuentes, infrecuentes o menos que muy infrecuentes". Sugería incluso que, si el problema es la falta de dosis de Astra Zeneca, se retrase el segundo pinchazo hasta que haya suficientes.

Salud pública politizada

Pero Sanidad ha optado por ignorar a la Agencia Europea del Medicamento, el organismo de la UE con autoridad sobre las vacunas y que nunca ha desaconsejado Astra Zeneca como segunda dosis sino que la ha recomendado. Lo mismo que la propia farmacéutica y, sobre todo, lo que pide la inmensa mayoría de los ciudadanos a los que se vacunó con esta marca y que ahora ven como el Gobierno hace todo lo posible para que acepten la de Pfizer: incluso sacar a pasear de nuevo las muertes producidas por trombos en personas vacunadas con la dosis anglosueca y de los que no habíamos vuelto a oír hablar desde hacia semanas. 

Que el Ministerio agite el miedo cuando los ciudadanos piden en masa que se les administre en el segundo pinchazo la misma vacuna que en el primero, probablemente estriba en la imposibilidad de Darias de garantizar la segunda dosis de Astra Zeneca a todos los que la exijan: bien porque no las haya solicitado o bien porque la farmacéutica no esté en disposición de entregar casi siete millones de vacunas antes de que acabe el verano. Esas son las dosis que se necesitan para dispensar el segundo pinchazo a los más de dos millones de menores de 60 años y a los más de cinco millones de entre 60 y 69 inoculados ya con una dosis de ese preparado. En total, unos 7 millones de dosis que deberían estar en España y ser administradas antes de que acabe el verano para que Pedro Sánchez pueda cantar victoria definitiva sobre el virus. 

Por eso Darias se ha puesto nerviosa y ha instando a las comunidades autónomas a que no den la opción de elegir entre Pfizer y Astra Zeneca y que administren la primera por defecto. Para intentar rebajar la presión ha aceptado que quienes prefieran la vacuna anglosueca firmen un consentimiento informado, cuando lo lógico hubiera sido que el consentimiento lo firmaran quienes aceptaran mezclar ambas vacunas. Aparte de que no es de recibo que la Administración haga recaer una decisión de esa naturaleza sobre las espaldas de los ciudadanos y se lave las manos, tengo pocas dudas de que toda esta confusión está directamente relacionada con el riesgo de que la campaña de vacunación se adentre en el otoño y le vuelvan a llover las críticas al Gobierno por su triunfalismo injustificado. 

Vacunación: no hay razones para el triunfalismo

Sin negar ni mucho menos que se ha experimentado un acelerón en las últimas semanas, tener a la población diana vacunada antes de septiembre requiere ir todavía mucho más rápido. En estos momentos el 18% de esa población tiene los dos pinchazos y alrededor del 37% tan solo uno. La media diaria de dosis se sitúa en algo menos de 400.000, por lo que, según cálculos, habría que llegar a unas 465.000 diarias para que se cumplan los objetivos. Lograrlo dependerá en gran medida de que no se produzcan nuevos problemas de suministro, en absoluto descartables a la vista de la experiencia a lo largo del tormentoso proceso de vacunación. 

Si el temor de la ministra es que una demanda excesivamente alta de Astra Zeneca arruine la posibilidad de que el presidente presuma de gestión y se ponga la medalla, debería reconocerlo con humildad y no usarnos una vez más como rehenes de sus estrategias políticas, que poco tienen que ver con la salud y con el consejo experto del que tanto presume este Gobierno para desoírlo cuando no le viene bien a sus planes. Porque ni se me pasa por la cabeza la posibilidad de que la querencia por Pfizer en detrimento de Astra Zeneca tenga algo que ver con la diferencia de precio entre las dos vacunas, mucho más cara la primera que la segunda. En ese improbable caso, que descarto por completo, ya no estaríamos hablando de estrategias políticas a costa de la salud pública sino de algo muchísimo más grave aún. 

2050: el futuro no está escrito

Si pasamos por alto que la credibilidad de los expertos no vive sus mejores momentos y que, en cualquier caso, no hay nadie en posesión de la verdad revelada por muchos másteres que acumule, se puede afirmar que el documento bautizado como "España 2050" es un brillante ejercicio académico. De la iniciativa, parida por la Oficina de Prospectiva y Estrategia  del Gobierno de la que es sumo sacerdote Iván Redondo, han participado reconocidos y prestigiosos conocedores de los distintos campos que se abordan en el documento presentado la pasada semana por el presidente Sánchez.

Prospectiva contra el cortoplacismo político

En cerca de 700 páginas se interpretan datos, se analizan tendencias y se hacen algunas propuestas para alcanzar lo que vendría a ser una suerte de España ideal en 2050. Aunque perfectible como cualquier trabajo humano, lo cierto es que hay poco que objetar a la conveniencia de preguntarse cómo debería ser el futuro del país. Sobre todo cuando son tan recurrentes y razonables las críticas al cortoplacismo electoral con el que actúa la clase política española y la carencia de líderes capaces de mirar más allá de las próximas elecciones. Lo que ha hecho el Gobierno español también lo hacen otros países, que de este modo establecen una hoja de ruta de los caminos por los que habrá que transitar, las dificultades que seguramente será necesario sortear, las medidas y reformas que habría que implementar y los objetivos que deseamos alcanzar como sociedad. 

EFE

Es lo que se llama "prospectiva", palabra que este documento ha  puesto de moda y que, según el Diccionario de la RAE, significa simplemente "conjunto de análisis y estudios realizados con el fin de explorar o predecir el futuro en una determinada materia".  Hay cierto debate académico y político sobre si lo que presentó Pedro Sánchez fue una "prospectiva" o tan solo una análisis de datos y tendencias, lo que vendría a ser una mera relación de perspectivas, que suena parecido pero no es lo mismo. Sea "prospectiva" o "perspectiva", lo que cuenta es si el documento tendrá utilidad práctica, que en este caso equivale a utilidad política. Y es aquí en donde creo que flaquea por los cuatro costados.

