Francisco, año primero

Mañana hará un año desde que el argentino Jorge Bergoglio entró como cardenal en un cónclave vaticano de intenso regusto medieval y salió de él proclamado papa. Se asomó al balcón de la basílica de San Pedro y, en lugar de impartir la bendición urbi et orbi, pidió a los congregados que rezaran por él. Se permitió incluso bromear sobre su procedencia lejana en lo que podría interpretarse incluso como un suave tirón de orejas a una curia vaticana endogámica que llevaba siglos eligiendo papas italianos o de países cercanos. Se autobautizó como Francisco en recuerdo del santo de Asís y esa fue su primera declaración de intenciones. Tanto su elección como su talante sorprendieron entonces a creyentes y a no creyentes pero pusieron también en guardia a los sectores más conservadores de la Iglesia católica. 


En doce meses, el papa Francisco ha puesto patas arriba la doctrina tradicional del catolicismo en asuntos como las causas de la crisis económica, la inmigración, el papel de la mujer en la Iglesia, el divorcio o la teología de la liberación anatemizada por sus antecesores. Se ha permitido también intervenir en el santa santorum de las cuentas del Vaticano, un terreno que hasta ahora también parecía inmune e indiferente por completo al nombre de quien ocupara la silla de San Pedro. Sin embargo, en otras cuestiones no menos importantes como los gravísimos escándalos de pederastia en el seno de la Iglesia se ha mostrado mucho menos locuaz y “revolucionario”. Puede ser que comparta la posición de buena parte de la curia sobre este escabroso asunto, partidaria de tapar los abusos y correr un tupido velo sobre ellos, o puede ser que prefiere ir con mucho tiento en una cuestión tan delicada. El tiempo lo dirá.


Sin entrar a debatir ahora la escasa vigencia en los tiempos actuales de una institución de oscuros orígenes medievales como el papado, ni creyentes católicos ni no creyentes han podido permanecer indiferentes ante la novedosa figura de un papa que, además de expresar en voz alta lo mismo que millones de personas en el mundo, por primera vez no parece un ser caído del cielo: concede entrevistas a los medios de comunicación, elude los coches oficiales y blindados y no se detiene en detalles de coquetería como el color de las zapatillas. 

Ahora bien, el complejo mundo con el que el papa Francisco tiene que lidiar vive a velocidad de vértigo y está ya poco acostumbrado a esperar demasiado para que las promesas y las buenas intenciones se conviertan en realidad. Después de un año refrescando el viciado ambiente en el que se encontraba inmersa la Iglesia católica, el papa Francisco debería empezar a pasar a los hechos concretos. Al menos en aquellos ámbitos en los que posee capacidad de decisión si no absoluta si al menos muy amplia. Que la resistencia de la vieja guardia es enconada nadie lo duda pero corre el riesgo si no lo hace de defraudar a sus fieles y a quienes, sin serlo, también ven en él a un líder moral de proyección global que puede contribuir a avanzar hacia un mundo algo mejor. 

Los escándalos de pederastia, las sanciones que aún pesan sobre los teólogos de la liberación, el aborto, el divorcio o el papel de la mujer en puestos eclesiásticos de responsabilidad son cuestiones que requieren no sólo intenciones sino sobre todo definición y acciones. Sin duda, nadie mejor que el propio papa Francisco debe conocer el significado del famoso versículo 7:15-20 del Evangelio según San Mateo: “Por sus obras los conoceréis”.

Diez años y una obsesión

Poco cabe añadir a lo que se ha dicho y escrito en los últimos días a propósito de la conmemoración de los diez años transcurridos desde los atentados del 11M en Madrid, más allá de expresar el máximo respeto y solidaridad para con los familiares de las víctimas mortales y para con los heridos en aquella masacre. Sin embargo, por terrible que resulte, una década después de la matanza en los trenes de cercanías hay aún sectores sociales y políticos de este país que no tienen reparos en continuar alimentando la teoría de la conspiración para explicar la autoría de los atentados.

Lo hemos comprobado en los últimos días en determinados artículos de opinión en algunos de los medios que dieron pábulo a esa descabellada teoría desde el minuto uno de la tragedia y que, aún hoy, parecen seguir con credulidad digna de mejor causa líderes políticos como María Dolores de Cospedal. En una estudiada posición de ambigüedad, la número dos del PP vino a decir un día antes de celebrarse este nuevo aniversario de los atentados que nunca se puede cerrar la puerta a “nuevos datos” que permitan esclarecer lo ocurrido.

Es admirable la falta de respeto que algunos dirigentes políticos muestran ante las decisiones judiciales adversas a sus intereses para centrarse en los hechos y en las pruebas y la facilidad con la que aplauden en cambio cuando les son favorables. Un proceso judicial y una vista oral desarrolladas con todas las garantías procesales para los acusados y una sentencia condenatoria ejemplar no son para estos sectores y dirigentes políticos argumentos suficientes para hacerles desistir de la idea de que, detrás de los atentados, maniobró una mano negra aliada con ETA que conspiró para torcer el resultado de las urnas y arrebatarle al Gobierno saliente el triunfo que ya daba por descontado.

