Brexit, un fracaso compartido

Si uno escribiera con las tripas, en un día como el de hoy escribiría que se alegra de que los británicos por fin hayan presentado los papeles del divorcio de la Unión Europea y empiecen a dejar de dar la lata.  Diría también que allá se las compongan solos en su brumosa isla y que deberían perder toda esperanza de mantener unas relaciones “profundas y especiales” a partir de ahora con la Unión Europea. Subrayaría que ellos se lo han buscado si se les empiezan a cerrar las puertas que han tenido abiertas hasta este momento y añadiría que no les echaremos en falta, porque han sido un incordio permanente durante los 44 años que han pertenecido a una Unión Europea, en la que entraron a disgusto y  de la que únicamente les ha interesado compartir las ventajas pero no las cargas.

Todo eso y más les podría decir y, aunque creo que no me faltaría razón, no me serviría para calmar la extraña sensación de que estamos ante un fracaso histórico inapelable a ambos lados del canal de la Mancha.  Un estrepitoso error de calculo político en el Reino Unido puso al país en la encrucijada de decidir entre seguir formando parte de una Europa a la que está estrechamente vinculado por  historia, economía y cultura o aislarse en su reducido espacio geográfico y cerrarse las puertas  que otros soñarían ver abiertas. 

Una campaña de mentiras y medias verdades – las peores de las mentiras – trufada de caduco orgullo nacional, chovinismo, xenofobia y unas gotas de racismo llevó a la mayoría de los británicos a tomar una decisión pueblerina de la que muchos se arrepintieron  al día siguiente mismo. De propina, las costuras escocesas del reino se vuelven a resentir en una historia que aún puede deparar más de una sorpresa desagradable para los ingleses.


Del otro lado, los dirigentes de la Unión Europea pasados y presentes serían estúpidos si concluyeran que los únicos responsables del brexit y sus consecuencias son los británicos. Aún siendo cierto que el Reino Unido nunca se ha sentido completamente integrado en la Unión Europea durante las más de cuatro décadas que ha pertenecido a la misma, las responsabilidad  del mal entendimiento tiene que ser compartida. Más allá de que la marcha de un socio del peso del Reino Unido siempre sería un fracaso, la burocracia y el intervencionismo asfixiantes, los ingentes recursos económicos para sostener a un gigante con pies de barro y la ausencia en las últimas décadas de un liderazgo político con el carisma y el  poder de convicción necesarios para tender puentes y fortalecer la unión, son factores de los que sus principales responsables han estado y están en Bruselas. También para la Unión Europea hay propina en forma de movimientos xenófobos y populistas que apuestan abiertamente por sacar a sus países del club comunitario siguiendo el ejemplo del Reino Unido.

Serán en todo caso los historiadores los que establezcan las causas de este fracaso compartido que va a desembocar ahora en un divorcio de final incierto tanto por las condiciones en las que se alcanzará como por el tiempo que se tardará en firmarlo definitivamente. Tengo pocas dudas de que los negociadores de la separación van a empezar hablando de las relaciones económicas después del brexit y de asuntos como la libre circulación de capitales entre el continente y el Reino Unido. Sospecho que condicionarán a esa aspecto de la negociación la situación en la que quedan con el brexit los ciudadanos comunitarios que viven y trabajan en el Reino Unido y los británicos que lo hacen en territorio comunitario. 

Y, sobre todo, temo que unos y otros terminen siendo usados como rehenes en esas negociaciones que deben iniciarse próximamente. Despejar cuanto antes la incertidumbre sobre el futuro de estos europeos debería ser la prioridad inmediata de Londres y Bruselas para no añadir al fracaso de sus relaciones el escarnio de usar a sus propios ciudadanos como moneda de cambio de sus diferencias. 

Rajoy en vía muerta

Rajoy se fue hace una semana a Barcelona a clausurar el congreso de su partido en Cataluña y aprovechó para darle estopa a los independentistas. Hoy ha vuelto con 4.500 millones de euros de inversión en el bolsillo y ha llamado a los empresarios catalanes a la moderación ante el independentismo. Si lo que el presidente pretende con esta lluvia de millones es ganarse el favor de los grandes empresarios catalanes puede que el gesto y el gasto sean superfluos porque seguramente ya cuenta con él. Si lo que busca en cambio es frenar el órdago independentista habría que concluir que sigue sin entender nada de nada de lo que pasa en Cataluña.

Y como no lo entiende tampoco hace nada que de verdad sirva para buscarle una salida al problema político más grave al que se enfrenta España. Considera que el meollo del problema es sólo económico y judicial y desdeña cualquier otra opción que implique negociación política. Así ha ido dejando pasar el tiempo y así se ha ido enquistando un problema en el que sólo impera ya el monólogo de sordos y la violación de las leyes y de la Constitución por parte de quienes ya no atienden a más razones que las suyas.

En este desalentador contexto la próxima semana verá la luz el libro “La tercera vía” del que es autor el líder de los socialistas catalanes, Miquel Iceta. Se le reconoce el optimismo y la buena voluntad a Iceta para encontrar una fórmula que evite el choque de trenes mediante una reforma constitucional que recoloque el modelo territorial del Estado de las autonomías.  Sin embargo, como él mismo admite,  la propuesta, que no es nueva, puede que llegue demasiado tarde. Ni los independentistas catalanes quieren oir hablar de nada que no sea volver a convocar otra consulta soberanista o declarar unilateralmente la independencia ni Mariano Rajoy y el PP son capaces de cambiar el discurso del palo por el del palo y la zanahoria.