Empezar la casa por el tejado 

Obviamente, no será culpa de los expertos que su esfuerzo analítico termine resultando estéril a efectos de transformación y mejora de la sociedad española en las próximas tres décadas: será responsabilidad única y exclusivamente de la clase política de este país, empezando por el Gobierno actual. La primera crítica que merece "España 2050" es que tiene la apariencia de ser un plato de lentejas, o las tomas o las dejas. En lugar de empezar por abrir el debate a toda la sociedad y trasladar luego las propuestas recogidas al ámbito de los expertos para que le dieran forma, el Gobierno prefirió guisárselo y comérselo con los especialistas que tuvo a bien seleccionar y presentarlo ahora, en un nuevo acto de autopromoción de Sánchez, con la promesa de someterlo a discusión pública. 

Empieza la casa por el tejado una vez más y evidencia que su voluntad negociadora es cuando menos cuestionable. Por otro lado, el estudio recoge propuestas de claro sesgo ideológico que, en algunos aspectos, lo asemejan más a un programa electoral del PSOE que a un verdadero documento abierto a la negociación con otras fuerzas políticas y el resto de la sociedad. En este sentido, ni siquiera es un documento del Gobierno en su totalidad, tan solo de uno de los partidos que lo conforman. Por eso, resulta tan petulante como ingenuo suponer que se puede encauzar el futuro del país con apriorismos y sin que medien grandes pactos de estado que trasciendan las legislaturas e integren a los partidos, a los agentes económicos y sociales y al mayor número posible de ciudadanos. 

El futuro lo escribimos entre todos día a día

A esa falta de verdadera voluntad negociadora de un presidente necesitado de recuperar cuanto antes la iniciativa política después del batacazo madrileño y la mala pinta de los últimos sondeos electorales, se une su muy escasa credibilidad como hombre de estado y gestor público: sus pactos políticos con independentistas y herederos de terroristas para mantenerse en el poder a toda costa o la manifiestamente mejorable gestión de la pandemia no favorecen precisamente la confianza en él y en los incontables planes para todo que ha presentado desde que llegó a La Moncloa, en un ejercicio constante de autobombo.   

Por lo demás y con el máximo respeto al trabajo de los analistas que han participado en "España 2050", a un ciudadano de a pie de la España de 2021 la cuesta mucho creer que se puede perfilar el futuro del país a treinta años vista cuando ni siquiera sabemos con un mínimo de certeza cuándo y cómo saldremos de la pandemia o qué será de la economía el año que viene. Los escenarios políticos y económicos mundiales son cada día más volátiles y la capacidad de influencia sobre ellos de gobiernos como el español es tan limitada, que pensar hoy y aquí en cómo será el país dentro de treinta años reviste todos los atributos de un artículo de fe. No estoy diciendo con esto que como españoles debamos centrarnos únicamente en el complicado presente y no levantar la vista hacia un horizonte más o menos lejano. Lo que digo es que ese debe ser un ejercicio colectivo y no partidista y que debe basarse en una única certeza de partida: el futuro no está escrito por nadie, lo escribimos día a día entre todos los ciudadanos.  

Ansiedad turística

Vamos a ser benevolentes y atribuir a la ansiedad que la ministra Maroto llamara ayer "San Bartolomé de Tijuana" a la localidad turística grancanaria de San Bartolomé de Tirajana. Mejor no pensar que el patinazo fue simplemente el fruto de su total desconocimiento y el de sus asesores de una actividad de la que es la presunta responsable pública en este país, aunque su gestión desde el inicio de la pandemia haya estado mucho más emparentada con las artes adivinatorias que con la realidad. En varias ocasiones ha presagiado la ministra la vuelta del turismo y en todas ha fallado, siempre por exceso de optimismo sobre la evolución de la pandemia o por deseos de agradar o por las dos cosas a la vez. 

Una ministra para el olvido

Aunque solo sea por un simple cálculo de probabilidades, espero que su último oráculo sobre el regreso de los turistas el próximo verano sea el acertado: si se juega todos los días a la lotería hay más oportunidades de que alguna vez toque al menos el reintegro. Por fortuna, que eso ocurra no dependerá de ella porque, si así fuera, ya nos podríamos despedir para siempre de la industria que antes de esta crisis representaba más del 12% del PIB español y una tercera parte larga del PIB canario. 

Me temo por desgracia que el paso de la señora Maroto por el Ministerio se reducirá a un puñado de augurios incumplidos y a unos cuantos planes nunca concretados, como el que anunció recientemente de 3.400 millones de euros para la "transformación", "modernización", "sostenibilidad", "digitalización" e "inclusividad" del sector turístico. Palabrerío vago y vacío de contenido para disimular el mano sobre mano que ha caracterizado su gestión durante todo este tiempo. 

Vacunación, palabra clave

Serán la vacunación y la evolución de la enfermedad en España y en los países de los que procede la mayoría de los turistas que nos visitan las que marquen el ritmo de la recuperación turística. Un rebrote volvería a frustrar las expectativas y alargaría la agonía de miles de empresas y de centenares de miles de trabajadores que dependen directa o indirectamente de que vuelvan los turistas. En ese contexto es vital también que la UE defina de una vez los detalles del llamado certificado verde digital para viajar: teniendo en cuenta el peso específico del turismo en muchas economías de la eurozona, asombra a estas alturas que los países miembros no hayan cerrado una medida que beneficia a todos, así como la falta de liderazgo de la Comisión Europea para impulsar el acuerdo. Cansados de esperar, Grecia e Italia, competidores de España, han decidido abrir sus fronteras al turismo y, supongo, encomendarse a todos los santos para evitar la recaída.

Con estas incertidumbres aún en el horizonte, las previsiones solo son optimistas en parte: a finales de este año se espera haber recuperado el turismo nacional pero el internacional se demorará seguramente hasta 2023. Los cálculos de Maroto - tal vez demasiado optimistas como siempre - apuntan a que España podría recuperar este año unos 45 millones de visitantes, algo más de la mitad de los que recibió en 2019, año récord en la serie histórica. Eso equivaldría a una facturación de unos 85.000 millones de euros, unos 70.000 millones menos que hace dos años. En otras palabras, que el turismo pase del 7% actual en el PIB al 12% previo a la crisis llevará aún algún tiempo siempre y cuando nada se tuerza en el camino. 

