Votan hoy los británicos en referéndum si se van o se quedan en la Unión Europea. En el resto de los países del viejo continente se contiene la respiración, especialmente en aquello como España con potentes intereses económicos patrios en la pérfida Albión y en la propia piel de toro. Yo, por mi parte, ando con el corazón a dos bandos, o para ser más preciso, me debato entre lo que me dicta la razón y lo que me piden las visceras.
Mirándolo desde el punto de vista más razonable del que soy capaz, la salida del Reino Unido de la Unión Europea podría implicar un punto de no retorno en el cada día más deteriorado proyecto europeo. No obstante, si alguien sabe a estas alturas qué significa eso exactamente le agradecería que me lo explicara. Sea como fuere, si ya el proyecto hace aguas por todas partes, la marcha de los británicos lo dejaría a punto del hundimiento definitivo.
Es el peso de la economía británica, es lo que la Unión Europea exporta a Gran Bretaña, es la seguridad y es la privilegiada relación del Reino Unido con los Estados Unidos. Son también los turistas británicos que visitan el sur de Europa, que compran casas, que gastan dinero en restaurantes y que se quedan a vivir aquí aunque nunca terminen de aprender el idioma ni muestren excesivo interés por aprenderlo. Es o puede ser el fin del libre tránsito de personas y mercancías entre el Reino Unido y el continente, es, en definitiva, un obús en la línea de flotación de la vieja y desnortada Europa y de sus ajados sueños de unidad y prosperidad, reducidos hoy sólo a la prosperidad de unos pocos y a la pobreza y a la exclusión social de unos muchos.
Así pues, analizando el asunto desde la perspectiva de la razón me gustaría que los británicos votaran hoy que quieren seguir siendo miembros de la Unión Europea. Eso les permitiría, por ejemplo, seguir viniendo a España a someterse a intervenciones quirúrgicas con cargo a la seguridad social española que la del Reino Unido no les paga. Si permanecen en la Unión Europea es más que probable que se eviten una devaluación de la libra que encarecería sus viajes al extranjero o les obligaría a ajustarse el cinturón y mirar por los peniques a la hora de ponerse tibios de cerveza de barril durante sus vacaciones.
Pero, qué quieren, también las visceras quieren dejarse oír y dicen con fuerza que ya están hartas del gimoteo y la permanente petulancia británica para con la Unión Europea, esa añoranza polvorienta por las viejas glorias del imperio victoriano, ese continúo descontento con lo que se decide en Bruselas sobre su comercio, sobre su medio ambiente, sobre el dinero que tienen que aportar y el que reciben a cambio.
Es una monserga tan cansina y persistente y tan extendida en el tiempo que por no oírla uno estaría encantado de que se fueran de una santa vez y nos dejaran a los demás en paz. De hecho, el referéndum de hoy no es otra cosa que el fruto del chantaje al que el primer ministro Cameron sometió a la Unión Europea y que esta gustosa aceptó: "Esto es lo que quiero y además lo voy a someter a referéndum".
Se lo dieron pero al parecer, o no ha sido suficiente para que una clara mayoría de británicos esté por la labor de quedarse, o Cameron es incapaz de venderle a sus propios paisanos lo que le ha arrancado a los timoratos líderes europeos. Lo que ha conseguido en cambio es agitar el peligroso discurso xenófobo contra los inmigrantes, indigno de un país de la tradición y la cultura del Reino Unido, tierra de emigrantes a otros muchos países de todo el mundo en donde han dejado su impronta pero también su arrogancia y su a veces ridículo complejo de superioridad.
Dicen las encuestas que el brexit perderá por la mínima y eso salvará a Cameron del incendio que él mismo encendió con su populismo inconsciente. No por su bien, sino por el de los propios británicos y por el del conjunto de los europeos, espero que hoy termine triunfando la razón sobre el estómago.
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