Nóos y el sentido común

A raíz de la sentencia del viernes sobre el caso Nóos venimos sufriendo un intenso chaparrón de frases hechas sobre la Justicia a cual más banal: “la Justicia es igual para todos”, “sentencia ejemplarizante”, “sentencia ejemplar”, “nadie está por encima de la ley” y  un interminable rosario de tópicos que, en realidad, parecen un ejercicio de autoconvencimiento ante las probables dudas de quienes los pronuncian. ¿No se supone que en un estado democrático y de derecho la Justicia es igual para todos? ¿No es de suyo que en un estado de esas características todas las sentencias son ejemplares y ejemplarizantes? ¿A qué viene entonces subrayar tanto lo que se supone obvio? ¿Es que acaso había dudas de que la Justicia no trataría igual que al resto de los ciudadanos a los que se sentaron en el banquillo de los acusados por la trama Nóos? Si es así se debería confesar abiertamente en lugar de repetir hasta la náusea ese latiguillo huero.

De la misma banalidad obvia participa también esa otra matraquilla de que las sentencias judiciales sólo se pueden respetar y acatar. En tal obviedad parece esconderse, no obstante, una especie de miedo arcano a criticar las decisiones judiciales como si quienes las dictan estuvieran tocados por el don de la infalibilidad papal. Claro que hay que respetarlas y acatarlas y, también, recurrirlas si hay instancias superiores a las que acudir y, por supuesto, someterlas a la crítica social.

Pero vayamos por partes: para poder concluir si la sentencia del caso Noos ha demostrado que “la Justicia es igual para todos” habría que compararla con otros casos similares. El ejemplo más reciente es el fallo judicial relacionado con la rama valenciana de la trama Gürtel en el que los jueces fueron bastante más duros con los acusados que la Audiencia de Palma con Urdangarín, Torres y la infanta Cristina. Al esposo de la infanta se le han aplicado algunas técnicas penales atenuantes del delito previstas en el Código Penal que han permitido dejar en menos de un tercio la pena de 19,5 años que pedía para él la fiscalía.

Por lo demás, es notable que Urdangarín reciba menos pena que su socio Diego Torres, al que le caen 8 años de prisión – el fiscal pedía 16 - a pesar de que con su nombre y su figura es muy poco probable que hubiera conseguido un solo euro de las administraciones  públicas. En otras palabras, es revelador que quien urdió la trama y  obtuvo la mayor parte de los beneficios ilícitos valiéndose de su parentesco con la Casa Real sea tratado con más benevolencia penal que quien solo fue un socio en segundo plano. 

Y llegamos a la infanta, absuelta de toda culpa y multada con 265.000 euros al considerársela responsable civil a título lucrativo de los negocios de su marido de los que ella, por supuesto, no fue consciente en ningún momento. Si en las penas impuestas a Urdangarín y a Torres pierde la fiscalía, en la absolución de la infanta el fiscal Horrach obtiene un triunfo en toda regla después de batirse el cobre junto a la abogacía del Estado para evitar que Cristina de Borbón pisara siquiera los juzgados de Palma. La esencia del fallo respecto a la hermana del rey es que no se ha podido probar que fuera consciente del delito de fraude fiscal del que la acusó Manos Limpias y por el que pedía 8 años de prisión para ella.

Teniendo en cuenta que, en contra de su forma habitual de actuar, la fiscalía y la abogacía del Estado evitaron a toda costa acusar a la infanta lo esperable era la absolución. Ahora bien, que no haya pruebas contra ella y que no la acuse la fiscalía, no despeja lo que deduce el sentido común: es del todo imposible que alguien como la infanta no fuera plenamente consciente de las actividades ilícitas de su marido siendo como era socia al 50% de una de sus empresas tapadera.

Si la evidente benevolencia del fallo del caso Nóos tiene más que ver con quienes son los principales acusados que con los hechos que se han juzgado en la Audiencia de Palma es algo de lo que tampoco hay pruebas y por tanto no cabe condena. Aún así, el sentido común también dice que los nombres y la relevancia social y política no es ajena  en absoluto al contenido de esta sentencia. 