La gravedad del problema se entiende mucho mejor si tenemos en cuenta que un euro de gasto turístico genera otros cuatro en actividades complementarias; o mejor aún, si valoramos que en estos momentos hay 445.000 trabajadores turísticos en ERTES y otros 300.000 largos se han quedado sin empleo. Es comprensible la ansiedad que genera esta situación pero, tal vez por ello, es clave no empeorarla tomando decisiones precipitadas. Levantar el estado de alarma sin haber avanzado más en la vacunación ha sido una de esas decisiones irresponsables, que esperemos no termine volviéndose en contra de los miles de trabajadores y sus empresas que esperan sobrevivir a la crisis y a la errática gestión gubernamental. 

A vueltas con el cambio de modelo

Mientras, aún es posible escuchar a políticos con mando en plaza hablar de cambiar el modelo económico para reducir la dependencia turística. La monserga es particularmente trágica en Canarias, en donde casi cuatro de cada diez empleados se relacionan directa o indirectamente con el turismo. Se necesitan tener ganas de notoriedad o estar en Babia para plantearse algo así en una coyuntura en la que, si no vienen los turistas, seremos muchos canarios los que tendremos que emigrar. A los mismos que ahora piden diversificar la economía canaria les preguntaría qué hicieron para conseguirlo cuando pudieron y debieron, pero no lo hicieron porque los hoteles estaban llenos, había tasas de paro soportables aunque mucho empleo fuera precario y entraba dinero fresco en las arcas públicas para alimentar la corte política y la elefantiasis de la Administración. 

La respuesta es nada, absolutamente nada, aparte de repetir el mantra en sus programas electorales sin la más mínima intención de llevarlo alguna vez a la práctica. Así que en esta situación de ansiedad y esperanza, en la que sobran oráculos y faltan certidumbres y en la que corremos el riesgo de dar pasos en falso que perjudicarían a miles de trabajadores, lo mejor que podrían hacer estos desnortados descubridores de la pólvora sería no sonrojarnos a todos con su deliberada falta de memoria y hasta de vergüenza.  

Hacienda somos siempre los mismos

A Benjamin Franklin se le atribuye haber dicho que "en este mundo solo hay dos cosas seguras, la muerte y pagar impuestos". De manera que, para empezar, desengañémonos del cuento demagógico por el que, con el Gobierno actual, solo pagarán más impuestos los que más tienen: si me permiten el trabalenguas, aquí pagaremos todos más pero sufrirán más los que menos tienen. En medio de la ya habitual confusión y de las no pocas contradicciones que caracterizan la política gubernamental, en los últimos días hemos ido conociendo los planes del señor Sánchez para allegar recursos a una caja pública de deudas hasta el cuello. 

El impuestazo que se avecina figura en el archífamoso Plan de Recuperación etc., etc. remitido a Bruselas a cambio de los 140.000 millones de euros para paliar los daños de la COVID-19. Aunque el envío se hizo a finales de abril, no fue hasta pasadas las elecciones madrileñas del 4 de mayo cuando el Gobierno tuvo a bien revelar sus intenciones fiscales a los españoles que, después de conocer que también quiere acabar con la reducción fiscal en la declaración conjunta de la renta, ya se empezaban a temer más sorpresas.  El cálculo electoralista con el que actuó el Ejecutivo, que tampoco ha contado con la oposición, no le evitó el desastre electoral al PSOE y dejó una vez más al descubierto su desprecio para con la transparencia inherente a todo buen gobierno.

Las claves de la subida

Sin ánimo de ser exhaustivo, el plan prevé un mínimo del 15%  por el Impuesto de Sociedades, uniformización autonómica de los impuestos sobre patrimonio e impuestos sobre la economía digital; previsiblemente y escudándose en que lo reclama Bruselas, también se modificará el IVA reducido, que afecta entre otros a productos de primera necesidad; hay también un capítulo para los llamados "impuestos verdes" sobre la fiscalidad del gasóleo, al plástico o la matriculación de vehículos, sin olvidarnos de que también se quieren imponer peajes en las autovías y grabar los billetes de avión, justo cuando el país vive la peor crisis turística de su historia. En realidad no estamos ante una verdadera reforma fiscal, sino ante una serie de parches pensados exclusivamente para recaudar y no para conseguir una redistribución más justa de la riqueza. 

Con esta panoplia de impuestos el Gobierno quiere reducir los siete puntos de diferencia que, según dice, separan la recaudación fiscal en España de la media de la Unión Europea. Más allá de que hay elementos que inciden en esa diferencia como el nivel salarial  o la mejorable eficacia recaudatoria de la Agencia Tributaria, lo cierto es que el sablazo se traduciría en unos 80.000 millones de euros que Hacienda drenaría de los bolsillos de unos ciudadanos acogotados por la profunda crisis económica y social. No hay que ser experto para darse cuenta de que subiendo los impuestos solo a los que más tienen, como reza la propaganda gubernamental, sería imposible alcanzar esa recaudación. De modo que serán una vez más las ya muy esquilmadas clases medias y las muy empobrecidas clases bajas las que correrán con el grueso de la factura fiscal que viene.

Injustos, inoportunos y contraproducentes

Rechazar aquí y ahora estos planes no es ser un malvado ultraliberal que repudia la necesidad de financiar con impuestos los servicios públicos esenciales. Esa es precisamente la trampa saducea en la que los aplaudidores del Ejecutivo quieren que caigan quienes se atrevan a criticar la subida por injusta, inoportuna y contraproducente. Injusta porque recae de nuevo sobre los de siempre, mientras un Gobierno, que tiene nada menos que veinte y dos ministerios, no dice una palabra de eficiencia y control del gasto público superfluo de una administración elefantiaca y redundante, plagada de organismos de dudosa necesidad, que muchas veces son poco más que nichos de empleo para los afines a los partidos en el poder.

