El último barómetro del CIS dibujó un panorama político en España que refleja con bastante precisión la imagen que los españoles tienen en estos momentos de la clase política y de las instituciones del país. La intención de voto de los dos grandes partidos suma poco más del 60%, lo que suena a inicio del fin del bipartidismo mientras aumenta el voto en blanco y la abstención; ningún líder político supera el 4 de nota y quien más se acerca (Rosa Díez) dirige un partido minoritario aunque al alza. El presidente del Gobierno es peor valorado que el jefe de la oposición, al tiempo que se desploma el conjunto de las instituciones hasta el punto de que la Monarquía, que desciende tres puestos en la clasificación, aparece incluso como un problema para el 1% de los encuestados.
Sobre este oscuro telón de fondo trufado con escandalosos casos de corrupción la vida política oficial del país gira monótonamente en torno a la crisis económica, sus soluciones y sus consecuencias. Pasa el tiempo y mes tras mes y trimestre tras trimestre se ahonda la herida del paro y día a día se ensancha la brecha de la pobreza y la exclusión social. El PSOE, probablemente necesitado de recuperar iniciativa política, mostrarse como alternativa de gobierno y de paso desviar la atención sobre sus problemas internos, lleva semanas proponiendo al Gobierno acuerdos sobre empleo y otras materias.
Éste, sin embargo, los ignora o los descalifica directamente en aras del cumplimiento del déficit, santo y seña prioritario de su política inflexible por más que sea la principal responsable de la situación actual. El último desdén ha sido el rechazo del presidente Rajoy a la posibilidad de destinar parte del rescate bancario no gastado a fomentar el crédito a empresas y particulares. Sobre la otra propuesta – una moratoria de los despidos por razones económicas en la que la empresa y el Gobierno asuman a partes iguales el salario de los que conserven el empleo – ni siquiera se ha pronunciado.
A Rajoy estas ideas parecen sonarle a cuerno quemado y las despacha con un desdeñoso “sería pedir el rescate para España”, como si el país no estuviera ya rescatado con las condiciones que ha impuesto la troika a cambio de salvar a los bancos de las consecuencias de su propia codicia. Aún siendo todo lo interesada que se quiera, la oferta del PSOE, a la que hay que unir las peticiones de grandes acuerdos lanzadas por los sindicatos y la patronal, por no hablar de la inmensa mayoría de una sociedad hastiada de la escasa altura de miras de los políticos, se responde con la apelación a la herencia socialista y se rechazan con el argumento falaz de que no se pueden repetir los “errores” que han llevado a España a la situación actual.
Así las cosas, no queda más alternativa que adherirse con entusiasmo a las medidas de un Gobierno que asegura “saber lo que hace”, que “incumplió su programa electoral obligado por las circunstancias” y que subió los impuestos después de prometer que los bajaría “para evitar el crack del país”. Un pacto a la genovesa – por el nombre de la calle madrileña en la que está la sede de los populares – es lo que ofrece como alternativa el Gobierno y su presidente que, amparado en su mayoría absoluta, cree tener un cheque en blanco que le permite ignorar a la oposición – ahí están las decenas de decretos con los que viene gobernando – y desoír lo que vienen manifestando los ciudadanos en la calle y a través de encuestas como la del CIS.
Los datos de esa encuesta revelan con claridad que la crisis en España ya no es sólo económica sino también política e institucional por cuanto un creciente número de ciudadanos considera que los políticos y las instituciones ya no son la solución sino el problema, lo que abona el terreno al populismo y la demagogia. El país necesita con urgencia un traje político nuevo pero para confeccionarlo es imprescindible mucho más sentido del Estado y mucha cintura política. Justo lo que más escasea en estos momentos.
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