Niño pobre, niño rico

¿Qué futuro tiene un país en el que 8 de cada 10 niños en situación de pobreza seguirán siendo pobres cuando sean mayores y probablemente nunca abandonarán esa condición? ¿Hay esperanza fundada en un país en el que la pobreza se hereda como se hereda una casa o un coche o una colección de arte? Lo ignoro pero dudo que sea muy halagüeña si tenemos en cuenta que, por ejemplo, en España hay cerca de un millón de niños que viven en hogares en los que nadie trabaja y que, probablemente, la mayoría arrastrará de por vida la condición de excluidos sociales. Los datos los acaba de dar a conocer la ONG Save the Children y vuelven a poner el foco en uno de los segmentos de la población más castigados por la crisis y, paradójicamente, más olvidados: los niños.

A los niños pobres de este país la crisis económica, de la que algunos aseguran eufóricos que ya hemos salido, les ha golpeado cinco veces más fuerte que a los niños ricos. Dicho de otra manera, mientras que en los años más duros de la crisis la renta de los niños ricos se reducía en un 6,5%, la de los niños del 20% más pobre de la población lo hacía en más del 32%. En ese mismo periodo, la brecha de la pobreza se ha agrandado y por ella se han colado 424.000 niños más que han pasado a engrosar las estadísticas de la pobreza infantil en nuestro país, que con nada más y nada menos que 1,6 millones de niños pobres es uno de los más desiguales de toda la Unión Europea.


Nada más lejos de la verdad que suponer que esa dura realidad es el efecto indeseado pero inevitable de una profunda crisis económica que ha alcanzado a todos los sectores sociales. En primer lugar porque – como demuestran estos datos de Save the Children y otras muchas estadísticas que podríamos traer aquí – los efectos de la crisis han golpeado con mucha más fuerza a quienes ya se encontraban en los últimos peldaños de la riqueza y, además,  han empujado al fondo de las estadísticas a una buena parte de lo que hasta hace no mucho tiempo conocíamos como “clase media”, hoy muy tocada.

En segundo lugar, también es radicalmente falsa la inevitabilidad de las nefastas consecuencias de la crisis sobre la imprescindible cohesión que tendría que presidir una sociedad en la que impere un mínimo de justicia redistributiva de la riqueza. Un sistema fiscal como el español, escasamente progresivo y lleno de remiendos, apaños, rincones y gateras por el que se evaden y esquivan cantidades ingentes de recursos que deberían contribuir al mayor bienestar común posible, no es la mejor manera de luchar ni contra la pobreza ni contra la exclusión.

Añádamos a esa injusta política fiscal los inmisericordes recortes y copagos sanitarios y las restricciones del gasto en servicios sociales para cumplir con un déficit público leonino, y tendremos las causas centrales por las que España disfruta del dudoso honor de situarse a la cabeza de la desigualdad social de la Unión Europea. De hecho – dice Save the Children – el gasto en España para nivelar la desigualdad social se codea con el de Bulgaria o el de Eslovaquia y está a años luz del de Alemania, Dinamarca o Finlandia. ¿Cómo pueden entonces salir esos niños de la pobreza si no hay suficientes políticas públicas de protección de la infancia y si la mayor parte del empleo que la economía genera para sus padres es de tan escasa calidad y con salarios tan bajos que, en el caso de que alcancen un trabajo,  ni siquiera les permitirá salir de pobres?

Un país que no hace todo lo necesario para reducir desigualdades sociales tan clamorosas como las que padecen los niños españoles es un país que dilapida de forma irresponsable una parte esencial de su propio futuro. Los poderes públicos tienen la obligación irrenunciable de  aminorar al máximo la creciente brecha de la pobreza para revertir esta situación injusta, más injusta si cabe cuando quien la padece es la parte más débil e indefensa de la sociedad.

