Palabra de Aznar

¿Volverá Aznar al primer plano de la política? Esa es la pregunta que le hicieron anoche al ex presidente en una entrevista en televisión. Con el mismo rictus hosco que le caracteriza y con el que aseguró en su momento que Sadam Hussein tenía armas de destrucción masiva, declaró que “nunca eludo mi responsabilidad, cumpliré con mi responsabilidad, mi conciencia, mi partido y mi país”, por ese orden. Y remató: “No tenga dudas”. Y con la duda nos hemos quedado.

A decir verdad, Aznar nunca ha abandonado la política activa aunque la haya ejercido desde un segundo plano mediático. La FAES y otros foros le han servido de tribunas para hacerse notar y para intentar sentar cátedra sobre lo que debe y lo que no debe hacerse. Le pasa como a Esperanza Aguirre, que dice que se va pero se queda para repartir estopa a diestro y siniestro y presentar enmiendas a la totalidad de lo que hacen sus propios compañeros de partido ahora en el Gobierno.

Lo mismo hizo Aznar anoche: pedir una urgente reforma fiscal, bajar los impuestos “ya” y exigir que no se abandone a las clases medias. No se paró ahí: a Aznar le gustaría ver un proyecto político claro que ahora no ve en España y remachó con un “hay que ofrecer esperanza, no una lánguida resignación”. Me temo que Rajoy no ha pasado buena noche después de escuchar las declaraciones de quien le puso al frente del PP y le nombró digitalmente su heredero político. Un Rajoy con el que – palabra de Aznar – sólo ha mantenido una conversación “relajada” desde que el PP habita en La Moncloa. En realidad, ni falta que les hace hablar más: con las conferencias que el ex presidente da por esos mundos de Dios y entrevistas como la de anoche, tiene más que suficiente Rajoy para saber lo que piensa su mentor de la gestión del Gobierno y de la situación general del país. Debería de estar el presidente atento a las señales y, en su caso, poner las barbas a remojar como a Aznar se le ocurra volverse a dejar bigote, emblema inolvidable de su autoridad.

Ahora bien, si hablamos de sobresueldos ahí la cosa cambia. En este punto, el rictus de Aznar, aún sin bigote, sigue siendo igual de fiero pero el discurso encaja a la perfección en el de su partido y el Gobierno. “Rotundamente no; ni devengué ni percibí otra retribución que no fuera como presidente”. Y como en estos casos lo que procede es matar al mensajero, Aznar está convencido de que las informaciones de EL PAÍS en las que se asegura que siguió cobrando sobresueldos después de llegar a La Moncloa a pesar de la Ley de Incompatibilidades, son sólo fruto de la animadversión que el periódico de PRISA tiene contra él.

El mismo argumento que empleó también para descalificar que ese periódico haya publicado que el cabecilla de la trama corrupta Gürtel pagara la iluminación en el bodorrio de Estado de su hija con Alejandro Agag. A Aznar eso le parece la cosa más normal del mundo: “Parece normal - dijo - que los invitados a una boda hagan regalos a los contrayentes, algunos relacionados con la actividad que desarrollan”. Tal vez, aunque la actividad de esa trama fuera organizarle actos gratuitos a Aznar y aplicarles un margen de beneficios del 100% a los que contrataba con ayuntamientos y ministerios del PP, según informa hoy ese mismo periódico.

No debemos ser mal pensados y debemos confiar en que Aznar dice la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre lo que hizo, hace y piensa hacer. ¿Cómo no creer a alguien que se expresa con tanto aplomo y contundencia aunque las evidencias cuestionen seriamente sus palabras? De eso no tenga usted dudas: es palabra de Aznar.

Comer o no comer, esa es la cuestión

Miles de alumnos acuden cada día al colegio con el estómago vacío. No ocurre en un país castigado por los desastres naturales o la guerra, sino a la vuelta de la esquina. Sin ir más lejos, aquí en Canarias. La comunidad autónoma española en la que más se han incrementado los índices de pobreza desde el inicio de la crisis y en la que 3 de cada 10 menores es considerado pobre por las estadísticas oficiales, imparte educación a niños que en muchos casos apenas pueden hacer una comida diaria, precisamente la que toman en el colegio.

Desde que los efectos del paro empezaron a causar estragos en las economías familiares, fueron numerosas las organizaciones no gubernamentales y asociaciones de padres y madres de alumnos que reclamaron a las autoridades educativas la apertura de las comedores escolares en verano para que los menores pudieran al menos seguir disponiendo de esa comida diaria durante el periodo no lectivo.