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También es inoportuna porque, comenzar una escalada fiscal en estos momentos, cuando solo el Gobierno y sus medios afines ven brotes verdes y luces al final del túnel, es acabar con las esperanzas que aún abrigan los ciudadanos y las empresas de sobrevivir a la crisis. Además de los efectos negativos para el empleo, muchas de las empresas que no desaparezcan podrían pasar a engrosar una creciente economía sumergida y el fraude aumentaría. Esto haría contraproducente la subida de impuestos y obligaría a engordar más aún una deuda pública desbordada para financiar los servicios esenciales, gastos como el de las pensiones y costes superfluos que el Gobierno ni menciona. En ese escenario, da escalofríos solo pensar en las consecuencias que tendría para el país que el Banco Central Europeo empezara a reducir la compra de deuda pública y hubiera que financiarse en los mercados con la prima de riesgo por las nubes. Esa espada de Damocles es real, pero el Gobierno no parece tenerla en cuenta.

En resumen, sí a impuestos equitativos para atender los servicios públicos pero extremando las precauciones para no abortar una recuperación económica que solo los más optimistas ven a la vuelta de la esquina. Mientras ese momento llega, lo que dependerá de cómo se gaste el dinero de Bruselas y de la evolución de la pandemia, el Gobierno tiene tarea de sobra por delante: la primera, aplicar con urgencia medidas de eficiencia del gasto público y aprobar un plan creíble de reducción de los costes innecesarios de una Administración que engorda a ojos vista mientras el país se queda en los huesos. Toda subida fiscal debería incluir la obligación del Gobierno de dar ejemplo administrándose la misma medicina que le impone a los contribuyentes. Así al menos no tendríamos todos esta indignante sensación que tenemos ahora de que Hacienda somos siempre los mismos.  

Gobernados por los jueces

De la inacción a la confusión: con estas seis palabras se resume el caos y la inseguridad jurídica en los que ha devenido el fin del estado de alarma. Tan solo ha pasado un día desde que concluyó esa medida excepcional y ya tenemos sobre la mesa varias decisiones judiciales contradictorias entre sí y a unos ciudadanos atónitos, preguntándose por qué no se hizo nada para evitar el embrollo y que sean los jueces los que, en la práctica, hayan terminado dirigiendo la lucha contra la pandemia. Doctores tiene el Derecho, pero no parece necesario estudiar en Harvard para darse cuenta de que cuando andan por medio derechos fundamentales amparados en la Constitución, conviene hilar muy fino con lo que se decide y saber elegir bien la percha legal de la que colgar las decisiones. 

El Gobierno se hace un Poncio Pilatos

El problema es que esa percha legal no existe o, en el mejor de los casos, no basta para restringir por las buenas esos derechos. A resolver el vacío existente en legislación sanitaria de emergencia se comprometió hace un año el Gobierno pero, llegada la hora de la verdad y a punto de concluir la vigencia del estado de alarma, optó por una solución mucho más descansada: hacerse un Poncio Pilatos, consistente en pasar el marrón a las comunidades autónomas y que luego decidan los jueces si lo han hecho o no ajustado a Derecho. Legislar le fatiga y alargar el estado de alarma hasta que hubiera un porcentaje de vacunados mucho más alto, también se le hacía cuesta arriba por cuanto tenía que negociarlo con una oposición no siempre dispuesta a colaborar, todo hay que decirlo. 

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Sin embargo, era su obligación como Gobierno, salvo que lo que pretenda el señor Sánchez sea el asentimiento y no la negociación propiamente dicha. Lo que ha conseguido es generar una enorme confusión política y jurídica en medio de una pandemia que está muy lejos de haber concluido, aunque el señor Sánchez ya haya vencido al virus dos veces. En este escenario, escuchar a los dirigentes políticos culpar a los ciudadanos y pedirles una responsabilidad que ellos son incapaces de ejercer desde sus cargos públicos, es cada vez más revelador de las manos en las que están depositadas nuestras vidas y haciendas.   

Un Gobierno que no escucha ni sabe rectificar

El Gobierno central ha desoído olímpicamente todas las advertencias sobre los riesgos que para la seguridad jurídica y el control de la pandemia suponía poner fin al estado de alarma sin que las autonomías contaran con herramientas legales que les permitieran restringir determinados derechos fundamentales. No solo eso, ha alardeado de la tranquilidad que daría a esas comunidades que sus decisiones deban pasar por el tamiz de los jueces y ha presumido de la abundante legislación a su alcance para seguir luchando contra el virus sin estado de alarma. La pregunta cae de madura: ¿si eso era así antes de la pandemia, para qué demonios fueron necesarios entonces tres estados de alarma?


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Empezando por el Consejo de Estado y continuando por las propias autonomías, se le advirtió hasta la saciedad de que las leyes sanitarias existentes eran insuficientes o carecían de la necesaria concreción. Esas advertencias llegaron incluso del Tribunal Supremo, al que el Gobierno convirtió de la noche a la mañana en el garante final de la legalidad de las medidas sanitarias de las comunidades autónomas que rechazaran los respectivos tribunales superiores de justicia. Muchos expertos recuerdan también con buen criterio que las decisiones que afecten a derechos fundamentales deben contar con el respaldo del Parlamento; dicho de otra manera, no puede ser que las comunidades autónomas decidan sobre asuntos para los que carecen de herramientas legales suficientes y se encomienden luego al parecer de los jueces que, por esta vía, se convierten en legisladores a la fuerza ante la desidia del Gobierno y el Parlamento. 

Canarias pone la guinda al despropósito: aplica medidas no ratificadas por los jueces

Con estos antecedentes no debería ser una sorpresa para nadie que en unas comunidades autónomas los jueces hayan dicho sí con matices a lo que propone el gobierno autonómico de turno y en otras no, también con matices, generando una suerte de federalismo asimétrico sanitario y judicial tan kafkiano como esperpéntico. La guinda de este despropósito le corresponde por derecho propio al Gobierno de Canarias, al que el Tribunal Superior le ha tumbado el toque de queda y la movilidad entre islas una vez concluido el estado de alarma. Una decisión similar adoptaron los jueces vascos y el gobierno autónomo desistió de ir al Supremo, cosa que sí ha dicho que hará el canario. 

