Sorpresa sin sorpasso

Hay mucha queja y lamento hoy en las redes sociales. Mucha gente está disgustada y perpleja por el hecho de que casi ocho millones de españoles decidieran ayer otorgar su confianza al Partido Popular, exponente máximo de la corrupción política en España, reforzando con 14 escaños más la mayoría minoritaria de 123 diputados que había obtenido en diciembre. Se adivinan detrás de esos lamentos otras dolencias, las producidas por unos resultados que ningún sondeo electoral predijo ni por aproximación. Todos, desde los más ideologizados a los teóricamente más profesionales y neutrales, pronosticaron el sorpasso dando por hecho que la alianza de circunstancias entre Izquierda Unida y Podemos se llevaría por delante como un tsunami al PSOE tanto en votos como en escaños. No fue así y eso ha desconcertado a todo el mundo, empezando naturalmente por quienes votaron sorpasso ayer. Además de no ser una actitud muy democrática, no radica el problema en culpar a los ciudadanos de haberse inclinado mayoritariamente por el PP. En democracia, si la competencia entre los partidos se desarrolla en buena lid y en igualdad de condiciones todos los votos son igualmente democráticos y útiles, independientemente de quién los reciba. 

Nos podrá disgustar el apoyo que recibe un partido que ha hecho méritos sobrados para pasar una larga temporada en la oposición  hasta que se regenere de verdad y no sólo de boquilla, que eso no restará ni un ápice de legitimidad democrática a los votos que recibe. Lo que no quita para que el fenómeno por el que un partido corrupto no sólo no pierde apoyos en España sino que incluso los puede aumentar, sea digno de análisis sociológico y político para determinar si este es un problema específico de la marca España y de la escasa cultura cívica y política de sus ciudadanos o pasa también en nuestro entorno geográfico y político. 

De lo que se trata  es de establecer las causas por las que los ciudadanos han reforzado la posición del PP y de su líder Rajoy para formar gobierno y de por qué no se produjo el sorpasso con el que soñaban muchos, empezando por los dirigentes de Izquierda Unida y Podemos. La propia actitud de esos dirigentes durante la pasada legislatura es la clave de la respuesta: han sido ellos y sólo ellos los principales responsables del triunfo ampliado del PP y de su propio fracaso; ellos, que tuvieron en sus manos la posibilidad de un gobierno de cambio  y lo sacrificaron con estrépito en el altar del tacticismo y la frivolidad política. 

Estaban convencidos de que si provocaban otras elecciones barrerían del mapa al PSOE y se convertirían en la segunda fuerza política del país y puede que en la primera. Hicieron sus cálculos y creyeron que juntos serían invencibles y lo que se ha demostrado es que se han dejado casi un mllón de votos por el camino desde el 20 de diciembre. Soñaban con someter al PSOE a su férula e imponerle todos los trágalas que les parecieran bien, a la vista de la ansiedad con la que el líder socialista Pedro Sánchez tocaba en todas las puertas para procurarse apoyos a su fracasada investidura como presidente del Gobierno.

Al final, provocaron con sus aspavientos y postureos, sus cambios de humor y sus propuestas desmesuradas un efecto pendular en el electorado que ha terminado por reforzar al que se suponía debería haber sido su principal adversario. Estúpido error de bulto en la formación política con más polítólogos por metro cuadrado de este país. Ahora se lamen en silencio las heridas y apenas sí son capaces de hablar de fracaso ni de ofrecer dimisiones, ellos que se las piden a todo el mundo en todo momento y en todo lugar. Su timonel pone cara apesadumbrada, él que se creyó el nuevo Maquiavelo, y se excusa en la campaña del miedo de la que acusa al PP pero que tan buenos resultados le estaba dando en las encuestas sin que se le oyera quejarse mucho.

