Imaginemos por un momento que ya es 2022 y que no usamos mascarilla, que por fin estamos vacunados, que no hay fallecidos y que los medios no publican el cansino recuento diario. Piensen en la dicha de no escuchar a Fernando Simón diciendo lo contrario de lo que dijo la semana anterior y que Carolina Darias ha logrado vacunarnos a todos con Pfizer. Con todo esto no costará suponer que Pedro Sánchez y los presidentes autonómicos se han cargado de medallas por su heroica victoria sobre el virus y nos piden a coro que olvidemos el pasado y volvamos al amor, porque si no es a su lado dónde vamos a estar mejor: no es momento de hablar de las prometidas auditorías externas sobre nuestra gestión por disparatada que haya sido - dirán -; es hora de pelillos a la mar y mirar al futuro unidos, como si no hubiera pasado lo que todos sabemos que ha pasado.
Frustrados y decepcionados
Sin que esto suponga renunciar a exigirles que rindan cuentas, podemos empezar a imaginarnos cómo será ese futuro próximo sin pandemia o al menos con ella bajo control, qué ocurrirá con la política, el trabajo, la economía, la educación o la sanidad. No se trata de ser adivinos y ponernos en 2050, para eso ya tenemos a Iván Redondo, tan solo de hacernos una idea del país que nos espera a la vuelta de unos meses si nada se tuerce de nuevo. No hay que recurrir al equipo prospectivo habitual de La Moncloa para imaginar un país dividido, cabreado, empobrecido y cargado de incertidumbres. Así lo refleja el último Eurobarómetro, que sitúa a los españoles entre los europeos más frustrados y decepcionados después de más de un año de pandemia. No saldremos ni más fuertes ni más unidos ni todos juntos, como han prometido durante todo este calvario los falaces eslóganes de la propaganda gubernamental.
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La economía está anestesiada pero, cuando salga del letargo, le espera una subida de impuestos histórica. El turismo, importante fuente de empleo e ingresos en lugares como Canarias, se las tendrá que arreglar casi por su cuenta porque ha sido ignorado por el Gobierno en sus ayudas directas, como si sus aportaciones al PIB nacional, un 12% antes de la pandemia, fueran el chocolate del loro. Con todo, el más grave problema económico del país, que no es tanto el desempleo como la estratoférica deuda pública, no merece la atención que su trascendencia requiere y podría seguir creciendo como si no hubiera un mañana ni que pagarla antes o después.
Habrá muchos más cambios, unos derivados de esta crisis y otros que ya estaban en marcha: los hábitos de consumo seguramente cambiarán condicionados por la seguridad sanitaria y el teletrabajo modificará las relaciones entre empleados y empleadores. El envejecimiento tensionará aún más la maltrecha Seguridad Social sin que se vea con claridad qué ocurrirá con las pensiones; también es probable un incremento del desempleo estructural, debido a la automatización de las tareas y a la imposibilidad de muchos trabajadores de retornar a sus antiguos empleos o acceder a uno nuevo.
La educación pública seguirá en el centro del navajeo político y la sanidad necesitará respiración asistida para superar el estrés de la crisis. La pobreza y la exclusión, que durante la crisis han crecido exponencialmente en comunidades como Canarias y ante la que los políticos han derrochado más demagogia que eficacia y eficiencia, son además el caldo de cultivo de un latente malestar social que podría ir a mayores.
Un panorama político desolador
El panorama político no desmerece en este cuadro. Quienes se supone que deben liderar la España de la pospandemia y afrontar con rigor esos y otros muchos retos, parecen cada día más alejados de la realidad del país. Lo que se atisba en el horizonte no son medidas ni políticas que favorezcan la adaptación de la sociedad española a la nueva realidad, solo conflictos políticos impostados y decisiones basadas en el interés partidista y contrarias al bien común y al marco constitucional. Se imponen los sentimientos sobre la razón y cada día nos sueltan unas cuantas liebres en las redes para que los demás, incluidos los medios, corramos detrás y nos entretengamos en debates de patio de vecinos mientras ellos se entregan a sus juegos de tronos.
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Esa tendencia, que no es nueva, se intensificará en el futuro inmediato para vivir en una campaña electoral permanente entre retruécanos, chascarrillos y memes, reaccionando cada vez más con el corazón o el carné de militante y reservando la cabeza solo para el sombrero, y eso quienes lo usen: como dijo Milan Kundera, estamos dejando de ser "Homo sapiens" para convertirnos en "Homo sentimentalis". No cabe esperar liderazgo, dirección ni confianza, solo cuidadosa puesta en escena, culto a la imagen, mediocridad y retórica vacía. Los medios también cumplirán su cometido de servirnos la diaria papilla indigesta de las tertulias, las informaciones sesgadas y de parte y el fast food político bien caliente y rápido.
Puede que a algunos ese panorama les parezca demasiado pesimista y hasta catastrofista, pero con las bases de la democracia y la razón arrastradas por los suelos por quienes deberían defenderlas y enaltecerlas cada día, encuentro pocos motivos para imaginar el futuro próximo con menos pesimismo. Si acaso, y por concluir con una nota positiva, hago un ejercicio de voluntarismo y me aferro al hecho de que los españoles hemos conseguido siempre superar las dificultades a pesar de los embates de la Historia y de la oposición de una clase política mostrenca y generalmente atenta solo al disfrute del poder. Quien no se consuela...
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