Pedir perdón no basta

Mariano Rajoy ha pedido esta tarde perdón a los ciudadanos por los casos de corrupción que afectan principalmente a su partido. Ha dicho sentirse avergonzado y comprender la indignación de los ciudadanos. No está de más pero es absolutamente insuficiente: pedir perdón y disculpas, de manera forzada, obligado por los escándalos y leyéndolas de una nota escrita, no es lo que los españoles reclaman. O, al menos, no es lo único que reclaman. Ni siquiera después de que hace sólo dos días, el mismo presidente que hoy dice sentirse avergonzado, entender nuestra indignación y compartir nuestro hartazgo, aludiera a los casos de corrupción como “algunas cosas que no afectan a los cuarenta y seis millones de habitantes de este país”. 

Ahora, sin embargo, dice sentirse abochornado cuando el domingo parecía tan pagado de sí mismo y tan convencido de que la corrupción es cosa, en todo caso, de otros y no algo que le afecte principalmente a él, a su partido y al Gobierno que preside. No se puede creer en la sinceridad de sus disculpas porque la mayoría absoluta de la que ha gozado en esta legislatura que enfila ya su tramo final sólo la ha usado para hacernos pagar la crisis a quienes no la generamos pero no para limpiar de basura la vida política de este país, empezando por la que anega a su propio partido. Para más escarnio, muchos de los que ahora avergüenzan al presidente son los mismos que pedían más reformas, más ajustes y más recortes y nos echaban en cara a los demás haber vivido por encima de nuestras posibilidades mientras ellos se lo llevaban crudo de nuestros bolsillos. 

Sin duda es para estar avergonzado pero dudo de que las palabras de Rajoy sean mucho más que una forma de salir del paso a la espera de que escampe y, con suerte, no le vuelva a salpicar otro escandalazo como el de la Operación Púnica. Hasta ahora, en su haber de la lucha contra la corrupción, el presidente sólo tiene promesas tibias y claramente insuficientes que en muchos casos se han quedado por el camino. Y no es creíble tampoco su jeremiada de esta tarde porque, siendo su partido el que más corruptos alberga de este país, siempre han buscado él y los suyos la manera de contemporizar, dilatar y excusar las decisiones que la sociedad le pedía a gritos en las encuestas de opinión. El caso de Rodrigo Rato es más que paradigmático: sólo cuando se vio arrastrado por el escándalo de la Operación Púnica dio el paso el PP de expulsar de sus filas al ex ministro de Economía. 

Es ahora, en medio de la tormenta perfecta de corrupción que vuelve a poner a este país en la picota del descrédito político si es que ha dejado de estarlo en los últimos años, cuando el presidente y los suyos quieren impulsar leyes contra la corrupción. No les quepa la menor duda: las elecciones autonómicas y generales están a la vuelta de la esquina y preocupa mucho en las filas populares que estos asuntos terminen pasándoles factura en las urnas. Si la indignación ciudadana que se respira estos días en la calle y que se ha reflejado reiteradamente en las encuestas sobre los asuntos que más preocupan a los españoles no es flor de un día sino una clara actitud de rechazo cívico y democrático al latrocinio organizado desde las instituciones, los populares pueden llevarse el gran castigo de su historia. 

De ahí que ahora tengan prisa el PP y el Gobierno para impulsar medidas contra la corrupción que, sin embargo, ni concreta ni acuerda con todas las fuerzas políticas tras un debate social en profundidad de las causas de esta lacra y de las medidas para erradicarla. Por todas estas razones es imposible creer en la sinceridad de las disculpas expresadas esta tarde por Rajoy que, fiel al principio de no mentar la soga en casa del ahorcado, se sigue cuidando de mencionar los nombres de los que en tan mal lugar dejan su propio nombre y el de su partido. Que se avergüence y abochorne todo lo que estime oportuno el presidente, ese es su problema y el de su partido, no el nuestro. El de los españoles es tener a un presidente que ha perdido a pulso y desde hace tiempo toda la credibilidad política que se le suponía y que es incapaz de ir más allá de pedir perdón aunque las aguas sucias de la corrupción bañen sus barbas.