Tampoco se oyen voces que hablen de dimisión en el PSOE o en Ciudadanos, a pesar de que ambos han cosechado resultados manifiestamente mejorables. En el PSOE parecen darse con un canto en los dientes por haber salido medianamente vivos del sorpasso y obvian que han perdido cinco escaños con respecto al 20 de diciembre, lo que vuelve a convertir sus resultados en los peores del socialismo español desde el inicio de la democracia. Sánchez se limita a culpar a Unidos Podemos de sus males pero no se le oye tampoco una palabra de autocrítica sobre su liderazgo y sobre la ausencia de propuestas políticas con capacidad para ilusionar a tantos votantes de izquierda no populista que llevan años huérfanos de un referente político en el que confiar. 

De Ciudadanos sólo cabe decir que su líder, Albert Rivera, es uno de los que más razones tenía anoche para haberse ido a su casa después de haber perdido 8 escaños con respecto a diciembre que han ido a reforzar el triunfo del PP. Rivera culpa de sus males a la ley Electoral y tampoco hace autocrítica de su propio liderazgo ni de la ambigüedad ideológica de muchas de sus propuestas políticas.

Estos son los mimbres con los que ahora habrá que intentar formar gobierno y evitar unas terceras elecciones en un año, algo que la economía de este país no resistiría y sus instituciones políticas tampoco. Los primeros indicios no auguran nada bueno: vuelven los vetos personales, si es que alguna vez habían desaparecido, y esa es sin duda la peor manera de empezar a hacer las cosas. Los ciudadanos han votado este domingo y, más allá de lo que nos guste o disguste la decisión mayoritaria, lo democrático es aceptar el resultado y exigir a quien tiene en sus manos la llave de la gobernabilidad que  la emplee en ese fin y no en beneficio de su interés personal y partidista.  

Brexit: good bye y good luck

Jugar con fuego...y quemarse

El primer ministro británico jugo con el fuego del populismo y se ha quemado, aunque eso es lo de menos. Lo grave es que acaba de meter a su país y a la Unión Europea en una hoguera de la que no será posible salir sin graves quemaduras. Honra a Cameron que haya anunciado su dimisión después de que la mayoría de sus paisanos votaran ayer lo contrario de lo que les había pedido, que el país permaneciera en la Unión Europea. Pero nada más, no saquemos los pies del tiesto y empecemos ahora a pontificar sobre lo demócrata que es el primer ministro del Reino Unido y lo cumplidor que es de sus promesas. 

Cameron convocó el referéndum sobre la permanencia en la Unión Europea porque electoralmente le interesaba restarle votos a su principal adversario en las últimas elecciones británicas, el xenófobo y eurófobo UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido, por sus siglas en inglés) del no menos xenófobo  y eurófobo Nigel Farage. Envuelto en la Unión Jack se fue a Bruselas y pidió prebendas varias para el Reino Unido que consiguió sin esforzarse demasiado: básicamente obtener todos los beneficios del club comunitario sin responsabilizarse de ninguna de las obligaciones del resto de los socios. La jugada le salió bien porque los supuestos líderes europeos se dejaron chantajear a placer y le dieron al británico todo lo que pidió y una palmadita en la espalda de eterna amistad y comprensión. 

Con el triunfo conseguido se fue al Reino Unido y empezó a hacer campaña a favor de la permanencia en la Unión Europea. Pero ya era demasiado tarde, los demonios se habían desatado y en las generaciones de británicos que aún añoran el te de las cinco y a la reina Victoria se despertó el recuerdo del viejo imperio y se convirtió en mantra el peligro de los inmigrantes que acuden a Albión a quitarle el trabajo a los ingleses de toda la vida. Eso, unido a datos manipulados por los partidarios del brexit sobre lo que el Reino Unido aporta a la Unión Europea y lo que recibe de ésta, hizo el resto para que el país tomara la peor de las decisiones posibles, democrática pero desastrosa. 

