Goodbye Cameron


Anuncia David Cameron que si Bruselas no le da lo que pide se va de la Unión Europea. Ha diseñado incluso lo que podríamos llamar una hoja de ruta para dar la espantada si no consigue sus objetivos: si gana las elecciones que se celebrarán dentro de dos años, a los dos años siguientes convocará una referéndum para que los británicos decidan si quieren seguir o marcharse. 

A Cameron es evidente que le aprietan las pantuflas de andar por casa – recesión económica, caída de la popularidad, aumento del euroescepticismo como consecuencia de la crisis – y no ha dudado en culpar a Bruselas de sus males domésticos. Salvando todas las distancias que se quieran, su reacción es muy similar a la de Artur Mas en Cataluña: si no me das lo que te pido me voy de casa y me establezco por libre. El Reino Unido entró en la Unión Europea hace cuarenta año y desde entonces no ha dejado de incordiar al resto de los socios con sus reclamaciones de trato diferenciado. 

Con mayor o menor intensidad, los sucesivos gobiernos británicos siempre han presionado para que el club del que son socios les permita quedarse con los acuerdos que mejor les vayan a sus intereses y rechazar los que les perjudiquen. Olvidan interesadamente que cuando se forma parte de un club se aceptan automáticamente todas sus reglas y sus decisiones. No es de recibo presionar al resto de los socios del club para que nos reconozcan privilegios que no se le reconocen a nadie más pero que nosotros reclamamos en razón a no se sabe bien qué derechos o singularidades. 

Al igual que Mas en Cataluña, Cameron puede haberse metido en un callejón de difícil salida con su órdago sobre el referéndum. En primer lugar tendrá que ganar las elecciones y eso es algo que a estas alturas nadie está en condiciones de asegurar. En el caso de que se cumpliera la primera premisa y de que sus negociaciones con Bruselas no salieran a su gusto, se vería obligado a convocar ese referéndum a pesar de lo cual tampoco está escrito que triunfe la opción de abandonar la UE. Además de la incertidumbre económica para el Reino Unido que su apuesta ya está generando, cinco años son una eternidad en política y la apuesta de Cameron por la salida de la UE huele de lejos a campaña electoral adelantada. En su derecho está de empezar a pedirle el voto a los euroescépticos británicos si así lo estima oportuno, aunque lo que en realidad pretenda sea desviar el debate público sobre la crisis y las medidas para afrontarla hacia  lo ineficaz que es la Unión Europea y lo poco que comprende las justas aspiraciones del Reino Unido. Es la conocida estrategia de los malos políticos, culpar a un enemigo externo de la propia incompetencia. 

Bien es cierto que la Unión Europea no pasa por su mejor momento, más bien todo lo contrario, a pesar del esperpéntico Nobel de la Paz del año pasado. La crisis y la manera de afrontarla, con la práctica totalidad de los socios del club plegados al austericidio impuesto por Merkel, ha disparado el euroescepticismo en el viejo continente. Ante la hora más crítica de la Unión Europea, Cameron no es capaz de aportar una sola idea constructiva que le permita al club del que forma parte superar sus dificultades y avanzar hacia una Europa menos pendiente de la suerte de los bancos y más de la cohesión, el empleo y la equidad social.

A Cameron nada de eso le preocupa lo más mínimo; lo que en realidad le quita el sueño es que Bruselas le toque el gran chiringuito financiero de la City londinense y que no pueda ser al mismo tiempo el muerto en el entierro, el novio en la boda y el niño en el bautizo. Al margen  de quién gana o pierde más con una eventual salida del Reino Unido de la Unión Europea – es evidente que ambas partes pierden – lo que ya resulta cansino e incluso intolerable es que en esta comprometida situación haya que soportar a un socio tan díscolo e insolidario como el Reino Unido. Con la misma libertad con la que entró se puede ir cuando quiera, para lo cual, hasta Francia se ha ofrecido con muy mala uva a extenderle la alfombra roja. Un dolor de cabeza menos que tendríamos.      