En su derecho se supone que está, lo que ya no resulta admisible bajo ningún concepto legal es que quiera mantener mientras tanto unas medidas  que los jueces canarios no han ratificado al afectar a derechos fundamentales. Que lo ratificaran era precisamente el motivo por el que acudió a la Justicia, de manera que si la respuesta es negativa no hay vigencia de las medidas que valga y continuar aplicándolas suena a desobediencia y prevaricación. Si esa es la forma que tienen los políticos de entender el respeto a las decisiones judiciales, más vale que nos encomendemos al parecer de los jueces y prescindamos del costoso gobierno autonómico. Ante posiciones como esa hay que coincidir con aquel que dijo que, ya que nos nos pueden gobernar filósofos, que al menos no nos gobiernen ignorantes. 

No, vivir aquí no es una suerte

Dice un viejo y manoseado lema publicitario, falaz como casi todos los de su tipo y empleado para un roto y un descosido, que es una suerte vivir en Canarias. Yo niego la mayor, vivir en Canarias nunca ha sido una suerte y menos que nunca en los pandémicos tiempos actuales. Apenas que miremos más allá de las playas paradisiacas y de otros cuatro o cinco tópicos con los que los canarios solemos consolarnos, descubriremos un horizonte preñado de incertidumbres en el que es casi imposible atisbar algo que sugiera un futuro menos gris y deprimente para la gente de esta tierra. Dirán ustedes que he amanecido algo pesimista y no lo niego, pero no encuentro razones para el optimismo por más que las busque. 

Si uno comienza el día echando un vistazo a los periódicos apenas encuentra otra cosa que no sea el cansino conteo diario de contagiados, fallecidos y vacunados y poco más a lo que merezca la pena dedicarle algo de tiempo y atención, salvo que a estas alturas aún interesen a alguien los insufribles dimes y diretes entre políticos. Es como si el tiempo se hubiera detenido para siempre en marzo de 2020 y desde entonces viviéramos un eterno día de la marmota del que ya será imposible salir. Pero si nos centramos en las cosas que realmente importan y dejamos a un lado la faramalla insustancial con la que nos solemos dopar para conllevar esta pesadilla sin caer en la más absoluta melancolía, no veo ningún dato que invite a mirar con una pizca de confianza el futuro más próximo ni en lo sanitario ni en lo social ni en lo económico ni en lo político.

Sanidad: ni vencemos el virus ni avanzamos con la vacunación

En el plano sanitario llevamos meses bailando la yenka con el virus: ahora baja aquí pero sube allá, ahora elevo el nivel en esta isla y lo bajo en la otra y, mientras los contagios vuelven a ganar terreno, espero el santo advenimiento a ver si aburrido se va y nos deja en paz de una bendita vez. Si hablamos de vacunación prometemos en el Parlamento que estamos en disposición de dispensar 33.000 vacunas diarias, pero lo cierto es que seguimos casi a la cola del país en administración de la pauta completa, sin que nadie dé una explicación satisfactoria que no pase por echar la culpa a otros. Si añadimos la lamentable gestión de las vacunas que han hecho las autoridades comunitarias y españolas y las improvisaciones y cambios de criterio del plan nacional de vacunación, que no han hecho sino aventar la desconfianza social, ya me dirán cómo se puede mantener aún a estas alturas el optimismo que rodeó el inicio de la campaña a finales de diciembre pasado. 

(Juan Carlos Alonso)

Para terminar de enredar aún más la situación, el Gobierno anuncia el fin del estado de alarma pensando más en razones políticas que sanitarias, y sin haber previsto junto al Parlamento un amparo jurídico que permita a las comunidades autónomas adoptar medidas restrictivas para hacer frente a un virus que no parece ni mucho menos bajo control, como ha pretendido hacernos creer el presidente en dos ocasiones. Tal vez si durante el año largo que dura ya la pandemia nos hubiéramos dedicado mucho más a combatirla con más tino y sentido común que el demostrado y mucho menos a darla por derrotada para salvar temporadas turísticas varias, hoy podríamos tener en Canarias alguna esperanza de salvar al menos parte de la de verano y seguramente la de invierno. 

La economía en la UCI y la salud social dañada

La realidad en términos de trabajadores en ERTES o en paro no se compadece en cambio con los mensajes que como árnica repiten a diario los responsables públicos sobre crecimiento, PIB o empleo, meros deseos que las estadísticas se han ido encargando de desmentir uno a uno. Usando un símil sanitario muy apropiado en la actual situación, se puede afirmar que la economía canaria está en la UCI a la espera de que llegue la prometida respiración asistida en forma de las ayudas directas que un año después del inicio de la pandemia ha tenido a bien aprobar el Gobierno español, mientras sus homólogos francés, italiano o alemán las aprobaron y entregaron hace más de un año. Para el turismo, la sangre que impulsa la economía canaria y para el que sigue sin haber alternativa viable por mucho que se anuncien por enésima vez planes de diversificación económica en los que casi nadie en realidad cree, solo ha habido promesas varias veces anunciados y nunca materializados en algo concreto y tangible. 

(Carlos de Saá)

No es posible esperar una buena salud social con este desolador panorama sanitario y económico. Las ONGs como Cáritas, Banco de Alimento o Cruz Roja reportan incrementos alarmantes de pobreza y exclusión que parecen  haber desbordado los servicios sociales públicos. Mientras, los políticos se tiran los trastos o presumen en las redes de una gestión social manifiestamente mejorable a la vista de los resultados. Por si todo lo anterior fuera poco, el Gobierno central ha decidido que Canarias sea dique de contención de la inmigración irregular procedente de África con rumbo a Europa y ha desoído por activa y por pasiva las quejas de un presidente autonómico incapaz de hacer valer ante Madrid la posición ampliamente mayoritaria de la sociedad canaria. A una gestión opaca y prepotente del fenómeno, Madrid ha unido además el trato inhumano a estas personas y ha generado un clima de malestar y tensión social que nunca es positivo y mucha menos en medio de una crisis social y económica como la causada por el coronavirus. 

Cierto es que sale uno a la calle y ve que terrazas, centros comerciales o playas aparecen abarrotadas de gente que parece feliz y despreocupada, en ocasiones tan despreocupada que hasta olvida usar la mascarilla o mantener la distancia de seguridad. No sé si es inconsciencia colectiva del oscuro panorama que tienen ante sí estas islas o si hay una suerte de dopaje social que lleva a muchos a creer que el Estado proveerá con dinero tal vez caído del cielo aunque desaparezcan la mayoría de las empresas y no haya trabajo más que para un grupo de elegidos. Aunque también puede que yo tenga una visión muy desenfocada de la realidad que me rodea, es decir, que yo me equivoque de medio a medio y que ciertamente sea una suerte vivir en Canarias. 

