Quienes creían haberlo visto todo en casos de corrupción en España pueden despedirse de esa beatífica suposición: siempre habrá algo capaz de sorprender y escandalizar un poco más de lo que ya se estaba. El penúltimo ejemplo es el llamado “caso Pallerols” de financiación irregular de Unión Democrática de Cataluña. Después de casi dos décadas de instrucción judicial, el asunto ni siquiera se ha juzgado porque fiscalía y defensa han tenido a bien resolverlo bajo cuerda y lejos del foco mediático de un juicio a cambio de que los acusados devuelvan una ínfima parte de lo que – para decirlo en román paladino – habían robado.
Se van así libres de polvo y paja los que usaron dinero público procedente de la Unión Europea destinado a financiar cursos de formación para enriquecerse ellos y al partido al que pertenecían. Nada nuevo bajo el turbio sol de la corrupción si no fuera por el escandaloso papel de la Fiscalía, de la que era de justicia esperar que no se aviniera a componendas como ésta. Pero lo ha hecho y el estupor que ha provocado es parejo a la desconfianza sobre la determinación del Ministerio Público para perseguir a los corruptos hasta las últimas consecuencias.
A pesar de que el lamentable acuerdo extrajudicial supone el reconocimiento implícito de la financiación irregular, el presidente de UDC, Durán i Lleida se niega ahora a cumplir su palabra de dimitir si se demostraba la existencia de irregularidades en este caso. Se escuda en que era ajeno a estos trapicheos con dinero público y que ya se depuraron responsabilidades en su momento. Su actitud numantina ante la evidencia de la corrupción en el partido del que es el máximo responsable y de cuya transparencia en los fondos de los que se nutre debe ser el primer valedor, no hace sino abonar el creciente desafecto social hacia la clase política.
Con sus vergonzosas y escandalosas particularidades, el “caso Pallerols” se suma a la casi interminable lista de casos de corrupción política en nuestro país. Unos tres centenares de políticos de todos los niveles de responsabilidad, partidos y comunidades autónomas se encuentran imputados en España por este tipo de delitos y sólo menos de media decena están en la cárcel por ese motivo mientras los procesos judiciales se alargan indefinidamente haciendo bueno el principio de que Justicia tardía no es Justicia.
Frente a esta ínfima fracción, la inmensa mayoría de los representantes públicos desarrollan su cometido con honradez y dedicación y son por tanto injustas, además de peligrosas para el sistema democrático, las generalizaciones de brocha gorda. Ahora bien, es precisamente a esa inmensa mayoría de la clase política no dañada por la corrupción a la que le corresponde el inexcusable y urgente deber de actuar con contundencia y determinación para evitar que la gangrena se extienda.
Se van así libres de polvo y paja los que usaron dinero público procedente de la Unión Europea destinado a financiar cursos de formación para enriquecerse ellos y al partido al que pertenecían. Nada nuevo bajo el turbio sol de la corrupción si no fuera por el escandaloso papel de la Fiscalía, de la que era de justicia esperar que no se aviniera a componendas como ésta. Pero lo ha hecho y el estupor que ha provocado es parejo a la desconfianza sobre la determinación del Ministerio Público para perseguir a los corruptos hasta las últimas consecuencias.
A pesar de que el lamentable acuerdo extrajudicial supone el reconocimiento implícito de la financiación irregular, el presidente de UDC, Durán i Lleida se niega ahora a cumplir su palabra de dimitir si se demostraba la existencia de irregularidades en este caso. Se escuda en que era ajeno a estos trapicheos con dinero público y que ya se depuraron responsabilidades en su momento. Su actitud numantina ante la evidencia de la corrupción en el partido del que es el máximo responsable y de cuya transparencia en los fondos de los que se nutre debe ser el primer valedor, no hace sino abonar el creciente desafecto social hacia la clase política.
Con sus vergonzosas y escandalosas particularidades, el “caso Pallerols” se suma a la casi interminable lista de casos de corrupción política en nuestro país. Unos tres centenares de políticos de todos los niveles de responsabilidad, partidos y comunidades autónomas se encuentran imputados en España por este tipo de delitos y sólo menos de media decena están en la cárcel por ese motivo mientras los procesos judiciales se alargan indefinidamente haciendo bueno el principio de que Justicia tardía no es Justicia.
Frente a esta ínfima fracción, la inmensa mayoría de los representantes públicos desarrollan su cometido con honradez y dedicación y son por tanto injustas, además de peligrosas para el sistema democrático, las generalizaciones de brocha gorda. Ahora bien, es precisamente a esa inmensa mayoría de la clase política no dañada por la corrupción a la que le corresponde el inexcusable y urgente deber de actuar con contundencia y determinación para evitar que la gangrena se extienda.
La manida tolerancia cero con la corrupción debe ser un compromiso ineludible en todos los casos y no sólo cuando afectan a los adversarios. También los ciudadanos tenemos un papel crucial en la lucha contra la corrupción que va mucho más allá del mero lamento en las encuestas o la descalificación generalizada. Convertir a los políticos corruptos en héroes y otorgarles la confianza de los votos o de las cúpulas de los partidos es la mejor manera de enquistar la solución de una enfermedad que puede llegar a tener un precio muy alto para el sistema democrático.
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