Verdad y justicia en las residencias de ancianos

No me hago ilusiones sobre la posibilidad de llegar a conocer con detalle qué ocurrió en las residencias de mayores para que la COVID-19 haya acabado con la vida de más de 35.000 ancianos, casi cuatro de cada diez víctimas mortales causadas hasta ahora por la enfermedad. Dudo incluso que podamos conocer con exactitud el número real de mayores alojados en residencias que fallecieron por el virus o con síntomas compatibles con él, habida cuenta el caos de una recogida de datos caracterizada por la disparidad de criterios entre comunidades autónomas. Me temo que el deseo de los ciudadanos de que acabe la pesadilla lo están aprovechando los responsables públicos para correr un tupido velo sobre un asunto que les concierne directamente. Además, a la evidente y escandalosa falta de voluntad política se une el escaso interés que muestra la justicia para llegar al fondo de la cuestión.

EFE

Desinterés judicial y político

Según Amnistía Internacional, la fiscalía ha archivado casi nueve de cada diez investigaciones penales abiertas al inicio de la pandemia por el posible incumplimiento de los protocolos internacionales sobre las "muertes potencialmente ilícitas". También denuncia que el Ministerio Público, que paradójicamente reconoce la vulneración objetiva de derechos básicos, da carpetazo a sus investigaciones sin elevarlas a los tribunales y sin tomar declaración a los familiares alegando que eso reavivaría su dolor. Tampoco se han realizado inspecciones para comprobar el funcionamiento y los protocolos de atención a los residentes. A su vez, el Consejo del Poder Judicial no ha hecho seguimiento alguno de los casos en investigación para asegurarse de que se respeta el derecho constitucional de acceso a la justicia.

En el ámbito político no es mayor el interés. Aunque en algunas autonomías los fallecidos en residencias son casi la mitad y en otras incluso más de la mitad de las víctimas totales del COVID-19, solo unos cuantos parlamentos regionales crearon comisiones de investigación que no han tardado en cerrar como si les quemaran en las manos y sin sacar conclusiones útiles. Se comprueba de nuevo que estas comisiones son solo cajas de resonancia política, como demuestra el hecho de que los mismos partidos que las apoyaron en un sitio se opusieron en otro. Amnistía pide al Congreso de los Diputados una “comisión de la verdad” que dé respuesta a las familias y haga recomendaciones para que no vuelva a suceder algo similar, pero creo que ni el más optimista de los españoles esperaría algo positivo de una comisión como esa en la actual situación política. 

El caos de los datos 

Lo primero que habría que hacer es establecer los datos reales de fallecimientos por COVID-19 en residencias, un aspecto en el que nos encontramos de nuevo con la penosa gestión de los poderes públicos. No fue hasta marzo de 2021, un año después de iniciada la pandemia, cuando el Gobierno presentó la información de la evolución de la enfermedad en las residencias de forma agregada y sistematizada. A pesar de su promesa de informar puntualmente, la primera información se demoró hasta noviembre y, mientras, los medios hicieran sus propias cuentas con los datos de las comunidades autónomas. A fecha de hoy, la disparidad de criterios hace que dos años después del comienzo de la crisis sigamos manejando datos provisionales.

"A fecha de hoy continuamos manejando datos provisionales sobre los fallecimientos en residencias"

Del mismo modo, apenas se ha empezado a trabajar en el llamado “nuevo modelo de residencias”, que para cuando se aplique puede que haya quedado desfasado si no se agiliza el trabajo. Todo lo que hay de momento es un borrador en fase de discusión entre el Gobierno central y las comunidades autónomas y ninguna fecha para aplicarlo.

El mundo de las residencias en España, un lucrativo negocio ante la escasez de plazas públicas y el envejecimiento de la población, apenas ha cambiado en los últimos cuarenta años: inspecciones escasas, sanciones irrisorias, fallos de protocolos, gestión y atención, aislamiento social, barreras arquitectónicas o dificultades para acceder a los servicios sociales son algunas de sus principales deficiencias. A pesar de que deben confiarles la atención de sus mayores y pagar por ello, a la hora de elegir residencia las familias carecen de información oficial de confianza sobre la calidad de la asistencia, con lo que se ven obligadas a elegir casi a ciegas. 

Lo ocurrido no era inevitable

La llegada del virus exacerbó estos problemas y la caótica gestión convirtió a las residencias en la mayor morgue del país. Sin embargo, no se sabe de ningún responsable público que haya prestado declaración sobre las medidas tomadas para garantizar el derecho a la vida y el acceso a la salud de un colectivo tan vulnerable como se sabía que era el de los mayores. Tal vez el objetivo inconfesable de tanto desinterés sea el de hacernos creer que lo ocurrido fue inevitable y que no se pudo hacer más ni mejor. 

"Las familias tienen derecho a conocer la verdad y a que se haga justicia"

Es muy poco probable que no se pudiera hacer más y mucho mejor pero, en cualquier caso, para llegar a esa conclusión primero habría que analizar a fondo si los protocolos fueron los correctos y determinar quiénes y con qué criterios médicos decidieron no hacer derivaciones a los hospitales a pesar de que era evidente que las residencias no podían prestar la adecuada atención a los enfermos; asimismo haría falta un análisis riguroso de las consecuencias físicas y mentales derivadas de confinar a los mayores durante días en sus cuartos, sin poder recibir la visita de sus familiares, así como de los medios materiales y humanos con los que las residencias afrontaron la pandemia. 

Estos y muchos otros aspectos es lo que debería estar investigando a fondo la justicia y evaluando los responsables políticos, cuyas decisiones son cuando menos muy cuestionables por decirlo con benevolencia. No es de recibo en un Estado social y democrático de derecho que los poderes públicos dejen a miles de familias en la indefensión o las obliguen a soportar la carga de la investigación sobre la muerte de sus seres queridos. La sociedad en general y las familias en particular tienen derecho a conocer la verdad y a que se haga justicia. Se lo debemos a nuestros mayores, aunque por desgracia vamos camino de volverles a fallar y eso será como dar el primer paso para que la tragedia se repita. 

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