Por fin, las reclamaciones tuvieron eco y el presidente del Gobierno anunció en el debate sobre la nacionalidad de finales de marzo un plan para abrir comedores escolares en verano y paliar en parte el problema. La idea consistía en destinar 30 millones de euros a la iniciativa, 20 de los cuales deberían aportarlos los ayuntamientos y el resto el Gobierno de la comunidad autónoma. Desde el anuncio de la iniciativa ha pasado más de mes y medio y nadie sabe todavía cómo se aplicará, quién la pagará y cuándo se pondrá en práctica, a pesar de que en un primer momento fue aplaudida desde casi todos los ámbitos.


Sin embargo, la resistencia de muchos ayuntamientos, particularmente los gobernados por el PP, a destinar recursos a hacerla posible la ha convertido en un nuevo episodio de desencuentro interinstitucional e incapacidad política para dar respuesta a los problemas reales de los ciudadanos más castigados por la crisis. Se le reprocha al Gobierno – y en esto no están faltos de razón quienes lo hacen –  haber lanzado la idea sin negociarla antes con los ayuntamientos. Del mismo modo, también se les puede y debe reprochar a muchos de los ayuntamientos que ahora se rasgan las vestiduras evidente falta de sensibilidad para afrontar la situación de miles de vecinos que no tienen medios suficientes para alimentar a sus hijos.

En cualquier caso, la cuestión de fondo y principal no es si el Gobierno debió haber contado con los ayuntamientos antes de hacer el anuncio – que debió de hacerlo - o si muchos de estos se han mostrado mudos y sordos ante el drama social de un buen número de sus vecinos – lo que retrata su grado de compromiso social. La cuestión es paliar el hambre de esos niños y ante eso resulta lamentable el tira y encoje en el que están inmersos desde hace semanas unos y otros. Por más que la medida no sea la panacea para resolver la situación social de esos menores, sí merece ser acogida con la responsabilidad, la sensibilidad y la altura de miras que la dramática situación social reclama a gritos. Porque, a la postre, la cuestión es comer o no comer y no quién hace el gasto o se apunta la idea. Así de sencillo.

Involución educativa

El Consejo de Ministros acaba de enviar a las Cortes la séptima reforma educativa de la democracia. Sólo cuenta con el apoyo del PP y, por supuesto, de la Conferencia Episcopal y los sectores más conservadores del partido que sustenta al Gobierno. Ni la inmensa mayoría de la comunidad educativa ni muchas comunidades autónomas ni la oposición respaldan una reforma que entienden ideologizada, conservadora y segregadora.

Las protestas y las llamadas al consenso para aprobar una reforma educativa con vocación de perdurabilidad y garantías de que no se volverá a cambiar en cuanto cambie también el color del gobierno, han sido ignoradas por quien se ampara en la mayoría parlamentaria y difunde la falaz consigna de que quien no está de acuerdo con los cambios es que no quiere que haya cambios de ningún tipo, lo cual es sencillamente mentira.

Que la España democrática esté a punto de aprobar sin apenas respaldo social su séptima reforma educativa en poco más de 30 años, habla con elocuencia del uso de la educación como arma política y no como herramienta estable y útil para la mejora continua de los ciudadanos, particularmente de las nuevas generaciones, en todos los ámbitos: humano, social, cultural y económico. Con esta reforma, el ministro Wert emula a su compañero de gabinete Ruiz-Gallardón en sus intenciones sobre el aborto y nos retrotrae no menos de tres décadas en materia educativa.


Desaparece Educación para la Ciudadanía y en su lugar se implanta una nebulosa asignatura de “valores sociales”; se vuelve a las clases de religión católica con nota computable para la beca; en contra de la jurisprudencia del Tribunal Supremo se subvenciona con dinero público a los centros religiosos concertados que segregan a sus alumnos por sexo; se imponen reválidas al final de cada ciclo que expulsará del sistema a quienes no las superen; se abre de par en par la puerta a que los alumnos con menos recursos económicos se queden por el camino; se vacían de poder las comunidades educativas de los centros (profesores y padres); se tensa la cuerda con las comunidades con lengua cooficial y se recorta su autonomía en el establecimiento de los contenidos educativos.

No hay que ser demasiado perspicaz para comprender que detrás de estas medidas está la mal disimulada voluntad del Gobierno de devolverle a la Iglesia católica parte de la influencia social que ha ido perdiendo en una sociedad cada vez más secularizada y satisfacer a los sectores de la derecha más ortodoxa que añoran la España “una, grande y libre”. Salvo que se retire para su negociación o al menos se modifique sustancialmente en el trámite parlamentario para que cuente con el máximo consenso político y social posible – algo muy poco probable por no decir ilusorio – la reforma Wert nacerá con fecha de caducidad y no pasará seguramente mucho tiempo – tal vez en la próxima legislatura o en la otra - antes de que este país esté de nuevo dándole vueltas a la octava reforma educativa de la democracia.