Vacunas tengas y las pongas

Salvo el Gobierno y sus entregados admiradores, que no suelen dudar nunca de lo que prometen el presidente y sus ministros o ministras, no creo que haya mucha gente en España que se crea a estas alturas que para el próximo verano se habrán vacunado contra la COVID-19 nada menos que entre 32 y 35 millones de personas, la llamada población diana. Y fíjense que no digo junio, julio o agosto, sino el "próximo verano", de forma vaga y ambigua, como hace la ministra de Sanidad. 

Partamos de la base de que la responsabilidad de que la vacunación avance a paso de tortuga no es solo del Gobierno español ni de las comunidades autónomas. Para ser justos hay que reconocer que el caos con las vacunas de AstraZeneca prometidas y no entregadas, ha trastocado los planes iniciales, que tampoco es que fueran un dechado de planificación. De ese descontrol sí hay que culpar en buena medida a una inoperante Comisión Europea, a la que chulea a placer la firma británica y que, lejos de coordinar la campaña con los estados miembros, ha terminado enfrentándolos y provocando un bochornoso sálvese quien pueda. 

Que cada palo aguante su vela

La guinda del desbarajuste la puso el reciente parón de la vacuna británica, después de la aparición de trombos en algo más de una treintena de vacunados con su fórmula. Ahora bien, que AstraZeneca y el Reino Unido estén jugando al nacionalismo sanitario con la UE, no exime a los gobiernos nacionales como el español de su respectiva cuota de responsabilidad en la lentitud con la que avanza la vacunación. Empezando porque se está administrando solo el 80% de media de las dosis recibidas y eso gracias al pequeño acelerón que ha experimentado la campaña en los últimos días, ya que hasta hace apenas una semana el porcentaje de dosis administradas sobre el total de recibidas se situaba en torno al 75%. No parece complicado deducir que si quedan vacunas por administrar en relación con las que se reciben es, en esencia, porque no se está haciendo el esfuerzo en medios sanitarios que la situación requiere. 

Esta realidad se cruza con una gestión cuando menos cuestionable de la vacunación de los principales grupos de riesgo. Así por ejemplo resulta inexplicable que, tres meses después de haberse iniciado la campaña, la ministra de Sanidad admita sin inmutarse que aún se tardarán al menos dos semanas en vacunar a todos los mayores de ochenta años. Se necesita casi tener la fe del carbonero para creer en las promesas del Gobierno, a menos que los datos de las próximas semanas cambien radicalmente. 

España y Canarias: números manifiestamente mejorables

A fecha de hoy, solo el 5,2% de la población diana ha recibido las dos dosis correspondientes, lo que representan solo 2,5 millones de de los cerca de 35 millones que deben recibir la vacuna. Los expertos más optimistas coinciden en señalar que, con estos datos en la mano, el objetivo no se alcanzaría antes de noviembre, mientras los más pesimistas lo llevan a bien avanzado 2022. Solo hay que tener en cuenta que el verano está a la vuelta de la esquina y las vacaciones de sanitarios y de millones de ciudadanos pueden suponer un nuevo parón que no nos podemos permitir. 

Si dispar es la situación entre países - en Marruecos y Turquía hay ya más vacunados que en España - no lo es menos por comunidades autónomas. Canarias en concreto se sitúa tres puntos por debajo de la media nacional en número de vacunas administradas por cada 100.000 habitantes. Aunque el presidente de la comunidad autónoma ha prometido en varias ocasiones que las islas vacunarían a un ritmo de 30.000 personas diarias, a fecha de hoy, el día en el que más vacunas se han puesto no se ha pasado de las 11.000. Es cierto que las islas van ligeramente por delante de la media nacional en personas que han recibido las dos dosis - 7% de Canarias frente al 5,2% nacional - pero para pasar de las apenas 100.000 personas vacunadas a las 1,35 millones que deben recibir la vacuna falta un larguísimo camino que, previsiblemente, no acabará en verano. 

A estas alturas resulta ocioso insistir en la importancia de vacunar a la población diana como paso previo e indispensable para empezar a hablar de recuperar la actividad económica. En ese sentido, los resultados obtenidos en las residencias de mayores, en donde los contagios han caído más del 90%, hablan por sí solos de la importancia de la vacuna. Por ello es menos comprensible si cabe la pachorra con la que las autoridades sanitarias se han tomado un asunto, que requería un verdadero zafarrancho de combate desde el primer momento para aprovechar hasta el último vial disponible. 

En abril, vacunas mil: ¿seremos capaces de ponerlas todas?

Ahora, la ministra de Sanidad anuncia para abril vacunas mil, como el refrán: la llegada este lunes de un millón de dosis de Pfizer y Moderna y de 5,5 millones de viales de la fórmula unidosis de Janssen a mediados de abril, aunque lo más probable es que la entrega se retrase hasta finales de ese mes. Con esas expectativas y a la espera de que la UE, el Reino Unido y AstraZeneca se pongan de acuerdo y lleguen las dosis comprometidas, podría ocurrir que de buenas a primeras tengamos muchas más dosis de las que somos capaces de administrar. Sin embargo, no parece que el Ministerio o las comunidades autónomas se hayan planteado un escenario en el que, habiendo viales suficientes, la vacunación no se acelera por falta de medios y de planificación. 

Si tenemos en cuenta que los datos de la pandemia no invitan al optimismo y que la Semana Santa podría ser la definitiva puerta de entrada a la cuarta ola, sería una irresponsabilidad mayúscula que no se agilizara al máximo la vacunación. Urge por tanto un plan que permita aprovechar todas las dosis y administrarlas cuanto antes y para ello hay que echar mano de los sanitarios a los que, de manera incomprensible e injustificada, el Ministerio y las comunidades autónomas han ignorado. No alcanzo a comprender por qué en Francia, Italia o Reino Unido vacunan los farmacéuticos y en España no se les permite. Y quien dice los farmacéuticos dice los veterinarios, los odontólogos o el personal sanitario de las Fuerzas Armadas; y dice también que es fundamental ampliar los lugares de vacunación a toda suerte de instalaciones en las que se puedan garantizar unas mínimas condiciones sanitarias. 

