Mas se enroca

El Tribunal Constitucional acaba de adoptar una decisión cuando menos inédita: suspender los efectos de una declaración política, que no de una ley o cualquier otra figura con fuerza legal. Hablo de la que adoptó el Parlamento de Cataluña en febrero y que definió al pueblo catalán como “sujeto político y jurídico soberano”. Salvando todas las distancias históricas que se quieran, suena como si el Alto Tribunal hubiese suspendido a los pocos meses de su publicación los efectos del Manifiesto Comunista o los del “Grito de Baire” con el que se inició la guerra de independencia cubana.

Los magistrados se dan un plazo de cinco meses para estudiar el fondo de la cuestión y determinar si la declaración soberanista catalana es o no constitucional. Aseguran los constitucionalistas que el Tribunal no podía hacer otra cosa una vez que el Gobierno del Estado impugnó la declaración y ahora tendrá que determinar si era o no impugnable para luego decidir si es constitucional. Cabe recordar que contra la impugnación se pronunciaron dos miembros del Consejo de Estado. Los efectos prácticos de la declaración suspendida no existen y, por tanto, se suspende lo que no existe, lo cual es también inédito.

La trascendencia de esta decisión del Tribunal Constitucional radica en que viene a tensar más si cabe las ya difíciles relaciones entre Madrid y Cataluña a raíz de que Artur Mas viera en la Diada del año pasado la oportunidad de oro para envolverse en la bandera soberanista y lanzar una densa cortina de humo sobre los verdaderos problemas de los catalanes: el paro, los recortes o el endeudamiento público.

Desde que vio la luz de la independencia como la solución a todos los males de Cataluña, el presidente Mas se ha embarcado en una carrera frenética hacia el precipicio en la que no le ha importado echarse en brazos de Ezquerra Republicana de Cataluña de la que ahora es rehén político. En su deriva ha arrastrado también a un PSC timorato y ambiguo ante el riesgo de perder comba electoral si no se alinea con el bloque independentista que Mas quiere ver mayoritario cuando, según el último barómetro del CIS, sólo un tercio de los catalanes apuesta por la independencia.

En sus relaciones con Madrid, el presidente catalán ha empleado la vieja táctica de sorber y soplar a un mismo tiempo: amenaza con la independencia y a la vez exije ayuda para salir del pozo económico en el que está sumida la comunidad catalana y que se le conceda trato de favor en cuestiones como el cumplimiento del objetivo de déficit.

En frente, el Gobierno de Mariano Rajoy no ha hecho demasiado por rebajar la tensión y explorar vías de acuerdo respetuosas en todo caso con el marco legal que nos hemos dado todos los españoles, incluidos los catalanes. Sin embargo, a nadie se le oculta la dificultad del objetivo ya que el órdago de Mas no tiene encaje en un marco constitucional como el vigente, que pide a gritos una profunda reforma que dé respuesta a las tensiones territoriales.

Lo que desde luego no contribuye a relajar la tensión es que las declaraciones políticas de un Parlamento sin fuerza legal alguna deban ser objeto de análisis constitucional. Por eso, la decisión conocida ayer se convierte en un nuevo balón de oxígeno para el victimismo de Mas y un nuevo escollo para el entendimiento entre Madrid y Barcelona.

La infanta acompañante

A la Casa Real no le ha sorprendido que la Audiencia de Palma haya decidido dejar sin efecto la imputación de la infanta Cristina por el “caso Nóos”. A decir verdad, ni a la Casa Real ni a casi nadie. Después de mostrar su “sorpresa” cuando el juez Castro decidió citarla a declarar como imputada por presunta complicidad y cooperación necesaria en los turbios negocios de su marido, ahora expresa su “máximo respeto” ante las decisiones judiciales sobre todo, como es el caso, si le benefician. O eso al menos deben de creer en La Zarzuela, aunque no sería prudente descorchar el champán de forma tan apresurada como han hecho ya el PP y el Gobierno que también se alarmaron en su momento por la decisión del juez.

A eso se le llama neutralidad y respeto a las decisiones judiciales en las más altas instancias del Estado que, al mismo tiempo, no dudaron en movilizar a la Fiscalía y a la Abogacía pública para que le pararan los pies al juez instructor. Y lo han conseguido, aunque sólo a medias, gracias a una decisión que tiene un cierto aroma salomónico por cuanto, si bien deja sin efecto la imputación de la infanta como cómplice y cooperadora de los negocios de su esposo, no cierra en cambio la puerta a la posibilidad de que sea llamada a declarar en esa misma condición si se verifica algún tipo de delito fiscal o de blanqueo de capitales. De hecho, el auto le indica al juez Castro el camino que debe seguir a partir de ahora, siempre a expensas – eso sí - de que la Casa Real, la Fiscalía General del Estado y la Abogacía del Estado no vuelvan a “sorprenderse” si se le ocurre imputarla de nuevo.


El auto por el que dos de los tres jueces de la Audiencia de Palma decidieron ayer evitar que la infanta haga por ahora el paseíllo judicial, tiene algunos hallazgos jurídicos dignos de mención como corresponde a una buena pieza de 61 folios frente a los 19 que gastó el juez Castro en la imputación. Dice por ejemplo que, el hecho de que la infanta figurara en los folletos con los que Urdangarín camelaba a los políticos para que financiaran los proyectos del filantrópico Instituto Nóos, era de “mero acompañamiento impune” y, por tanto, no implica que la hija del rey fuera consciente de que su marido desviaba ese dinero público a la empresa pantalla Aizoon cuya propiedad compartía al 50% - qué casualidad - precisamente con ella.