El demonio del nacionalismo 

Dice la experiencia histórica que los demonios nacionalistas desatados son muy difíciles de controlar y eso es lo que le ha pasado a Cameron, que su jugada maestra se ha vuelto en su contra,  en contra de su país y en contra de un proyecto tejido con paciencia durante décadas y aún lleno de rotos y descosidos, el de una Europa unida en la que no haya más guerras y en la que se pueda aspirar a conformar una comunidad de países que, salvaguardando su diversidad, compartan un mismo ideario político, económico y social. 

Todo eso ha estallado en mil pedazos con la decisión británica de ayer, fruto de un calculo electoral de un político mediocre que hoy no ha tenido más remedio que reconocer su fracaso a los cuatro vientos. Deja un Reino Unido dividido por la mitad y ante una situación económica cuando menos cargada de incertidumbres de las que nadie sabe cómo salir porque se da la casualidad de que quienes habían pedido brexit nunca han dicho cuál era su hoja de ruta si ganaba esa opción. En lo económico, la salida de la Unión Europea pasará factura a las dos orillas del Canal de la Mancha y aunque está por ver a cuál de las dos con mayor intensidad, en cualquier caso será muy alta. 

Un Reino Unido más desunido que nunca

En lo político, del Reino Unido actual y centenario podemos pasar al Reino desintegrado: los nacionalistas escoceses, partidarios de quedarse en la Unión Europea, ya ponen sobre la mesa un nuevo referéndum para independizarse definitivamente de Londres. ¿Se lo concederá el democrático Cameron o quien sea su sustituto como primer ministro? En Irlanda del Norte se plantea ya otro referéndum de unión con la República de Irlanda y continuar de este modo en la Unión Europea. Sólo quedarían leales a la corona de su graciosa majestad la Inglaterra profunda favorable a rescatar las viejas esencias nacionales (también en Londres se impuso el no al brexit) y la vieja e insignificante Gales. 

Pero la decisión ya está tomada y, como el propio Cameron dijo en la recta final de la campaña para el referéndum de ayer, es irreversible. Londres y Bruselas tendrán que gestionar ahora este brexit y está por ver cómo lo harán. Nunca antes se ha vivido una situación como esta en la Unión Europea y en ningún tratado comunitario está escrito cómo se sale del club, algo que a lo mejor tendrían que ir pensando en enmendar a la vista de que los eurófobos franceses, holandeses, alemanes y demás ya piden lo mismo que pidieron y han obtenido los eurófobos ingleses: que sus países salgan de la Unión Europea y el último que cierre la puerta. 

Adiós y buena suerte, Reino Unido. 

De las negociaciones para la desconexión británica habrá que estar muy pendientes porque existe el riesgo cierto de que Bruselas, tal vez con el argumento de no agravar las consecuencias del brexit, pretenda permitir que los británicos sigan gozando de las mismas ventajas que el resto de los ciudadanos y países comunitarios aún habiendo abandonado el club. Sería una traición en toda regla y motivo más que suficiente para que quienes incluso pensamos que aún hay tiempo de que la Unión Europea enderece el rumbo pidamos su disolución inmediata o nuestra salida. 

Si los británicos han decidido mayoritariamente irse deben asumir las consecuencias que la decisión comporta: han dejado de pertenecer a la Unión Europea y por tanto son ciudadanos extracomunitarios y como tal deben ser tratados. Bruselas no puede caer en la tentación de los paños calientes ni en las componendas, sino aplicar la prolija legislación comunitaria que con tanto celo suele invocar en otros casos. Cuidado con dar a los europeos continentales gato por liebre porque podría tener consecuencias demoledoras para este proyecto manifiestamente mejorable.

No se trata de revancha sino de que los europeos que aún pensamos que es posible un proyecto político común, podamos continuar trabajando por él sin más interferencias de quien sólo ha buscado desde el minuto uno de su acceso al club su exclusivo beneficio. A los insolidarios se les aparta de nuestro camino y como mucho se les dice good bye y good luck, adiós y buena suerte.    