Corrupción: no podemos seguir así

Empieza la semana y la corrupción vuelve a enseñorearse de los titulares periodísticos cuando no habíamos sido capaces aún de digerir la imputación de Ángel Acebes por los papeles de Bárcenas o la faz de hormigón armado de los de las tarjetas opacas de Caja Madrid. De una tacada la Guardia Civil ha detenido hoy a medio centenar de personas contando a empresarios, políticos y funcionarios. Entre los arrestados figuran el número dos de Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid, Francisco Granados, también ex secretario del PP madrileño y habitual fustigador de la izquierda en las tertulias de la caverna mediática. Se le suman hasta seis alcaldes, cuatro de ellos del PP, uno del PSOE y otro de un partido independiente. Y como guinda, el presidente de la Diputación de León, también del PP, que llegó al cargo tras el asesinato de Isabel Carrasco. En total, detenciones y registros en cuatro comunidades autónomas – Castilla-León, Valencia, Murcia y Madrid – unidas así por el vínculo de la corrupción y en las cuatro – será mera coincidencia – gobierna el PP. 

De todos ellos se sospecha que forman parte de una amplia red dedicada al cobro de comisiones ilegales. Nada nuevo bajo el sol de la España de nuestras desesperanzas. Todo esto ocurre menos de 24 horas después de que el presidente del Gobierno aludiera a la corrupción sin mencionarla con una de esas frases que indignan y asombran a partes iguales: “unas pocas cosas - dijo - no son 46 millones de españoles ni el conjunto de España”. Con una frase tan absurda e irresponsable y en línea con su ridícula manía de no pronunciar palabras como Bárcenas, Rato o Acebes, sólo cabe concluir que el presidente es de la opinión de que la basura toca a menos en su partido si la reparte equitativamente entre todos los españoles, que por cierto sería lo único equitativo que repartiría.

Pocas horas antes, su número dos en el PP, María Dolores de Cospedal, había dicho con gesto encendido que los populares “están indignados” con los casos de corrupción, como si el asunto no fuera principalmente con ellos aunque sin desmerecer un ápice lo que le toca en el reparto de responsabilidades al PSOE. Así, con Rajoy aventando la porquería para que toque a menos en el PP, con Cospedal indignadísima y con el PSOE desmarcándose ahora como una damisela ofendida de las discretas negociaciones sobre corrupción con los populares, los ciudadanos empezamos a preguntarnos si estamos condenados a padecer esta suerte de maldición bíblica sin que nadie haga nada para acabar con ella.


Y sin duda es mucho lo que pueden hacer pero falta voluntad política para hacerlo, la que sí tuvieron cuando no les tembló el pulso para reformar la Constitución en pleno mes de agosto para dar gusto a los mercados financieros. Podrían – y deberían – sacar de una vez sus tentáculos de la cúpula judicial y del Constitucional, propiciar estabilidad y medios humanos y materiales a los jueces que investigan casos de corrupción, transparentar la financiación de los partidos hasta el último céntimo, dotar de capacidad, agilidad y verdadera independencia al Tribunal de Cuentas, expulsar sin contemplaciones a los militantes corruptos o sospechosos de corrupción, implantar listas electorales abiertas y endurecer la calificación y las penas para este tipo de delitos.

No es tolerable que los grandes partidos de este país, los que tienen capacidad para que esto cambie de raíz, sigan instalados en el “y tú más” y que, encima, el presidente del Gobierno pretenda dividir los múltiples asuntos sucios que afectan a su formación entre los 46 millones de españoles. Estamos más que hartos de que los que se han llenado los bolsillos a costa del erario público sean los mismos que nos han acusado de haber vivido por encima de nuestras posibilidades y hayan defendido que debíamos pagar por nuestra vida de lujo y derroche con paro, bajada de sueldos y recortes de todo tipo. 

Ahora bien, escandalizarse por la corrupción es un sano ejercicio de higiene democrática pero no es suficiente: no debemos olvidar ni por un momento que a los políticos corruptos los hemos elegido nosotros, incluso a sabiendas de que muchos de ellos no presentaban las mejores credenciales de honradez. Aprendamos de una vez la lección y no esperemos indignados pero de brazos cruzados a que los partidos políticos actúen. Tenemos que hacerlo primero los ciudadanos mostrando tolerancia cero con la corrupción y los corruptos: la regeneración política de este país sólo será realidad si empieza por una ciudadanía que asuma de una vez que así no se puede continuar mucho tiempo más sin poner en riesgo lo más importante de todo, la democracia misma.