Para la Audiencia, del hecho de que la infanta formara parte de la junta directiva de Nóos y de que fuera la copropietaria con su marido de Aizoon, no cabe deducir culpabilidad de ningún tipo. Tampoco de que supiera – como sabía – que Urdangarín aprovechaba para sus negocios su parentesco real, como han desvelado algunos de los correos tóxicos de su ex socio y ahora enemigo judicial, Diego Torres, para el que el auto pide un plazo improrrogable con el fin de que escupa de una vez todos los mensajes venenosos que guarde aún en sus archivos.

A la espera de lo que haga ahora el juez Castro y de lo que en su caso decida de nuevo la Audiencia si – como es seguro – fiscalía y abogacía públicas recurren un nuevo auto de imputación, el que ayer evitó a la infanta “acompañante” acudir al juzgado a explicar su participación en los negocios de su esposo le hace un flaco favor a la Corona, ahora tan respetuosa con las decisiones judiciales.

Primero, porque ninguna Audiencia del mundo, ninguna fiscalía y ninguna abogacía del Estado se molestarían en cuestionar una decisión tan de sentido común como la que adoptó el juez Castro respecto de la infanta a la que, de hecho, le hacía un gran favor citándola como imputada con todas las garantías jurídicas que ese hecho comporta. Y eso que el juez hiló lo más fino que pudo en su auto de imputación, algo que probablemente no habría hecho tratándose de un ciudadano común y corriente en lugar de la hija del rey.

Y en segundo lugar y sobre todo, porque este auto de la Audiencia de Palma desmiente una vez más las palabras del propio rey asegurando que la Justicia es “igual para todos”. No es verdad y, de hecho, nunca lo ha sido ni aquí ni en ninguna otra parte, para qué nos vamos a engañar. Al menos por ahora, este caso lo vuelve a confirmar y, por tanto, nada de lo que sorprenderse.

Pacto a la genovesa

El último barómetro del CIS dibujó un panorama político en España que refleja con bastante precisión la imagen que los españoles tienen en estos momentos de la clase política y de las instituciones del país. La intención de voto de los dos grandes partidos suma poco más del 60%, lo que suena a inicio del fin del bipartidismo mientras aumenta el voto en blanco y la abstención; ningún líder político supera el 4 de nota y quien más se acerca (Rosa Díez) dirige un partido minoritario aunque al alza. El presidente del Gobierno es peor valorado que el jefe de la oposición, al tiempo que se desploma el conjunto de las instituciones hasta el punto de que la Monarquía, que desciende tres puestos en la clasificación, aparece incluso como un problema para el 1% de los encuestados.

Sobre este oscuro telón de fondo trufado con escandalosos casos de corrupción la vida política oficial del país gira monótonamente en torno a la crisis económica, sus soluciones y sus consecuencias. Pasa el tiempo y mes tras mes y trimestre tras trimestre se ahonda la herida del paro y día a día se ensancha la brecha de la pobreza y la exclusión social. El PSOE, probablemente necesitado de recuperar iniciativa política, mostrarse como alternativa de gobierno y de paso desviar la atención sobre sus problemas internos, lleva semanas proponiendo al Gobierno acuerdos sobre empleo y otras materias. 

Éste, sin embargo, los ignora o los descalifica directamente en aras del cumplimiento del déficit, santo y seña prioritario de su política inflexible por más que sea la principal responsable de la situación actual. El último desdén ha sido el rechazo del presidente Rajoy a la posibilidad de destinar parte del rescate bancario no gastado a fomentar el crédito a empresas y particulares. Sobre la otra propuesta – una moratoria de los despidos por razones económicas en la que la empresa y el Gobierno asuman a partes iguales el salario de los que conserven el empleo – ni siquiera se ha pronunciado.


A Rajoy estas ideas parecen sonarle a cuerno quemado y las despacha con un desdeñoso “sería pedir el rescate para España”, como si el país no estuviera ya rescatado con las condiciones que ha impuesto la troika a cambio de salvar a los bancos de las consecuencias de su propia codicia. Aún siendo todo lo interesada que se quiera, la oferta del PSOE, a la que hay que unir las peticiones de grandes acuerdos lanzadas por los sindicatos y la patronal, por no hablar de la inmensa mayoría de una sociedad hastiada de la escasa altura de miras de los políticos, se responde con la apelación a la herencia socialista y se rechazan con el argumento falaz de que no se pueden repetir los “errores” que han llevado a España a la situación actual.

Así las cosas, no queda más alternativa que adherirse con entusiasmo a las medidas de un Gobierno que asegura “saber lo que hace”, que “incumplió su programa electoral obligado por las circunstancias” y que subió los impuestos después de prometer que los bajaría “para evitar el crack del país”. Un pacto a la genovesa – por el nombre de la calle madrileña en la que está la sede de los populares – es lo que ofrece como alternativa el Gobierno y su presidente que, amparado en su mayoría absoluta, cree tener un cheque en blanco que le permite ignorar a la oposición – ahí están las decenas de decretos con los que viene gobernando – y desoír lo que vienen manifestando los ciudadanos en la calle y a través de encuestas como la del CIS.

Los datos de esa encuesta revelan con claridad que la crisis en España ya no es sólo económica sino también política e institucional por cuanto un creciente número de ciudadanos considera que los políticos y las instituciones ya no son la solución sino el problema, lo que abona el terreno al populismo y la demagogia. El país necesita con urgencia un traje político nuevo pero para confeccionarlo es imprescindible mucho más sentido del Estado y mucha cintura política. Justo lo que más escasea en estos momentos.