Aquel mismo día, fruto de la torpeza de un Ejecutivo empeñado en ocultar la realidad a los ciudadanos para que los hechos no le pasaran factura en las elecciones, nació la teoría de la conspiración. La alimentó el propio Gobierno en sus inicios y la ha venido apoyando sin muchos escrúpulos durante todos estos años el PP y otros sectores de la derecha española cuando el testigo pasó a los medios de comunicación que la siguen sosteniendo. Hasta hoy mismo, sin ir más lejos, aunque afortunadamente con fuerza muy decreciente y esperemos que terminal.

Así, la instrucción del caso, la evaluación de las pruebas y la vista oral tuvieron que desarrollarse en medio de un clima enrarecido, sembrado de bulos malintencionados y de una inusitada presión mediática sobre el tribunal que, a pesar de todo, dictó una sentencia que nadie ha podido rebatir por mucho que lo hayan intentado y lo sigan intentando aún.

Y en medio las víctimas y sus familiares, a las que no ha habido reparo en utilizar políticamente durante todos estos años e incluso en clasificarlas en función de si comulgaban más o menos con ruedas de molino y, según ese criterio, atenderlas mejor o peor, como si creer más o menos en la conspiración fuera aval y requisito imprescindible para recibir el trato que cualquier víctima de una tragedia de aquellas dimensiones requiere y merece.

Ignoro si es un problema congénito de la sociedad española pero lo cierto es que, diez años después de los atentados, no puede seguir el país abierto en canal cada vez que llegan estas fechas porque algunos sectores políticos continúen resistiéndose a aceptar los hechos tal y como fueron y se juzgaron y no como tal vez les hubiera gustado que fueran. El primer paso para acabar con esa obsesión que dura ya una década lo han dado las asociaciones de víctimas que en esta ocasión y por primera vez han conmemorado conjuntamente el aniversario, aunque sus respectivos planteamientos sigan estando distantes. Sería muy saludable para la vida de este país que quienes aún se empeñan en propalar dudas sobre lo ocurrido una fría y trágica mañana de marzo de 2004 en Madrid siguieran su ejemplo.

¡Resiste, Luis!

A Luis Bárcenas no le gusta la cárcel. No se lo reprochemos porque, yo al menos, no conozco a nadie que le guste. Desde que está entre rejas vive el hombre sin vivir en él, aislado del mundo y sin poder hacer la vida a la que estaba acostumbrado. Ya no viaja a Suiza a hacer ingresos bancarios y su amor por el esquí lo tiene aparcado quién sabe por cuánto tiempo. Tampoco tiene ya mando en plaza en Génova, 13, no recibe a empresarios con abultados sobres en el maletín ni los reparte personalmente a sus jefes y compañeros políticos. 

Su situación empieza a ser tan desesperada que hasta la economía doméstica se ha resentido y hace poco tuvo que pedirle al juez que le dejase mover algún dinerillo de sus cuentas para que su familia pudiera hacer la compra en el súper. Se ve que el finiquito en diferido de Cospedal se ha agotado más pronto de lo previsto y no hay más remedio que tirar de los ahorros, que no deben de ser muchos a pesar de una vida de trabajo honrado. Ante este dramático escenario  Bárcenas se ha armado de valor y ha escrito una carta de su puño y letra – para que no haya duda sobre la autoría – al juez Ruz. Le pide por cuarta vez que le permita irse a casa y le promete que será bueno, que no se fugará y que no destruirá pruebas sobre el trapicheo de los sobres. A cambio le ofrece más documentación, toda la que el juez quiera y necesite sobre la financiación irregular del PP. Está dispuesto incluso a presentarse mañana y tarde en el juzgado y si el juez así lo dispusiera no tendría inconveniente en acudir de madrugada también. 

Verdaderamente da lástima la situación personal de este hombre, tratado como un apestado por los suyos que ni siquiera se atreven desde hace tiempo a pronunciar su nombre en público, que no saben quién es cuando se les pregunta por él, que juran que nunca lo han visto y muchos menos que haya militado en su partido. Por eso es incomprensible la dureza del alma del juez que una tras otra ha denegado todas las peticiones de libertad de alguien de su probidad moral y ética. ¿Cómo puede el magistrado sospechar siquiera que, en cuanto pusiera los pies fuera de la prisión, Luis Bárcenas iba a tomar las de Villadiego y largarse de España dejando abandonada a su suerte a su desconsolada y desvalida familia? 

¿A dónde iba a ir? ¿En qué lugar del mundo se iba a ocultar este pobre de solemnidad, sin medios para escapar de la Justicia durante mucho tiempo? Pero sobre todo ¿cómo iba a hacerles un feo como ese a sus amigos del PP, con los que tantos buenos y provechosos ratos y experiencias he compartido durante todos los años en los que tuvo el honor de que se le encomendara la llave de la caja fuerte del partido? 

Y sobre la posibilidad de destrucción de pruebas, el jamás haría tal cosa. El juez sabe que Bárcenas siempre he mostrado la máxima disposición a colaborar con la Justicia y que, si hubiera querido, muchas de esas pruebas habrían sido destruidas hace mucho tiempo. Por tanto no debe demorar ni un minuto más la libertad de este honrado y ejemplar ciudadano que sufre injusta prisión mientras su familia pasa miserias y en el que nos miramos todos los españoles como en un espejo. ¡Resiste, Luis! y mientras el juez decide, reflexiona sobre aquello que dijo Gandhi: “los grilletes de oro son mucho peores que los de hierro”.