¿El día del brexit?

Votan hoy los británicos en referéndum si se van o se quedan en la Unión Europea. En el resto de los países del viejo continente se contiene la respiración, especialmente en aquello como España con potentes intereses económicos patrios en la pérfida Albión y en la propia piel de toro. Yo, por mi parte, ando con el corazón a dos bandos, o para ser más preciso, me debato entre lo que me dicta la razón y lo que me piden las visceras. 

Mirándolo desde el punto de vista más razonable del que soy capaz, la salida del Reino Unido de la Unión Europea podría implicar un punto de no retorno en el cada día más deteriorado proyecto europeo. No obstante, si alguien sabe a estas alturas qué significa eso exactamente le agradecería que me lo explicara. Sea como fuere, si ya el proyecto hace aguas por todas partes, la marcha de los británicos lo dejaría a punto del hundimiento definitivo. 

Es el peso de la economía británica, es lo que la Unión Europea exporta a Gran Bretaña, es la seguridad y es la privilegiada relación del Reino Unido con los Estados Unidos. Son también  los turistas británicos que visitan el sur de Europa, que compran casas, que gastan dinero en restaurantes y que se quedan a vivir aquí aunque nunca terminen de aprender el idioma ni muestren excesivo interés por aprenderlo. Es o puede ser el fin del libre tránsito de personas y mercancías entre el Reino Unido y el continente, es, en definitiva, un obús en la línea de flotación de la vieja y desnortada Europa y de sus ajados sueños de unidad y prosperidad, reducidos hoy sólo a la prosperidad de unos pocos y a la pobreza y a la exclusión social de unos muchos. 

Así pues, analizando el asunto desde la perspectiva de la razón me gustaría que los británicos votaran hoy que quieren seguir siendo miembros de la Unión Europea. Eso les permitiría, por ejemplo, seguir viniendo a España a someterse a intervenciones quirúrgicas con cargo a la seguridad social española que la del Reino Unido no les paga. Si permanecen en la Unión Europea es más que probable que se eviten una devaluación de la libra que encarecería sus viajes al extranjero o les obligaría a ajustarse el cinturón y mirar por los peniques a la hora de ponerse tibios de cerveza de  barril durante sus vacaciones. 

Pero, qué quieren, también las visceras quieren dejarse oír y dicen con fuerza que ya están hartas del gimoteo y la permanente petulancia británica para con la Unión Europea, esa añoranza polvorienta por las viejas glorias del imperio victoriano, ese continúo descontento con lo que se decide en Bruselas sobre su comercio, sobre su medio ambiente, sobre el dinero que tienen que aportar y el que reciben a cambio. 

Es una monserga tan cansina y persistente y tan extendida en el tiempo que por no oírla uno estaría encantado de que se fueran de una santa vez y nos dejaran a los demás en paz. De hecho, el referéndum de hoy no es otra cosa que el fruto del chantaje al que el primer ministro Cameron sometió a la Unión Europea y que esta gustosa aceptó: "Esto es lo que quiero y además lo voy a someter a referéndum".

Se lo dieron pero al parecer, o no ha sido suficiente para que una clara mayoría de británicos esté por la labor de quedarse, o Cameron es incapaz de venderle a sus propios paisanos lo que le ha arrancado a los timoratos líderes europeos. Lo que ha conseguido en cambio es agitar el peligroso discurso xenófobo contra los inmigrantes, indigno de un país de la tradición y la cultura del Reino Unido, tierra de emigrantes a otros muchos países de todo el mundo en donde han dejado su impronta pero también su arrogancia y su a veces ridículo complejo de superioridad. 

 Dicen las encuestas que el brexit perderá por la mínima y eso salvará a Cameron del incendio que él mismo encendió con su populismo inconsciente. No por su bien, sino por el de los propios británicos y por el del conjunto de los europeos, espero que hoy termine triunfando la razón sobre el estómago.