Otra guerra ha comenzado

Lo ha hecho este fin de semana al decidir Francia atacar por aire las posiciones de los heterogéneos grupos salafistas que desde mediados del año pasado controlan el norte de Mali, un extenso territorio desértico más grande que España, en el que imponen la sharia con el mismo rigorismo que los talibanes en Afganistán. La decisión francesa se ha producido con las bendiciones del Consejo de Seguridad de la ONU pero prácticamente en solitario, sin más apoyo de momento que el de carácter logístico que le han prestado países como el Reino Unido o Estados Unidos.

Este nuevo conflicto bélico a escasas tres horas de vuelo de Europa es el primero en el que un gobierno occidental se embarca en una ofensiva militar contra grupos terroristas guerrilleros y no contra un Estado constituido, que era el caso del Afganistán talibán. Se trata, además, de grupos guerrilleros muy numerosos, financiados con el secuestro y el narcotráfico, bien entrenados, fuertemente armados después de la desaparición del régimen libio de Gadafi y, sobre todo, imbuidos de una fe a prueba de bombas.

Es mucho lo que Francia y Europa se juegan en este conflicto bélico, empezando por el riesgo de que un estado terrorista instalado en Bamako acabe definitivamente con la que hasta hace poco estaba considerada como una de las democracias más estables de la región. Sin embargo, a Francia en particular le preocupan sobre todo sus intereses estratégicos no sólo en Mali sino en algunos países vecinos como Níger, de donde procede la mayor parte del uranio del que se nutre el parque nuclear francés.


Al conjunto de Europa, y en especial a España por su mayor cercanía a la zona caliente, la preocupa que el ejemplo de Mali se extienda y genere un nuevo y peligroso foco de inestabilidad en toda la zona del Magreb y aledaños con las implicaciones que eso tendría para la seguridad interna. De hecho, Hollande ordenó al mismo tiempo el ataque aéreo sobre los salafistas y elevar al máximo la alerta antiterrorista en territorio francés.

Dicen los analistas que, teniendo en cuenta las características del inmenso territorio sobre el que se libra esta nueva guerra así como las de los guerrilleros salafistas, ésta contienda no se puede ganar sólo desde el aire. Hay que combatir sobre un terreno inhóspito que hace imprevisible cuánto puede extenderse el conflicto, sin contar las reacciones que puede generar entre otros grupos terroristas de los países africanos implicados. Esta es una guerra que probablemente no hay más remedio que librar salvo que se sea lo suficientemente cándido para suponer que era posible evitarla mediante la negociación.

Sin embargo, no son pocas las interrogantes que se plantean: ¿cuál es el objetivo militar último? ¿exterminar por completo a los salafistas? ¿es eso posible? ¿obligarlos a refugiarse en lo más profundo del desierto y mantenerlos bajo vigilancia permanente? ¿sería Francia la responsable de esa vigilancia? ¿no equivaldría eso a una ocupación sine die del país por una potencia extranjera por más que sea la antigua metrópoli colonial que busca de este modo preservar sus propios intereses estratégicos? ¿Qué hará el resto de la llamada comunidad internacional si el conflicto se enquista? ¿intervendrá también militarmente o dejará que Francia se las arregle sola? ¿qué hará España, el país europeo más cercano al conflicto? 

Incierto panorama el que se abre con una guerra que, como todas las guerras, siempre se sabe cómo empiezan pero nunca cómo terminan.  

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