Un Nobel de la Paz oportunista y devaluado

Con toda la pompa y la circunstancias de estos acontecimientos, los presidentes del Consejo, la Comisión y el Parlamento Europeo reciben hoy en Oslo el Premio Nobel de la Paz concedido el pasado mes de octubre a la Unión Europea. Ya comenté en su momento en  "El Nobel de la Paz y los hombres de negro" lo que opinaba de la galardonada y nada desde entonces me ha hecho cambiar de parecer. La concesión del otrora prestigioso premio a esta unión de mercaderes en la que ha devenido una Unión Europea gobernada con mano de hierro desde Alemania, desprende un fuerte olor a oportunismo político. Tan fuerte al menos como el que desprendió en su momento en el que se concedió de prisa y corriendo a Barak Obama nada más ser elegido presidente de los Estados Unidos.

Los que defienden la concesión del premio aseguran que será un acicate para avanzar en la solución de los graves problemas de la Unión. Suponer tal cosa me parece que sólo sirve para engañarse y para que nos engañemos todos. Justificar la concesión de este premio por la aportación de la Unión Europea a la paz en el mundo suena a sarcasmo en unos momentos en los que no hay nada que merezca el nombre de política exterior comunitaria y en los que priman, por encima de cualquier otra consideración, los intereses nacionales muchas veces encontrados. 


Por no recordar aquí el vergonzoso papel de Bruselas en la guerra de lo Balcanes. Justificarlo, además, porque la Unión Europea ha permitido superar las atrocidades de las dos guerras mundiales del siglo pasado y configurar un espacio de paz y entendimiento entre los países de la vieja Europa pudo tener sentido hace unas décadas, pero en estos momentos suena a justificación recalentada que llega demasiado tarde.

Con un buen número de países comunitarios en recesión económica o a punto de caer en ella debido a las políticas de austericidio impuestas por Alemania y sus adláteres, con millones de parados, con un crecimiento galopante de las desigualdades sociales, con movimientos populistas xenófobos floreciendo en muchos países al calor de la interminable crisis y con unos gobiernos más preocupados de rescatar a sus bancos que a sus ciudadanos, hablar de que la Unión Europea es hoy un espacio de entendimiento y progreso suena a broma pesada. Todo ello en un gigante con pies de cristal al que no se le ve preocupación alguna por resolver los enormes déficits democráticos que sigue arrastrando como conjunto y en muchos de sus países miembros y que hacen que los ciudadanos perciban cada vez más la Unión Europea como un ente extraño y lejano cuyas decisiones nos afectan a todos pero en las que no tenemos apenas capacidad de influir.

Con premios ad hoc como este Nobel de la Paz no conseguirá la Unión Europea ocultar sus clamorosas vergüenzas. Eso solo se logrará con políticas de crecimiento económico y de reparto justo de la riqueza, de igualdad y de cohesión social que en Europa tienen su cuna. Para ello es imprescindible reivindicar y defender el papel de los ciudadanos y de la política en su más noble significado frente a los intereses financieros de los que hoy por hoy somos rehenes.

Del “tasazo” al “registrazo”

Alberto Ruiz-Gallardón, el ministro más progre del Gobierno con permiso de José Ignacio Wert, trabaja sin descanso día y noche para sacar a este país del conservadurismo secular en el que sigue sumido. El endurecimiento de las sanciones penales o la aprobación de tasas judiciales para poder pleitear, son dos hitos modernizadores sin parangón que le permitirán pasar a la Historia como el ministro más avanzado del último siglo.

Sabedor de que para acabar con el pelo de la dehesa hay que demostrar constancia e ideas claras, Ruiz-Gallardón tiene ya a punto de salir de las cocinas del ministerio de Justicia otra ley que supondrá un nuevo impulso en su objetivo de transformar este país hasta los cimientos, que es lo que debe hacer un gran modernizador como él. En síntesis, la cosa consistirá en pagar por los trámites habituales que desde el siglo XIX se realizan gratuitamente en el Registro Civil. Ya les digo, un verdadero atraso.

Hablamos de inscripción de matrimonios – incluidos los civiles – divorcios, separaciones, cambios de nombre, nacionalidad y demás minucias. Al parecer, sólo seguirá siendo gratis ante el Registro Civil nacer y morirse, aunque no lanzaría yo aún las campanas al vuelo. Con todo, lo más novedoso de la audaz medida no es que haya que apoquinar por lo que siempre ha sido gratuito (previo pago de impuestos, claro), sino que esa labor ya no la van a supervisar los jueces ni la van a realizar los funcionarios públicos de los registros civiles. Lo verdaderamente revolucionario es que, esas a veces engorrosas tareas, se las encomienda el ministro a sus señorías los registradores de la propiedad y mercantiles.