Sigamos cavando

Es la consigna que hay que mantener a toda costa: seguir agrandando y profundizando el hoyo para poder salir de él antes y mejor. Los datos de la Encuesta de Población Activa que acaba de publicar el Instituto Nacional de Estadística confirman que se está haciendo lo correcto. Que no hayamos llegado a los seis millones de parados por apenas 34.000 trabajadores que contra todo pronóstico se empeñaron en conservar su empleo, poco importa. Es, a pesar de todo, la mayor tasa de paro de la historia. Todo un triunfo.


Seguro que al ritmo con el que se destruyeron puestos de trabajo el año pasado tardaremos apenas dos meses en alcanzar la mágica cifra. Si eso no ocurriera siempre se puede endurecer más la reforma laboral y flexibilizar el despido. La patronal se encargará de pedírselo con insistencia al Gobierno y éste, siempre tan atento a las demandas de la sociedad civil, no tardará mucho en concedérselo si es, como en este caso, para crecer y crear empleo.

Si ni así conseguimos alcanzar y superar la sima de los seis millones de parados y los dos millones de hogares con todos sus miembros en paro, de los que nos hemos quedado también al borde, siempre se puede tirar de unos cuantos ERES en la administración pública y en algunas empresas que deseen aprovechar la temporada de rebajas para cuadrar sus cuentas de resultados. 

Al Gobierno no le faltan ideas y arrestos para conseguir que llegue a todos los rincones del planeta la verdadera marca España, caracterizada por las largas e inútiles colas ante las oficinas del paro, ante los pocos comedores sociales que van quedando o ante los contenedores de basura. A su alcance tiene medidas de eficacia bien contrastada como seguir subiendo los impuestos a las clases medias o recortando en gastos superfluos como los de la sanidad, la educación o los servicios sociales básicos. Por cierto, debe desterrar cuanto antes de sus planes la prórroga de la ayuda de 426 euros a los parados que hayan perdido todas las prestaciones. ¡Que se jodan!

Es una advertencia inútil porque estoy convencido de que no lo hará pero, por si acaso, advierto de que ni por la cabeza debería de pasársele poner en marcha alguna medida que permita reanimar una economía en la que aparecen brotes verdes sin parar. ¿Para qué molestarse? Eso malograría el sagrado objetivo del cumplimiento del déficit que, aunque a pesar de todo no lo cumplamos, siempre podemos presumir ante Angela Merkel de que estamos en el buen camino. Anatema es también subirles los impuestos a los más ricos, no vayan a llevarse el dinero a Suiza y luego haya que pedirles por favor que lo regularicen a su entera satisfacción aunque su origen sea más negro que la noche negra.

Que ni se le ocurra dejar de poner dinero del bolsillo de todos los españoles para sanear los bancos, en peligro de herniarse bajo el peso del ladrillo. Y, por supuesto, tampoco debe atreverse a obligarles a aceptar la dación en pago para frenar los desahucios porque eso generaría un mal ejemplo moral que ríete tú de Luis Bárcenas, Urdangarín y compañía.

Lo que el Gobierno debe hacer para que más pronto que tarde lleguemos a los seis millones de parados y subiendo es continuar haciendo lo mismo que hasta ahora: facilitando el despido, deprimiendo el consumo, recortando el estado del bienestar, protegiendo a los bancos, cargando de impuestos a la escuálida clase media y haciendo la vista gorda ante los que los escabullen en Suiza.

Y al mismo tiempo, debe insistir en que esas son las medidas que este año permitirán que la economía española solo se contraiga un insignificante 0,5% y que el FMI diga misa, que ya sabemos que la oxigenada Lagarde y sus economistas de cabecera no suelen dar una en el clavo. No hay alternativa: seguir cavando es lo único que puede y debe hacer este Gobierno para alcanzar el pleno desempleo en España. Ánimo, el objetivo ya está al alcance de la mano.

Mali y el rostro de la guerra


La foto de un soldado francés en Mali cubriéndose la cara con un pañuelo en el que aparece dibujada una calavera ya ha proporcionado a la intervención militar francesa en ese país africano un icono del verdadero rostro de esta nueva guerra. Así como las imágenes del napalm en Vietnam o los abusos en la cárcel irakí de Abu Ghraib se han convertido por derecho propio en imágenes imborrables para la memoria de la intervención estadounidense en aquellos conflictos, la de este militar francés ha levantado ya una ola de críticas en Francia y ha obligado al ejército a reconocer que proyecta una idea equivocada sobre los objetivos de la misión. 