Cuando Rato tocaba la campana

Me gustaría conocer al que tuvo la genial idea de llamar “supervisor” al Banco de España para darle el premio mayor al humor negro. Si el Banco de España ha supervisado algo antes y durante la crisis económica mucho me temo que no ha sido el interés general. Si lo hubiera hecho habría advertido de los riesgos de la burbuja inmobiliaria y de las medidas que se deberían haber tomado para evitar el desastre que se terminó produciendo. Luego vino el vendaval de desahucios y el “supervisor” permaneció impasible el ademán, igual que cuando trascendió el timo de la estampita de las participaciones preferentes colocadas a pensionistas pillados en su buena fe. Mientras los bancos colaban a sus clientes cláusulas abusivas sin cuento en sus hipotecas, el “supervisor” miró para otro lado y dejó hacer.

Ciego, sordo y mudo ha permanecido el Banco de España ante los reiterados abusos y las evidentes malas prácticas de los bancos de este país, así que si en algún momento el “supervisor” ha defendido el interés de alguien en esta crisis ha sido sobre todo el de los propios bancos. En ese contexto, si hay un caso especialmente sangrante por el coste que ha supuesto para los españoles es el de la salida a Bolsa de Bankia, autorizada por el “supervisor” y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) a pesar de los informes en contra de los inspectores del Banco de España advirtiendo de que la operación no era viable.


Miguel Ángel Fernández Ordóñez, el ex gobernador del “supervisor bancario” que una semana sí y otro también nos sermoneaba sobre contención salarial y reformas del mercado de trabajo, tendrá que responder como imputado junto a la cúpula que le acompañaba al frente del Banco de España y al ex presidente de la CNMV.  Estamos expectantes por conocer cómo justifican todos ellos que desoyeran las advertencias reiteradas y contundentes del riesgo que suponía permitir que cotizara un gigante con pies de barro como el Banco Financiero de Ahorros, la matriz de Bankia, con un pasivo de más de 21.000 millones de euros que hemos terminado pagando los españoles y los accionistas con la pérdida de valor de sus títulos en cuanto se descubrió el falseamiento de las cuentas.

Todos los indicios apuntan a que la autorización de la salida a Bolsa de Bankia despreció los criterios técnicos – que debieron haber sido los que primaran – y se sustentó en criterios políticos. En el Gobierno de Zapatero había una imperiosa necesidad de hacer creer a los mercados que España tenía un sistema financiero a prueba de bombas hasta el punto de permitirse el lujo de fusionar un buen número de cajas y crear con ellas un banco capaz de competir en el mercado bursátil. De otro lado, con Rato convertido en el hombre de moda entregarle un gran banco para que pudiera seguírselo llevando crudo a través de tarjetas de todos los colores era casi una obligación ineludible. ¿Qué importaba que unos inspectores pelmas dijeran que si Bankia salía a bolsa se terminarían nacionalizando sus pérdidas y las acabarían pagando todos los españoles, como en efecto ocurrió?

Estas son las consecuencias de designar a políticos con disfraz de economistas para dirigir instituciones de la importancia del Banco de España, responsable teórico de la estabilidad, la transparencia y las buenas prácticas del sistema financiero; o para encargarse de la Comisión del Mercado de Valores, el organismo dependiente del Ministerio de Economía que debe garantizar que los accionistas no tiran su dinero a la basura invirtiendo en empresas ruinosas. La decisión judicial de imputar a los responsables de que Bankia saliera a Bolsa debería servir para acometer una profunda reforma de dos organismos cuyo prestigio, que tampoco era ya muy brillante, ha quedado seriamente magullado. Ya es hora de acabar con la práctica de colocar el frente de instituciones clave como estas dos a meras correas de transmisión del partido en el gobierno y de los intereses privados. Esa es la única manera de que no volvamos a ver nunca más al Rato de turno tocando la campana en la Bolsa y a los españoles tocándonos el bolsillo y las narices.