Cazatalentos

Una democracia 3.0 que se precie necesita dotarse de una estricta división del trabajo en las más altas instancias del Estado. Esto permite aclarar mucho las cosas para que cada uno sepa a ciencia cierta cuáles son sus obligaciones y las cumpla a carta cabal. Pongamos el ejemplo de España, en donde el Jefe del Estado sabe que una de sus más altas obligaciones, además de dar discursos, hacer algún viaje – cada vez menos – para promocionar la marca España, sermonearnos por Navidad y, si se tercia, conceder a sus súbditos una entrevista bañada en miel, es cazar elefantes en algún país perdido del sur de África.

Sin embargo, en una democracia real y moderna como la española, la cacería no debe ser una actividad exclusiva del Jefe del Estado si no se quiere transmitir la imagen de un país cuasi medieval. El privilegio debe extenderse a los eslabones inferiores de la cadena de mando de manera que, si el que más manda en teoría puede cazar elefantes, sus más allegados cortesanos deben tener libertad para cazar talentos, pongamos por caso.

Nada importa que se dediquen al noble y ancestral deporte de la cinegética humana poco después de pasarse décadas viviendo de lo público y jurando defenderlo hasta la última gota de sangre mientras, al mismo tiempo, hacen todo lo posible por dinamitarlo desde dentro. Tampoco tiene mayor trascendencia que, a la vez que se cazan talentos a mayor beneficio de una empresa privada y del suyo propio, se mantengan también cargos de responsabilidad política desde los que se puede seguir haciendo y deshaciendo a placer tal vez con el objetivo no confesado de volver a lo público si ello resulta más beneficioso o si los cotos en los que habitan los talentos están ya esquilmados. Es ético y estético, pregonan frente a los que no creen que sea ni una cosa ni la otra.

Es, en definitiva, el principio de las puertas giratorias, por las que transitan entre lo público y lo privado y viceversa pero sin pasar nunca por la puerta de las oficinas del paro muchos cazadores de talentos, de comisiones o de descansados y bien remunerados cargos en encumbrados consejos de administración de grandes empresas, muchas de ellas antaño públicas y hoy privadas gracias a la visión de futuro de estos cazadores.

Si se ha sido presidente del Gobierno, ministro o consejero autonómico y un buen día llega el momento de bajar la persiana y vaciar los cajones del despacho siempre habrá una puerta abierta en un consejo de administración para derramar en él toda sabiduría atesorada. Conviene por eso hilar fino con lo que se hace mientras se dispone de secretaria, asesores y coche oficial y tener siempre muy presente que el único favor que no se puede devolver es el que no se hace.

Dijo J. Swift que “la ambición suele llevar a las personas a ejecutar los menesteres más viles. Por eso, para trepar, se adopta la misma postura que para arrastrarse." En una democracia 3.0 como la española, con su división del trabajo político bien establecida, trepar y arrastrarse son dos movimientos no sólo éticos sino estéticos.

Otra guerra ha comenzado

Lo ha hecho este fin de semana al decidir Francia atacar por aire las posiciones de los heterogéneos grupos salafistas que desde mediados del año pasado controlan el norte de Mali, un extenso territorio desértico más grande que España, en el que imponen la sharia con el mismo rigorismo que los talibanes en Afganistán. La decisión francesa se ha producido con las bendiciones del Consejo de Seguridad de la ONU pero prácticamente en solitario, sin más apoyo de momento que el de carácter logístico que le han prestado países como el Reino Unido o Estados Unidos.

Este nuevo conflicto bélico a escasas tres horas de vuelo de Europa es el primero en el que un gobierno occidental se embarca en una ofensiva militar contra grupos terroristas guerrilleros y no contra un Estado constituido, que era el caso del Afganistán talibán. Se trata, además, de grupos guerrilleros muy numerosos, financiados con el secuestro y el narcotráfico, bien entrenados, fuertemente armados después de la desaparición del régimen libio de Gadafi y, sobre todo, imbuidos de una fe a prueba de bombas.

Es mucho lo que Francia y Europa se juegan en este conflicto bélico, empezando por el riesgo de que un estado terrorista instalado en Bamako acabe definitivamente con la que hasta hace poco estaba considerada como una de las democracias más estables de la región. Sin embargo, a Francia en particular le preocupan sobre todo sus intereses estratégicos no sólo en Mali sino en algunos países vecinos como Níger, de donde procede la mayor parte del uranio del que se nutre el parque nuclear francés.


Al conjunto de Europa, y en especial a España por su mayor cercanía a la zona caliente, la preocupa que el ejemplo de Mali se extienda y genere un nuevo y peligroso foco de inestabilidad en toda la zona del Magreb y aledaños con las implicaciones que eso tendría para la seguridad interna. De hecho, Hollande ordenó al mismo tiempo el ataque aéreo sobre los salafistas y elevar al máximo la alerta antiterrorista en territorio francés.