No puede ser que España haya superado ya las 75.000 muertes por coronavirus, que los contagios tiendan más a subir que a bajar y que la economía esté hecha unos zorros, mientras los responsables públicos arrastran los pies con las vacunas. Voy a confiar en esta ocasión en que esos responsables sepan actuar con la cordura y la diligencia que la situación requiere y no caigan en el viejo vicio nacional de improvisar y luego exculparse diciendo que "no se podía saber". 

COVID - 19: no saldremos más fuertes

Vivimos tiempos difíciles en los que demasiada gente ya no cree en ideas o principios sino en eslóganes; los medios de comunicación han perdido prestigio y credibilidad a manos llenas y el poder político se permite señalar a los periodistas desafectos; abundan los charlatanes de feria que pescan en el río casi siempre revuelto de la política y escasean la ética, la decencia y la honradez en la administración del bien común. Me pregunto cómo encaja en ese panorama el eslogan del Gobierno, según el cual los españoles saldremos de la pandemia del coronavirus mejores y más fuertes. Se podrá estar más o menos de acuerdo con este diagnóstico; incluso se puede pensar que he cargado las tintas, pero no se podrá negar que son problemas reales y tangibles de la sociedad española de 2021, el año en el que todo iba a ser mejor que en 2020. 

En gran medida estamos ante problemas previos a la pandemia pero exacerbados por ella. Después de un año lidiando con esta situación, las dificultades crónicas de nuestra sociedad y las costuras siempre frágiles de la democracia resultan hoy más visibles que nunca. Una expresión del descosido entre tantas otras es el destrozo económico que amenaza con dejar a mucha gente atrás, a pesar de otro de los eslóganes con los que el Gobierno nos ha querido dorar la píldora de la pandemia. 

Sí se podía saber

Si bien es cierto que la pandemia pilló a medio mundo con el pie cambiado, es falso que no se pudiera saber qué se debía hacer a la vista de los informes en poder del Gobierno y del imparable avance y la letalidad que provocaba el virus a su paso. No hubo un mínimo de prudencia por parte de los responsables públicos que, junto a no pocos científicos, se apuntaron a negacionistas desde el primer momento. Cuando ya tuvimos el virus encima y empezaban los estragos, surgió el "no se podía saber", la excusa con la que las autoridades sanitarias intentaron ocultar su falta de previsión y la ausencia absoluta de planes de contingencia. 

Esa realidad, no por más negada menos cierta, degeneró pronto en una reyerta política que aún perdura y que ha terminado polarizando la sociedad con la ayuda inestimable de muchos medios de comunicación y las ineludibles redes sociales. En un país como España en el que el poder político se reparte entre un gobierno central y los de las comunidades autónomas, pero cuyo marco de competencias constituye un galimatías generador de tensiones entre el centro y la periferia, era de esperar una cacofonía política cuando más se necesitaba unidad de criterios y de acción. En no pocas ocasiones se ha buscado más el rédito político que se podía obtener de la refriega que la salud pública de la población. 

Así las cosas, mientras se lanzaban mensajes contradictorios, se adoptaban también medidas que se cambiaban en pocos días sin más aval científico que el de un inexistente comité de expertos. Se bordearon e incluso traspasaron límites constitucionales relacionados con derechos fundamentales y se ninguneó cuanto se pudo al Parlamento, sede de la soberanía nacional y del Legislativo, en la que todo responsable público tienen la ineludible obligación de rendir cuentas de sus acciones o inacciones.

Una economía destrozada y un número inasumible de víctimas

El corolario del desbarajuste y el cálculo político que ha dominado la gestión de la pandemia es una economía en coma, millones de pequeñas empresas cerradas para siempre y millones de personas en el paro o en ERTES que van camino también del desempleo. Pero todo eso tiene solución, no así las espeluznantes cifras oficiales de fallecidos y contagiados, por no hablar de la escandalosa falta de rigor en las estadísticas sobre la pandemia tanto del Ministerio de Sanidad como de las comunidades autónomas.

Poniendo la guinda a la espantosa situación después de un año de pandemia, el ministro responsable de la gestión sanitaria abandona el barco en plena tercera ola de contagios y se va de candidato a unas elecciones autonómicas por decisión digital de su jefe de filas y presidente del Gobierno del que formaba parte. Y lo que resulta doblemente sangrante es que se despide sin arrepentirse de nada y sin dar cuenta de su gestión en el Congreso, por miedo a que las críticas de la oposición malogren el inicio de su campaña electoral. De nuevo y dado que, según se ha sabido, su designación como candidato se había decidido en otoño, nos encontramos ante otro descarado ejemplo del uso político y partidista de la pandemia para obtener provecho político. 

El fracaso de la cogobernanza

Su marcha coincidió además con el descontrol de la "cogobernanza" con la que el Gobierno había traspasado la gestión de la pandemia a las autonomías, deseosas de hacer méritos ante sus respectivas parroquias políticas. El resultado es que ahora tenemos 17 modelos de gestión para una misma pandemia, mientras el Ejecutivo central se limita a dar consejos y dejar hacer con arreglo a un decreto de estado de alarma sujeto a interpretaciones encontradas. A nadie le debería extrañar que la tercera ola esté siendo tan o más letal que la primera, cuando había un supuesto mando único en manos del Ministerio que tampoco llegó a serlo del todo. 

Ante el falso dilema de economía o salud, en muchas comunidades autónomas se adoptaron en Navidad medidas que contribuyeron a expandir de nuevo el virus y los fallecimientos. Para la historia de las ridiculeces de esta pandemia queda la ocurrencia de "los allegados" que nos podían visitar en Noche Buena. Un capítulo en el que también encaja como un guante el triunfalismo imprudente con el que el presidente del Gobierno puso fin al primer estado de alarma en junio de 2020: "Hemos vencido el virus y controlado la pandemia, hay que salir sin miedo a la calle", decía irresponsablemente Pedro Sánchez.

