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Otra UE es posible, pero hay que imaginarla

Uno de los deportes favoritos de los euroescépticos es denostar a la UE; no digamos nada de los eurófobos como ha puesto de manifiesto el brexit o el ascenso de la derecha populista y xenófoba en varios países europeos. Admito que formo parte de ese amplio grupo de ciudadanos que ha ido perdiendo progresivamente la fe en el proyecto europeo de integración: han sido muchas decepciones y pocas alegrías, sobre todo por la manera de gestionar la brutal crisis de la última década. Observar a una UE sometida al dictado alemán dedicando todos sus desvelos a resolver el problema de los mercados financieros y ninguno a las consecuencias sociales de la crisis, no ayudó mucho a aliviar  el escepticismo sobre un proyecto que parece sin rumbo ni objetivos definidos. Tal vez por eso nadie parece capaz tampoco de explicar a los ciudadanos qué es y hacía dónde va la UE. De esa idea parte precisamente un libro relativamente reciente del politólogo Daniel Innerarity titulado "La democracia en Europa" ( Galaxia Gutenberg). 

Confieso que después de su lectura mi pesimismo europeo ha cedido un poco pero solo un poco. Entre las muchas habilidades del autor figura la de derribar mitos y tópicos políticos aún reconociendo que detrás de un tópico siempre hay al menos un poco de verdad. El primero de ellos es la inutilidad que tiene pensar en la UE como en una mera suma de estados en vez de imaginar un proyecto que trasciende el concepto tradicional del estado nación circunscrito a un ámbito territorial, social y político perfectamente delimitado.  En este contexto también carece de sentido reprocharle déficit de calidad democrática a una UE que en realidad sólo es el reflejo de los estados que la conforman. Sin embargo - sostiene - los ciudadanos no le dan la espalda a Bruselas solo porque detecten poca calidad democrática sino porque no entienden o no confían en lo que se ventila en las instituciones comunitarias. A partir de aquí desarrolla Innerarity un sugerente análisis sobre el déficit democrático de la UE y la lentitud de gigante con pies de barro con la que toma decisiones. Considera que la eficiencia de esas decisiones puede ser un elemento de legitimidad democrática pero advierte contra el peligro de caer en la tecnocracia, algo que en mi opinión ya ocurre con frecuencia. Eficiencia de las decisiones y legitimidad democrática de quienes las toman - dice el autor - deben estar equilibradas. 


Frente a quienes temen que un fortalecimiento de las instituciones democráticas vaya en detrimento de la soberanía del estado nación, Innerarity echa mano una vez más del hilo conductor de todo el libro: la única manera de avanzar en la integración es superar la visión alicorta circunscrita de manera exclusiva a los intereses nacionales. Para avanzar en la integración - viene a decir Innenarity - hay que ceder soberanía. Lo que no es razonable es exigir a los estados una legitimidad democrática que debido a la globalización y la transnacionalización no están en condiciones de proveer. Sólo la UE podría hacerlo y de ahí la paradoja de que sea precisamente ese gigante al que tan poco democrático vemos el que pueda garantizar los principios esenciales de la democracia: solo él - viene a decir Innerarity - puede garantizar una respuesta democrática de los estados miembro ante esta nueva realidad. 

El autor se pregunta si existe un "demos" europeo que dé legitimidad democrática a la UE y concluye que no existe tal figura dada la diversidad de culturas e intereses de los diferentes pueblos del viejo continente. Ahora bien, en su opinión tampoco es imprescindible su existencia ya que una red institucional que asuma los asuntos a los que los estados no pueden hacer frente por separado, sería suficiente para esa legitimidad democrática. La propuesta es cuando menos discutible ya que estaríamos ante algo así como una suerte de "democracia sin pueblo". Innerarity imagina una UE dinámica y contingente, con capacidad de adaptación a los cambios y liberada de las ataduras del estado nación, aunque faltaría saber cómo se concreta esa idea en una Europa sujeta a la éjida alemana y con cerca de treinta estados mirando más sus intereses nacionales que por los comunitarios. 
En aras a paliar el déficit democrático propone incrementar el poder del Parlamento Europeo y  ceder determinadas competencias estatales a organismos comunitarios, todo ello con el fin de alejar la toma de decisiones del cortoplacismo político que imponen los sondeos electorales a los partidos. No abunda - y es una pena - en cómo hacer que en el ámbito comunitario se produzca la competencia electoral entre partidos que tiene lugar en el ámbito estatal y que es precisamente una de las señas de identidad de todo sistema democrático. Se decanta en cambio porque las instituciones comunitarias y los lobbys de presión estrechen sus lazos, lo cual no deja de ser ser arriesgado e incluso peligroso para los intereses de los ciudadanos. Con lo que no se puede sino estar de acuerdo es con la crítica a la gestión de la crisis, cuyos principales fallos achaca a una arquitectura comunitaria incompleta con moneda única pero sin unidad fiscal ni política. 

