Mientras los ciudadanos sufren los efectos de las medidas contra la crisis, la pocilga de la corrupción rebosa y el desafecto social para con la política sube como un cohete, el Gobierno persiste en su inamovible principio de resolver todos los conflictos políticos y sociales con el único argumento de la legalidad. No digo yo que el Gobierno no deba cumplir y hacer cumplir las leyes, pero ante determinados problemas no basta con eso. Es necesaria cintura política, diálogo, consenso y acuerdos. Lo contrario es una actitud más cercana al ordeno y mando de un régimen autoritario que a una democracia en la que las discrepancias y los puntos de vista dispares deben canalizarse a través de la negociación y el acuerdo. Apelar a la legalidad y excluir toda posibilidad de diálogo para resolver problemas esencialmente políticos es de una cortedad de miras y de una falta de reflejos democráticos alarmante.
Si este Gobierno hubiera mostrado la misma y tenaz defensa de la legalidad para acabar con los casos de corrupción que asolan al partido que lo sustenta es seguro que no estaríamos asistiendo un día sí y al otro también a las escandalosas revelaciones sobre la corrupción que lo acorrala por todas partes. Esa es la legalidad que exigen los ciudadanos de este país y no triquiñuelas, quiebros y malabarismos para no asumir ningún tipo de responsabilidad o exonerar de ella a los conmilitones. Así por ejemplo, si el PP fuera de verdad sincero en su defensa de la Ley a toda costa, es posible que ya se hubiera desvelado hasta el último detalle sobre el “caso Gurtel”, el “caso Bárcenas” o el “caso de las tarjetas opacas”.
En todos estos casos, sin embargo, ha optado no tanto por pedir que se aplique la ley hasta las últimas consecuencias como por dilatar y enredar todo lo posible para que la investigación no avance hasta el punto de haber sido expulsado de la instrucción del “caso Bárcenas” en donde se constituyó en defensor de su protegido ex tesorero. Allá el PP con lo que decida hacer sobre este asunto y cómo decida aplicar su doble vara de medir cuando se trata de pedir la cabeza de los adversarios políticos pillados in franganti mientras protege la de los suyos contra viento y marea. Si el presidente del Gobierno y el partido que lo sustenta aún no han sido capaces de captar el rugido de indignación que su contemplativa actitud ante la corrupción provoca entre los ciudadanos, me temo que no han entendido nada de nada de lo que pasa en este país, confiados tal vez en que el tiempo todo lo borre y lo convierta en agua pasada y olvidada.
Frente a esa posición contemporizadora con la corrupción, exhibe este gobierno músculo legal y arremete con los códigos en la mano contra dos problemas de hondo calado político que requieren, ahora sí, contemporizar y encontrar salidas. Uno es el de Cataluña, en donde después de quedarse sin argumentos tras suspender Artur Mas la consulta soberanista del 9 de noviembre, ahora insiste el Gobierno de Rajoy en impugnar también la consulta alternativa que pretenden celebrar los nacionalistas catalanes ese mismo día. Han pasado tres semanas desde que Mas dio marcha atrás pero Rajoy no ha dado un solo paso en la dirección de hallar vías de escape al choque de trenes que terminará produciéndose tarde o temprano.
El otro ejemplo lo encontramos en Canarias, en donde el Ejecutivo central también ha decidido hoy llevar al Constitucional la consulta sobre los sondeos petrolíferos en las islas prevista por el Gobierno de la comunidad autónoma para el 23 de noviembre. Los argumentos los mismos: incompetencia de la comunidad autónoma para convocar a sus ciudadanos a expresar su opinión sobre un asunto que les afecta y ante el que buena parte de la sociedad sólo atisba riesgos y ningún beneficio salvo para Repsol. Otro problema en el que el ordeno y mando se ha impuesto durante tres años a la negociación y el acuerdo con Canarias y que se pretende ahora resolver de nuevo por la vía de la ley y tente tieso.
Los ciudadanos de estas islas se quedarán probablemente con las ganas de expresar su parecer en una consulta que bien pudo haber convocado el propio Gobierno español sin vulnerar ninguna de las leyes por las que tanto aprecio manifiesta cuando políticamente le interesa. Pero se equivoca de medio a medio si piensa que habrá resuelto así el problema y todo esto estará ya olvidado cuando en mayo los canarios sean llamados a las urnas. Y ni que decir tiene que una actitud política tan cerril y sorda como la demostrada por el Gobierno en esta y en otras cuestiones despoja de cualquier crédito sus vanas promesas de regeneración y de acortar la brecha entre los ciudadanos y la vida pública. En política, como en otras facetas de la vida, hacer lo contrario de lo que se predica es el camino perfecto para recibir lo contrario de lo que se pide.
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