En todos lados no cuecen habas

A menudo los responsables de la sanidad pública suelen recurrir a lo mal que va la pandemia en otros países para justificar sus errores de gestión. Es cierto que en países como Estados Unidos o el Reino Unido sus dirigentes hicieron verdaderas barbaridades y en otros como Brasil se siguen haciendo todavía. Sin embargo, quienes se siguen agarrando al "no se podía saber" se olvidan interesadamente de los países en los que la gestión de la pandemia ha sido exitosa. 

Y no hablo solo de China, en donde el Gobierno no tiene obligación alguna de respetar los derechos fundamentales de sus ciudadanos. Hablo de democracias consolidadas como Corea del Sur, Dinamarca, Nueva Zelanda o Finlandia, en donde "sí supieron" actuar con tino y a tiempo. Soy consciente de que las comparaciones siempre son odiosas porque las condiciones de partida no son las mismas. No obstante sirven para visualizar que las cosas se pudieron y se debieron hacer de otra manera en España, en donde tanto se presumía de tener la mejor sanidad pública del mundo hasta que la pandemia puso al descubierto todas sus miserias. 

Una sociedad responsable

Las respuestas de la sociedad española ante la pandemia pueden reducirse a dos: la de quienes cumplen las normas o hacen todo lo posible por cumplirlas y la de quienes las ignoran o las desprecian. Aunque no hay estadísticas que lo demuestren fehacientemente, mi convencimiento es que la primera respuesta ha sido la mayoritaria. Ha primado la responsabilidad de la mayoría de la población, a pesar de la confusión y de las contradicciones que han presidido en muchas ocasiones las decisiones de los responsables públicos sobre cuestiones como el uso de la mascarilla. Por otro lado, la alegría irresponsable con la que las comunidades autónomas levantaron ciertas restricciones de movilidad en aras de "salvar la Navidad", hizo que incluso los prudentes se relajaran y los contagios se dispararan de nuevo. Nada digamos de quienes las normas siempre les parecieron que no iban con ellos y siguieron saltándoselas. 

En el cumplimiento de las medidas de seguridad ha faltado rigor aleccionador, se ha pensado que con anunciarlas y publicarlas en un boletín oficial que nadie lee, era más que suficiente para garantizar su cumplimiento. Cuando hizo falta sancionar con dureza a los incumplidores, tembló el pulso para no perder votos y todo quedó en amonestaciones verbales que por un oído entraban y por el otro salían. También en esto ha faltado contundencia, rigor y claridad: si la pandemia no ha ido más lejos es en parte por la responsabilidad de una inmensa mayoría ciudadana que incluso ha adoptado medidas de protección más allá de las oficiales.   

No saldremos ni mejores ni más fuertes

En estos momentos no sabemos a ciencia cierta si hemos llegado al pico de la tercera ola, si estamos cerca o si lo hemos superado. Lo cierto es que ni los científicos se ponen de acuerdo, por no mencionar a un señor llamado Fernando Simón, sobre el que han recaído con no poca razón buena parte de las críticas al Gobierno. La sociedad está agotada y hastiada de escuchar durante meses a este señor exponiendo más cábalas que certezas y de ver cómo lo que ayer no era necesario hoy se ha vuelto obligatorio.

De doblegar o no la curva dependen muchas cosas de comer en este país. Depende ante todo que no continúe aumentando el número de familias golpeadas por el virus y que no se agraven aún más las secuelas psicológicas que esta pandemia dejará en buena parte de la población. También depende una economía en estado de coma, dopada con millones de ERTES que pueden terminar en el paro si no hay una salida del túnel más pronto que tarde. Está en juego, en definitiva, el estado del bienestar tal y como lo conocíamos antes de esta crisis, mientras aumenta la monstruosa deuda pública y con ella la hipoteca que ya le vamos a dejar a las futuras generaciones. 

Es cierto que, en medio de este panorama desolador, el inicio de la vacuna contra la COIVID-19 a finales de diciembre ha traído una luz de esperanza de que la pesadilla esté empezando a tocar a su fin. Sin embargo, hasta para algo que sí era perfectamente posible haber planificado con rigor y protocolizado con claridad, se ha vuelto a llegar tarde y mal, con políticos y allegados saltándose la lista de vacunación y exasperante lentitud en la inoculación de la vacuna a la población. 

La "nueva normalidad" no será la que muchos pensaron

No deseo alargar este post aún más y me limitaré a una reflexión que enlaza con la que lo abría. Salir mejores y más fuertes va a requerir algo más que eslóganes cocinados en el departamento de propaganda de La Moncloa. Se necesita en primer lugar una ciudadanía menos complaciente, dispuesta a cumplir las normas pero también a exigir transparencia en la gestión de nuestro dinero y rigor en las decisiones: es nuestro derecho y no podemos ni debemos abdicar de él. La clase política española, que ha dado otro lamentable espectáculo de división cuando más se requería unidad y consenso, debe cambiar con urgencia de registro y anteponer el bien común a la lucha partidista. Los medios de comunicación tampoco han estado a la altura de lo que se espera de ellos en una democracia: ha primado el servilismo de unos y el desgaste del poder en otros, pero la mayoría ha arrojado a la papelera los códigos más elementales del periodismo. 

Ya me pueden llamar ingenuo por imaginar tan solo que estos problemas tengan arreglo a corto y medio plazo: tendrán toda la razón, pero no veo otra salida para volver al menos a una cierta normalidad, no a esa ridícula "nueva normalidad" con la que el Gobierno nos pretendió adormecer hasta que la realidad destrozó de nuevo sus mensajes propagandísticos. De lo que no cabe duda es de que, si la vacunación avanza y conseguimos dejar atrás la pandemia, desembocaremos en una realidad que nos retrotraerá muchas décadas en términos de bienestar. Que no estemos preparados para afrontarla es lógico, lo que me preocupa es que no estemos haciendo gran cosa para prepararnos, sino más bien para continuar arrastrando nuestros viejos problemas crónicos tras nosotros. Creo que con lo dicho se comprende mi escepticismo cuando el Gobierno dice que saldremos "mejores y más fuertes". Mi percepción es que saldremos más débiles, peores y mucho más cabreados. Ojalá, pero no creo equivocarme mucho.