Dicen los analistas que, teniendo en cuenta las características del inmenso territorio sobre el que se libra esta nueva guerra así como las de los guerrilleros salafistas, ésta contienda no se puede ganar sólo desde el aire. Hay que combatir sobre un terreno inhóspito que hace imprevisible cuánto puede extenderse el conflicto, sin contar las reacciones que puede generar entre otros grupos terroristas de los países africanos implicados. Esta es una guerra que probablemente no hay más remedio que librar salvo que se sea lo suficientemente cándido para suponer que era posible evitarla mediante la negociación.

Sin embargo, no son pocas las interrogantes que se plantean: ¿cuál es el objetivo militar último? ¿exterminar por completo a los salafistas? ¿es eso posible? ¿obligarlos a refugiarse en lo más profundo del desierto y mantenerlos bajo vigilancia permanente? ¿sería Francia la responsable de esa vigilancia? ¿no equivaldría eso a una ocupación sine die del país por una potencia extranjera por más que sea la antigua metrópoli colonial que busca de este modo preservar sus propios intereses estratégicos? ¿Qué hará el resto de la llamada comunidad internacional si el conflicto se enquista? ¿intervendrá también militarmente o dejará que Francia se las arregle sola? ¿qué hará España, el país europeo más cercano al conflicto? 

Incierto panorama el que se abre con una guerra que, como todas las guerras, siempre se sabe cómo empiezan pero nunca cómo terminan.  

La corrupción tenía un precio

Quienes creían haberlo visto todo en casos de corrupción en España pueden despedirse de esa beatífica suposición: siempre habrá algo capaz de sorprender y escandalizar un poco más de lo que ya se estaba. El penúltimo ejemplo es el llamado “caso Pallerols” de financiación irregular de Unión Democrática de Cataluña. Después de casi dos décadas de instrucción judicial, el asunto ni siquiera se ha juzgado porque fiscalía y defensa han tenido a bien resolverlo bajo cuerda y lejos del foco mediático de un juicio a cambio de que los acusados devuelvan una ínfima parte de lo que – para decirlo en román paladino – habían robado.

Se van así libres de polvo y paja los que usaron dinero público procedente de la Unión Europea destinado a financiar cursos de formación para enriquecerse ellos y al partido al que pertenecían. Nada nuevo bajo el turbio sol de la corrupción si no fuera por el escandaloso papel de la Fiscalía, de la que era de justicia esperar que no se aviniera a componendas como ésta. Pero lo ha hecho y el estupor que ha provocado es parejo a la desconfianza sobre la determinación del Ministerio Público para perseguir a los corruptos hasta las últimas consecuencias.

A pesar de que el lamentable acuerdo extrajudicial supone el reconocimiento implícito de la financiación irregular, el presidente de UDC, Durán i Lleida se niega ahora a cumplir su palabra de dimitir si se demostraba la existencia de irregularidades en este caso. Se escuda en que era ajeno a estos trapicheos con dinero público y que ya se depuraron responsabilidades en su momento. Su actitud numantina ante la evidencia de la corrupción en el partido del que es el máximo responsable y de cuya transparencia en los fondos de los que se nutre debe ser el primer valedor, no hace sino abonar el creciente desafecto social hacia la clase política.

Con sus vergonzosas y escandalosas particularidades, el “caso Pallerols” se suma a la casi interminable lista de casos de corrupción política en nuestro país. Unos tres centenares de políticos de todos los niveles de responsabilidad, partidos y comunidades autónomas se encuentran imputados en España por este tipo de delitos y sólo menos de media decena están en la cárcel por ese motivo mientras los procesos judiciales se alargan indefinidamente haciendo bueno el principio de que Justicia tardía no es Justicia.

Frente a esta ínfima fracción, la inmensa mayoría de los representantes públicos desarrollan su cometido con honradez y dedicación y son por tanto injustas, además de peligrosas para el sistema democrático, las generalizaciones de brocha gorda. Ahora bien, es precisamente a esa inmensa mayoría de la clase política no dañada por la corrupción a la que le corresponde el inexcusable y urgente deber de actuar con contundencia y determinación para evitar que la gangrena se extienda. 

La manida tolerancia cero con la corrupción debe ser un compromiso ineludible en todos los casos y no sólo cuando afectan a los adversarios. También los ciudadanos tenemos un papel crucial en la lucha contra la corrupción que va mucho más allá del mero lamento en las encuestas o la descalificación generalizada. Convertir a los políticos corruptos en héroes y otorgarles la confianza de los votos o de las cúpulas de los partidos es la mejor manera de enquistar la solución de una enfermedad que puede llegar a tener un precio muy alto para el sistema democrático.