En no pocas ocasiones las palabras ocultan mucho más de lo que revelan; incluso ocurre con frecuencia que deforman por completo la verdad hasta transmitir una idea absolutamente contraria de la realidad. Esto no suele ocurrir casi nunca por casualidad y mucho menos en el ámbito de la política, la actividad humana que con seguridad más retuerce las palabras para que digan cosas distintas de lo que se supone significan. El arte de convencer pero también de embaucar y engañar mediante la palabra es suficientemente conocido y antiguo como para que sea preciso extenderse más en él.
Cuando escribo esto asistimos en España a otro de esos habituales momentos en los que las palabras son únicamente trampantojos con los que los políticos pretenden hacernos ver lo que desean que veamos y no lo que en realidad se esconde detrás. Ante mí tengo en estos momentos varios periódicos con titulares en los que se habla de "negociaciones" entre los partidos para renovar la cúpula del Consejo del Poder Judicial, el llamado "gobierno de los jueces". El verbo negociar sugiere oferta y contraoferta, precio y condiciones, compra y venta. Sin embargo, los medios le dan un aura de respetabilidad y hasta de buenas maneras democráticas a lo que no es otra cosa que un mercadeo de cargos públicos para un poder del estado en función del color político.
Montesquieu ha muerto
Nunca más en vigor que en estos días la lapidaria frase de Alfonso Guerra proclamando que Monstesquieu había muerto. Porque, efectivamente, desde la época del filósofo francés ha sido máxima teórica de la democracia el principio de la separación de poderes para que ninguno se imponga sobre los otros. Pero, como en tantas otras cosas de la vida, la teoría va por un camino y la práctica por otro, generalmente el contrario. Que el poder legislativa no es más que el brazo que aplaude o abuchea a los partidos del gobierno es cosa bien sabida desde hace mucho tiempo. Es cierto que históricamente hubo un periodo en el que los gobiernos temblaban cuando llevaban sus iniciativas al parlamento. Ahora, la cúpula del partido o los partidos que controlan al ejecutivo solo deben cuidarse de tener dóciles parlamentarios que voten obedientemente lo que tengan a bien decidir sus superiores y amados líderes.
Controlado así el legislativo, toca ir a por el judicial, que se puede convertir en una verdadera molestia si algún político es pillado con las manos en la masa. Formas de controlar a los jueces hay muchas y van desde el sistema de acceso a la carrera judicial, el sueldo, los destinos o los mecanismos de ascenso a la cúspide de la judicatura. Así que los partidos, indistintamente del color, descubrieron que repartirse el nombramiento de los altos cargos del poder judicial por un sistema de cuotas en función de la afinidad política, les permitiría contar teóricamente con alguien siempre dispuesto a echar un cable en caso de apuro.
La perversidad de jueces "progresistas" y "conservadores"
Es aquí en donde entra en juego esa chirriante terminología de jueces "progresistas" y "conservadores" con que los medios gustan motejar a los representantes del estamento judicial, comprando así el lenguaje averiado y mendaz de los políticos. Y en eso están estos días nuestros amados representantes, intercambiando cromos de jueces "progresistas" y "conservadores" como cuando de chicos intercambiábamos estampitas de Di Stefano o Tonono. Es cierto que la Constitución establece que el Congreso y el Senado - es decir, los partidos políticos - designarán a 8 de los 20 vocales que conforman el pleno del Consejo de Poder Judicial y que esos vocales deberán ser juristas de reconocido prestigio.
Nada dice en cambio de cómo deben elegirse los 12 vocales restantes, lo que sugiere claramente la idea de que los padres de la Constitución no tenían en mente la rebatiña actual, en la que los partidos trapichean con los nombres de jueces y magistrados sin el más mínimo decoro democrático. Dicho de otra manera, en lugar de aprobar una ley que establezca que deben ser los jueces y magistrados quienes elijan a los 12 vocales en cuestión, un buen día decidieron ahorrarles esa molestia y elegirlos ellos mismos. Ese buen día tuvo lugar en 1985, cuando el PSOE y el PP aprobaron la modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1980 en la que sí se establecía que los 12 vocales los elegirían jueces y magistrados.
A partir de ese momento, fueron también el Congreso y el Senado - insisto, los partidos políticos - los que se arrogaron una función que solo proyecta desconfianza sobre la independencia de la Justicia. A la piñata se ha unido ahora Podemos, los "regeneradores" de la política, que en esto no le hace ascos a intercambiar cromos con el PP si con ello puede colocar a algún magistrado o magistrada de su cuerda en lo más alto de la cúpula judicial. La bendición del perverso sistema se la dio una ingenua sentencia del Constitucional, que avaló el cambio legal y con angelical ternura aconsejó a los partidos que no lo usaran para convertir el Consejo del Poder Judicial en un bazar turco. Como salta a la vista, los partidos se han pasado por el forro el bienintencionado consejo y se han dedicado a lo que mejor saben hacer, repartirse el poder judicial en función del color político.
La solución es sencilla, pero no interesa
El colmo del esperpento viene de la mano de alguna magistrada de nítido pasado partidista, que defiende sin sonrojarse que le corresponde un puesto "progresista" en el Poder Judicial, precisamente por su afinidad pública y notoria con un determinado partido. Es la misma magistrada que no se priva de criticar que el partido rival la vete y pretenda colocar a algunos de su cuerda, corroborando así que para ella el gobierno de los jueces debe salir de un mercado persa en donde "progresistas" y "conservadores" luchen a brazo partido por los puestos. Todo lo anterior, con ser lamentable y penoso, no significa que, en general, los jueces y magistrados así nombrados no sean honrados a carta cabal y leales servidores públicos de la Justicia. Sin embargo, el solo hecho de tildarles de "progresistas" y "conservadores" ya arroja una sombra de sospecha sobre ellos por cuanto da pie a pensar que sus actos judiciales pueden estar motivados más por el sesgo ideológico que por el Derecho, por otra parte siempre interpretable.
Como se puede desprender de todo lo anterior, acabar con esa sospecha está en manos precisamente de los partidos políticos, los cuales solo tendrían que aprobar una ley que devuelva a los jueces la potestad de elegir a quienes quieren que les gobiernen. Resulta sarcástico que los partidos, ahora entregados con entusiasmo al reparto de estampitas judiciales, prometieran cuando estaban en la oposición que pondrían fin a este estado de cosas para garantizar la independencia de la Justicia. Sin embargo, en cuanto han llegado al gobierno han sufrido un inesperado ataque de amnesia y, como por inercia, se han entregado de nuevo a fondo a la mal llamada "negociación", vulgo espectáculo bochornoso llevado a cabo en pleno día, con alevosía y sin una pizca de vergüenza democrática.
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