El autor aboga por combinar la responsabilidad fiscal de los estados con la solidaridad entre ellos y por hacer posible que los ciudadanos de un país puedan decir algo sobre las decisiones de otro que les afecten. Por último y por lo que supone de desdén por la democracia, el autor rechaza de plano ese lenguaje de la irreversibilidad al que nos acostumbraron los políticos españoles  durante la crisis ("esto es lo que hay y no se puede hacer otra cosa"), y anima una vez más a ver en la UE la oportunidad para rescatar la democracia en un plano nuevo y distinto al del estado nación en donde ya no es realizable plenamente. En resumen, ideas valientes en una UE enmarañada y desnortada, causas principales del desafecto ciudadano y de la bajísima participación en las elecciones al Parlamento Europeo. Ideas controvertidas pero imaginativas para fomentar el debate y romper el círculo vicioso en el que dan vueltas el europtimismo acrítico y el euroescécpticismo  pesimista.   

Mario Vargas Llosa y el liberalismo

No es mucho lo que el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa aporta a la ciencia política con su último libro titulado "La llamada de la tribu" (Alfaguara, 2018), que acabo de leer. Se trata de un trabajo próximo al panfleto en ocasiones, en el que hace un  bosquejo superficial de la obra y  figura de unos cuantos prohombres del pensamiento liberal desde Adam Smith a Jean - François Revel, pasando por Ortega y Gasset, Hayek, Popper, Aron y Berlin. Ni en lo personal aporta el gran escritor ninguna noticia nueva sobre su opción política, ni en lo doctrinal propiamente dicho hay ningún punto de vista original o renovador del pensamiento liberal. De cada uno de los seleccionados se limita a espigar unas cuantas ideas que no por casualidad son casi siempre las mismas en todos ellos: la libertad y  el riesgo de que un Estado demasiado poderoso la sustituya por la tiranía totalitaria. 

Que proclame que el liberalismo es el único sistema político que garantiza las libertades democráticas tal y como se conciben en el mundo occidental no es precisamente un descubrimiento científico de primer orden. Como él mismo se encarga de subrayar de manera casi obsesiva a los largo de las más de trescientas páginas del libro, ahí tenemos al derrumbado régimen soviético de recordatorio permanente de lo que el estalinismo o, en el extremo opuesto el nazismo, pueden llegar a suponer. En efecto, la Unión Soviética, China y Cuba son - entre otros países -  sus objetivos predilectos a la hora de confrontar las ideas liberales con el comunismo y sacar la conclusión de que sólo las primeras pueden garantiza libertad, paz y progreso a los ciudadanos. Nada que objetar a eso sobre el papel: en efecto, la democracia solo puede ser liberal o no es.


A sus iconos del liberalismo les dispensa el autor un trato comprensivo de sus errores o sus contradicciones pero a Marx y a los marxistas los somete al tercer grado página tras página. La sospecha de que la honestidad intelectual de Vargas Llosa cojea ligeramente se confirma cuando alaba sin ningún tipo de rubor político las figuras de Reagan y Thatcher, en buena medida responsables ambos de las medidas desreguladoras que están en el origen de la crisis y de la privatización de servicios públicos esenciales con las que se enriquecieron las empresas privadas y se empobrecieron los ciudadanos en el Reino Unido. Ninguno de estos asuntos aparecen mencionados en el libro, en donde ni siquiera se hace una mínima alusión a otras consecuencias negativas derivadas de un sistema como el capitalista, estrechamente vinculado al liberalismo.

Por solo citar algunas, los graves problemas medioambientales de ámbito global como el cambio climático, la preminencia de los intereses de las empresas financieras transnacionales frente a los gobiernos nacionales y sus ciudadanos o el incremento de la desigualdad entre ricos y pobres. Vargas Llosa pone el acento en la libertad pero apenas incide en las desigualdades sociales que el liberalismo genera y que no es capaz de corregir de manera satisfactoria. Con afirmar que el sistema provee los medios para la igualdad de oportunidades de partida y dejar que sean el mérito y el esfuerzo los factores que hagan el resto, se da por satisfecho.

Ni siquiera la socialdemocracia - una suerte de liberalismo de izquierdas - le termina de convencer a pesar de que fueron gobiernos de este signo los que más hicieron en la posguerra por atenuar las diferencias sociales. El estado del bienestar que impulsaron y perfeccionaron estos gobiernos tampoco merece reconocimiento alguno en la pluma de Vargas Llosa: prefiere alinearse con Hayek, uno de sus autores preferidos y uno de los más ultraliberales de cuantos glosa, y considerar a los socialdemócratas como compañeros de viaje de los comunistas dispuestos a implantar la dictadura del proletariado a las primeras de cambio. Siempre encomiástico y en ocasiones hagiográfico con sus pensadores liberales de cabecera, Vargas Llosa nos ofrece un libro desde todo punto de vista innecesario y en consecuencia prescindible. Lo que sí viene a confirmar "La llamada de la tribu" es que Vargas Llosa es un gran escritor, pero de literatura de ficción.