Rajoy se fue
hace una semana a Barcelona a clausurar el congreso de su partido en Cataluña y
aprovechó para darle estopa a los independentistas. Hoy ha vuelto con 4.500
millones de euros de inversión en el bolsillo y ha llamado a los empresarios
catalanes a la moderación ante el independentismo. Si lo que el presidente
pretende con esta lluvia de millones es ganarse el favor de los grandes
empresarios catalanes puede que el gesto y el gasto sean superfluos porque
seguramente ya cuenta con él. Si lo que busca en cambio es frenar el órdago
independentista habría que concluir que sigue sin entender nada de nada de lo que
pasa en Cataluña.
Y como no lo
entiende tampoco hace nada que de verdad sirva para buscarle una salida al
problema político más grave al que se enfrenta España. Considera que el meollo
del problema es sólo económico y judicial y desdeña cualquier otra opción que
implique negociación política. Así ha ido dejando pasar el tiempo y así se ha
ido enquistando un problema en el que sólo impera ya el monólogo de sordos y la
violación de las leyes y de la Constitución por parte de quienes ya no atienden
a más razones que las suyas.
En este
desalentador contexto la próxima semana verá la luz el libro “La tercera vía”
del que es autor el líder de los socialistas catalanes, Miquel Iceta. Se le
reconoce el optimismo y la buena voluntad a Iceta para encontrar una fórmula
que evite el choque de trenes mediante una reforma constitucional que recoloque
el modelo territorial del Estado de las autonomías. Sin embargo, como él mismo admite, la propuesta, que no es nueva, puede que
llegue demasiado tarde. Ni los independentistas catalanes quieren oir hablar de
nada que no sea volver a convocar otra consulta soberanista o declarar
unilateralmente la independencia ni Mariano Rajoy y el PP son capaces de
cambiar el discurso del palo por el del palo y la zanahoria.
Nadie en su
sano juicio debería pedirle al Gobierno que ignore el incumplimiento de las
leyes, por más que a Pablo Iglesias le parezca casi una monstruosidad
democrática que se condene a alguien por sacar ilegalmente las urnas a la
calle. No es eso lo que se le reclama desde hace años a Rajoy y al PP sino un
actitud proactiva para modificar una Constitución a la que se le saltan las
costuras. Admito que yo también albergo dudas de que una
reforma constitucional a estas alturas consiga evitar lo que cada día que pasa
parece más inevitable. Lo que lamento es que no se haya hecho absolutamente
nada para impedirlo más allá de acudir a los tribunales y al Constitucional en
una dinámica de acción – reacción que sólo ha conducido a polarizar y enrarecer
el debate.
Y no es
tampoco que la Constitución deba
reformarse con el único objetivo de evitar la ruptura con Cataluña sino porque
hay otras comunidades autónomas como Canarias que también requieren un nuevo
encaje constitucional. Y, además, porque se hace imprescindible y urgente poner
orden en el caos competencial y en la duplicidad de instituciones, funciones y
normativas de aluvión que han modificado de facto el texto fundamental y han
desbordado de recursos contrapuestos entre gobierno central y comunidades
autónomas el Tribunal Constitucional.
Sin mencionar
otros cambios imprescindibles, los que tienen que ver con Título VIII son lo
suficientemente relevantes como para que los partidos políticos hicieran algo
más que intercambiarse reproches y abordaran una amplia reforma constitucional.
La falta de consenso político que alega el PP para reformar la Carta Magna es
un argumento falaz que no sirve para ocultar el inmovilismo de Rajoy. Si no hay
consenso se busca como se buscó y se encontró, incluso contra todo
pronóstico, en 1978. No intentarlo al
menos pone de manifiesto que la fe del presidente en el sistema democrático y
en la madurez política de los españoles es escasa o nula. Sólo cabe esperar que esa falta de fe en los
mecanismos de la democracia no termine provocando una ruptura que no
beneficiaría a nadie per cuyos responsables políticos tienen nombres y apellidos.
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