O llueve sobre mojado,
como prefieran. Lo ocurrido esta semana con los incendios en Canarias
pone una vez más de manifiesto que el ser humano es el único animal
capaz de tropezar, no una ni dos, sino muchas veces con el mismo
fuego o con el mismo temporal; parece como si estuviéramos ante
hechos nunca antes vistos y, por tanto, de imposible previsión.
Ahora que el esfuerzo sobrehumano y admirable de centenares de
personas ha permitido que el fuego declarado en La Palma este en vías
de extinción y el de Tenerife se encamine a su control después de
afectar al 1% de la masa arbórea de la isla, proceden algunas
reflexiones sobre este asunto.
La sabiduría popular afirma que “los incendios se apagan en invierno”, lo que nos remite ni más ni menos que a la prevención, la única manera de evitar en un alto porcentaje la posibilidad de que se produzcan. Si eso ocurre – porque nunca es posible descartar por completo la negligente o criminal mano del ser humano o las meras causas naturales – una labor preventiva siempre es un tanto a favor de una intervención más rápida y eficaz.
La sabiduría popular afirma que “los incendios se apagan en invierno”, lo que nos remite ni más ni menos que a la prevención, la única manera de evitar en un alto porcentaje la posibilidad de que se produzcan. Si eso ocurre – porque nunca es posible descartar por completo la negligente o criminal mano del ser humano o las meras causas naturales – una labor preventiva siempre es un tanto a favor de una intervención más rápida y eficaz.
Prevenir implica, entre otras cosas, impedir que los montes
acumulen toda suerte de maleza, el combustible ideal en un incendio.
Hasta no hace mucho tiempo, las labores agrícolas tradicionales
mantenían el monte en perfecto estado de revista prácticamente sin
coste alguno para el erario público. Ahora que los profundos cambios
socioeconómicos han relegado esas actividades al olvido y ya no
están ni los pastores ni los agricultores para cuidar los montes, la única
alternativa que queda es sustituir su ausencia con un mayor y más
eficiente gasto público en prevención, medios y educación
ambiental.
Sé que la idea es una auténtica herejía en estos
tiempos en los que prima el masoquismo de los recortes, pero no creo
que haya otra capaz de evitar la creciente frecuencia con la que
sufrimos en Canarias devastadores incendios forestales que arrasan en
pocas horas con la creación sabia y paciente de la Naturaleza.
Prevenir significa contratar personal para que, entre otras cosas,
abra cortafuegos, limpie caminos y elimine malezas de nuestros
bosques; prevenir es contar con los suficientes medios materiales y
humanos para atender con rapidez y eficacia complicadas situaciones
como la de esta semana, con dos pavorosos incendios en dos islas
distintas a punto de provocar un conato de rebeldía entre municipios
e islas porque los medios actuaban antes en otro municipio o en otra
isla.
También es prevenir tomarse muy en serio la
educación medioambiental de la población, empezando por los más
jóvenes, pero sin olvidar a nuestros entrañables domingueros de
merienda campestre y reguero de latas, botellas, bolsas de plástico
y toda suerte de desperdicios. Sobre ellos hay que hacer recaer –
como sobre los pirómanos – todo el peso de la ley y, si ésta no
se considera suficientemente dura, endurecerla más; y prevenir es
también que quienes aún tienen la suerte de conservar huertas y
fincas las limpien o, en su caso, sean obligados a limpiarlas bajo
advertencia de sanción.
En esta línea, las normas medioambientales
deben ser tan flexibles como claras para permitir las actividades
tradicionales que aún se conserven y no representen riesgos
medioambientales y perseguir hasta las últimas consecuencias las que
lo supongan.
Iniciado el incendio ya sólo cabe escuchar a los
técnicos hablando de temperaturas, viento y topografía – factores
sobre los que poco o nada puede influir el ser humano – y, por
supuesto, ver sobre el terreno a los responsables políticos de turno
con un desolador paisaje de telón de fondo.
La política es – entre
otras cosas – determinar cuáles son las prioridades a las que se
dedican los recursos de los contribuyentes que, a su vez, poseen la
última palabra sobre si la elección de esas prioridades es la
adecuada y – ojo – sobre el coste social y económico que se está
dispuesto a asumir para ponerlas en práctica.
¿Aprenderemos la lección
o volveremos a tropezar contra el mismo incendio?