Ellos serán los que, entre hipoteca e hipoteca o embargo y embargo, tendrán la honrosa responsabilidad de asentar en los libros del Registro los cambios de estado civil de los ciudadanos. Por cierto, aquellos que quieran recurrir las decisiones del Registro deberán pagar las correspondientes tasas judiciales, faltaría más. Mientras, los jueces y los funcionarios de la oficina se reubicarán en otras tareas, así que no sean mal pensados y no se apresuren a concluir que lo que Ruiz-Gallardón está buscando es hacer caja, de lo que también se le ha acusado injustamente a propósito del tasazo. Él - insistimos – sólo quiere modernizar España.

Los registradores de la propiedad son un honorable gremio genrosamente remunerado, integrado por funcionarios públicos que ejercen en régimen de monopolio y al que, junto a los notarios, la Organización de Consumidores y Usuarios y hasta la fiscalía del Tribunal Supremo les ha exigido que devuelva unos 400 milloncejos de euros cobrados de más por la cancelación de hipotecas. Algunos de ellos han sido incluso sancionados por la Agencia Española de Protección de Datos por airear alegremente datos privados de sus usuarios.

Nada de lo que haya que preocuparse como para pensárselo dos veces antes de entregarles sin más luz ni taquígrafos que la progresista voluntad de Ruiz Gallardo y previo paso por la caja del Registro, la vida privada de millones de ciudadanos envuelta en papel de celofán. Que el negocio de estos servidores públicos se haya desplomado debido a la crisis del ladrillo o que Mariano Rajoy sea registrador de la propiedad en excedencia - ¿por cuántos años más? -, que lo sea también su hermano Enrique y que lo sean dos altos cargos del Ministerio de Justicia, precisamente el director y el subdirector de los Registros y el Notariado, seguro que no tiene nada que ver con este nuevo paso de Ruiz-Gallardón para hacer de España un país como Dios manda.

Una Constitución achacosa

Resonarán hoy en las paredes del Senado los encendidos discursos de los patricios de este país ensalzando los valores constitucionales, lo mucho y bueno que nos ha traído la Carta Magna y hasta abogando tal vez por adaptarla a los tiempos actuales. Me los sé de memoria y no tengo intención alguna de escucharlos. No porque no crea que, en efecto, la Constitución española ha sido y sigue siendo el marco social y político que, a pesar de sus numerosas carencias e incumplimientos, ha hecho posible que los españoles hayamos vivido un largo periodo en el que no hemos sentido la atávica tentación de despedazarnos mutuamente, que no es poco. 


No los seguiré porque preveo que quienes los van a pronunciar no son - o no representan - por acción u omisión, quienes pueden presumir de respetarla y hacerla cumplir. Eso es cada vez más evidente a raíz de la crisis económica y de las medidas que han tomado los que no han dudado en saltarse los principios constitucionales más básicos: derecho a la educación y a la sanidad universales y gratuitas, a la vivienda, al trabajo y a la tutela judicial efectiva. La Constitución, que hoy cumple 34 años, ha sucumbido también ante la presión de los mercados como puso de manifiesto la modificación de prisa y a la chita callando que urdieron el PP y el PSOE para limitar el déficit público.

Ha sido la muestra más evidente de que el ámbito de lo político, que en una democracia remite a su vez a la decisión soberana de los ciudadanos, se había rendido con armas y bagajes a los intereses de las grandes corporaciones empresariales y financieras, para las que una constitución no deja de ser un estorbo más que es necesario apartar del camino.

En el diseño territorial del modelo de Estado es también evidente que la Constitución ha cumplido su cometido y está agotada. Las costuras con las que se cosió el traje autonómico empiezan a saltar por lugares muy sensibles y no hay a la vista un sastre capaz de remendarlas. Se impone, por tanto, una reforma pero no hay ni voluntad política ni altura suficiente para diseñar un nuevo traje en el que las diferentes partes del cuerpo se sientan más cómodas. Nada cabe esperar por tanto en ese sentido, salvo hacer como que no ocurre nada hasta que el vestido se descomponga por completo. Entonces, ya veremos.

Celebramos por tanto los 34 años de una Constitución cada día más achacosa y arrinconada, que se incumple en lo más esencial y que pide a gritos cambios profundos y consensuados capaces de devolvernos la confianza en una Ley de leyes que nos ampare de verdad y en la que, por encima de otras consideraciones, prime la soberanía del país para tomar sus propias decisiones sin someterse a presiones espurias internas o externas. Nada de lo que los oradores de turno digan hoy en sus discursos institucionales servirá para ese fin.