Nadie en su sano juicio debería pedirle al Gobierno que ignore el incumplimiento de las leyes, por más que a Pablo Iglesias le parezca casi una monstruosidad democrática que se condene a alguien por sacar ilegalmente las urnas a la calle. No es eso lo que se le reclama desde hace años a Rajoy y al PP sino un actitud proactiva para modificar una Constitución a la que se le saltan las costuras. Admito que yo también albergo dudas de que una reforma constitucional a estas alturas consiga evitar lo que cada día que pasa parece más inevitable. Lo que lamento es que no se haya hecho absolutamente nada para impedirlo más allá de acudir a los tribunales y al Constitucional en una dinámica de acción – reacción que sólo ha conducido a polarizar y enrarecer el debate.

Y no es tampoco que la Constitución  deba reformarse con el único objetivo de evitar la ruptura con Cataluña sino porque hay otras comunidades autónomas como Canarias que también requieren un nuevo encaje constitucional. Y, además, porque se hace imprescindible y urgente poner orden en el caos competencial y en la duplicidad de instituciones, funciones y normativas de aluvión que han modificado de facto el texto fundamental y han desbordado de recursos contrapuestos entre gobierno central y comunidades autónomas el Tribunal Constitucional.

Sin mencionar otros cambios imprescindibles, los que tienen que ver con Título VIII son lo suficientemente relevantes como para que los partidos políticos hicieran algo más que intercambiarse reproches y abordaran una amplia reforma constitucional. La falta de consenso político que alega el PP para reformar la Carta Magna es un argumento falaz que no sirve para ocultar el inmovilismo de Rajoy. Si no hay consenso se busca como se buscó y se encontró, incluso contra todo pronóstico,  en 1978. No intentarlo al menos pone de manifiesto que la fe del presidente en el sistema democrático y en la madurez política de los españoles es escasa o nula.  Sólo cabe esperar que esa falta de fe en los mecanismos de la democracia no termine provocando una ruptura que no beneficiaría a nadie per cuyos responsables políticos tienen nombres y apellidos. 

De Roma al brexit

No ha habido conciertos ni fuegos artificiales y nadie ha soplado las velas de la tarta. Sólo ha habido discursos de circunstancias y caras más bien largas para conmemorar el 60º aniversario del nacimiento de lo que hoy llamamos Unión Europea. Ha sido en la misma sala – la de los Horacios y Curiacios - y en la misma ciudad – Roma -  en la que nació una idea que, llevada a la práctica y con todas las pegas que se quiera,  ha proporcionado a Europa medio siglo de paz e innegables  avances sociales y económicos.

Hasta que estalló la peor crisis económica de los últimos cien años y convirtió el sueño de la integración europea  en la pesadilla de la austeridad a machamartillo para mayor gloria de los mercados financieros. Hicieron bien los líderes europeos este fin de semana en pasar de puntillas sobre el cumpleaños de una Unión Europea que parece haber perdido el norte y hasta el oremus. Máxime cuando esta misma semana el Reino Unido, su miembro más díscolo, les pondrá sobre la mesa su adiós definitivo. Es el primer socio que abandona el club y ante sí tienen los que se quedan el difícil reto de gestionar una situación inédita que, termine como termine, marcará un antes y un después en esta desconcertada y desnortada Unión Europea.


Lo que no han hecho bien los líderes europeos es no aprovechar el aniversario fundacional para hacer al menos algo de autocrítica, aunque es mucha la que se necesita. Está bien apelar a la unidad y a la fortaleza pero esa apelación suena a discurso vacío y poco sincero si no se acompaña de un reconocimiento expreso de que las cosas se hubieran podido haber hecho de manera muy distinta. El austericidio  fiscal impulsado por Alemania y sus países satélites y seguido de muy buen grado por países como España no era un mandato divino sino una opción política deliberadamente disfrazada de objetividad económica que ha traído paro, pobreza y exclusión social nunca antes vistos.

Nadie ha entonado un mea culpa por tanta irracionalidad económica en la última década ni es probable que lo entone jamás. Como no lo entonará nadie por la vergonzosa respuesta al mayor drama humanitario que ha vivido el continente desde la II Guerra Mundial, el de los refugiados. Las vallas y los muros levantados en las fronteras exteriores hablan de una Unión Europea encogida sobre sí misma que reniega de los principios de solidaridad y fraternidad que, en última instancia, le dan sentido humano a eso que se suele llamar el proyecto de una Europa unida. Por lo demás, la ebullición de la xenofobia y el racismo en varios países europeos deja en evidencia el agotamiento del discurso político de las viejas fuerzas liberales y socialdemócratas que parecen haberse conformado con que los populistas de nuevo cuño no les coman demasiado terreno electoral.

Claro que otra Unión Europea no sólo es posible sino imprescindible. Volvernos sobre nuestros respectivos ombligos nunca debería ser una opción y quien la elija, como el Reino Unido esta misma semana, se arriesga al aislamiento  en un mundo que ya sólo puede ser global. Pero esa Europa alternativa, para tener futuro, debe reajustar cuanto antes su objetivo y centrarlo en los ciudadanos europeos, los grandes olvidados por Bruselas y por los líderes europeos en estos nefastos últimos diez años de crisis económica. De nada servirán los hueros discursos para la galería como los escuchados este fin de semana en Roma si quienes los han pronunciado se dan por satisfechos con sacarse la foto de familia, que es lo que me temo que ha pasado.

Hay que detener la creciente desafección de los ciudadanos hacia el proyecto europeo que alimenta la vuelta a las fronteras y al aislamiento y que se extiende ya por varios países del viejo continente.  Seguir contemporizando y dando largas a la solución de los muchos y graves problemas que tiene este gigante con pies de barro llamado Unión Europea – entre ellos el de su propia credibilidad ante los europeos -  sería una grave irresponsabilidad histórica que Europa no se puede permitir.