Cuando todo nos da igual

Tengo la sensación de que hemos bajado los brazos, de que ya no nos importa gran cosa que la democracia se deteriore ante nuestros ojos: nos estamos limitando a encogernos de hombros y a culpar del problema a los políticos y sus insufribles peleas de patio de colegio, como si nuestra pasividad no tuviera nada que ver con lo que ocurre. Cuando asumimos sin pestañear que una ministra desprecie la presunción de inocencia sin inmutarse o que un ministro del Interior cese a un subordinado porque se ha negado a incumplir la ley; o cuando damos por bueno que ese mismo ministro, magistrado por más señas y mayor agravante, justifique que la policía recurra al viejo y dictatorial método de la patada en la puerta para entrar en un domicilio privado sin orden judicial, es que acabamos de dejar atrás una nueva línea roja de lo que no debe ocurrir jamás en un país democrático. 

Si por añadidura nos deja fríos que el responsable político de esas barbaridades no solo no dimita sino que no sea cesado por quien tiene la responsabilidad política de su nombramiento, solo habremos certificado que se abra la puerta a más patadas en la ídem, a más injerencias políticas en terrenos que tiene vedados como la investigación policial y, en definitiva, a la vulneración sistemática de derechos fundamentales consagrados en la Constitución. 

EFE

La patada en la puerta como síntoma

La patada en la puerta es solo un síntoma más del grave deterioro que sufre la democracia ante nuestros ojos, cada vez más acostumbrados a que el Gobierno haga de las leyes y las normas de obligado cumplimiento un cuestión de pura y simple conveniencia política.  Ocurre, por ejemplo, con la rendición de cuentas que todo poder ejecutivo debe al parlamento, pero que en España ha pasado a depender de la voluntad de una mayoría parlamentaria y de un presidente del Gobierno, mucho más proclive a las comparecencias sin preguntas de los periodistas y de los lemas propagantísticos, que de vérselas cara a cara con la oposición en el Congreso. El interminable estado de alarma es desde hace más de un año la coartada perfecta para gobernar por decreto y recortar sin mayores miramientos derechos y libertades que, si en algunos casos pueden tener una justificación temporal, en otros muchos carecen de ella. 

Por estrafalario y ridículo merece capítulo aparte el disparatado decreto obligando a usar la mascarilla en descampado o playas aunque estemos completamente solos y no corramos riesgo alguno de contagiar o de que nos contagien. Que el mismo día en que el BOE publica tamaña estupidez la ministra de Sanidad hable de revisar la norma "con criterios técnicos" y que las autonomías empiecen a hacer sus propias interpretaciones "con sentido común", solo ha venido a corroborar que, no solo no gobiernan filósofos, sino verdaderos ignorantes. Los casos de mal gobierno y de vulneración de principios elementales no escritos en un sistema democrático, como el respeto debido a la oposición por poco que gusten sus críticas al ejecutivo de turno, se acumulan sin que parezca preocuparnos la deriva. 

Cuando se pierden hasta las formas y el respeto 

El Congreso es la corrala en la que los políticos - del Gobierno y de la oposición - ventilan su mala educación y montan espectáculos mediáticos sin importarles gran cosa la realidad del país. Un diputado de la oposición manda al médico a uno de un partido rival que se preocupa por la salud mental y no pasa nada. O una ministra de Educación -¡qué sarcasmo! - falta desabridamente al respeto a un diputado de la oposición que expone su legítima posición sobre la educación especial y, en lugar de indignarse, no faltan palmeros que aplaudan sus malos modos y le pidan más: si el de la crítica era de la oposición se merece eso y mucho más y puede dar gracias de que no haya sido tildado de "fascista".


Puede que sea precisamente la prepotencia y la soberbia la que nos lleve a este derrotismo y a considerar que no vale la pena perder el apetito pidiendo imposibles. Ahí tenemos a Ábalos, el inefable ministro de las mil versiones, envuelto en el turbio asunto del rescate de una compañía aérea de inconfundible aroma chavista a la que se hizo pasar por "estratégica" para regalarle 53 millones de euros de todos los españoles. Las informaciones sobre la discrecionalidad que ha rodeado la decisión se acumulan, pero a nadie parece importarle gran cosa que detrás de la oscura operación pueda haber intereses que nada tienen que ver con apoyar a una empresa vital para el país. Con la misma abulia estamos contemplando las maniobras del Gobierno para evitar el control del reparto de los fondos europeos de reconstrucción. Para ello no dudó en ocultar el informe del Consejo de Estado que recomendaba reforzar los controles  para evitar precisamente la discrecionalidad. 

75.000 muertos y ni una disculpa ni una autocrítica

Los españoles asistimos a este carrusel de ejemplos de mal gobierno y falta de transparencia en todos los ámbitos con la misma apatía que contemplamos la serie interminable de decisiones contradictorias, improvisaciones y descontrol en la gestión de la pandemia. Ya me he referido al lamentable sainete de las mascarillas obligatorias en descampado, pero en la mente de todos está el baile de la yenka con su uso al comienzo de la crisis, la falta de prudencia científica y el exceso de previsiones de barra de bar, casi siempre incumplidas, del doctor Simón, la huida a Cataluña sin rendir cuentas de Salvador Illa, el incumplimiento de la prometida auditoría externa de la gestión o el voluntarismo con las vacunas y la fórmula facilona de culpar de todo a las malvadas farmacéuticas. 

EFE

Y sin embargo, más de un año después del inicio de esta interminable pandemia, nadie del Gobierno ni de sus aliados ni de sus palmeros han pedido nunca una sola disculpa por los más de 75.000 muertos que ha producido la enfermedad ni ha reconocido un solo error - "no se podía saber" - ni se ha comprometido a intentar hacer las cosas mejor. En cambio han menudeado las declaraciones irresponsables y triunfalistas, el "hemos vencido al virus" y las decisiones equivocadas que nos tienen hoy a las puertas de la cuarta ola. Ahora bien: ¿se lo hemos exigido los ciudadanos? Me  temo que no. 

La fatiga social y el todo da igual

Mucho se habla estos días de la fatiga provocada por la pandemia, tanto en el ámbito individual como en el social: restricciones de la movilidad, recorte de libertades, pérdidas personales irreparables, secuelas mentales y físicas, incertidumbre económica, sensación de orfandad y abandono por parte de una clase política, en general insensible ante una dura realidad compleja y amorfa, pueden ser algunos de los elementos integradores de ese cansancio que, quien más y quien menos, sentimos ya sobre nosotros. Y seguramente será también la causa de que ya no nos queden fuerzas para rehacernos y afrontar el destrozo democrático que tenemos ante nosotros. 

Estamos abdicando nuestras responsabilidades como ciudadanos o, como mucho, alistándonos en las filas de los palmeros del Gobierno o en las de la oposición, tan responsable como los partidos del Ejecutivo de la polarización de la vida política cuando más se requería de todos anteponer el bien común al partidista. Nos equivocamos gravemente pensando que todo da igual y olvidando que esos políticos de los que nos quejamos o ni siquiera eso, los hemos elegido entre todos y de todos es por tanto la responsabilidad de exigirles decencia, trabajo y transparencia. Que es difícil ya se sabe pero hablamos de democracia: para encogernos de hombros o asentir ante todo lo que hace el poder ya tenemos las dictaduras y los regímenes autoritarios y estoy seguro que no es eso lo que queremos la inmensa mayoría de los españoles.

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