Es frecuente estos días leer en las redes sociales expresiones como "los peores políticos en el peor momento", en alusión a la clase política actual y a la pandemia del coronavirus. Posiblemente hay buenas dosis de razón en una frase aparentemente simple, superficial y generalizadora. Ignoro de dónde procede esa noción un tanto idílica de que la política y los políticos deben ser prístinos y puros como el agua de manantial; erróneamente damos por sentado que lo único que debería moverles es el bien común de los ciudadanos que representan y de cuyos impuestos perciben sus sueldos, habitualmente generosos. Se nos hace casi imposible creer que los políticos sean seres humanos que actúan como tales: enredando, mintiendo y mirando mucho más, e incluso exclusivamente, por su interés particular o de partido que por el de los ciudadanos como usted o como yo.
No quiero parecer cínico ni justificar que la política deba ser irremediablemente cosa de tahúres y embaucadores, todo lo contrario: estoy convencido de que es posible servir al bien común honradamente a pesar de esas debilidades humanas. Solo quiero dejar claro que no deberíamos idealizar la política pensando que debe ser pura e inmaculada y, por consiguiente, tendríamos que ser mucho más exigentes con aquellos en los que hemos depositado nuestra confianza para que se ocupen de los asuntos públicos. Cuando eso no ocurre, cuando abdicamos nuestra responsabilidad y dejamos hacer, termina imponiéndose la pillería y el interés personal sobre la vocación del servicio público que todos los políticos dicen poseer.
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La peor política en el peor momento
Lo que no es de recibo es utilizar la situación con fines partidistas, del mismo modo que quienes tienen la responsabilidad de la gestión no pueden ampararse en algún tipo de patente de corso o ley del embudo por la que las críticas se interpretan como un ataque a su legitimidad o un intento de desestabilización política. En una democracia, más o menos plena o imperfecta, debería imperar siempre el diálogo con la misma naturalidad con la que se aceptan las críticas del adversario cuando se hacen desde la buena fe y el deseo de contribuir al bien común.
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Esta falta de diálogo y hasta de escrúpulos políticos en la peor de las crisis que ha vivido el mundo y nuestro país en muchas décadas, alcanza su cénit cuando políticos con altas responsabilidades públicas no dudan en cuestionar la calidad de la democracia española - entre las primeras del mundo, aunque como todo mejorable - o martillean a todas horas con la necesidad de una república que sustituya a la monarquía parlamentaria, una urgencia que solo a ellos preocupa en medio de esta situación. Son los mismos y del mismo partido que no solo eluden condenar la violencia callejera sino que incluso la alientan, en una peligrosa deriva a cambio de un puñado de votos o para demostrar a su socio de gobierno de qué pueden ser capaces si no acepta todas sus exigencias al pie de la letra.
Populismo, demagogia y debates de campanario
Ante ese escenario un ciudadano corriente no puede sino conceptuar estas posiciones como política de la peor especie en el peor momento posible, porque ignoran o relegan a un muy segundo plano los asuntos prioritarios y ponen el foco en otros que pueden esperar perfectamente su turno sin que se les eche en falta. No tengo dudas de que a los ciudadanos que, después de este año durísimo, no saben aún cuándo ni cómo podrán continuar con sus proyectos de vida, estos debates interesados de campanario, trufados de populismo y grandes dosis de demagogia, son casi una ofensa a su inteligencia; o como si les dijeran que lo suyo debe esperar porque ahora hay que sacar a pasear a la república o hay que defender a un rapero que va a la cárcel por reincidente en sus agresiones y por sus letras de incitación al odio y a la violencia.
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Cierto es que la clase política de las últimas décadas no se ha caracterizado por una altitud de miras mucho mayor que la actual ni ha gozado de un mínimo de visión de estado para discernir entre los prioritario y lo accesorio ya que, en realidad, para ella lo principal siempre es todo lo que la ayude a mantener o conseguir el poder. No obstante, con la llegada al Congreso de los populismos de izquierda y de derecha el problema no ha hecho sino agravarse. Tal y como ocurrió en las protestas que dieron lugar al 15-M y de las que nació una de esas fuerzas populistas, muchos ciudadanos españoles tampoco se sienten hoy representados por la clases política actual. Se preguntan incluso qué pecado han cometido para merecer tanta mediocridad, demagogia y oportunismo en la peor de las situaciones sanitarias, económicas y sociales.
La política es algo muy serio para dejarla en manos de los políticos
Urge revertir, o cuando menos detener, el progresivo deterioro de la vida pública, la polarización política con las redes sociales y los medios como colaboradores necesarios, y apelar una vez más al entendimiento y la colaboración para hacer frente a la reconstrucción del país. No quiero ser alarmista pero temo por el sistema de convivencia pacífica que los españoles adoptamos por amplia mayoría en 1978 y que populistas e independentistas insisten en erosionar a toda hora, fieles a su lógica perversa de que cuanto peor le vaya a España mejor les irá a ellos.
Nadie tiene en su mano la varita mágica para hacer, si no buena política, al menos la mejor política posible en estos momentos. Lo que sabemos todos, o al menos intuimos con creciente claridad, es que esta clase política está fallando cuando más necesidad tenemos de que aparque sus luchas de poder y piense en el futuro de España más allá de las próximas elecciones. Puede que no haya más remedio que esperar el relevo generacional, aunque tampoco me hago ilusiones a la vista de la experiencia que la democracia española ha ido atesorando en los últimos cuarenta años, en los que se ha producido un progresivo empobrecimiento intelectual y hasta moral y ético de nuestros políticos, con honrosas excepciones.
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No tengo ninguna esperanza de que un buen día los políticos se levanten, se den cuenta de sus errores y empiecen a hacer las cosas de otra manera. Por eso es vital para el futuro de la democracia una ciudadanía más exigente y crítica, menos acomodaticia y adocenada en las redes y ante la televisión, consciente de su fuerza y dispuesta a hacerla valer. Ahora ya me pueden llamar iluso y con razón, pero la esperanza en una clase política digna de los ciudadanos que la eligen es lo último que quiero perder para seguir confiando en el futuro de la democracia en España.
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