A la Ley rogando y con el mazo dando

Mientras los ciudadanos sufren los efectos de las medidas contra la crisis, la pocilga de la corrupción rebosa y el desafecto social para con la política sube como un cohete, el Gobierno persiste en su inamovible principio de resolver todos los conflictos políticos y sociales con el único argumento de la legalidad. No digo yo que el Gobierno no deba cumplir y hacer cumplir las leyes, pero ante determinados problemas no basta con eso. Es necesaria cintura política, diálogo, consenso y acuerdos. Lo contrario es una actitud más cercana al ordeno y mando de un régimen autoritario que a una democracia en la que las discrepancias y los puntos de vista dispares deben canalizarse a través de la negociación y el acuerdo. Apelar a la legalidad y excluir toda posibilidad de diálogo para resolver problemas esencialmente políticos es de una cortedad de miras y de una falta de reflejos democráticos alarmante. 

Si este Gobierno hubiera mostrado la misma y tenaz defensa de la legalidad para acabar con los casos de corrupción que asolan al partido que lo sustenta es seguro que no estaríamos asistiendo un día sí y al otro también a las escandalosas revelaciones sobre la corrupción que lo acorrala por todas partes. Esa es la legalidad que exigen los ciudadanos de este país y no triquiñuelas, quiebros y malabarismos para no asumir ningún tipo de responsabilidad o exonerar de ella a los conmilitones. Así por ejemplo, si el PP fuera de verdad sincero en su defensa de la Ley a toda costa, es posible que ya se hubiera desvelado hasta el último detalle sobre el “caso Gurtel”, el “caso Bárcenas” o el “caso de las tarjetas opacas”. 

En todos estos casos, sin embargo, ha optado no tanto por pedir que se aplique la ley hasta las últimas consecuencias como por dilatar y enredar todo lo posible para que la investigación no avance hasta el punto de haber sido expulsado de la instrucción del “caso Bárcenas” en donde se constituyó en defensor de su protegido ex tesorero. Allá el PP con lo que decida hacer sobre este asunto y cómo decida aplicar su doble vara de medir cuando se trata de pedir la cabeza de los adversarios políticos pillados in franganti mientras protege la de los suyos contra viento y marea. Si el presidente del Gobierno y el partido que lo sustenta aún no han sido capaces de captar el rugido de indignación que su contemplativa actitud ante la corrupción provoca entre los ciudadanos, me temo que no han entendido nada de nada de lo que pasa en este país, confiados tal vez en que el tiempo todo lo borre y lo convierta en agua pasada y olvidada. 

Frente a esa posición contemporizadora con la corrupción, exhibe este gobierno músculo legal y arremete con los códigos en la mano contra dos problemas de hondo calado político que requieren, ahora sí, contemporizar y encontrar salidas. Uno es el de Cataluña, en donde después de quedarse sin argumentos tras suspender Artur Mas la consulta soberanista del 9 de noviembre, ahora insiste el Gobierno de Rajoy en impugnar también la consulta alternativa que pretenden celebrar los nacionalistas catalanes ese mismo día. Han pasado tres semanas desde que Mas dio marcha atrás pero Rajoy no ha dado un solo paso en la dirección de hallar vías de escape al choque de trenes que terminará produciéndose tarde o temprano. 

El otro ejemplo lo encontramos en Canarias, en donde el Ejecutivo central también ha decidido hoy llevar al Constitucional la consulta sobre los sondeos petrolíferos en las islas prevista por el Gobierno de la comunidad autónoma para el 23 de noviembre. Los argumentos los mismos: incompetencia de la comunidad autónoma para convocar a sus ciudadanos a expresar su opinión sobre un asunto que les afecta y ante el que buena parte de la sociedad sólo atisba riesgos y ningún beneficio salvo para Repsol. Otro problema en el que el ordeno y mando se ha impuesto durante tres años a la negociación y el acuerdo con Canarias y que se pretende ahora resolver de nuevo por la vía de la ley y tente tieso. 

Los ciudadanos de estas islas se quedarán probablemente con las ganas de expresar su parecer en una consulta que bien pudo haber convocado el propio Gobierno español sin vulnerar ninguna de las leyes por las que tanto aprecio manifiesta cuando políticamente le interesa. Pero se equivoca de medio a medio si piensa que habrá resuelto así el problema y todo esto estará ya olvidado cuando en mayo los canarios sean llamados a las urnas. Y ni que decir tiene que una actitud política tan cerril y sorda como la demostrada por el Gobierno en esta y en otras cuestiones despoja de cualquier crédito sus vanas promesas de regeneración y de acortar la brecha entre los ciudadanos y la vida pública. En política, como en otras facetas de la vida, hacer lo contrario de lo que se predica es el camino perfecto para recibir lo contrario de lo que se pide.