¿Equivocada? Tal vez no tanto. En los últimos días han comenzado a llegar informes de ONGs y de periodistas que se encuentran sobre el terreno – al menos hasta donde los militares les permiten llegar - en los que se narran con mucho detalle las atrocidades que los bandos en conflicto están infligiendo a la población civil de las zonas en las que tropas francesas y africanas se enfrentan a los rebeldes yihadistas. Ejecuciones sumarias, desapariciones, amputaciones, lapidaciones, torturas y violaciones son las más comunes.

Se acusa de estos crímenes tanto a los rebeldes islamistas como a los soldados malienses: los primeros como represalia contra la población civil de la que se sospeche que colabora con las tropas leales al débil gobierno de Bamako y los segundos por la misma razón contra aquellos de los que se cree que pueden estar prestando ayuda o simpatizando con los yihadistas. En esta dinámica bárbara está muy presente también el odio étnico hacia las poblaciones del norte de Mali como los tuaregs, históricamente postergadas y apenas integradas cultural y económicamente en el conjunto del país, a las que también se pretende hacer pagar por su desafección o sus reivindicaciones de independencia.

El panorama no puede ser más complejo e incierto. Francia sigue adelante con su ofensiva militar contra los yihadistas sin más apoyo de momento que unos miles de soldados africanos, en su mayoría mal entrenados y, salvo los de Chad, sin experiencia para la guerra en el desierto. La voluble comunidad internacional parece haber decidido que, por ahora, esta es una guerra que Francia debe librar en solitario o, como mucho, con tibios apoyos logísticos y políticos. Esa soledad está empezando a crear un cierto malestar en París que de momento no se expresa en voz alta, aunque otra cosa puede ocurrir cuando empiecen a llegar los cadáveres de los soldados franceses muertos en Mali.

El reciente ataque a una planta argelina de gas con un saldo de casi 40 muertos ha puesto de manifiesto que Francia no se enfrenta a un ejército convencional sino a una amalgama de grupúsculos terroristas hasta ahora muy heterogénea pero capaz de aparcar sus diferencias para combatir al enemigo común. Además de las víctimas inocentes de esta nueva guerra, lo que más preocupa es que no se conoce hoja de ruta alguna que permita atisbar cuándo y cómo podrá Francia salir del avispero en el que se acaba de meter y si será capaz de hacerlo por sí misma o necesitará algo más que la ayuda de algunos países africanos.

Por ahora, todo apunta a que esta será una guerra larga y dolorosa que obligará al ejército francés a permanecer durante mucho tiempo sobre el terreno aún a riesgo de ser acusado de neocolonial. Paralelamente puede intentar fortalecer y estabilizar el gobierno maliense y entrenar a sus fuerzas armadas para que sean ellos los que tomen el relevo. Cuándo podrá ocurrir eso nadie puede predecirlo en estos momentos y de ahí que se hable ya de una suerte de Afganistán africano en Mali.

En cualquier caso, es mucho lo que está en juego, empezando por los propios intereses franceses que se verían seriamente amenazados por una especie de Estado talibán en la zona. Pero sobre todo está en juego la seguridad no sólo en Francia sino en toda Europa, a pesar de que la Unión Europea y la OTAN han preferido ponerse de perfil y verlas venir. España y Canarias están a unos escasos 2.000 kilómetros del foco del conflicto y su extensión a otros países del Magreb puede tener consecuencias imprevisibles.

La guerra que se está librando en Mali es en buena parte consecuencia de la interesada intervención occidental en Libia. Allí lucharon algunos de los grupos que hoy se enfrentan a las tropas francesas y de allí volvieron cargando en sus pick-up un sofisticado armamento que ahora vuelven a emplear contra Occidente. Pero llorar sobre la leche derramada no servirá para corregir aquellos errores ni, a lo que se ve, para evitar que sean una vez más los inocentes los que muestren al mundo la verdadera cara de la guerra. Como en todas las guerras.